AL día siguiente, hacia las cuatro de la madrugada, cuando Albert acababa de desatarlo para cambiarle el empapador, Édouard quería tirarse por la ventana. Pero al bajar de la cama, como la pierna derecha no lo sostenía, perdió el equilibrio y se desplomó. Gracias a un inmenso esfuerzo de voluntad, consiguió levantarse; parecía un fantasma. Con los ojos desorbitados y las manos extendidas, cojeó pesadamente hasta la ventana aullando de pena y dolor. Albert lo abrazó, sollozando como él y acariciándole la nuca. Respecto a Édouard, Albert sentía la ternura de una madre. Se pasaba la mayor parte del tiempo dándole conversación para entretener la espera.
—El general Morieux —le contaba— es un completo gilipollas. Menudo general… ¡Quería enviarme ante un consejo de guerra! Y el cabrón de Pradelle…
Albert hablaba y hablaba, pero la mirada de Édouard estaba tan apagada que era imposible saber si lo comprendía. La disminución de las dosis de morfina lo mantenía consciente mucho rato, privando a Albert de la oportunidad de ir a preguntar por la dichosa ambulancia, que no llegaba. Cuando Édouard empezaba a gemir, ya no paraba. Su voz iba alzándose hasta que acudía una enfermera a ponerle otra inyección.
A primera hora de la tarde del día siguiente, cuando Albert llegó una vez más con las manos vacías —imposible saber si aquel traslado estaba o no planificado—, Édouard aullaba como un loco, sufría lo indecible y tenía la garganta en carne viva y salpicada de pústulas. El hedor era cada vez más insoportable.
Albert salió de la habitación a toda prisa y corrió al despacho de las monjas enfermeras. Nadie. «¡¿Hay alguien?!», bramó en el pasillo. Nadie. Cuando se disponía a volver, se detuvo en seco. Volvió sobre sus pasos. No, no se atrevía. ¿O sí? Miró el pasillo a derecha e izquierda, mientras los gritos de su compañero resonaban aún en sus oídos. Eso lo ayudó. Entró en el despacho. Hacía tiempo que sabía dónde la guardaban. Cogió la llave del cajón de la derecha y abrió la vitrina. Una jeringa, alcohol, ampollas de morfina… Si lo pillaban, estaba listo: robo de material militar, ya veía la jeta del general Morieux, que se acercaba por momentos, seguida por la siniestra sombra del teniente Pradelle… ¿Quién cuidaría de Édouard?, se preguntó angustiado. Pero no apareció nadie. Albert salió del despacho empapado en sudor, con el botín apretado contra el estómago. No sabía si hacía bien, pero aquellos dolores estaban volviéndose insoportables.
La primera inyección fue toda una aventura. Había ayudado a las monjas muchas veces, pero cuando tienes que hacerlo tú solo… Los empapadores, el hedor y ahora los pinchazos… Impedirle a un tipo que se tire por la ventana no es fácil, pensó mientras preparaba la jeringa. Limpiarlo, olerlo, pincharlo… ¿En qué estaba metiéndose?
Había encajado el respaldo de una silla bajo la maneta de la puerta para evitar sorpresas. La cosa no fue demasiado mal. Albert había calculado bien la dosis. Debería bastar hasta la siguiente que le administrara la hermana.
—¡Muy bien! Ya verás, ahora todo irá mucho mejor.
Vaya si mejoró. Édouard se relajó y se durmió. Pero Albert siguió hablándole de todas formas. Y pensando en el asunto de aquel traslado ilusorio. Llegó a la conclusión de que había que remontarse a la fuente: iría a la oficina de personal.
—Cuando estás tranquilo, no me gusta hacerlo, no creas —le explicó a Édouard—. Pero como no estoy seguro de que vayas a portarte bien…
Muy a su pesar, lo ató a la cama y lo dejó solo.
En cuanto salió de la habitación, empezó a mirar detrás e iba pegado a la pared, pero corriendo, para ausentarse el menor tiempo posible.
—¡Ésta sí que es buena! —exclamó el tipo.
Se llamaba Grosjean. El despacho de personal era un pequeño cuarto con una ventana minúscula y estanterías rebosantes de carpetas sujetas con gomas. Detrás de una de las dos mesas atestadas de papeles, listas e informes, el cabo Grosjean parecía agobiado de trabajo.
Abrió un ancho libro de registro y siguió las columnas con un índice marrón de nicotina.
—No te puedes imaginar la cantidad de heridos que han pasado por aquí… —refunfuñó.
—Sí.
—¿Sí, qué?
—Que sí que puedo.
Grosjean levantó la cabeza del libro y lo miró. Albert comprendió su error. ¿Cómo arreglarlo? Pero Grosjean ya había vuelto a bajar los ojos, absorto en su búsqueda.
—Mierda, ese apellido lo he visto…
—Lógico —comentó Albert.
—Claro, lógico, pero ¿dónde está, maldita sea? ¡Aquí! —gritó el cabo de repente.
Saltaba a la vista que acababa de obtener una victoria.
—¡Péricourt, Édouard! ¡Lo sabía! ¡Aquí está! ¡Ah, lo sabía!
Volvió el libro hacia Albert señalando el final de una página con el grueso índice. Quería demostrar hasta qué punto tenía razón.
—¿Y? —le preguntó Albert.
—Bueno, pues que tu colega está registrado —repuso Grosjean recalcando la última palabra. En su boca, cobraba la fuerza de un veredicto—. ¡Ya te lo había dicho, me acordaba, aún no estoy chocho, joder!
—¿Y?
El cabo cerró los ojos beatíficamente. Volvió a abrirlos.
—Los registramos aquí —declaró, golpeando el libro con el índice—. Y después redactamos la orden de traslado.
—Y la orden de traslado, ¿adónde va?
—A la unidad de logística. Son ellos quienes deciden, por los vehículos…
Tendría que volver al despacho de logística. Ya había estado dos veces, y no había ni boletín ni orden ni documento alguno a nombre de Édouard, era para volverse loco. Miró la hora. Iría después, ahora tenía que regresar junto a su compañero, ver cómo estaba y darle de beber, tiene que beber mucho, había dicho el matasanos. Se volvió, pero entonces cambió de opinión. Mierda, se dijo, ¿y si…?
—¿Eres tú quien lleva las órdenes a logística?
—Sí. O viene alguien a buscarlas, depende.
—Y la que iba a nombre de Péricourt, ¿recuerdas quién se la llevó?
Aunque Albert ya sabía la respuesta.
—Afirmativo. Un teniente, no sé cómo se llama.
—¿Un tipo alto, delgado…
—Exacto.
—…de ojos azules?
—¡Eso es!
—El muy hijo de puta…
—Eso ya no sabría decirte…
—¿Y se tarda mucho en redactar otra orden?
—A eso se lo llama un duplicado.
—Vale. ¿Se tarda mucho en hacer un duplicado?
Grosjean estaba realmente en su elemento. Sacó un tintero, cogió un portaplumas y lo alzó en el aire.
—Dalo por hecho.
La habitación apestaba a carne podrida. En verdad había que trasladar a Édouard cuanto antes. La estrategia de Pradelle estaba funcionando. Exterminio. Albert se había librado del consejo de guerra por los pelos, pero Édouard tenía el cementerio cada vez más cerca. Unas cuantas horas más y se habría podrido vivo. Al teniente Pradelle no le apetecía que hubiera demasiados testigos de su heroísmo.
Albert llevó en persona el duplicado a la unidad de logística.
Hasta pasado mañana, nada, le dijeron.
Ese plazo se le antojó interminable.
Al médico joven acababan de trasladarlo. Aún no se sabía quién lo sustituiría. Había muchos cirujanos, otros médicos a los que Albert no conocía; uno de ellos entró en la habitación, aunque se quedó poco rato, como si no mereciera la pena.
—¿Cuándo lo trasladan? —le preguntó a Albert.
—Están en ello… Es que la orden de traslado… De hecho, está apuntado en el libro de registro, pero…
—¿Cuándo? —lo atajó el médico—. Porque a este paso…
—Me han dicho que mañana…
El doctor alzó los ojos al cielo, escéptico. El típico médico que ha visto de todo. Asintió, se hacía cargo. Bueno, ya está bien de charla. Se volvió y le dio una palmadita en el hombro.
—¡Y ventile la habitación! —le dijo al salir—. ¡Huele que apesta!
Al día siguiente, en cuanto amaneció, Albert se plantó ante la unidad de logística. Su principal temor: toparse con Pradelle. El teniente había conseguido impedir el traslado de Édouard, era capaz de todo. Lo esencial era no dejarse ver. Y que se llevaran a Édouard lo antes posible.
—¿Hoy? —preguntó.
El tipo estaba de buenas. Le parecía excepcional que alguien se preocupara de ese modo por un compañero. Había tantos a los que los traía todo sin cuidado, a los que sólo les importaba su culo, ¿verdad? No, hoy no, lo sentía. Mañana.
—¿Sabes a qué hora?
El tipo consultó largo rato sus diferentes listas.
—Pues, teniendo en cuenta los sitios de recogida… —dijo sin alzar los ojos—. Perdona, chico, es como los llamamos nosotros… La ambulancia debería estar aquí a primera hora de la tarde.
—¿Seguro, seguro?
Albert quería creérselo, muy bien, hasta mañana, pero se reprochaba haber sido tan lento, no haberlo comprendido antes. Haber perdido tanto tiempo. Si hubiera caído con un compañero menos gilipollas, a Édouard ya lo habrían trasladado.
Mañana.
Édouard ya no dormía. Sentado en la cama, recostado en las almohadas que Albert había cogido de las demás habitaciones, se balanceaba durante horas gimiendo.
—Te duele mucho, ¿no? —le preguntaba Albert.
Pero Édouard nunca respondía. Lógico.
La ventana siempre estaba entreabierta. Albert dormía invariablemente delante de ella, sentado en una silla y con los pies sobre otra. Fumaba un montón, para mantenerse despierto y vigilar a Édouard, pero también para disimular el hedor.
—Tú ya no tienes olfato, eres un tipo con suerte…
Mierda, y cuando quisiera reír, ¿qué haría? A alguien que ya no tiene mandíbula inferior no deben de entrarle ganas de reírse muy a menudo, pero de todas formas esa cuestión preocupaba a Albert.
—El matasanos… —se aventuró a decir. Serían las dos, las tres de la madrugada. El traslado tendría lugar al día siguiente—. Dice que allí ponen prótesis…
No tenía demasiada idea de cómo quedaría una prótesis de mandíbula, ni estaba seguro de que fuera un buen momento para comentarlo.
Pero la propuesta pareció espabilar a Édouard. Cabeceó y soltó unos chillidos como ruidos líquidos, una especie de gorgoteos. Le hizo señas con la mano. Albert no se había fijado hasta entonces en que era zurdo. Al acordarse del cuaderno de dibujo, se preguntó ingenuamente cómo habría hecho semejantes esbozos con la izquierda.
Eso debería haberle propuesto hacía tiempo, dibujar.
—¿Quieres tu cuaderno?
Édouard lo miró, sí, lo quería, pero no para dibujar.
Curiosa escena en plena noche. La mirada de Édouard, tan vivaz, tan expresiva, en ese rostro mutilado, hinchado, en carne viva, de una intensidad increíble. Da miedo. Albert está muy impresionado.
Sujetando el cuaderno en equilibrio sobre la cama, Édouard traza grandes letras torpes; está tan débil que es como si ya no supiera escribir, como si el lápiz se moviera por voluntad propia. Albert mira los garabatos, que se salen de la hoja. Está muerto de sueño y aquello va para rato. Édouard escribe una o dos letras con indecible esfuerzo y Albert intenta adivinar la palabra, poniendo toda la atención de la que es capaz; otra letra, y luego otra, pero cuando la palabra está completa, el mensaje dista de resultar claro, hay que deducir el significado, se tarda muchísimo, y Édouard, que se cansa enseguida, se derrumba en las almohadas. Sin embargo, no ha pasado una hora cuando vuelve a erguirse y coger el cuaderno como si una necesidad lo urgiese a su pesar. Albert niega con la cabeza, se levanta de la silla y enciende un cigarrillo para ver si se espabila, y el juego de las adivinanzas vuelve a empezar. Letra tras letra, palabra tras palabra.
Hacia las cuatro de la madrugada, Albert ha entendido algo:
—Entonces, ¿no quieres volver a París? Pero ¿adónde vas a ir?
Y vuelta a empezar. Édouard se pone nervioso, se sulfura sobre el cuaderno. Las letras brotan sobre el papel tan grandes que son irreconocibles.
—Cálmate —le pide Albert—. No te preocupes, lo conseguiremos.
Aunque no está tan seguro, porque aquello parece tremendamente complicado. Sin embargo, no se rinde. Con las primeras luces del día tiene la certeza de que Édouard no quiere volver a casa. ¿Es eso? Édouard escribe «sí» en el cuaderno.
—Pero ¡es normal! —le asegura Albert—. Al principio, a uno no le apetece que lo vean así. A todos nos da un poco de vergüenza, pasa siempre. Mira, yo mismo, sin ir más lejos… Figúrate que cuando recibí aquella bala en el Somme, por un momento pensé que mi Cécile me abandonaría, te lo juro. Pero tus padres te quieren y no dejarán de quererte porque te hayan herido en la guerra, no te preocupes.
En lugar de tranquilizarlo, el desatinado discursito acaba de poner nervioso a Édouard, sus gorgoteos se convierten en borbollante cascada, se mueve tanto y de tal manera que Albert tiene que amenazarlo con atarlo. Édouard se domina, pero sigue excitado, incluso enfadado. Arranca el cuaderno de las manos de su compañero con violencia, como el mantel de la mesa durante una discusión, y reanuda su tentativa de escritura.
Albert enciende otro cigarrillo y, mientras fuma, reflexiona sobre la petición.
Si Édouard no quiere que los suyos lo vean en ese estado, tal vez sea porque hay una Cécile de por medio. Renunciar a ella es difícil, Albert lo comprende perfectamente. Sugiere tal hipótesis con prudencia.
Concentrado en su cuaderno, Édouard la rechaza negando con la cabeza. No hay ninguna Cécile.
Pero tiene una hermana. Para comprender lo de la hermana se tira un buen rato. No hay manera de leer su nombre. Da igual, en realidad no es tan importante.
No obstante, el problema tampoco es la hermana.
Por otra parte, poco importa cuál sea el motivo de Édouard, hay que intentar hacerlo razonar.
—Te comprendo —repite Albert—. Pero con la prótesis será muy distinto, ya verás…
Édouard se pone aún más nervioso, el dolor reaparece y abandona el intento de comunicación para aullar de nuevo como un poseso. Albert, también al límite de sus fuerzas, resiste lo que puede, pero acaba cediendo y le pone otra inyección de morfina. Édouard se queda traspuesto, en unos días se ha metido un montón. Si no se engancha, es que es de acero.
Por la mañana, en el momento de cambiarlo y darle de comer (Albert lo hace como le enseñaron: con el tubo de goma en el esófago y un pequeño embudo, se vierte muy despacio para que el estómago no se rebele), Édouard vuelve a ponerse nervioso, quiere levantarse, no puede estarse quieto. Albert no sabe ya a qué santo encomendarse. El chico coge el cuaderno, vuelve a trazar unas cuantas letras tan ilegibles como las de la noche y luego golpea la hoja con el lápiz. Su compañero intenta descifrar el mensaje, pero no lo consigue. Frunce el ceño, ¿esto qué es, una E o una B? Y de pronto no aguanta más.
—¡Mira, chico, no puedo hacer nada! —estalla Albert—. Tú no quieres volver a casa, y no entiendo por qué, pero tampoco es asunto mío. Es muy triste, pero yo no puedo hacer nada, ¡y ya está!
De pronto, Édouard le agarra el brazo y se lo aprieta con una fuerza increíble.
—¡Oye, que me haces daño! —le grita Albert.
Édouard le clava las uñas. Le hace un daño tremendo. Pero la presión se relaja y un momento después sus manos le rodean los hombros y atraen a Albert hacia él. Édouard solloza fuertemente y suelta chillidos. Albert ha oído esos gritos antes. Un día, en el circo, unos monitos en bicicleta vestidos de marineros soltaban unos hipidos que te encogían el corazón. Una pena tan profunda es desgarradora. Lo que le pasa a Édouard tiene tan poco remedio, con prótesis o sin ella, es tan irreversible…
Albert le habla con sencillez: llora, muchacho. Lo único que se puede hacer es decir simplezas. La pena de Édouard es incontrolable, irreprimible.
—Tú no quieres volver a casa, eso está claro —constata Albert.
Nota que la cabeza de su compañero se inclina y se acurruca en su hombro; no, no quiere volver. No, repite, no quiere.
Sin dejar de abrazarlo, Albert se dice que durante toda la guerra Édouard no ha pensado más que en sobrevivir, como todos, y ahora que la guerra ha acabado y está vivo, resulta que lo único en lo que piensa es en desaparecer. Si incluso los supervivientes sólo desean morir, qué desastre…
De hecho, ahora lo comprende: Édouard ya no tendrá valor para matarse. Se acabó. Si hubiera podido tirarse por la ventana el primer día, todo se habría resuelto, la pena y las lágrimas, el tiempo, el interminable tiempo por venir, todo habría acabado allí, en el patio del hospital militar; pero la ocasión se ha esfumado, Édouard no volverá a atreverse. Está condenado a vivir.
Y la culpa es de Albert, todo es culpa suya, desde el principio. Todo. Está acongojado y en un tris de echarse a llorar también. Qué soledad. Ahora él ocupa el centro de la vida de Édouard. Es su único, su exclusivo apoyo. El chico le ha confiado su vida, se la ha entregado, porque ya no puede ni cargar con ella ni librarse de ella solo.
Albert está aterrado, conmocionado.
—Bueno —farfulla—, voy a ver…
Lo ha dicho sin pensar, pero Édouard ya ha alzado la cabeza, como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Es un rostro casi vacío, sin nariz, sin boca, sin mejillas, sólo una mirada de una intensidad inaudita, que te atraviesa de parte a parte. Albert está atrapado.
—Voy a ver —repite tontamente—. Me las apañaré.
Édouard le aprieta las manos y cierra los ojos. Luego recuesta la cabeza en las almohadas lentamente. Tranquilo, pero con dolores, soltando gruñidos que vuelven a formar gruesas burbujas sanguinolentas en lo alto de la tráquea.
Me las apañaré.
La «palabra de más» es una constante en la vida de Albert. ¿Cuántas veces, llevado por el entusiasmo, se ha lanzado a acciones calamitosas? Muy fácil: tantas como ha lamentado no haberse tomado el tiempo necesario para reflexionar. Por regla general, Albert es víctima de su generosidad, de la magia de un instante, pero sus promesas intempestivas nunca habían afectado más que a cosas menores. Ahora es muy distinto: lo que está en juego es la vida de un hombre.
Albert le acaricia las manos, lo mira, intenta mecerlo en sus brazos.
Es terrible, no consigue recordar la cara del soldado al que llamaba simplemente Péricourt, aquel chico alegre, que siempre estaba bromeando y dibujando. Sólo ve su perfil y su espalda, justo antes del ataque a la cota 113, pero de la cara, nada. Sin embargo, en aquel momento Péricourt se había vuelto hacia él; pero eso no aparece, la imagen de hoy, ese agujero abierto, sanguinolento, ha suplantado al recuerdo, y eso lo desespera.
En ese instante posa la mirada en la sábana, donde descansa el cuaderno. Ahora lee perfectamente la palabra que no conseguía descifrar minutos antes.
«Padre.»
La palabra lo hunde en un abismo. Hace mucho que su propio padre ya no es más que un retrato amarillento sobre el aparador, pero, a juzgar por el rencor que le guarda sólo por haberse muerto tan pronto, intuye que con un padre vivo debe de ser aún más complicado. Le gustaría saber, comprender, pero es demasiado tarde, le ha prometido a Édouard que se las «apañaría». Ahora ya no sabe qué quería decir con eso. Mientras vela a su compañero, que empieza a dormirse, reflexiona.
Édouard quiere desaparecer, de acuerdo, pero ¿cómo se hace desaparecer a un soldado vivo? Albert no es teniente, no sabe nada al respecto. No tiene la menor idea de cómo proceder. ¿Habría que inventarle una nueva identidad?
Albert no será rápido de mente, pero ha sido contable y es lógico. Si Édouard quiere desaparecer, se dice, hay que darle la identidad de un soldado muerto. Dar el cambiazo.
Y solución no hay más que una.
El servicio de personal. El despacho del cabo Grosjean.
Trata de imaginar las consecuencias de semejante acto. Él, que se ha librado por los pelos del tribunal militar, se dispone —suponiendo que llegue a eso…— a falsificar documentos, sacrificar a vivos y resucitar a muertos.
Esta vez le espera el pelotón de fusilamiento. Mejor no pensarlo.
Vencido por el cansancio, Édouard acaba de dormirse. Albert echa un vistazo al reloj de pared, se levanta y abre la puerta del armario.
Mete la mano en el petate de su compañero y saca su cartilla militar.
Van a dar las doce del mediodía, dentro de cuatro minutos, tres, dos… Albert sale a toda prisa, recorre el pasillo pegado a la pared, llama a la puerta del despacho y abre sin esperar. Encima de la abarrotada mesa de Grosjean, son las doce menos un minuto.
—Hola —saluda Albert.
Ha probado un acercamiento jovial. Pero a unos segundos del mediodía, la estrategia festiva tiene pocas posibilidades de triunfar ante un estómago vacío. Grosjean refunfuña. ¿Qué querrá este tipo esta vez y a estas horas? Darle las gracias. Eso vuelve a sentar a Grosjean. Había levantado una nalga de la silla, listo para cerrar el libro de registro, pero «gracias» es realmente una de esas cosas que no había oído desde el comienzo de la guerra. No sabe cómo reaccionar.
—¡Bah, no hay de qué!
Albert ve el camino abierto y lo toma:
—Esa idea tuya del duplicado… Gracias, de verdad. A mi amigo lo trasladan esta tarde…
Repuesto de la sorpresa, Grosjean se levanta y se limpia las manos en el pantalón manchado de tinta. Se siente halagado, pero es mediodía. Albert entra en materia:
—Estoy buscando a otros dos compañeros…
—Ah…
Grosjean se pone la guerrera.
—No sé qué habrá sido de ellos. En un sitio me dicen que los han dado por desaparecidos, en otro que están heridos, trasladados…
—¡Pues menos lo sé yo!
Grosjean se dirige hacia la puerta pasando por delante de él.
—Debe de estar en el libro de registro… —sugiere tímidamente Albert.
Grosjean abre la puerta de par en par.
—Vuelve después del papeo —sugiere— y lo miramos juntos.
Albert abre unos ojos como platos, como si acabara de ocurrírsele una idea estupenda.
—Si quieres, puedo buscarlos mientras te vas a comer…
—¡Ah, no! Tengo órdenes estrictas, no puedo.
Empuja fuera a Albert, cierra con llave y se queda allí plantado. Albert está de más. Dice gracias, hasta luego y empieza a alejarse por el pasillo. Trasladarán a Édouard dentro de un par de horas. Albert se estruja las manos, mierda, mierda, mierda, se repite en el colmo de la impotencia.
Unos metros más adelante se vuelve con pesar. Grosjean sigue en el pasillo y lo mira alejarse.
Mientras Albert se dirige al patio, la idea empieza a cobrar forma. Vuelve a ver a Grosjean delante de la puerta de su despacho, esperando… ¿esperando qué? Aún está tratando de dar con la respuesta cuando ya se ha vuelto y ha echado a andar a un paso que confía en que sea decidido, tendrá que apresurarse. Llega al pasillo, pero ve a un soldado. Se queda petrificado: es el teniente Pradelle, que por suerte avanza recto sin volver la cabeza y desaparece. Albert se tranquiliza, se oyen más pasos, risas, gritos, voces que se alejan en dirección al comedor. Albert se detiene ante el despacho de Grosjean, pasa la mano sobre el dintel, encuentra la llave, la coge, la mete y la gira en la cerradura, abre, entra y vuelve a cerrar de inmediato. Está con la espalda pegada a la puerta, como en el hoyo de un obús. Frente a él, los libros de registro. Toneladas de libros. Del suelo al techo.
En el banco tenía que vérselas a menudo con archivos como aquél, con las etiquetas pegadas con goma y rotuladas con tinta azul que se destiñe con el tiempo. Aun así tardó cerca de veinticinco minutos en encontrar los registros que necesitaba. Estaba inquieto, no podía evitarlo, y miraba sin cesar la puerta como si fuera a abrirse de un momento a otro. No tenía la menor idea de lo que diría.
Cuando consiguió reunir los tres registros complementarios, eran las doce y media. En cada uno se sucedían los diferentes tipos de escritura, administrativa, ya vieja, era increíble lo deprisa que moría un apellido. Otros veinte minutos tardó en encontrar lo que necesitaba y, entonces, era su forma de ser, empezó a dudar. Como si la elección tuviera tanta importancia… Coge el primero, se dijo. Miró el reloj y la puerta con la sensación de que tanto el uno como la otra habían cambiado de tamaño, que ocupaban todo el despacho. Pensó en Édouard, que estaba solo, atado…
Las doce cuarenta y dos.
Tenía ante sí el libro de registro de los fallecidos en el hospital cuyas familias aún no habían sido informadas. La lista llegaba al 30 de octubre.
Boulivet, Victor. Nacido el 12 de febrero de 1891. Muerto el 24 de octubre de 1918. Personas de contacto, sus padres: Dijon.
En ese instante lo que lo inquietaba no eran tanto los escrúpulos como las precauciones que debía tomar. Comprendió que ahora era responsable de su compañero y no podía hacer lo que le pareciera, como si se tratara sólo de sí mismo. Debía proceder de manera adecuada, eficaz. Pero si le daba a Édouard la identidad de un soldado muerto, ese soldado tornaría a la vida. Así que sus padres lo esperarían. Pedirían noticias. Se indagaría, y no sería difícil tirar del hilo. Albert negó con la cabeza imaginando las consecuencias, tanto para Édouard como para él, si los pillaban por falsificación y uso de documentos falsos (y seguramente otros muchos cargos que ni siquiera imaginaba).
Empezó a temblar. Le ocurría a menudo, incluso antes de la guerra: cuando se asustaba, parecía que tuviera escalofríos. Miró la hora, qué deprisa pasaba el tiempo. Se estrujó las manos sobre el libro de registro y siguió pasando páginas.
Dubois, Alfred. Nacido el 24 de septiembre de 1890. Muerto el 25 de octubre de 1918. Casado, padre de dos hijos, su familia vive en Saint-Pourçain.
¿Qué hacer, Dios mío? En el fondo, no le había prometido nada a Édouard, le había dicho «Voy a ver», una frase que no era un compromiso firme. Era… Albert buscó la palabra sin dejar de pasar hojas.
Évrard, Louis. Nacido el 13 de junio de 1892. Muerto el 30 de octubre de 1918. Personas de contacto, sus padres: Toulouse.
Claro, no reflexionaba bastante, no era previsor, se lanzaba a lo loco, llevado por sus buenas intenciones, y luego… Su madre tenía razón…
Goujou, Constant. Nacido el 11 de enero de 1891. Muerto el 26 de octubre de 1918. Casado. Domicilio: Mornant.
Albert alzó los ojos. Incluso el reloj estaba en su contra, había acelerado el ritmo, si no, ¿cómo podía ser ya la una? Sobre el registro cayeron dos gruesas gotas de sudor. Buscó un papel secante, miró la puerta, no había papel secante, pasó la hoja. La puerta estaba a punto de abrirse, ¿qué diría?
Y de pronto, allí estaba.
Eugène Larivière. Nacido el 1 de noviembre de 1893. Muerto el 30 de octubre de 1918, un día antes de su cumpleaños. Eugène tenía veinticinco años, o casi. Contacto: los Servicios Sociales.
Le parece un milagro. Sin padres, sólo la administración, que es tanto como decir nadie.
Hace un momento ha visto las cajas que contienen las cartillas militares, están bastante ordenadas, sólo tarda unos minutos en encontrar la de Larivière. Grosjean es corpulento, debe de zampar lo suyo. No hay que perder los nervios, no abandonará el comedor antes de la una y media. De todas formas, debe apresurarse.
Atada a la cartilla, va media chapa de identificación de Larivière. La otra mitad seguirá con el cadáver; o la clavarán en su cruz. Da igual. La foto de Eugène Larivière muestra a un chico normal y corriente, una de esas caras que nadie reconocería si le arrancaran la mandíbula inferior. Albert se guarda la cartilla en un bolsillo. Coge otras dos al azar y se las mete en otro bolsillo. Perder una es un accidente, perder varias es el caos, más militar, colará mejor. Abre el segundo registro y el tintero, coge el portaplumas, respira hondo para dominar el temblor y escribe «Édouard Péricourt» (mira su fecha de nacimiento y la añade, con el número de matrícula), agregando: «Muerto el 2 de noviembre de 1918.» Deja la cartilla de Édouard en la caja de los muertos. Arriba. Con la media chapa en la que figuran su identidad y su matrícula. Dentro de un par de semanas avisarán a sus familiares de que su hijo y hermano cayó en el campo del honor. La carta es un impreso modelo. No hay más que añadir el nombre del muerto, es fácil, práctico. Incluso en las guerras mal organizadas, antes o después la burocracia consigue siempre seguir su curso.
La una y cuarto.
El resto será más rápido. Ha visto trabajar a Grosjean y sabe dónde se guardan los talonarios de volantes. Lo comprueba: en el talonario empezado, el duplicado de la orden de traslado de Édouard es el último redactado. Coge un talonario nuevo de la parte inferior de la pila. Nadie revisa los números. Antes de que se den cuenta de que falta una hoja en un talonario de abajo, la guerra habrá acabado, incluso habrá dado tiempo a empezar otro. En un santiamén, hace un duplicado de una orden de traslado a nombre de Eugène Larivière. Cuando pone el último sello, se da cuenta de que está empapado en sudor.
A toda prisa, vuelve a ordenar los libros de registro, echa un vistazo alrededor para comprobar que no se deja nada en el despacho y pega la oreja a la puerta. Ningún ruido, salvo a lo lejos. Sale, cierra con la llave, que vuelve a dejar sobre el marco, y se aleja arrimado a la pared.
Édouard Péricourt acaba de morir por Francia.
Y ahora Eugène Larivière, resucitado de entre los muertos, tiene ante sí una larga vida para recordar.
Édouard respiraba con dificultad, se agitaba sin parar y habría rodado de un extremo a otro de la cama de no ser por las ligaduras de los tobillos y las muñecas. Albert le sujetaba los hombros y las manos, sin dejar de hablarle. Se lo contaba. Te llamas Eugène, espero que te guste el nombre, porque en la tienda no tenían otro. Pero para que se riera aquél… Albert seguía intrigado: ¿cómo se las arreglaría más adelante cuando algo le hiciera mucha gracia?
Al fin, llegó.
Albert lo vio enseguida, un furgón que echaba humo negro y que aparcó en el patio. Sin tiempo para atar a Édouard, salió disparado, bajó las escaleras de cuatro en cuatro y llamó al enfermero, que, papel en mano, miraba a su alrededor sin saber adónde dirigirse.
—¿Es por el traslado? —le preguntó Albert.
El tipo parecía aliviado. Su compañero conductor acababa de acercarse. Subieron pesadamente con una camilla con la lona enrollada alrededor de las varas de madera y siguieron a Albert por el pasillo.
—Ahí dentro apesta, os lo aviso —les advirtió.
El camillero, el gordo, se encogió de hombros, estaba acostumbrado. Abrió la puerta.
—Efectivamente —dijo.
La verdad es que incluso a Albert el olor a putrefacción se le agarraba a la garganta cuando volvía tras haber estado fuera un rato.
Extendieron la camilla en el suelo. El gordo, el que mandaba, dejó un papel en la cabecera y rodeó la cama. Todo fue rápido. Uno lo agarró de los pies, el otro de la cabeza y «a la de tres»…
«Uno», cogieron impulso.
«Dos», levantaron a Édouard.
«Tres», en el momento en que ambos enfermeros movieron al herido para tenderlo en la camilla, Albert cogió el duplicado de la cabecera de la cama y lo sustituyó por el de Larivière.
—¿Tenéis morfina? —les preguntó Albert.
—Tenemos todo lo necesario, no te preocupes —respondió el bajito.
—Toma, es su cartilla militar —dijo Albert—. Como ves, te la doy aparte, por si se extravían sus cosas, ¿sabes?
—No te preocupes —repitió el camillero cogiéndola.
Llegaron al pie de la escalera y salieron al patio. Édouard, balanceaba la cabeza y miraba al vacío. Albert subió al furgón y se inclinó sobre él.
—Venga, Eugène, ánimo, todo se arreglará, ya lo verás. —Estaba a punto de llorar.
—¡Tenemos que irnos, muchacho! —dijo el camillero a sus espaldas.
—¡Sí, sí! —respondió Albert.
Cogió las manos de Édouard. Jamás olvidaría sus ojos en ese momento, húmedos, fijos, mirándolo. Albert lo besó en la frente.
—Hasta pronto, ¿eh?
Bajó del furgón y, antes de que se cerrara la puerta, le gritó:
—¡Iré a verte!
Albert buscó su pañuelo y levantó la cabeza. Desde el segundo piso, recortado contra el marco de una ventana abierta, el teniente Pradelle observaba la escena sacando su pitillera tranquilamente.
Entretanto, el furgón arrancó.
Al abandonar el patio soltó una humareda negra, que siguió flotando en el aire como la de una fábrica e hizo desaparecer la parte trasera del vehículo. La ventana del segundo piso había vuelto a cerrarse.
De pronto, una ráfaga de viento disipó el humo. El patio estaba vacío. Albert también se sentía vacío, desesperanzado. Sorbió por la nariz y se palpó los bolsillos en busca del pañuelo.
—Mierda —masculló.
Se había olvidado de darle a Édouard su cuaderno de dibujo.
En los días siguientes, afloró en Albert otra preocupación que no le daba tregua. En caso de haberse muerto él, ¿le habría gustado que Cécile recibiera una carta oficial, en definitiva un formulario, algo así de frío, anunciándole que había muerto y ya está? Por no hablar de su madre. Fuera como fuese la carta, la dejaría empapada en abundantes lágrimas antes de colgarla en el salón.
La cuestión de si había que avisar o no a la familia lo torturaba desde que había encontrado en el fondo de su petate la cartilla militar robada cuando buscaba una nueva identidad para Édouard.
Era una cartilla a nombre de Évrard, Louis. Nacido el 13 de junio de 1892.
Albert ya no se acordaba de la fecha en que había muerto aquel soldado, uno de los últimos días de la guerra, eso seguro, pero ¿cuál? No obstante, recordaba que las personas de contacto eran los padres y que vivían en Toulouse. Aquel chico debía de hablar con acento del sur. Al cabo de unas semanas, unos meses, como nadie daría con su rastro ni con su cartilla militar, lo darían por desaparecido, y para Évrard todo habría terminado, como si jamás hubiera existido. Cuando sus padres murieran a su vez, ¿quién quedaría para recordar a Évrard, Louis? ¿No había ya bastantes muertos y desaparecidos como para que Albert se inventara uno nuevo? Y todos aquellos pobres padres, condenados a llorar en el vacío…
Vamos, que coges por un lado a Eugène Larivière, por otro a Louis Évrard, pones en medio a Édouard Péricourt y se lo das todo a un soldado como Albert Maillard y lo dejas hundido en la tristeza más absoluta.
Albert no sabía nada de la familia de Édouard. En los documentos la dirección se correspondía con un barrio de postín, eso era todo. Pero ante la muerte de un hijo, que fuera de postín no cambiaba gran cosa. Con frecuencia la primera carta que recibía la familia era de un compañero, porque el ministerio tiene mucha prisa cuando se trata de enviarte a la muerte, pero cuando hay que avisar de un fallecimiento…
Albert habría escrito esa carta con gusto, creía que sabría dar con las palabras, pero no conseguía librarse de la idea de que era un embuste.
Decir a unas personas que van a sentir semejante dolor que su hijo está muerto, cuando en realidad está vivo… ¿Qué hacer? Por un lado, una mentira; por el otro, un remordimiento. Un dilema así podía paralizarlo durante semanas.
Al final se decidió hojeando el cuaderno. Lo había dejado en la cabecera de su cama y lo miraba muy a menudo. Aquellos dibujos se habían convertido en parte de su vida, pero el cuaderno no le pertenecía. Debía devolverlo. Con sumo cuidado, arrancó las últimas hojas, que días antes les habían servido a ambos soldados para comunicarse.
Sabía que no escribía demasiado bien. Sin embargo, una mañana se lanzó.
Estimada señora, estimado señor:
Soy Albert Maillard, compañero de su hijo. Tengo el inmenso dolor de comunicarles que Édouard cayó en combate el pasado 2 de noviembre. El ministerio se lo hará saber oficialmente, pero puedo asegurarles que murió como un héroe mientras atacaba al enemigo en defensa de la patria.
Édouard me había entregado un cuaderno de dibujos para ustedes, en caso de que le pasara algo. Aquí lo tienen.
Les aseguro que descansa en paz en un pequeño cementerio, que comparte con otros soldados, y les garantizo que se ha hecho lo posible para que se encuentre bien allí donde está.
Mi…