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«… QUERIDO camarada Eugène…».

No se sabía si aún había censura, si abrían el correo, lo leían, lo vigilaban. Por si acaso, Albert tomaba precauciones y lo llamaba por su nuevo nombre. Al que por otra parte Édouard ya se había acostumbrado. Era incluso curiosa aquella repetición de la historia. A Édouard no le apetecía demasiado pensar en eso, pero los recuerdos afloraban a su pesar.

Había conocido a dos Eugènes. Al primero, un niño flaco y pecoso que nunca rechistaba, en la escuela infantil, aunque el que realmente contaba no era él, sino el otro. Habían coincidido en las clases de dibujo a las que asistía Édouard a escondidas de sus padres; pasaba mucho tiempo con él. De todas formas, Édouard tenía que hacerlo todo a escondidas. Por suerte estaba Madeleine, su hermana mayor, que siempre lo arreglaba todo, al menos lo que tenía arreglo. Como eran amantes, Eugène y Édouard prepararon juntos el ingreso en Bellas Artes. Eugène, que no tenía suficiente talento, no aprobó. Luego Édouard le perdió la pista. Se había enterado de su muerte en 1916.

Mi querido camarada Eugène:

Te aseguro que agradezco mucho las noticias que me das, pero, bueno, desde hace cuatro meses sólo dibujos, ni una sola palabra, ni una frase… Supongo que no te gusta escribir, y puedo comprenderlo, aunque…

Dibujar era más fácil porque las palabras no le salían. Si hubiera sido por él, no le habría escrito nunca, pero aquel chico, Albert, rebosaba buena voluntad, había hecho todo lo posible. Édouard no le reprochaba nada… Aunque… algo quizá sí. En definitiva, si estaba donde estaba era por haberle salvado la vida. Lo había hecho por iniciativa propia, pero, cómo decirlo… No conseguía expresar lo que sentía, aquel sentimiento de injusticia… Nadie tenía la culpa y todos la tenían. Pero las cosas claras: si no hubiera habido un soldado Maillard enterrado vivo, ahora Édouard estaría en su casa, entero. Cuando lo pensaba se echaba a llorar, no podía contenerse, de todas formas allí se lloraba de lo lindo, aquel lugar era un valle de lágrimas.

Cuando los dolores, la angustia y la pena remitían un rato, daban paso a unas cavilaciones en que la cara de Albert Maillard desaparecía detrás de la del teniente Pradelle. Édouard no había entendido ni media palabra de aquel asunto de la entrevista con el general y el consejo de guerra evitado por los pelos… Los hechos se remontaban al día anterior a su traslado, cuando estaba atontado por los calmantes, y ahora sólo quedaba algo borroso y lleno de lagunas. En cambio, era muy claro el perfil del teniente Pradelle, inmóvil bajo la metralla, mirándose los pies antes de alejarse y, después, aquella pared de tierra al derrumbarse… Aunque no sabía por qué, no le cabía la menor duda de que Pradelle tenía algo que ver con lo sucedido. A cualquier otro le habría ardido la sangre de inmediato. Pero si en el campo de batalla había sabido armarse de valor para acudir en ayuda de un compañero, ahora se sentía despojado de toda energía. Veía sus pensamientos como si fueran imágenes planas y lejanas que sólo guardaban una relación indirecta con él, sin lugar para la cólera ni la esperanza.

Édouard estaba tremendamente deprimido.

… y te aseguro que no siempre es fácil comprender cómo es tu vida. Ni siquiera sé si comes suficiente, si los médicos charlan un poco contigo y, como espero, van a poder resolverlo con un injerto, como me comentaron a mí; de hecho, ya te había hablado de ello.

El asunto del injerto… Eso era agua pasada. Albert estaba muy lejos de la realidad, su enfoque de la situación era puramente teórico.

Todas aquellas semanas de hospital sólo habían servido para atajar infecciones y proceder al «revoque», como lo había llamado el cirujano, el doctor Maudret, jefe de servicio del Hospital Rollin, en la avenida Trudaine, un tipo alto y pelirrojo que rebosaba energía. Lo había operado ya seis veces.

—¡Casi podríamos decir que usted y yo somos íntimos!

En cada ocasión le había explicado con detalle los motivos de la intervención y sus limitaciones, lo había «resituado en la estrategia de conjunto». No en vano era médico militar y hombre dotado de una fe inquebrantable, fruto de los centenares de amputaciones y resecciones practicadas noche y día en los puestos de primeros auxilios, incluso en las mismas trincheras.

No hacía mucho que por fin le habían permitido mirarse al espejo. Por supuesto, para los médicos y las enfermeras que habían recuperado a un herido cuyo rostro no era más que un enorme amasijo de carne sanguinolenta donde apenas quedaban la campanilla, la entrada de la tráquea y, delante, una hilera de dientes milagrosamente intactos, el aspecto que ofrecía ahora Édouard era muy reconfortante. Eran optimistas, pero su convicción desaparecía ante la infinita desesperación que se apoderaba de los soldados cuando se enfrentaban por primera vez a aquello en lo que se habían convertido.

De ahí el discurso sobre el futuro. Esencial para la moral de las víctimas. Varias semanas antes de colocar de nuevo a Édouard ante el espejo, Maudret había empezado a entonar su cantinela:

—Dígase esto: «Lo que soy hoy nada tiene que ver con lo que seré mañana.» —Y recalcaba el «nada», un nada enorme.

Maudret gastaba aún más energía al ver el poco efecto que sus palabras surtían en Édouard. De acuerdo, la guerra había sido cruenta más allá de lo imaginable, pero si mirabas el lado bueno de las cosas, también había permitido grandes avances en materia de cirugía maxilofacial.

—¡Inmensos, diría yo!

Habían mostrado a Édouard aparatos dentales de mecanoterapia, cabezas de escayola provistas de varillas de acero, toda clase de artilugios de aspecto medieval que constituían el último grito de la ciencia ortopédica. En realidad, todo cebos, porque Maudret, como el hábil estratega que era, había procedido a una especie de cerco de la persona de Édouard a fin de llevarlo con más facilidad a lo que constituía el punto culminante de sus propuestas terapéuticas.

—¡El injerto Dufourmentel!

Te quitaban unas tiras de piel del cráneo y luego te las ponían en la parte inferior del rostro.

Maudret le mostró negativos de varios pacientes operados. Sí señor, se dijo Édouard, le das a un médico militar un tipo al que otros militares le han espachurrado la jeta, y te devuelve un gnomo la mar de presentable.

La respuesta de Édouard fue muy escueta.

—«No» —escribió con grandes caracteres en su cuaderno de conversación.

Así que, aunque de mala gana —curiosamente, esas cosas no le gustaban demasiado—, Maudret mencionó las prótesis. Vulcanita, metal ligero, aluminio, disponían de todo lo necesario para ponerle una nueva mandíbula. Y para las mejillas… Édouard no esperó a que siguiera, sino que, cogiendo de nuevo su gran cuaderno, escribió:

—«No.»

—¿No? —le preguntó el cirujano—. ¿No a qué?

—«A todo. Me quedo como estoy.»

Maudret cerró los ojos con expresión de suficiencia, como queriendo decir que lo entendía. Los primeros meses era frecuente topar con actitudes de ese tipo, el rechazo, efecto de la depresión postraumática. Un comportamiento que se corregía con el tiempo. Por muy desfigurado que esté uno, tarde o temprano acaba entrando en razón, es la vida.

Pero cuatro meses después, tras mil insistencias y en un momento en que todos los demás sin excepción habían decidido ponerse en manos de los médicos para que paliaran los destrozos, el soldado Larivière seguía sin dar su brazo a torcer: «Me quedo como estoy.»

Mientras así se expresaba, tenía la mirada fija, obstinada, vidriosa.

Llamaron a los psiquiatras.

Aunque, por otro lado, creo que con tus dibujos entiendo lo esencial. La habitación que ocupas ahora parece más grande y luminosa que la anterior, ¿no? Lo que se ve en el patio, ¿son árboles? Por supuesto, no puedo suponer que estés contento ahí, pero es que no sé qué hacer por ti desde este sitio. Me siento muy impotente.

Gracias por el dibujo de la joven hermana Marie-Camille.

Hasta el momento, te las habías apañado para mostrármela de espaldas o de perfil, y ahora comprendo por qué querías guardártela para ti solo, granuja, pues es muy guapa. Te confieso que si no tuviera a mi Cécile…

En realidad en aquel hospital no había monjas, sino enfermeras laicas, mujeres muy amables y compasivas. Pero necesitaba cosas que contarle a Albert, que le escribía hasta dos veces por semana. Los primeros dibujos de Édouard habían sido muy torpes, la mano le temblaba mucho y no veía bien. Aparte de que, a pesar de las diversas operaciones, seguía sufriendo muchos dolores. Albert había creído reconocer a una «monja joven» en un perfil apenas esbozado. Pues una monja joven, se había dicho Édouard, qué más dará. Y la llamó Marie-Camille. A través de las cartas se había hecho cierta idea de Albert y había tratado de dar a la religiosa imaginaria la clase de rostro que podría gustarle a un tipo como él.

Aunque estén unidos por una historia común en la que ambos se han jugado la propia vida, los dos hombres no se conocen, y una oscura mezcla de mala conciencia, solidaridad, resentimiento, alejamiento y fraternidad complica su relación. Édouard alimentaba hacia Albert un vago rencor, pero muy atenuado por el hecho de que su compañero le hubiera proporcionado una identidad de recambio, evitándole así tener que volver a casa. No tenía la menor idea de lo que le pasaría ahora que había dejado de ser Édouard Péricourt, pero prefería cualquier existencia a aquella en la que habría tenido que enfrentarse, en aquel estado, a la mirada de su padre.

A propósito de Cécile, recibí carta suya. A ella también se le está haciendo muy largo el final de la guerra. Nos las prometemos muy felices a mi regreso, pero por el tono que emplea noto que está muy cansada de todo esto. Al principio visitaba a mi madre bastante a menudo. No puedo reprocharle que ahora vaya menos, ya te he hablado de mi madre, una mujer de lo más complicada.

Mil gracias por la cabeza de caballo. Te di mucho la lata… Ésta me parece realmente buena, muy expresiva, con esos ojos desorbitados que le has puesto y la boca entreabierta. Sé que es una estupidez, pero a veces me pregunto cómo llamarían a aquel animal. Como si necesitara darle un nombre.

¿Cuántas cabezas de caballo le habría dibujado? Demasiado estrecha, vuelta hacia ese lado, no, mejor hacia el otro, con los ojos más… cómo diría… no, no era exactamente así. Otro lo habría mandado a paseo, pero Édouard se daba cuenta de lo importante que era para su compañero recuperar, conservar la cabeza de aquel jamelgo que quizá le había salvado la vida. Aquella petición disimulaba otra turbia y profunda cuestión que le afectaba a él, a Édouard, y que no conseguía expresar con palabras. Había puesto manos a la obra y dibujado decenas de esbozos procurando seguir las torpes indicaciones que Albert le mandaba carta tras carta, acompañadas de profusas disculpas y agradecimientos. Ya estaba a punto de rendirse cuando se acordó de una cabeza de caballo dibujada por Leonardo da Vinci, una sanguina, si no recordaba mal, para una estatua ecuestre que usó como modelo. Al recibirla, Albert se puso loco de contento.

Cuando leyó esas palabras, Édouard comprendió al fin lo que había estado en juego.

Ahora que le había dado a su compañero la cabeza de caballo, dejó el lápiz y decidió no cogerlo más.

No volvería a dibujar.

Aquí el tiempo no pasa. ¿Te das cuenta de que el armisticio se firmó en noviembre, estamos en febrero y aún no nos han desmovilizado? Hay semanas en las que ya no servimos para nada… Nos han dicho de todo para explicar la situación, pero a saber cuál será la verdad. Aquí sucede como en el frente: los rumores circulan más rápido que las noticias. Por lo visto, muy pronto los parisinos irán de excursión con Le Petit Journal a los campos de batalla de la zona de Reims, aunque los soldados sigamos muriéndonos de asco aquí en unas condiciones que van de mal en peor, como nosotros. Te juro que a veces me pregunto si no estábamos mejor bajo la metralla; allí al menos servíamos de algo, para ganar la guerra. Me avergüenza quejarme de mis tonterías, mi pobre Eugène, debes de pensar que no me doy cuenta de lo afortunado que soy y que no hago más que lamentarme. Tienes razón, hay que ver lo egoístas que podemos llegar a ser.

En vista de lo caótica que es mi carta (siempre pierdo el hilo, ya me pasaba en la escuela), me pregunto si no haría mejor dedicándome a dibujar…

Édouard escribió al doctor Maudret que rechazaba cualquier intervención de estética de todo tipo y pidió que lo devolvieran a la vida civil sin dilación.

—¿Con esa cara?

El médico estaba furioso. Tenía la carta de Édouard en la mano derecha mientras, con la izquierda, le sujetaba el hombro con firmeza ante el espejo.

Édouard miró detenidamente aquel hinchado magma, en el que descubría, borrosos, como velados, los rasgos de su antiguo rostro. Los pliegues de la carne formaban gruesos cojines de un blanco lechoso. En mitad de la cara, el agujero, parcialmente reabsorbido por aquel trabajo de estiramiento y torsión de los tejidos, era una especie de cráter menos llamativo que antes, pero igual de rojizo. Édouard parecía un contorsionista de circo capaz de tragarse por entero las mejillas y la mandíbula inferior, pero incapaz de hacer lo contrario.

—«Sí —confirmó Édouard—, con esta cara.»