EL ajetreo es continuo. Miles de soldados que pasan y vuelven a pasar, pernoctan, llegan y se amontonan en un caos indescriptible. El Centro de Desmovilización está lleno hasta la bandera, hay que licenciar a los hombres en tandas de varios centenares, pero nadie sabe cómo proceder, las órdenes vienen y van, la organización no para de cambiar. Cuando a los soldados, descontentos y exhaustos, les llega la menor noticia, los ánimos se alteran al instante, se oyen gritos, casi amenazas. Sobrepasados, los oficiales atraviesan la muchedumbre a zancadas, respondiendo a la buena de Dios en tono exasperado: «Sé tanto como usted, ¡qué quiere que le diga!» De repente se oyen toques de silbato, todo el mundo se vuelve, el foco de la irritación se desplaza, ahora es un tipo que vocifera allá al fondo, sólo se oye: «¿Documentos? Pero ¿qué documentos, joder?» Y otra voz «¿Eh? ¿Cómo que la cartilla militar?» Como un acto reflejo, todo el mundo se lleva la mano al bolsillo del pecho o de detrás del pantalón y mira interrogante a los demás. «¡Coño, ya está bien, llevamos esperando cuatro horas!», «¡No te quejes, yo llevo tres días!» «¿Adónde dices que hay que ir para los borceguíes?» Aunque por lo visto ya no quedan más que tallas grandes. «Entonces, ¿qué hago?» Un tipo sobreexcitado. No es más que un soldado de primera, pero se dirige a un capitán como si hablara con un empleado. Furibundo, repite: «¿Eh?, ¿qué tengo que hacer?» El capitán se concentra en su lista, marca nombres. Rabioso, el soldado da media vuelta mascullando cosas ininteligibles, salvo una: «Cerdos…» El capitán finge no haberlo oído, está rojo y le tiembla la mano, pero hay tanta gente que también eso se pierde entre la muchedumbre y desaparece como espuma. Dos tipos se dan puñetazos en el hombro, discutiendo. «¡Te digo que esa guerrera es mía!», grita uno. «¡Y una mierda! Porque tú lo digas…», chilla el otro, pero acaba soltándola y se va; lo ha intentado y volverá a intentarlo. Todos los días hay robos, un montón; tendrían que poner una oficina especial sólo para eso, una oficina por tipo de reclamación, ¿se lo imagina? Imposible. Es lo que se dicen los chicos mientras hacen cola para la sopa. Tibia. Desde el principio. No se entiende, el café está caliente; la sopa, fría. Desde el principio. El resto del tiempo, cuando no están haciendo cola, están tratando de informarse («Pero ¡el tren para Macôn está programado!», exclama uno. «Sí, programado sí, pero no está ahí, ¿qué quieres que haga?»).
Ayer salió un convoy para París, cuarenta y siete vagones capaces de transportar a mil quinientos hombres, metieron a más de dos mil, había que verlo, iban como sardinas en lata, pero contentos. Hubo cristales rotos, llegaron unos oficiales hablando de «vandalismo», los hicieron bajar a todos, el tren sumó otra hora de retraso a las diez que ya llevaba, pero al final se puso en marcha en medio del griterío, de los que se iban y de los que se quedaban. Y cuando ya no se veían más que penachos de humo sobre el campo completamente llano, todos se dieron media vuelta buscando una cara conocida a fin de sonsacar alguna información, de repetir las preguntas de siempre: ¿qué unidad han desmovilizado, en qué orden se hacen las cosas, por el amor de Dios, es que aquí no hay nadie al mando? Sí, pero ¿para mandar qué? Nadie entiende nada. Esperan. La mitad de los soldados han dormido en el suelo arrebujados en el capote, estaban más anchos en las trincheras. Bueno, no puede compararse, aquí no hay ratas, aunque abundan los piojos, porque son bichos que viajan contigo. «No podemos ni escribir a casa avisando de cuándo llegaremos», refunfuña un soldado, un viejo con arrugas, de mirada apagada, se queja, se respira fatalismo. Confiaban en la llegada de un tren suplementario, y ha llegado, pero en vez de llevarse a los trescientos veinte tipos que aguardaban, ha descargado a otros doscientos nuevos, a quienes no saben dónde meter.
El capellán trata de pasar entre las filas de soldados cada vez más largas, le empujan, derrama la mitad de su taza de café en el suelo; un tipo bajito le guiña un ojo: «¡Vaya, qué mal se porta Dios con usted!», se cachondea. El capellán aprieta los dientes e intenta hacerse sitio en un banco, parece que iban a traer más bancos, pero nadie sabe cuándo. Entretanto, los que hay están muy solicitados. El capellán encuentra sitio porque los chicos se juntan, si fuera un oficial, ya podían darle, pero tratándose de un cura…
Aquel tráfico en nada beneficiaba a alguien tan ansioso como Albert. Estaba con los nervios de punta las veinticuatro horas. No podías quedarte quieto en ningún sitio sin que alguien te empujara. Y el follón, los gritos, lo alteraban un montón, se le metían en la cabeza, no paraba de sobresaltarse y se pasaba la mitad del tiempo mirando a sus espaldas. A veces el ruido de la gente cesaba a su alrededor de repente, como si hubieran cerrado unas compuertas, y era sustituido por unos ecos sordos, ahogados, como explosiones de obús oídas bajo tierra.
Aún le pasaba más desde que había visto al capitán Pradelle al fondo del patio. Plantado con las piernas abiertas y las manos a la espalda, su postura favorita, observaba el penoso espectáculo con la severidad de un hombre que se siente superior a la mediocridad de los demás. Acordándose de él, Albert alzó la cabeza y miró a la multitud que lo rodeaba, presa de la angustia. No quería hablarle de Pradelle a Édouard, pero tenía la sensación de que el capitán estaba en todas partes, como un espíritu maligno, que planeaba siempre en algún lugar cercano, listo para abatirse sobre él.
Tienes razón, hay que ver lo egoístas que podemos llegar a ser.
En vista de lo caótica que es mi carta…
—¡Albert!
Lo que pasa es que también tenemos embrollada la cabeza. Cuando has…
—¡Albert, cojones!
Furioso, el cabo primero lo agarró del hombro y le dio un meneo señalando el letrero. Albert se apresuró a recoger sus hojas sueltas, guardó sus cosas de cualquier manera y echó a correr con la documentación apretada contra el pecho entre la multitud de soldados que esperaban a pie firme en fila india.
—No te pareces mucho a la foto…
El gendarme era un cuarentón satisfecho (barrigudo, casi gordo, a saber cómo habría conseguido alimentarse así en los últimos cuatro años) y suspicaz. Uno de esos hombres con sentido del deber. El sentido del deber va por épocas. Por ejemplo, después del armisticio era un bien más abundante que antes. Por otra parte, Albert era una presa fácil. Poco discutidor. Con ganas de volver a casa. Y de dormir.
—Albert Maillard… —murmuró examinando la cartilla militar.
Un poco más y la atraviesa con la mirada. Estaba claro que dudaba y, observando la cara de Albert, se reafirmaba en su veredicto: «No se parece a la foto.» Pero la imagen era de hacía cuatro años y estaba descolorida y gastada. Al fin y al cabo, se dijo Albert, tan descolorida y gastada como yo. Sin embargo, el agente del orden no veía las cosas así. Hoy en día, no había más que tunantes, estafadores e impostores. Negaba con la cabeza, miraba la cartilla y volvía a mirarlo a él.
—Es una foto de hace tiempo —se atrevió a decir Albert.
Si al funcionario la cara del soldado le resultaba sospechosa, el «hace tiempo», en cambio, le pareció un concepto claro. «Hace tiempo» era una idea absolutamente cristalina para cualquiera. A pesar de todo.
—Bueno, vale —transigió—, te llamas Albert Maillard, pero ahora tengo dos Maillards.
—¿Dos «Albert Maillard»?
—No. «A. Maillard», y el «A» puede ser de Albert. —El gendarme estaba bastante orgulloso de la deducción, que ponía de manifiesto su agudeza.
—Sí —replicó Albert—. Y de Alfred. Y de André. Y de Alcide.
El agente del orden lo miró de soslayo y entornó los ojos como un gato gordo.
—¿Y por qué no va a ser de Albert?
Por qué no. Ante una hipótesis tan sólida, Albert no tenía nada que objetar.
—Y el otro Maillard, ¿dónde está? —preguntó.
—Bueno, ése es el problema. Se fue anteayer.
—¿Le dejaron irse sin saber su nombre de pila?
El gendarme cerró los ojos. Qué pesado era tener que explicar cosas tan sencillas.
—Teníamos su nombre, pero ya no lo tenemos, porque los expedientes salieron ayer para París. De los que ya se han ido, sólo tengo este libro de registro, y aquí —recalcó, clavando un dedo perentorio en la columna de los nombres— pone «A. Maillard».
—Si no encuentran la documentación, ¿tendré que continuar la guerra yo solo?
—Si por mí fuera —respondió el gendarme—, te dejaría pasar. Pero puede caerme una bronca, ¿sabes? Si registro a un tipo que no es quien dice ser, quien pagará el pato seré yo. ¡No te imaginas la cantidad de jetas que vemos por aquí! En estos momentos, no sé cómo podéis perder tantas documentaciones… Si contáramos a todos los que han extraviado la tarjeta del peculio para cobrar dos veces la indemnización…
—¿Y eso es tan grave? —le preguntó Albert.
El gendarme frunció el ceño, como si acabara de caer en la cuenta de que tenía delante a un bolchevique.
—Después de hacerme esa foto, me hirieron en el Somme —explicó Albert para tratar de calmar los ánimos—. Puede que eso explique por qué la foto…
El gendarme, encantado de hacer gala de su sagacidad, observó alternativamente la foto y la cara, pasando de la una a la otra cada vez más deprisa.
—Puede ser —decretó al fin.
Con todo, se notaba que el asunto no acababa de convencerlo. Detrás, los otros soldados empezaban a impacientarse. Se oían ya tímidas voces de protesta, pero el ambiente no tardaría en caldearse…
—¿Algún problema?
Aquella voz dejó a Albert petrificado, pues irradiaba tantas ondas negativas como una vaharada de veneno. En su campo visual, al principio, sólo descubrió un cinturón. Notó que empezaba a temblar. No te mees encima.
—Bueno, es que… —dijo el gendarme, tendiendo la cartilla militar.
Cuando Albert alzó por fin la vista, la mirada azul y penetrante del capitán d’Aulnay-Pradelle fue como una puñalada. Tan moreno como siempre, con todos aquellos pelos y aquella planta suya. Pradelle cogió la cartilla sin quitarle ojo.
—Es que tengo dos «A. Maillard» —explicó el gendarme—. Y a mí la foto me hace dudar…
Pradelle seguía sin mirar la cartilla. Albert se miró los zapatos. No podía evitarlo, era incapaz de sostener aquella mirada. Cinco minutos más y tendría una gota de sudor colgándole de la napia.
—A éste lo conozco… —soltó Pradelle—. Lo conozco perfectamente.
—¡Ah! —murmuró el gendarme.
—Es Albert Maillard… —dijo el capitán con extraordinaria lentitud, como si pusiera todo su peso en cada sílaba—. No cabe duda.
La llegada de Pradelle había calmado a los hombres instantáneamente. Los soldados se habían callado como si se hubiera producido un eclipse. Ese Pradelle emanaba algo que te dejaba helado, como el malvado Javert en Los miserables. En los infiernos seguro que había guardianes con aquella cara.
He dudado mucho antes de contártelo, pero al final me he decidido: tengo noticias de A.P. ¿A que no lo adivinas? ¡Lo han ascendido a capitán! Está claro que en la guerra es mejor ser un canalla que un buen soldado. Y está aquí, dirige una sección del Centro de Desmovilización. Volver a encontrármelo me ha causado una enorme impresión… No te imaginas los sueños que tengo desde entonces.
—¿Verdad que nos conocemos, soldado Maillard?
—Sí, mi tenien… mi capitán —respondió Albert, alzando al fin los ojos—. Nos conocemos…
El gendarme no dijo nada más, miró sus tampones y sus libros de registro con expresión absorta. El ambiente estaba cargado de malas vibraciones.
—Y sobre todo conozco su heroísmo, soldado Albert Maillard —añadió Pradelle con una sonrisita condescendiente.
Lo miró de arriba abajo y luego volvió al rostro. Con suma calma. Albert tuvo la sensación de que el suelo desaparecía lentamente bajo sus pies, como si estuviera sobre arenas movedizas, y eso fue lo que lo hizo reaccionar, un reflejo de pánico.
—Es lo que tiene… la guerra —balbuceó.
En torno a ellos se hizo un gran silencio. Pradelle ladeó la cabeza en una pregunta muda.
—Cada uno se muestra como es —concluyó Albert con dificultad.
Pradelle esbozó una sonrisa. En ciertos momentos, sus labios eran sólo una línea horizontal que simplemente se estiraba, como un mecanismo. Albert comprendió el origen de su malestar: el capitán Pradelle jamás parpadeaba, lo que convertía aquella mirada fija en mordiente. Estos animales no tienen lágrimas, pensó. Tragó saliva y bajó los ojos.
En mis sueños, a veces lo mato, lo ensarto con la bayoneta. En ocasiones, estamos tú y yo, y créeme si te digo que le hacemos pasar un mal rato. Otras, me veo ante el consejo de guerra, acabo frente al pelotón, por lo general debería rechazar la venda en los ojos, ser valiente y esas cosas. Pero digo que sí, porque el único tirador es él, que me sonríe apuntándome con cara de estar muy satisfecho de sí mismo. Cuando estoy despierto, también sueño con matarlo. Aunque cuando me viene a la cabeza el nombre de ese cabrón pienso sobre todo en ti, mi querido camarada. No debería decirte esto, lo sé…
El gendarme carraspeó.
—Bueno, entonces… Si usted lo conoce, mi capitán…
Los murmullos se reanudaron, al principio tímidamente, luego con más fuerza.
Albert alzó los ojos. Pradelle había desaparecido. El gendarme ya estaba inclinado sobre el libro de registro.
Desde la mañana se habían gritado unos a otros en medio de una incesante algarabía. En el Centro de Desmovilización no habían dejado de resonar los gritos y el vocerío, hasta que, de repente, al final de la jornada el desánimo pareció apoderarse de aquel enorme cuerpo agonizante. Las ventanillas cerraron y los oficiales se fueron a cenar, mientras, sentados en sacos, los agotados suboficiales soplaban en el café, ya frío, por pura costumbre. Las mesas de la administración estaban despejadas. Hasta la mañana siguiente.
Los trenes que no estaban allí ya no llegarían.
Hoy tampoco.
Quizá mañana.
Por lo demás, lo único que hacemos desde que acabó la guerra es esperar. Al final pasa lo mismo que en las trincheras. Tenemos un enemigo al que no vemos, pero al que notamos con todo su peso. Dependemos de él. El enemigo, la guerra, la burocracia, el ejército: todo viene a ser lo mismo, cosas que nadie entiende ni sabe resolver.
La noche cayó pronto. Quienes ya habían cenado hacían la digestión fumando y soñando despiertos. Agotados tras un día entero de loco ajetreo, y para nada, ahora que todo estaba en calma se mostraban pacientes y generosos, compartían las mantas y el pan que les quedaba, se quitaban los zapatos… Quizá debido a la luz sus rostros parecían más chupados, habían envejecido. El cansancio, aquellos agotadores meses y aquellas interminables gestiones, se decían que jamás se librarían de aquella guerra. Algunos jugaban a las cartas, iban a apostarse la calderilla que no habían podido cambiar, bromeaban, contaban chistes. Pero estaban abatidos.
… así es como acaba una guerra, mi querido Eugène, con un inmenso dormitorio lleno de tipos exhaustos a quienes ni siquiera son capaces de mandar a casa en condiciones. Nadie que te diga una palabra o simplemente te estreche la mano. Los periódicos nos prometían arcos de triunfo, pero nos amontonan en barracones abiertos a los cuatro vientos. La «emocionada gratitud de una Francia reconocida» (te juro que lo he leído, palabra por palabra, en Le Matin) se ha convertido en continuas pejigueras, nos regatean los 52 francos del peculio, nos escatiman la ropa, la sopa y el café, nos llaman ladrones.
—En mi pueblo, cuando lleguemos —dijo uno volviendo a encender el cigarrillo—, van a celebrar una fiesta…
Nadie respondió. La duda flotaba en todas las mentes.
—¿De dónde eres? —le preguntaron.
—De Saint-Viguier-de-Soulage.
—¡Ah!
Nadie sabía dónde estaba, pero sonaba bien.
Te dejo por hoy. Pienso en ti, querido camarada, y tengo muchas ganas de verte, es lo primero que haré cuando llegue a París, después de reunirme con mi Cécile, claro. Cuídate, envíame al menos unas líneas, o si no dibujos, cosa que tampoco está mal. Los guardo todos, quién sabe, cuando seas un gran artista (un artista famoso, quiero decir), a lo mejor me convierto en un hombre rico.
Te mando un fuerte apretón de manos.
Tu Albert
Tras una larga noche pasada con resignación, por la mañana los soldados se desperezaron. Apenas había salido el sol, pero los suboficiales ya estaban clavando anuncios a martillazo limpio. Todos corrieron a mirar. Había trenes confirmados para el viernes, al cabo de dos días. Un par a París. Los soldados buscaban su nombre y los de sus amigos. Albert esperaba pacientemente, soportando pisotones y codazos. Cuando consiguió abrirse paso, recorrió una lista con el índice, luego otra, se desplazó hacia un lado, recorrió la tercera, y allí estaba, por fin, Albert Maillard, ése soy yo, el tren nocturno.
Salida, el viernes a las 22 horas.
El tiempo justo para que le sellaran el boletín de transporte e ir a la estación con todos los demás; habría que salir al menos una hora antes. Pensó en escribirle a Cécile, pero cambió de idea, no servía de nada. Bastantes noticias falsas había ya.
Como tantos otros soldados, se sentía aliviado. La información podía ser desmentida, pero aunque fuera falsa sentaba bien.
Aprovechando que había escampado, Albert le había dejado sus cosas a un parisino que estaba escribiendo cartas. Durante la noche había dejado de llover, todos se preguntaban si cambiaría el tiempo y haría buen día y cada cual emitía su pronóstico mirando las nubes. Y por la mañana, por muchas preocupaciones que tuvieran, todos se decían que, al fin y al cabo, era maravilloso estar vivo. A lo largo de las vallas colocadas para delimitar el campo había ya decenas de soldados alineados, dispuestos a pegar la hebra con los lugareños que se acercaban a curiosear, los chavales que esperaban tocar un fusil y los visitantes que nadie sabía de dónde habían salido ni cómo habían llegado. Con la gente, en definitiva. Era extraño estar encerrado de aquel modo y hablar con civiles a través de las vallas. A Albert aún le quedaba tabaco, una de las cosas de las que nunca se separaba. Por suerte, como había bastantes soldados agotados que se quedaban un buen rato arrebujados en el capote antes de decidirse a levantarse, era más fácil conseguir bebidas calientes a esa hora. Se acercó a la valla y permaneció allí un buen rato fumándose un cigarrillo y dando sorbos al café. Arriba, las nubes blancas pasaban a toda velocidad. Se dirigió hacia la entrada del campo, intercambió unas palabras con algunos soldados aquí y allá. Pero evitó la información, decidido a esperar pacientemente a que lo llamaran, ya no tenía ganas de correr, tarde o temprano acabarían mandándolo a casa. En su última carta, Cécile le había dado un número de teléfono donde podía dejar un mensaje en cuanto se enterara del día de su vuelta. Desde que lo tenía, ardía en deseos de marcarlo, lo habría hecho de inmediato para hablar con Cécile y decirle que se moría por regresar, por estar al fin con ella y tantas cosas más, pero sólo era un sitio donde dejar recado al señor Mauléon, el de la ferretería de la esquina de la rue des Amandiers. Y encima, tendría que buscar un teléfono. Habría sido más rápido ir directamente a casa sin detenerse.
La valla estaba muy concurrida. Albert se fumó otro pitillo mientras curioseaba. Gente de la ciudad hablaba con los soldados. Con caras tristes. Las mujeres buscaban a un hijo, o al marido, enseñaban fotos extendiendo el brazo… Los pocos padres presentes se quedaban atrás. Siempre eran las mujeres las que se movían, las que preguntaban, las que continuaban con su silenciosa lucha, las que se levantaban todas las mañanas con un resto de esperanza que agotar. Los hombres habían dejado de creer hacía mucho. Los soldados a quienes abordaban respondían con vaguedades, asentían, todas las fotos se parecían vamos, una aguja en un pajar.
Una mano lo agarró del hombro. Se volvió e instantáneamente sintió náuseas y el corazón a punto de un colapso.
—¡Hombre! ¡Estaba buscándolo, soldado Maillard!
Pradelle lo cogió del brazo y lo obligó a andar.
—¡Sígame!
Aunque ya no estaba a sus órdenes, Albert, apretando la mochila contra el cuerpo, lo siguió sin rechistar. El efecto de la autoridad.
Caminaron a lo largo de la valla.
La chica era más baja que ellos. Veintisiete, quizá veintiocho años, no muy guapa, se dijo Albert, pero con cierto encanto. Bueno, eso parecía. La chaqueta debía de ser de armiño, no estaba seguro, una vez Cécile le había enseñado unas chaquetas parecidas en el escaparate de unos grandes almacenes prohibitivos, y él había sentido no poder entrar y comprarle una. Llevaba un manguito a juego y un sombrero en forma de campana, más ancho por delante. La clase de chica con medios para parecer sencilla sin dejar de ser elegante. Tenía un rostro franco, grandes ojos oscuros que acababan en haces de minúsculas arruguillas, pestañas largas y muy negras y la boca pequeña. No, no era demasiado guapa, pero sabía arreglarse. Y además, se veía enseguida que era una mujer con carácter.
Estaba muy emocionada. En las enguantadas manos sostenía una hoja de papel, que le tendió.
Para disimular, Albert la cogió y fingió leerla, aunque sabía muy bien qué era. Un formulario. Sus ojos se fijaron en varias frases: «Muerto por Francia», «A CONSECUENCIA: de heridas recibidas en el campo de batalla», «Inhumado en la zona».
—La señorita está interesada por uno de sus compañeros, muerto en combate —dijo Pradelle con frialdad.
La joven le dio otra hoja, que a Albert casi se le cayó, pero consiguió atraparla en el aire. Ella soltó un débil «¡Oh!»
Era su propia letra.
Estimada señora, estimado señor:
Soy Albert Maillard, compañero de su hijo. Tengo el inmenso dolor de comunicarles que Édouard cayó en combate…
Albert le devolvió las dos hojas a la chica, que le tendió una mano fría, pero suave y firme.
—Soy Madeleine Péricourt, la hermana de Édouard…
Él asintió. Se parecía a su hermano. En los ojos. Ni ella ni Albert sabían qué decir.
—Lo siento mucho —murmuró Albert.
—La señorita ha venido a verme con una recomendación del general Morieux… —explicó Pradelle, y se volvió hacia ella—, que es muy amigo de su padre, ¿verdad?
Madeleine lo confirmó asintiendo, pero sin dejar de mirar a Albert, que al oír el nombre del general notó que se le revolvía el estómago. Angustiado, se preguntó cómo acabaría aquello, mientras apretaba las nalgas instintivamente y se concentraba en su vejiga. Pradelle, Morieux… El cerco iba estrechándose.
—De hecho —prosiguió el capitán—, a la señorita Péricourt le gustaría rezar ante la tumba de su hermano. Pero no sabe dónde está enterrado…
El capitán d’Aulnay-Pradelle apoyó la mano pesadamente en el hombro del soldado Maillard para obligarle a mirarlo. Parecía una muestra de camaradería, a Madeleine debía de parecerle extrañamente humano el capitán, aquel cabronazo que miraba a Albert con una sonrisa tan leve como amenazadora. Albert conectó mentalmente el nombre de Morieux con el de Péricourt y luego a «un amigo de su padre»… Era evidente que el capitán cuidaba sus relaciones y que obtendría más beneficios haciéndole un favor a la señorita que revelando la verdad, que conocía a la perfección. Tenía a Albert atrapado en su propia mentira sobre la muerte de Édouard Péricourt, y bastaba con observar su comportamiento para adivinar que mantendría el puño bien apretado mientras sacara beneficio.
Por su parte, la señorita Péricourt, que, más que mirar a Albert, escrutaba su rostro con una esperanza desmesurada, frunció el ceño como para animarlo a hablar. Él negó con la cabeza en silencio.
—¿Está lejos de aquí?
Bonita voz.
—La señorita —dijo Pradelle, silabeando pacientemente al ver que Albert no respondía— está preguntándole si el cementerio donde enterró a su hermano Édouard se halla lejos de aquí.
Madeleine lanzó una mirada interrogativa al oficial. ¿Es bobo, su soldado? ¿Entiende lo que le dicen? Estrujó un poco la carta. Su mirada iba del capitán al soldado, y viceversa.
—Bastante lejos… —se atrevió a decir Albert.
Madeleine se mostró aliviada. Bastante quería decir no demasiado. En todo caso: me acuerdo del sitio. La chica suspiró. Alguien sabía algo. Se intuía que había dado muchas vueltas antes de llegar allí. No se permitió sonreír, claro, la ocasión no se prestaba a tal cosa, pero se había tranquilizado.
—¿Puede indicarme cómo ir?
—Eso no es fácil —respondió Albert a toda prisa—. Es en el campo, ya sabe… Para orientarse…
—Entonces, ¿podría acompañarnos?
—¿Ahora? —preguntó Albert, inquieto—. Es que…
—¡No, no, ahora mismo, no!
La respuesta le salió disparada como un cohete y, arrepentida al instante, Madeleine Péricourt se mordió el labio y buscó el apoyo del capitán Pradelle.
Y entonces pasó algo curioso: todo el mundo comprendió de qué iba la cosa.
Una sola palabra dicha con precipitación, y se acabó. Eso alteraba por completo la partida.
Pradelle fue el más rápido, como siempre:
—La señorita Péricourt querría rezar ante la tumba de su hermano… —Había recalcado cada sílaba, como si todas tuvieran un significado concreto, independiente.
Rezar. Vale, muy bien. Entonces, ¿por qué no ahora mismo?
¿Por qué esperar?
Porque, para hacer lo que ella deseaba, se requería algo de tiempo y sobre todo mucha discreción.
Las familias llevaban meses reclamando los restos de los soldados enterrados en el frente. Devolvednos a nuestros hijos. Pero nada. Y es que los había en todas partes. El norte y el este del país estaban salpicados de tumbas improvisadas, cavadas a toda prisa, porque los muertos no podían esperar, se descomponían enseguida, por no hablar de las ratas. Con el armisticio a las familias se les agotó la paciencia, pero el Estado se obstinaba en su negativa. Por otra parte, bien pensado, a Albert le parecía lógico. Si el gobierno autorizaba las exhumaciones particulares, en cuestión de días habría cientos de familias armadas de picos y palas removiendo medio país, menudo cirio, y transportar miles de cuerpos en estado de putrefacción, mantener los ataúdes en las estaciones jornadas enteras, cargarlos en trenes que ya tardaban una semana en ir de París a Orleans, era sencillamente imposible. Así que desde el principio la respuesta había sido negativa. Sin embargo, a las familias les costaba aceptarlo. La guerra había acabado, no lo entendían, insistían. Por otro lado, si el gobierno ni siquiera era capaz de desmovilizar a los soldados, a saber cómo se las arreglaría para organizar la exhumación y el transporte de doscientos, trescientos o incluso cuatrocientos mil cadáveres, ya se había perdido la cuenta… Menudo rompecabezas.
Así que la gente se refugió en la tristeza; había padres que cruzaban el país para ir a rezar ante tumbas en mitad de la nada, y de allí no se movían.
Ésos eran los más resignados.
Luego estaban los otros, las familias rebeldes, exigentes, obstinadas, que no se dejarían enredar por un gobierno de incompetentes. Actuaban de otro modo. Era el caso de la familia de Édouard. La señorita Péricourt no estaba allí para rezar ante la tumba de su hermano.
Había ido a buscarlo.
Había ido a desenterrarlo y llevárselo.
Se oían historias parecidas. Había todo un negocio en torno, gente que estaba especializándose, sólo se necesitaba una furgoneta, una pala, un pico y estómago. Buscabas el sitio por la noche, actuabas con rapidez.
—¿Y cuándo podría ir la señorita a rezar ante la tumba de su hermano, soldado Maillard? —preguntó Pradelle.
—Mañana, si quieren… —respondió Albert en tono inexpresivo.
—Sí —contestó la joven—, mañana sería perfecto. Vendré en coche. ¿Cuánto se tarda, según usted?
—Es difícil decirlo. Un par de horas… Tal vez más… ¿A qué hora le vendría bien? —le preguntó Albert.
Madeleine vaciló. Al ver que ni el capitán ni Albert reaccionaban, se lanzó:
—¿Paso a buscarlo hacia las seis? ¿Qué le parece?
¿Que qué le parecía?
—¿Es que quiere rezarle de noche? —inquirió Albert.
Había sido más fuerte que él. No había podido evitarlo. Qué vileza.
Se arrepintió de inmediato, porque Madeleine bajó los ojos. Pero la pregunta no la había avergonzado; en absoluto, sólo estaba calculando. Era joven, pero tenía los pies en la tierra. Y como también era rica —no había más que ver el armiño, el sombrerito, la dentadura perfecta—, estaba considerando fríamente la situación, preguntándose qué precio debería pagar a fin de conseguir la colaboración de aquel soldado.
Albert sintió vergüenza sólo de pensar que podía parecer que aceptaría dinero por algo así…
—De acuerdo, mañana —dijo antes de que la chica abriera la boca.
Dio media vuelta y se fue camino al campo.