RESPECTO a la morfina, el joven médico se mantuvo inflexible, no podían seguir así, es una droga a la que uno se habitúa y provoca daños, no se puede abusar, lo siento mucho pero no, habrá que parar. El día siguiente a la operación disminuyó las dosis.
Édouard, que volvía lentamente a la superficie, a medida que recuperaba la conciencia sufría de nuevo el martirio, así que Albert empezó a preocuparse por aquel traslado a París, que seguía sin llevarse a cabo.
Preguntado, el joven médico se encogió de hombros en señal de impotencia.
—Treinta y seis horas aquí… —constató bajando la voz—. No lo entiendo, ya deberían haberlo trasladado. Verá, siempre hay problemas de plazas… Pero no es bueno que siga aquí, ¿sabe?
Parecía sumamente preocupado. En ese momento, Albert, alarmado, se fijó un único objetivo: conseguir el traslado de su compañero con la menor dilación.
Se movió mucho. Fue a preguntar a las monjas, que seguían correteando por los pasillos como ratones en el granero, aunque el hospital estuviera más tranquilo. De nada sirvieron sus gestiones: aquél era un hospital militar, o sea, un sitio donde es casi imposible averiguar nada, empezando por la identidad de las personas que realmente mandan.
Cada hora volvía junto a la cabecera de Édouard y esperaba hasta que el joven se dormía de nuevo. El resto del tiempo lo pasaba en los despachos y los senderos que unían los edificios principales. Incluso llegó a ir al ayuntamiento.
Al regreso de una de esas diligencias, había dos soldados de plantón en el pasillo. El uniforme limpio, el rostro afeitado, la seguridad en sí mismos que irradiaban, todo hacía pensar en soldados destinados en el cuartel general. Uno le tendió un sobre lacrado mientras el otro, a falta de algo que hacer, posaba la mano en la culata de la pistola. Albert pensó que su gesto de desconfianza no estaba tan fuera de lugar.
—Hemos entrado —declaró el primero en tono de disculpa, señalando la habitación con el pulgar—. Pero después hemos preferido esperar fuera. El olor…
Albert entró en la habitación y, al instante, soltó la carta que había empezando a abrir para correr junto a Édouard. Por primera vez desde su llegada, el chico tenía los ojos casi abiertos. Alguien le había puesto dos almohadas a la espalda, seguramente una monja que pasaba, sus manos atadas estaban ocultas bajo la ropa de la cama, movía la cabeza de un lado a otro y soltaba unos gruñidos roncos que acababan en gorgoteos. Descrito así, no parece un cambio claro y positivo, pero considerando que hasta entonces Albert no había tenido delante más que un cuerpo que aullaba agitado por violentos espasmos o dormitaba en un estado bastante cercano al coma, lo que veía en esos momentos suponía una mejora sustancial.
Es difícil saber qué conexión secreta se había producido entre aquellos dos hombres durante los días en que Albert había dormido en una silla, pero en cuanto posó la mano en el borde de la cama, Édouard dio un repentino tirón a sus ligaduras y consiguió agarrarle la muñeca con la fuerza de un endemoniado. Nadie podría describir todo lo que implicaba ese gesto. Resumía los miedos y el alivio, las inquietudes y las preguntas de un joven de veintitrés años herido en la guerra, que ignoraba su estado y sufría de tal modo que era incapaz de identificar el origen del dolor.
—Bueno, por fin has despertado, muchacho —comentó Albert, poniendo en su tono todo el entusiasmo del que era capaz.
—Tendremos que irnos… —dijo una voz a sus espaldas.
Albert se volvió sobresaltado.
El soldado le tendía la carta, que había recogido del suelo.
Estuvo esperando casi cuatro horas sentado en una silla. Tiempo suficiente para darle vueltas a cada uno de los motivos por los que un insignificante soldado como él podía haber sido convocado por el general Morieux: de la condecoración por hecho de armas al estado de salud de Édouard, pasando por lo que queramos, por lo que se le ocurra a cada cual.
Las conclusiones de esas horas de cavilaciones se vinieron abajo en un segundo cuando vio aparecer al final del pasillo la esbelta silueta del teniente Pradelle. El oficial le clavó la mirada y avanzó hacia él con los hombros adelantados. Albert notó que una bola le bajaba de la garganta al estómago y sintió unas náuseas que apenas pudo contener. Salvo por la velocidad, era el mismo movimiento que lo había arrojado al cráter del obús. Al llegar a su altura, el teniente dejó de mirarlo y se volvió de golpe para llamar a la puerta del ordenanza del general, tras la que desapareció de inmediato.
Albert habría necesitado tiempo para digerir todo esto, pero no lo tuvo. La puerta volvió a abrirse, alguien bramó su nombre y él entró con paso vacilante en el sanctasanctórum, que olía a puros y coñac, tal vez estaba celebrándose la inminente victoria.
El general Morieux parecía muy mayor y era calcado a cualquiera de los viejos que habían enviado a la muerte a dos generaciones enteras, la de sus hijos y la de sus nietos. Si mezclamos los retratos de Joffre y Pétain con los de Nivelle, Gallieni y Ludendorff, nos sale Morieux: bigotes de foca bajo unos ojos legañosos y enrojecidos, marcadas arrugas y un sentido innato de su propia importancia.
Albert se queda paralizado. Es difícil saber si el general está concentrado o sufre de somnolencia. Tiene un aire a Kutúzov. Sentado a su escritorio, está inclinado sobre unos documentos. Delante, frente a Albert y de espaldas al general, el teniente Pradelle lo mira sin mover un músculo, lenta e insistentemente de la cabeza a los pies. Con las piernas abiertas y las manos a la espalda, como si fuera a pasar revista, parece balancearse un poco. Albert comprende el mensaje y corrige la postura. Se yergue y arquea la espalda hasta que le duelen los riñones. El silencio es sepulcral. Al fin, la foca alza la cabeza. Albert se siente obligado a arquearse aún más. De seguir así, acabará dando una voltereta hacia atrás, como los acróbatas de circo. Lo normal sería que el general lo eximiera de tan incómoda postura; pero no, lo mira con fijeza, carraspea y vuelve a posar los ojos en un documento.
—Soldado Maillard —dice.
Albert tendría que responder: «A sus órdenes, mi general» o algo por el estilo, pero, por muy lento que vaya el general, siempre irá demasiado rápido para Albert.
—Tengo aquí un informe… —continúa Morieux—. Durante el ataque de su unidad el 2 de noviembre, trató usted de sustraerse a su deber de manera deliberada…
Eso no se lo esperaba Albert. Se había imaginado cosas, pero no eso.
—«Se escondió en un agujero de obús para eludir sus obligaciones» —lee el general—. En ese ataque, dieron la vida treinta y ocho de sus valientes compañeros. Por la patria. Es usted un miserable, soldado Maillard. Incluso le diré lo que pienso realmente: ¡es usted un cabrón!
Albert está tan apesadumbrado que le entran ganas de llorar. Tantas semanas esperando que acabe la guerra, y ahora resulta que va a terminar así…
El general Morieux sigue mirándolo. La cobardía de Albert se le antoja de todo punto lamentable.
—Pero las deserciones no son de mi incumbencia —aclara, afligido por la indignidad que personifica ese despreciable soldado—. Yo hago la guerra, ¿comprende? Usted es competencia de un tribunal militar, de un consejo de guerra, soldado Maillard.
Albert ha relajado el cuerpo. Pegadas al pantalón, las manos empiezan a temblarle. Es el fin. Las historias de deserciones o de tipos que se pegan un tiro para escapar del frente no son nuevas, están en la mente de todos. De los consejos de guerra se ha oído hablar mucho, sobre todo en 1917, cuando Pétain volvió para poner un poco de orden en aquella casa de putas. Pasaron por las armas a no se sabe cuántos; en cuestión de deserciones, el tribunal nunca ha transigido. No hubo muchos condenados, pero todos fueron fusilados. Y por la vía rápida. La rapidez de la ejecución forma parte de la ejecución. A Albert le quedan tres días de vida. En el mejor de los casos.
Tiene que explicarlo, es un malentendido. Pero la cara de Pradelle, que lo mira con fijeza, no deja lugar para malentendidos.
Es la segunda vez que lo envía a la muerte. Con mucha suerte, se puede sobrevivir a ser enterrado vivo, pero a un consejo de guerra…
El sudor le resbala entre los omoplatos, le perla la frente, le impide ver. El tembleque se descontrola, y Albert se orina allí mismo, de pie, muy despacio. El general y el teniente ven la mancha expandirse a la altura de la bragueta y descender hacia los pies.
Tiene que decir algo. Albert piensa, pero no se le ocurre nada. El general reanuda la ofensiva, y sabe de ofensivas, para eso es un general.
—El teniente d’Aulnay-Pradelle se ha mostrado tajante, lo vio arrojarse al barro perfectamente. ¿No es así, Pradelle?
—Perfectamente, mi general. Sin la menor duda.
—¿Y bien, soldado Maillard?
Si Albert no encuentra palabras, no será porque no las busca.
—No es eso… —farfulla al fin.
El general frunce el ceño.
—¿Cómo que no es eso? ¿Participó usted en el ataque hasta el final?
—Pues… no…
«No, mi general», debería haber dicho; pero en semejante situación uno no puede estar en todo.
—¡Usted no participó en el ataque —truena Morieux dando un puñetazo en la mesa— porque estaba metido en el hoyo de un obús! ¿Es o no es?
Va a resultarle difícil negociar las consecuencias, sobre todo porque el general da otro puñetazo.
—¿Sí o no, soldado Maillard?
La lámpara, el tintero, la carpeta… Todo salta en el aire al unísono. Los ojos de Pradelle siguen fijos en los pies de Albert, a cuyo alrededor la mancha de orina se extiende por la raída alfombra del despacho.
—Sí, pero…
—¡Por supuesto que sí! El teniente Pradelle lo vio perfectamente. ¿No es así, Pradelle?
—Sí, mi general. Perfectamente.
—Pero su cobardía no quedó impune, soldado Maillard… —El general alza un índice vengativo—. ¡Como que casi le cuesta la vida! Pero ¡no se apure, todo llegará!
En cualquier vida, siempre hay momentos de la verdad. Pocos, es cierto. En la del soldado Albert Maillard, el segundo que viene a continuación es uno de esos instantes. Encerrado en tres palabras que resumen toda su fe:
—No es justo.
El general Morieux habría desechado una gran frase, un intento de explicación, con un irritado manoteo, pero aquello… Baja la cabeza. Parece reflexionar. Ahora Pradelle está mirando la lágrima que pende de la punta de la nariz de Albert, el cual no puede secársela, firme como está. La gota pende de un modo lamentable, se balancea, se estira, sin decidirse a caer. Albert se sorbe los mocos ruidosamente. La gota tiembla, pero no cede. El ruido basta para sacar de su atontamiento al general.
—Sin embargo, su hoja de servicios no es mala… ¡No lo entiendo! —admite, encogiéndose de hombros con impotencia.
Acaba de pasar algo, pero ¿qué?
—Campamento de Mailly… el Marne… Hum…
Morieux está inclinado sobre sus papeles. Albert no ve más que sus canos y escasos cabellos, que permiten adivinar el rosáceo cráneo.
—Herido en la batalla del Somme… Hum… ¡Vaya, y en la del Aisne! Camillero… Hum… —Sacude la cabeza como un loro empapado.
La gota de la nariz de Albert se decide por fin a caer, explota contra el suelo y desencadena una revelación en su mente: aquello no va en serio. El general está tomándole el pelo. Las neuronas de Albert exploran el terreno, la historia, la actualidad, la situación. Cuando el general alza los ojos hacia él, lo sabe, lo ha comprendido, la respuesta de la autoridad no le sorprende.
—Tendré en cuenta su hoja de servicios, Maillard.
Albert sorbe por la nariz. Pradelle traga saliva. Ha probado con el general, nunca se sabe. Si hubiera colado, se habría librado de Albert, un testigo molesto. Pero, mala suerte, ahora no se fusila. Pradelle sabe perder. Baja la cabeza y traga quina.
—¡En el 17 era usted bueno, muchacho! —exclama el general—. Pero esto de ahora…
Afligido, se encoge de hombros. Se nota que, a su modo de ver, todo se va al carajo. Para un militar no hay nada peor que una guerra que se acaba. El general Morieux ha tenido que pensar, que devanarse los sesos, pero no le ha quedado más remedio que rendirse a la evidencia, pese a aquel caso de deserción palmario, es imposible justificar un pelotón de ejecución a unos días del armisticio. Ya no es actualidad. Nadie lo admitiría. Sería incluso contraproducente.
La vida de Albert depende de bien poco: no lo fusilarán porque ese mes no está de moda.
—Gracias, mi general —farfulla.
Morieux recibe esas palabras con fatalismo. En otros tiempos, dar las gracias a un general era casi insultarlo, pero ahora…
Asunto zanjado. Morieux agita en el aire una mano cansada, deprimida. ¡Qué derrota! Puede retirarse.
Pero, y ahora, ¿qué mosca le ha picado a Albert? Vaya usted a saber. Acaba de librarse del pelotón de fusilamiento de milagro, aunque por lo visto no ha tenido bastante.
—Desearía hacer una petición, mi general.
—¿Ah, sí? ¿Y de qué se trata, de qué?
Curiosamente, eso de la petición le gusta. Si le hacen una petición, es señal de que todavía sirve de algo. Arquea una ceja interrogativa y alentadora. Aguarda. Al lado de Albert, Pradelle parece erguirse y ponerse tenso. Como si se hubieran vuelto las tornas.
—Quisiera solicitar una investigación, mi general —responde Albert.
—¡Ésta sí que es buena! ¿Una investigación? ¿Y sobre qué coño? —Porque, al general, las investigaciones tan pronto le encantan como lo sulfuran. Es un militar.
—Sobre dos soldados, mi general.
—¿Qué les pasa a esos soldados?
—Que murieron, mi general. Y convendría saber cómo.
Morieux frunce el ceño. No le gustan las muertes sospechosas. En la guerra, las muertes tienen que ser claras, heroicas y definitivas, por eso a los heridos se los soporta aunque en el fondo no le gustan a nadie.
—Espere, espere… —replica Morieux con voz trémula—. Para empezar, ¿quiénes son esos dos?
—Los soldados Gaston Grisonnier y Louis Thérieux, mi general. Estaría bien saber cómo murieron.
Ese «estaría bien» es muy, pero que muy atrevido, y se le ha ocurrido sobre la marcha. Al final, parece que Albert tiene recursos.
Morieux interroga a Pradelle con la mirada.
—Son los dos desaparecidos de la cota ciento trece, mi general —responde el teniente.
Albert se queda petrificado.
Los vio en el campo de batalla, muertos, sí, pero enteros, incluso dio la vuelta al cadáver del viejo, es como si aún estuviera viendo las dos heridas de bala.
—No es posible…
—Por el amor de Dios, ¿no están diciéndole que los dieron por desaparecidos? ¿No, Pradelle?
—Desaparecidos, mi general. Sin ninguna duda.
—Además —eructa el vejestorio—, no irá a jorobarnos con los desaparecidos, ¿no? —No es una pregunta, es una orden. Está furioso—. ¿Qué gilipollez es ésta? —refunfuña para sí. Pero necesita un poco de apoyo—. ¿No, Pradelle? —pregunta de repente, poniéndolo de testigo.
—Por supuesto, mi general. No van a jorobarnos con los desaparecidos.
—¡Ah! —exclama el general mirando a Albert.
Pradelle también lo mira. ¿Qué están esbozando los labios de ese cabrón? ¿Una sonrisa?
Albert renuncia. Lo único que quiere ya es que acabe la guerra y volver cuanto antes a París. A ser posible entero. Esa idea le hace pensar en Édouard. En menos que canta un gallo saluda al carcamal (ni siquiera da un taconazo, se limita a llevarse a la sien un índice displicente, como el obrero que acaba de terminar el turno y se marcha a casa) y, evitando la mirada del teniente, ya corre por los pasillos impulsado por un presentimiento como sólo pueden tenerlo los padres. Al abrir la puerta de la habitación de par en par, está sin aliento.
Édouard no ha cambiado de postura, pero se despierta en cuanto lo oye acercarse. Con las puntas de los dedos, señala la ventana, al lado de la cama. Es cierto que en aquella habitación huele que apesta. Albert la entreabre. Édouard lo sigue con la mirada. El chico insiste, «más», da indicaciones con los dedos, «no, menos», «un poco más», Albert obedece, separa algo más las hojas, pero cuando comprende es demasiado tarde. A fuerza de no encontrarse la lengua y oírse borbotear, Édouard ha querido saber. Ahora se ve reflejado en el cristal.
La metralla se le llevó toda la mandíbula inferior. Debajo de la nariz, no hay más que vacío, se ve la garganta, el paladar y los dientes de arriba, y abajo, un magma de carne escarlata con algo al final, debe de ser la glotis, pero ya no hay lengua, y el esófago es un rojo y húmedo agujero.
Édouard Péricourt tiene veintitrés años.
Se desmaya.