Y te aseguro que siento mucho sacar de nuevo este asunto… Sólo querría que estuvieras completamente seguro. A veces tomamos decisiones llevados por la ira, la decepción o el dolor, porque las emociones nos superan, bueno, ya sabes a qué me refiero. No sé qué podría hacerse ahora, pero alguna solución se encontraría… Lo que se hace en un sentido, puede deshacerse en el otro. No quiero influenciarte, pero te lo ruego: piensa en tus padres. Estoy seguro de que si te vieran como estás ahora te querrían tanto como antes, si no más. Tu padre debe de ser un hombre bueno y abnegado, imagina la alegría que se llevaría si supiera que estás vivo. Pero no quiero influenciarte. De todas formas, se hará lo que tú quieras, aunque estas cosas hay que pensarlas bien, desde mi punto de vista. Me has dibujado a tu hermana Madeleine, es una chica atractiva, piensa un poco en la pena que debió de sentir cuando le comunicaron tu muerte y en el milagro que sería para ella que ahora…
Escribirle esas cosas no servía de nada. Ni siquiera se sabía cuándo llegaban las cartas, podían tardar dos semanas, incluso cuatro. Y la suerte estaba echada. Albert lo escribía para sí mismo. No se arrepentía de haber ayudado a Édouard a cambiar de identidad, pero, si no lo seguía hasta el final, no podía imaginarse las consecuencias, aunque presentía que serían bastante graves. Se envolvió en la guerrera y se tumbó en el suelo.
Se pasó la mayor parte de la noche dando vueltas y vueltas, nervioso, inquieto.
En sus sueños, desenterraban un cuerpo y Madeleine Péricourt se daba cuenta enseguida de que no era el de su hermano, era más alto, o más bajo, unas veces tenía una cara que se reconocía enseguida, la de un soldado muy viejo, y otras hasta desenterraban a un hombre con la cabeza de un caballo. La chica lo agarraba del brazo y le preguntaba: «¿Qué ha hecho con mi hermano?» Por supuesto, el capitán d’Aulnay-Pradelle metía cizaña, sus ojos eran de un azul tan intenso que iluminaban la cara de Albert como una antorcha. Tenía la voz del general Morieux. «¡Exacto! —tronaba—. ¿Qué ha hecho con su hermano, soldado Maillard?»
Se despertó de una de esas pesadillas cuando rayaba el alba.
Mientras casi todo el campamento aún dormía, Albert estuvo dándole vueltas a sus pensamientos, que con la oscuridad de la gran sala, la pesada respiración de sus compañeros y la lluvia que azotaba el techo, se volvieron cada vez más negros, fúnebres, amenazadores. No se arrepentía de lo que había hecho, pero no se sentía capaz de seguir adelante. La visión de la chica estrujando en sus finas manos aquella carta plagada de mentiras aparecía ante sus ojos una y otra vez. ¿Era humano, lo que estaba haciendo? ¿Estaba a tiempo de anularlo todo? Había tantas razones para hacer como para deshacer. Porque, vamos, se decía Albert, ¡no voy a ponerme ahora a desenterrar cadáveres para tapar una mentira inventada por bondad! O por debilidad, aunque viene a ser lo mismo. Pero si no voy a desenterrarlo, si descubro el pastel, me acusarán. No sabía a qué se arriesgaba, sólo que era grave; el asunto tomaba proporciones aterradoras.
Cuando al fin amaneció, aún no había tomado ninguna decisión, posponiendo una y otra vez el momento de zanjar aquel terrible dilema.
Un puntapié en las costillas acabó de despertarlo. Estupefacto, se incorporó de un salto. Ahora la sala era un hervidero de gritos y agitación. Albert miraba a su alrededor completamente desorientado, incapaz de volver en sí, cuando de pronto vio descender del cielo y plantarse a unos centímetros del suyo el severo y penetrante rostro del capitán Pradelle.
El oficial se quedó mirándolo un buen rato, luego soltó un suspiro de desánimo y le propinó una bofetada. Albert se protegió la cara instintivamente. Pradelle sonrió. Una amplia sonrisa, que no significaba nada.
—¡Vaya, vaya, soldado Maillard, de lo que se entera uno! Así que su camarada Édouard Péricourt está muerto… ¡Menudo shock! Porque la última vez que lo vi… —Pradelle frunció el ceño, como si buscara en las profundidades de su memoria—. Sí, fue en el hospital militar, donde acababan de trasladarlo. Y en ese momento estaba de lo más vivo. Es cierto, no tenía la misma cara que en sus buenos tiempos… Para ser sincero, me pareció que tenía las facciones un poco tensas. Quiso parar un obús con los dientes, y eso es una imprudencia, si me hubiera pedido consejo… Pero de ahí a pensar que iba a morirse, no, soldado Maillard, le aseguro que ni se me pasó por la cabeza. Sin embargo, no hay duda, muerto y bien muerto, usted mismo escribió una carta personal a la familia para comunicárselo, ¡y qué estilo, soldado Maillard! ¡Una carta como ya no se escriben!
Cuando pronunciaba el apellido Maillard, tenía una desagradable manera de enfatizar la última sílaba, lo que le daba un tono risible y muy despectivo: Maillard parecía sinónimo de «mierda» o algo por el estilo.
—Ni sé ni quiero saber qué habrá sido del soldado Péricourt —prosiguió en voz baja, casi en un cuchicheo, como alguien furioso que trata de contenerse—, pero el general Morieux me encargó que ayudara a su familia, así que es lógico que yo me haga ciertas preguntas…
La frase se parecía vagamente a una pregunta. Pero hasta entonces Albert no había tenido derecho a la palabra, y estaba claro que Pradelle no iba a cedérsela.
—Sólo hay dos soluciones, soldado Maillard. Decir la verdad o liquidar el asunto. Si dice la verdad, se verá con el agua al cuello: usurpación de identidad. No sé cómo se las apañó, pero le espera la trena, le garantizo quince años como mínimo. Por otro lado, volverá a la carga con lo de la comisión de investigación sobre la cota ciento trece… Bueno, tanto para usted como para mí, es la peor solución. Queda la otra: nos piden un soldado muerto, pues les damos un soldado muerto, y sanseacabó. Soy todo oídos.
Albert aún estaba digiriendo las primeras frases.
—No sé… —murmuró.
En situaciones así, la señora Maillard explotaba: «¡Ya estamos! ¡Típico de Albert! ¡Cuando hay que tomar una decisión, demostrar que eres un hombre, nada! No sé… Habrá que ver… Puede que sí… Voy a preguntar… ¡Por el amor de Dios, Albert, decídete! Si crees que en esta vida…», etcétera.
Pradelle se parecía un poco a la señora Maillard. Pero acababa antes que ella:
—Le diré lo que va a hacer. Moverá el culo y esta noche le entregará a la señorita Péricourt un precioso cadáver rotulado «Édouard Péricourt», ¿estamos? Un día de trabajo, y podrá irse tranquilamente. Pero piénselo rápido. Porque, si prefiere el trullo, aquí estoy yo…
Albert preguntó a sus camaradas, que le indicaron varios cementerios en pleno campo. Así confirmó lo que ya sabía: que el más grande de todos estaba en Pierreval, a seis kilómetros. Allí tendría más para elegir. Fue andando.
Estaba en el lindero de un bosque, con decenas de tumbas por todas partes. Al principio habían procurado alinearlas, pero la guerra debía de haber alimentado el cementerio con tantos cuerpos que habían acabado enterrándolos según llegaban, a la buena de Dios. Tumbas orientadas hacia todas partes, unas con cruz y otras sin ella, o con la cruz caída. En unas, un nombre, en algunas, «UN SOLDADO» grabado con un cuchillo en un pedazo de madera, y en otras, una botella hincada boca abajo en la tierra con un papel con el nombre del muerto, por si más adelante alguien quería saber quién había allí abajo.
Dada su típica indecisión, habría podido pasarse horas caminando entre las improvisadas sepulturas del cementerio de Pierreval antes de elegir una; pero la razón acabó imponiéndose. Vamos a ver, se dijo, empieza a hacerse tarde y hasta el Centro de Desmovilización hay un buen trozo, he de decidirme. Volvió la cabeza, vio una en cuya cruz no ponía nada y dijo: «Ésta.»
Había cogido varios clavos de una tabla suelta de la valla, buscó una piedra, clavó la media chapa de identificación de Édouard Péricourt en la cruz, se fijó bien en el sitio y retrocedió unos pasos para comprobar el efecto de conjunto, como un fotógrafo que inmortaliza una boda.
Luego, torturado por el miedo y el remordimiento, porque mentir no era lo suyo, ni siquiera por una buena causa, emprendió el camino de regreso. Pensaba en la chica, en Édouard y también en aquel soldado desconocido al que el destino acababa de elegir para encarnar a Édouard y al que ya nadie encontraría, un soldado hasta entonces no identificado y ahora desaparecido para siempre.
A medida que se alejaba del cementerio y se acercaba al Centro, fueron desfilando por su mente los riesgos a corto plazo, sucediéndose como esas fichas de dominó colocadas de modo que la caída de la primera desencadena la de las demás. Todo iría bien, se decía Albert, si se tratara sólo de rezar. La chica necesita la tumba de su hermano, y yo se la voy a dar, da igual que sea la de su hermano o la de otro, lo que cuenta es el sentimiento. Pero desde el momento en que vamos a cavar, la cosa se complica. Cuando te pones a buscar en un agujero, nunca sabes qué vas a encontrar. Con identidad o sin ella, un soldado muerto es un soldado muerto. Lo desentierras, ¿y qué encuentras? Un objeto personal. Una marca distintiva. O sencillamente un cuerpo demasiado grande o demasiado pequeño.
Sin embargo, la elección estaba hecha, había dicho «ésta», ya no había vuelta de hoja, así saliera mal o bien. Hacía mucho que Albert ya no contaba con la suerte.
Llegó al Centro agotado. Para coger el tren a París, y no podía perderlo (si es que había tren…), tenía que estar de vuelta como muy tarde a las nueve. Reinaba ya cierta efervescencia, cientos de tipos impacientes, con las maletas hechas desde hacía horas, gritaban, cantaban, aullaban, se daban palmadas en la espalda. Los oficiales, preocupados, se preguntaban qué harían si el esperado convoy no llegaba, como ocurría cada dos por tres…
Albert dejó el barracón. Desde el umbral, miró el cielo. ¿Sería lo bastante oscura la noche?
El capitán Pradelle estaba impecable. Hecho un auténtico figurín. El uniforme, recién planchado, las botas bien lustradas, solamente le faltaban unas cuantas medallas relucientes. Con unos pocos pasos había avanzado diez metros. Albert no se había movido ni un ápice.
—Bueno, ¿vamos, amigo mío?
Eran las seis pasadas. Detrás de la camioneta, una limusina esperaba con el motor encendido, se oía el suave ronroneo de las válvulas, se veía el humo salir del tubo de escape, casi con delicadeza. Con lo que valía uno solo de los neumáticos de aquel coche, Albert habría podido vivir un año. Se sentía pobre y triste.
Al llegar a la camioneta, el capitán no se detuvo, siguió hasta el coche, una de cuyas puertas se cerró con un suave chasquido. La joven no apareció.
El conductor, barbudo y apestando a sudor, estaba sentado al volante de la flamante camioneta, una Berlier CBA de treinta mil francos. Su pequeño negocio iba bien. Saltaba a la vista que no era la primera vez y que sólo se fiaba de su propio juicio. Por la ventanilla bajada se volvió hacia Albert, lo miró de pies a cabeza y luego abrió la portezuela, saltó al suelo y se lo llevó aparte. Le sujetaba el brazo con una fuerza tremenda.
—Si vienes, entras en el negocio, ¿estamos?
Albert asintió con la cabeza. Se volvió hacia la limusina. El tubo de escape seguía soltando su blanco y acariciante humo, Dios mío, después de todos aquellos años de miseria, qué delicado y cruel era aquel hálito.
—Dime… —le susurró el conductor—, ¿a ti cuánto te dan?
Albert comprendió que con un tipo como aquél no había acto desinteresado que valiera e hizo un cálculo rápido.
—Trescientos francos.
—¡Qué idiota!
Pero la expresión del conductor traslucía satisfacción: la de llevarse la mejor tajada. Hombre mezquino, le complacía tanto su propio éxito como el fracaso de los demás. Volvió el torso hacia la limusina.
—¿Es que no lo ves? ¡Ésa lleva pieles, se pede en seda! Podrías haber sacado cuatrocientos así de fácil. ¡Incluso quinientos! —Parecía a punto de decir lo que había pactado él, pero prevaleció la prudencia—. Venga —refunfuñó soltándole el brazo—, no hay tiempo que perder.
Albert se volvió hacia la limusina. La chica seguía sin salir, en fin, no sé, para saludar, dar las gracias, pero de eso nada, él era un empleado, un subordinado.
Subió a la camioneta, y se pusieron en marcha. La limusina arrancó a su vez, bastante retrasada, reservándose de ese modo la posibilidad de adelantarlos y esfumarse, en un visto y no visto, en caso de que aparecieran los gendarmes e hicieran preguntas.
La noche cayó del todo.
Los amarillentos faros de la camioneta iluminaban la carretera, pero dentro uno no se veía ni los pies. Albert apoyó una mano en el salpicadero y observó el paisaje por el parabrisas. Decía «a la derecha» o «por ahí», temía perderse y, cuanto más se acercaban al cementerio, más miedo tenía. De repente tomó una decisión. Si vienen mal dadas, me escapo por el bosque. El conductor no echará a correr detrás de mí. Arrancará y volverá a París, donde deben de esperarlo otros trayectos.
El capitán Pradelle sí era capaz de perseguirlo, aquel cabrón ya había demostrado sus buenos reflejos. ¿Qué hacer?, se preguntaba Albert. Tenía ganas de orinar, pero se aguantaba como podía.
La camioneta subió la última cuesta.
El cementerio empezaba casi al borde del camino. El conductor hizo algunas maniobras para estacionar en el sentido de bajada. En el momento de irse, ni siquiera tendría que dar unas vueltas de manivela, bastaría con quitar el freno en la pendiente para que el vehículo arrancara.
Al pararse el motor se produjo un extraño silencio, como si los hubiera cubierto un manto. El capitán apareció en la portezuela enseguida. El conductor montaría guardia a la entrada del cementerio. Entretanto, cavarían, desenterrarían el cuerpo, lo llevarían a la camioneta, lo cargarían, y asunto zanjado.
La limusina de la señorita Péricourt parecía un animal salvaje agazapado en la oscuridad, a punto de atacar. Madeleine abrió la portezuela y se apeó. Tan menudita. A Albert le pareció aún más joven que el día anterior. El capitán esbozó un gesto para retenerla, pero ella no le dio tiempo a abrir la boca y echó a andar con decisión. Su presencia en aquel sitio y a aquella hora resultaba tan chocante que los tres hombres enmudecieron. Con un leve movimiento de cabeza, Madeleine dio la señal de partida.
Se pusieron en marcha.
El conductor llevaba dos palas y Albert cargaba con una gran lona plegada para echar la tierra: así rellenarían luego el agujero más deprisa.
Era una noche relativamente clara, a derecha e izquierda se distinguían las pequeñas lomas de las decenas de tumbas, era como caminar por un campo excavado por topos gigantes. El capitán avanzaba a grandes zancadas. Con los muertos siempre había sido un tipo muy atrevido. Detrás de él, entre Albert y el conductor, caminaba con pequeños pasos la chica. Madeleine. A Albert le gustaba ese nombre. Era el de su abuela.
—¿Dónde es?
Llevan mucho rato andando, un sendero, otro… El que pregunta es el capitán, que se vuelve, nervioso. Aunque habla en susurros, su voz delata exasperación. Quiere acabar con el asunto. Albert busca, alza una mano, se equivoca, trata de orientarse. Se lo ve pensar, no, no es ahí.
—Por allí —dice al fin.
—¿Seguro? —le pregunta el conductor, que empieza a desconfiar.
—Sí —asegura Albert—. Es por ahí.
Siguen hablando en voz muy baja, como en una ceremonia.
—¡Espabila, chaval! —masculla el capitán, irritado.
Por fin llegan.
Sobre la cruz, una plaquita: Édouard Péricourt.
Los hombres se apartan, la señorita Péricourt se acerca. Llora con discreción. El conductor ha dejado las palas y ha vuelto a su puesto de vigilancia. En la oscuridad, apenas se distingue nada. Sólo la frágil figura de la chica. Tras ella, los dos hombres bajan la cabeza respetuosamente, pero el capitán no cesa de mirar a todas partes, inquieto. Es una situación incómoda. Albert toma la iniciativa. Extiende la mano y la posa con suavidad en el hombro de Madeleine Péricourt, que se vuelve, lo mira, se hace cargo, retrocede. El capitán le tiende una pala a Albert, coge la otra, la chica se aparta. Empiezan a cavar.
Es un tipo de suelo pesado, proceden con lentitud. En las proximidades del frente, como no disponían de tiempo, los cadáveres jamás se enterraban a mucha profundidad, a veces a tan poca que al día siguiente las ratas ya los habían localizado. No deberían de cavar mucho para encontrar algo. Albert, sumamente inquieto, se detiene a menudo para escuchar, distingue la silueta de la señorita Péricourt cerca de un árbol casi muerto, muy erguida y también tensa. Fuma nerviosa un cigarrillo. A Albert le sorprende que una mujer como ella fume. Pradelle echa un vistazo a su alrededor y, después, venga, muchacho, no podemos eternizarnos. Reanudan la tarea.
Se tarda mucho sobre todo porque hay que cavar con cuidado para no golpear el cuerpo de debajo. Las paletadas se amontonan en la lona. ¿Qué harán los Péricourt con el cuerpo?, se pregunta Albert. ¿Enterrarlo en su jardín? ¿De noche, como ahora?
Se detiene.
—¡Ya era hora! —resuella el capitán agachándose.
Lo ha dicho en voz muy baja, no quiere que la chica lo oiga.
Ha aparecido algo del cuerpo, aunque es difícil saber de qué se trata. Las últimas paladas son delicadas, hay que cavar por debajo para no dañar nada.
Albert está en ello. Pradelle se impacienta.
—¡Aligere! —resopla por lo bajo—. ¡Vamos, a él ya no puede pasarle nada!
La pala se engancha en la guerrera que sirvió de sudario, y enseguida el hedor asciende hasta ellos, horrible. El capitán se vuelve de inmediato.
También Albert retrocede, pese a que había tenido que oler cuerpos en descomposición durante toda la guerra, sobre todo en su época de camillero. Por no hablar de la hospitalización de Édouard. Al pensar de repente en él… Albert alza la cabeza y mira a la chica, que, aunque está bastante lejos, se sostiene un pañuelo ante la nariz. Debía de querer mucho a su hermano, se dice. Pradelle lo empuja con brutalidad y sale del agujero. En dos zancadas ya se encuentra junto a la joven, la coge de los hombros y la obliga a dar la espalda a la tumba. Albert está solo en la fosa, envuelto en el hedor del cadáver. Madeleine se resiste, niega con la cabeza, quiere acercarse. Albert duda sobre qué conducta seguir, está paralizado, la esbelta silueta de Pradelle sobre su cabeza le recuerda tantas cosas… Volver a verse en un agujero, aunque poco profundo, le provoca sudores de angustia, a pesar de que ha empezado a hacer frío, porque, con él en el agujero y el capitán plantado allí arriba con las piernas abiertas, lo ocurrido vuelve a subirle a la garganta, tiene la sensación de que van a cubrirlo de tierra, a sepultarlo, y empieza a temblar, pero vuelve a pensar en su camarada, en su Édouard, y se obliga a agacharse y reanudar la tarea.
Estas cosas le parten a uno el corazón. Con precaución, araña la tierra con el borde de la pala. La tierra arcillosa no favorece la descomposición y además el cuerpo fue cuidadosamente envuelto en la guerrera, lo que ha retrasado la putrefacción. El tejido está pegado a los esponjosos terrones, aparece el costado, las costillas, un poco amarillentas, con jirones de carne pútrida, negruzca, un hervidero de gusanos, porque aún queda bastante por devorar.
Arriba, un grito. Albert levanta la cabeza. La chica solloza. El capitán la consuela, pero por encima de su hombro dirige una mueca de exasperación hacia Albert, date prisa, ¿a qué esperas?
Albert suelta la pala, sale del agujero y echa a correr. Tiene el corazón en un puño, todo aquello le revuelve el estómago: el pobre soldado muerto, el conductor, que saca provecho del dolor ajeno, el capitán, que, se ve a la legua, metería cualquier cadáver en el ataúd con tal de acabar cuanto antes… Y el verdadero Édouard, tan desfigurado, tan apestoso como un cadáver, atado en su habitación de hospital. Si se para a pensarlo, resulta descorazonador haber luchado para semejante resultado.
Al verlo llegar, el conductor suspira aliviado. En un abrir y cerrar de ojos, levanta el toldo de la camioneta, coge una barra de hierro, la engancha al asa del ataúd, que está en el fondo de la plataforma, y tira de él con todas sus fuerzas. Se encaminan hacia la tumba, el conductor delante, Albert detrás.
Albert se queda sin aliento, el tipo camina bastante deprisa, por la costumbre, claro, mientras que él a duras penas avanza y varias veces está a punto de soltarlo todo y caer. Al fin llegan. El hedor es atroz.
El ataúd es una bonita caja de roble con asas doradas y una cruz de hierro forjado en la tapa. Es curioso, un cementerio es el sitio más adecuado para un ataúd, pero éste parece demasiado lujoso en semejante contexto. No es de los que suelen verse en la guerra, es más para los burgueses que mueren en su propia cama que para los jóvenes a los que les meten una bala de forma anónima. Albert no acaba su bonita meditación filosófica. En torno a él, todos están muy ansiosos por terminar.
Quitan la tapa y la dejan a un lado.
De un salto, el conductor baja a la fosa donde descansan los restos, se agacha, levanta con las manos desnudas los faldones de la guerrera y luego busca ayuda con la mirada, que evidentemente se posa en Albert, ¿en quién si no? El soldado da un paso al frente y baja a su vez al agujero, al instante la angustia se le sube a la cabeza, toda su persona trasluce que está aterrorizado, porque el conductor le pregunta:
—¿Estamos bien?
Se agachan a la vez, recibiendo la vaharada de putrefacción en pleno rostro, agarran la tela y, ¡venga, a la una, a las dos…! Y con un solo movimiento depositan el cadáver arriba, al borde de la fosa. Suena un plaf lúgubre. Lo que acaban de alzar no es pesado. Esos restos apenas pesan como un niño.
El conductor sale de inmediato, Albert está encantado de pisarle los talones. Entre los dos vuelven a coger los extremos de la guerrera y lo meten en el ataúd, esta vez el plaf es más sordo. Cuando Albert quiere darse cuenta, el conductor ya ha puesto la tapa. Quizá en la fosa queden unos cuantos huesos que se hayan desprendido durante la operación, pero qué más da. De todas formas, piensan claramente el conductor y el capitán, para lo que van a hacer con ese cadáver hay de sobra. Albert busca con la mirada a la señorita Péricourt, que ya se ha metido en su limusina, pero no puede reprochárselo, acaba de vivir algo muy difícil. Su hermano reducido a unos cuantos puñados de gusanos.
No clavarán la tapa allí, demasiado ruido; más tarde, en la carretera. De momento, el conductor se limita a rodear el ataúd con dos anchas cinchas de tela para sujetar la tapa y evitar que el hedor impregne la camioneta. Rehacen rápidamente el camino de vuelta, Albert solo en la parte de atrás, los otros dos delante. El capitán ha encendido un cigarrillo y fuma tranquilamente. Albert está agotado, tiene los riñones destrozados.
A la hora de subir el ataúd a la plataforma de la camioneta, el conductor y el capitán siguen delante, Albert detrás, está claro que es su sitio, lo levantan a la de tres. Luego lo empujan hasta el fondo, arañando ruidosamente el suelo de latón, pero ya está, casi han acabado. Detrás de ellos, la limusina ronronea.
La chica viene hacia él, irreal.
—Gracias, señor Maillard —murmura.
Albert quiere decir algo. No le da tiempo, ella le ha cogido el brazo, la muñeca, la mano, se la abre, le desliza unos billetes, vuelve a cerrársela entre las suyas… Y eso, lo que ese simple gesto le hace a Albert…
La chica regresa a su coche.
El conductor ata el ataúd a los laterales con cuerdas, para que no vaya dando tumbos, mientras el capitán Pradelle le hace una seña a Albert: el cementerio. Hay que rellenar el hoyo enseguida, si lo dejan abierto y llegan los gendarmes, habrá una investigación, sólo les faltaba eso.
Albert coge una pala y echa a correr por el sendero. Pero lo asalta una duda, y se detiene.
Está solo.
A unos treinta metros en dirección a la carretera, se oye el motor de la limusina, que se aleja, y después el estruendo de la camioneta al arrancar en la bajada.