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LOS dos soldados volvieron a la vida de forma bastante distinta.

Albert, que había regresado de entre los muertos echando hasta las tripas, recobró poco a poco la conciencia en un cielo surcado por proyectiles, señal de que estaba de vuelta en el mundo real. Aún no podía saberlo, pero el ataque provocado y dirigido por el teniente Pradelle tocaba a su fin. La cota 113 se había conquistado con bastante facilidad. Tras una resistencia enérgica pero breve, el enemigo se había rendido, y se habían hecho prisioneros. Todo, de principio a fin, había sido puro trámite, con treinta y ocho muertos, veintisiete heridos y dos desaparecidos (los boches no contaban); es decir, un balance excelente.

Cuando los camilleros lo recogieron en el campo de batalla, Albert tenía sobre las rodillas la cabeza de Édouard Péricourt, al que canturreaba y mecía en un estado que sus salvadores describieron como de «alucinación». Tenía todas las costillas astilladas, fisuradas o fracturadas, pero los pulmones estaban intactos. Sentía terribles dolores, lo cual era una buena señal, porque era indicio de que estaba vivo. Aun así, no se encontraba muy en forma y, en caso de que hubiera deseado hacerlas, habría tenido que dejar para más adelante las reflexiones sobre los interrogantes que planteaba su situación.

Por ejemplo, ¿qué milagro, qué misericordioso ser superior, qué inconcebible azar había hecho que su corazón dejara de latir apenas unos segundos antes de que el soldado Péricourt se lanzara a una operación de reanimación ejecutada con una técnica sumamente personal? Lo único que podía decir Albert era que la máquina había vuelto a arrancar, con trompicones, sacudidas y traqueteos, pero intacta en lo esencial.

Después de vendarlo cuidadosamente, los médicos habían declarado que sus conocimientos llegaban hasta ahí y lo habían relegado a una inmensa sala común donde cohabitaban, mal que bien, soldados agonizantes, mutilados de todo tipo y heridos más o menos graves, y donde los más sanos jugaban a las cartas pese a sus férulas, mirando entre los resquicios de los vendajes.

Gracias a la toma de la cota 113, el hospital de avanzada, que en las últimas semanas se había aletargado ligeramente en espera del armisticio, había reanudado la actividad; pero como el ataque no había sido demasiado cruento, se había podido trabajar a un ritmo normal, algo inconcebible desde hacía casi cuatro años. Un ritmo que permitía a las hermanas enfermeras dedicarse un poco a los heridos que se morían de sed. O que los médicos no tuvieran que renunciar a atender a los soldados mucho antes de que estuvieran realmente muertos. O que los cirujanos no se retorcieran de dolor a causa de los calambres tras setenta y dos horas sin dormir serrando fémures, tibias y húmeros.

Desde su llegada, Édouard había sido sometido a dos intervenciones urgentes. Tenía la pierna derecha fracturada en varios sitios, ligamentos y tendones rotos… Cojearía toda su vida. La operación más importante consistió en explorarle las heridas del rostro para retirar los cuerpos extraños, en la medida en que un hospital de campaña lo permitía. Se había procedido a vacunarlo y hecho lo preciso para restablecer las vías respiratorias y cortar de raíz los riesgos de gangrena gaseosa, y las heridas habían sido convenientemente sajadas para evitar que se infectaran. Lo demás, es decir, lo esencial, habría que confiarlo a un hospital de la retaguardia mejor equipado, antes de considerar, si el herido no moría, enviarlo a un centro especializado.

Había orden de trasladar a Édouard con la máxima urgencia, pero, entretanto, se autorizó a Albert, cuya historia, cien veces contada y otras cien deformada, circuló enseguida por todo el hospital, a permanecer a la cabecera de su compañero. Afortunadamente, había sido posible acomodar al herido en una habitación individual, en un sector privilegiado del centro situado en el extremo sur, desde donde no se oían constantemente los gemidos de los moribundos.

Albert asistió casi impotente a la vuelta a la realidad de Édouard en sucesivas etapas, actividad caótica y agotadora sobre la que no comprendió gran cosa. A veces, sorprendía expresiones, gestos del joven que creía interpretar con acierto, pero eran tan fugaces que, cuando quería encontrar una palabra para designarlos, ya habían cesado. Como ya he indicado, Albert nunca fue de reacciones rápidas, y el pequeño incidente que acababa de sufrir no había mejorado en nada ese rasgo.

Édouard sufría terriblemente a causa de las heridas, aullaba y se agitaba con tal furia que hubo que atarlo a la cama. Albert comprendió entonces que no le habían dado aquella habitación al final del edificio para su propia comodidad, sino para ahorrarles a los demás sus continuas quejas. Cuatro años de guerra no habían bastado: su ingenuidad seguía siendo casi infinita.

Se pasó horas enteras retorciéndose las manos mientras oía aullar a su compañero, cuyos gritos, que iban del gemido al rugido, pasando por el sollozo, recorrieron en unas cuantas horas toda la gama de lo que un hombre puede expresar cuando se encuentra constantemente en los límites del dolor y la locura.

Albert, que era incapaz de plantar cara a un subjefe de servicio de su banco, se convirtió en ferviente defensor, alegó que el trozo de metralla que había alcanzado a su compañero no era una mota de polvo en el ojo, etcétera. A su nivel, se las arregló bien; a él le pareció que resultaba eficaz. En realidad, sólo había sido patético, lo que aun así bastó. Como más o menos se había hecho cuanto se podía a la espera del traslado, el joven cirujano aceptó administrar morfina a Édouard para calmarle el dolor, a condición de que fuera la dosis estrictamente necesaria y se redujera de forma paulatina. Era impensable que el herido permaneciera allí mucho tiempo; su estado precisaba atención rápida y especializada. Su traslado era uno de los más urgentes.

Gracias a la morfina, el lento despertar de Édouard fue menos agitado. Sus primeras sensaciones conscientes resultaron bastante confusas, frío, calor, algunos ecos difíciles de distinguir, voces que él no reconocía… Pero lo más agotador eran aquellas punzadas que le recorrían la parte superior del cuerpo a partir del pecho y se fundían con los latidos del corazón, una serie ininterrumpida de oleadas que se convertían en un calvario conforme disminuía el efecto de la morfina. Su cabeza era una caja de resonancia, cada ola culminaba con un grave y sordo choque parecido al de los salvavidas de los barcos contra el muelle cuando llegan a puerto.

También notaba la pierna. La derecha, machacada por una traidora bala, herida que él mismo había contribuido a empeorar al acudir al rescate de Albert Maillard. Pero ese dolor se esfumó igualmente por efecto de las drogas. Édouard percibía de un modo muy confuso que seguía teniendo la pierna, lo que era cierto. Hecha trizas, sí, pero todavía en condiciones de prestar (al menos parcialmente) los servicios que cabe esperar de una pierna al regreso de la Primera Guerra Mundial. Su conciencia de lo que ocurría continuó mucho tiempo enturbiada, perturbada por imágenes. Vivía en un sueño caótico e ininterrumpido en el que se sucedía sin orden ni concierto un condensado de cuanto había visto, conocido, oído y sentido hasta entonces.

Su cerebro mezclaba la realidad con dibujos y pinturas, como si la vida sólo fuera una obra complementaria y multiforme de su museo imaginario. Las evanescentes bellezas de Botticelli o el súbito terror del muchacho mordido por un lagarto de Caravaggio sucedían al rostro de una verdulera ambulante de la rue des Martyrs cuya seriedad siempre lo había impresionado o, a saber por qué, a un falso cuello de su padre que tenía un tono ligeramente rosáceo.

En ese batiburrillo de banalidades de la vida real, personajes del Bosco, desnudos y coléricos guerreros, irrumpía de forma recurrente El origen del mundo. A pesar de que sólo hubiera visto el cuadro una vez, a escondidas, en casa de un amigo de la familia. Esto que cuento sucedió mucho antes de la guerra, Édouard debía de tener once o doce años. En esa época aún iba al instituto Sainte-Clotilde. A santa Clotilde, hija de Chilperico y Caratena, a esta última, una lagartona de cuidado, Édouard la había dibujado en todas las posturas, sentada encima de su tío Godegisil, a cuatro patas delante de Clovis y chupándosela al rey de los burgundios hacia el 493, mientras Remi, obispo de Reims, se la metía por detrás. Eso le había costado la tercera y definitiva expulsión. Todo el mundo coincidía en que los dibujos eran de un realismo asombroso, a saber en qué modelos se había fijado, a su edad, pues no faltaba detalle… Su padre, que consideraba el arte una depravación propia de sifilíticos, apretaba los labios. De hecho, antes de lo de santa Clotilde, las cosas ya no le iban demasiado bien a Édouard. Sobre todo con su padre. Édouard siempre se había expresado dibujando. En cada uno de los colegios, tarde o temprano, todos sus profesores se habían hecho acreedores a la correspondiente caricatura de metro y medio de alto en la pizarra. Y no hacía falta que las firmara: eran Péricourts legítimos. Con los años, su inspiración, centrada en la vida de las instituciones de enseñanza donde, gracias a sus influencias, su padre conseguía que lo admitieran, se había abierto poco a poco a nuevos temas, lo que podríamos llamar su «período santo», que culminó en la escena en que la señorita Juste, profesora de Música, aparecía como Judith sosteniendo con expresión libidinosa la cabeza cortada de un Holofernes igualito al señor Lapurce, titular de Matemáticas. Se sabía que aquellos dos estaban liados. Hasta su ruptura, simbolizada por aquella admirable imagen de la decapitación gracias a Édouard, que llevaba la crónica, habían podido contemplarse no pocos episodios escabrosos en pizarras, paredes y folios que los mismos profesores, al descubrirlos, se pasaban de mano en mano antes de entregárselos al director. Nadie lograba ver en el patio de recreo al aburrido profesor de Matemáticas sin imaginarlo al instante como un lujurioso sátiro dotado de una pasmosa virilidad. En esa época, Édouard tenía ocho años. La escena bíblica le valió una cita en los despachos del poder. La entrevista no mejoró la situación. Cuando el director, agitando el dibujo en el aire, mencionó a Judith en tono escandalizado, Édouard le hizo notar que, efectivamente, la joven agarraba la cabeza por el pelo, pero dado que estaba en una bandeja habría sido más acertado identificar al personaje con Salomé y no con Judith y, en consecuencia, al propietario de la cabeza con san Juan Bautista y no con Holofernes. Édouard también tenía ese lado pedante, salidas de sabiondo que irritaban lo suyo.

Sin duda, su período de mayor inspiración, el que podríamos calificar de «floreciente», empezó en la época de la masturbación, con obras rebosantes de inventiva e imaginación. Sus frescos pusieron en escena a la totalidad del personal —incluido el servicio, lo que les otorgaba a éstos una dignidad que resultaba muy hiriente para la dirección del instituto— en vastas composiciones en las que la abundancia de personajes permitía las combinaciones sexuales más originales. Hacían reír, aunque, al descubrir aquel imaginario erótico, inevitablemente todos se formulaban preguntas sobre su propia vida, mientras los más perspicaces entreveían una preocupante inclinación por las relaciones, por así decirlo, dudosas.

Édouard dibujaba a todas horas. Lo consideraban un depravado porque le encantaba escandalizar —no perdía ocasión—, pero el asunto de la sodomización de santa Clotilde por parte del obispo de Reims había disgustado realmente a la institución. Y a sus padres. Los había abochornado. Como de costumbre, su padre pagó para evitar el escándalo. Sin embargo, nada consiguió ablandar a la institución. Tratándose de sodomía, se mostraron inflexibles. Todos contra Édouard. Salvo algunos compañeros, en especial los que se excitaban con sus dibujos, y su hermana, Madeleine. Ella se había reído de lo lindo, pero no de que el obispo enculara a Clotilde, que eso era historia antigua, sino imaginándose la cara del director, el padre Hubert. Ella también había estudiado en Sainte-Clotilde, sección chicas, y lo conocía muy bien. A Madeleine le hacían mucha gracia la desfachatez de su hermano y sus continuas insolencias, y le encantaba revolverle el pelo, aunque él tenía que dejarle, porque pese a ser el menor, era tan alto… Édouard inclinaba la cabeza y ella hundía los dedos en su densa cabellera y le frotaba el cuero cabelludo con tanta energía que él acababa suplicándole piedad entre risas. No les habría gustado que su padre los sorprendiera de esa manera.

Volviendo a Édouard y su educación, las cosas habían acabado bien, porque sus padres eran muy ricos, pero nada había ido como debía. El señor Péricourt, que ya ganaba un dineral antes de la guerra, era de esas personas a quienes las crisis enriquecen, como si estuvieran hechas a su medida. La fortuna de mamá nunca se mencionaba, habría sido malgastar saliva, como preguntar desde cuándo había sal en el mar. Pero como mamá había muerto joven de una enfermedad del corazón, papá se había quedado solo a los mandos. Absorbido por sus negocios, había delegado la educación de sus hijos en colegios, profesores e institutrices. En personal a sueldo. Édouard tenía una inteligencia que todos consideraban superior a la media, un talento innato para el dibujo tan increíble que hasta sus profesores de Bellas Artes se habían quedado pasmados, y una buena suerte insolente. ¿Qué más podía pedir? Quizá siempre había sido tan provocador por todas esas razones. Saber que no corres ningún peligro, que todo se arreglará, te desinhibe. Puedes decir todo lo que te apetezca y como te apetezca. Aparte, da tranquilidad: cuanto más te expones, mejor calibras la fuerza de tus asideros. De hecho, el señor Péricourt sacó a su hijo de todos los atolladeros, pero lo hizo por su propio bien, pues no quería que su apellido quedara mancillado. Y no resultaba fácil, porque Édouard suponía un desafío permanente, le encantaban los escándalos. Cuando su padre acabó desentendiéndose de su suerte y su porvenir, el hijo aprovechó para ingresar en Bellas Artes. Con una hermana que lo adoraba y protegía, un padre tremendamente conservador que renegaba de él sin cesar y aquel talento indiscutible, Édouard lo tenía casi todo para triunfar. Bueno, ya se va viendo que no va a ser exactamente así; pero en el momento en que la guerra toca a su fin, ésa es la situación objetiva. Aparte de la pierna. Que está hecha un auténtico cisco.

Por supuesto, mientras lo cuida y le cambia las sábanas, Albert no tiene la menor idea de todo eso. Lo único que sabe es que, fuera cual fuese hasta entonces, la órbita de Édouard Péricourt cambió radicalmente de trayectoria el 2 de noviembre de 1918.

Y que muy pronto su pierna derecha se convertirá en la menor de sus preocupaciones.

Así pues, Albert no se separó de su compañero y se convirtió en el auxiliar voluntario de las enfermeras. Ellas se encargaban de las curas para evitar los riesgos de infección y de la alimentación a través de sonda (le intubaban una mezcla de leche y huevos desleídos o jugo de carne); Albert, de todo lo demás. Cuando no estaba enjugándole la frente con un paño húmedo o haciéndole beber con infinita precaución, estaba cambiándole el empapador. En esos momentos, apretaba los dientes, se volvía, se tapaba la nariz y miraba a otro lado, tratando de convencerse de que el futuro de su compañero podía depender de la escrupulosidad de aquella desagradable tarea.

Así que centraba toda su atención en los dos siguientes quehaceres: tratar de dar en vano con un método que le permitiera respirar sin levantar las costillas y hacerle compañía a Édouard, en espera de la ambulancia.

Y entretanto no dejaba de evocarlo medio tumbado sobre él cuando había regresado de entre los muertos. Pero, como telón de fondo, lo que lo obsesionaba era la imagen del canalla del teniente Pradelle. Albert dedicó una cantidad incalculable de horas a imaginar lo que le haría cuando se cruzara en su camino. Volvía a verlo correr hacia él por el campo de batalla y sentía de nuevo, casi físicamente, la forma en que, por así decirlo, lo había absorbido el cráter del obús. No obstante, le costaba concentrarse largo rato y reflexionar, como si su mente aún no hubiera recuperado la velocidad de crucero.

Sin embargo, poco después de su regreso a la vida, le había venido a la cabeza una frase: habían intentado matarlo.

Sonaba extraño, pero no descabellado. En el fondo, una guerra mundial no es más que un intento de asesinato generalizado en un continente. Sólo que aquel intento en concreto iba dirigido a él en persona. A veces, mirando a Édouard Péricourt, Albert revivía el instante en que había empezado a faltarle el aire, y montaba en cólera. Dos días después, estaba dispuesto a convertirse también en un asesino. Tras cuatro años de guerra, ya iba siendo hora.

Cuando estaba solo pensaba en Cécile. Era como si la hubiese apartado, pero la echaba muchísimo de menos. La precipitación de los acontecimientos lo había propulsado a otra vida, aunque, como ninguna vida era posible si Cécile no la habitaba, se consolaba con su recuerdo, miraba su foto, pasaba revista a sus innumerables perfecciones, las cejas, la nariz, los labios, la misma barbilla, la boca, cómo podía existir algo tan increíble como su boca. Se la iban a robar. Un día, llegaría alguien y le quitaría a Cécile. O se iría ella. Se daría cuenta de que, en el fondo, Albert era muy poca cosa, mientras que ella… Sólo sus hombros ya… Y pensar en eso lo mataba, le hacía vivir horas espantosamente tristes. Total, para qué, se decía. Entonces cogía una hoja de papel e intentaba escribirle una carta. ¿Tenía que contárselo todo a Cécile, que sólo esperaba una cosa, precisamente que no le hablaran más de la guerra, que la dichosa guerra acabara de una vez?

Cuando no pensaba en lo que iba a escribirle a Cécile, o a su madre (primero a Cécile y luego, si le daba tiempo, a su madre), cuando no estaba atareado con su trabajo de enfermero, Albert les daba vueltas a las cosas.

Por ejemplo, la cabeza de caballo sepultada junto a él le venía a la mente a menudo. Curiosamente, al cabo de un tiempo perdió su carácter monstruoso. Ni siquiera la vaharada de aire pútrido que había emanado de ella y que él había respirado en su intento de sobrevivir le parecía ya tan inmunda y repulsiva. Por otra parte, mientras que la imagen de Pradelle de pie al borde del cráter se le aparecía con una exactitud fotográfica, la cabeza del caballo, que le habría gustado recordar con detalle, se difuminaba, perdía colores y trazos. La imagen se desvanecía pese a sus esfuerzos de concentración, lo que le causaba una sensación de carencia que de algún modo lo inquietaba. La guerra acababa. No era momento de balances, sino la terrible hora del presente, en que se constata la magnitud de los daños. Como los soldados que habían pasado cuatro años encorvados bajo la metralla y que, literalmente, no volverían a erguirse y seguirían andando así el resto de sus vidas, con aquel invisible peso sobre ellos, Albert presentía —sabía— que algo jamás volvería: la serenidad. Desde hacía meses, desde la primera herida en la batalla del Somme, desde las interminables noches en que, con el temor incesante a una bala perdida, recorría el campo de batalla como camillero en busca de heridos, y aún más desde que había regresado de entre los muertos, sabía que, poco a poco, un miedo indefinible pero vívido, casi palpable, había acabado adueñándose de él. A lo que se sumaban los devastadores efectos de su enterramiento. Una parte de él seguía bajo tierra; su cuerpo había emergido, pero una parte de su cerebro, prisionera y aterrorizada, había quedado atrapada allí abajo. Aquella experiencia estaba grabada en su carne, en sus movimientos, en sus miradas. En cuanto salía de la habitación era presa de la angustia, aguzaba el oído al menor rumor de pasos, se asomaba con cautela por las puertas antes de abrirlas del todo, andaba pegado a las paredes, sentía sin cesar que había alguien detrás de él, escrutaba las facciones de sus interlocutores y siempre se quedaba cerca de la salida, por si acaso. Con la mirada siempre alerta, no dejaba de moverse ni un momento. Cuando estaba a la cabecera de Édouard, necesitaba mirar por la ventana, porque la atmósfera de la habitación lo asfixiaba. Permanecía en guardia, todo le hacía desconfiar. Tendría que convivir con aquello toda la vida, lo sabía. Con aquella inquietud irracional, al modo del hombre que un día se sorprende sintiendo celos y comprende que en adelante deberá lidiar con esa nueva enfermedad. Ese descubrimiento entristeció a Albert profundamente.

La morfina había surtido efecto. Aunque las dosis disminuirían de manera progresiva, de momento a Édouard le correspondía una ampolla cada cinco o seis horas, ya no se retorcía de dolor y en su habitación ya no se oían constantemente sus desgarradores gemidos, interrumpidos por aullidos que helaban la sangre. Cuando no estaba dormitando, parecía flotar, pero debía seguir atado a la cama, para evitar que tratara de rascarse las heridas abiertas.

Albert y Édouard nunca se habían tratado, se habían visto, cruzado, saludado, tal vez sonreído de lejos en alguna ocasión, pero nada más. Édouard Péricourt: un compañero como tantos otros, cercano y a la vez tremendamente anónimo. Ahora, un enigma, un misterio para Albert.

Al día siguiente de la llegada de ambos al hospital, Albert reparó en que las pertenencias de Édouard estaban en la parte de abajo del armario de madera, una de cuyas puertas se abría chirriando con la más leve corriente de aire. Cualquiera podía entrar y, por qué no, robarlas. Decidió ponerlas a buen recaudo. Al coger el petate que debía de contener los efectos personales de su compañero, tuvo que admitir en conciencia que no lo había hecho antes porque no habría podido resistir la tentación de echar un vistazo. No lo había hecho por respeto a Édouard. Ésa era una de las razones, pero había otra. Aquello le recordaba a su madre. La señora Maillard era de esas madres que registran. Albert se había pasado la infancia aguzando el ingenio para ocultarle secretos en el fondo insignificantes, que la señora Maillard siempre acababa descubriendo y blandiendo ante su hijo, mientras lanzaba sobre él una lluvia de reproches. Daba igual que fuera la foto de un ciclista recortada de L’Illustration, tres versos copiados de una antología o cuatro canicas pequeñas y una grande ganadas en el recreo en Soubise: la señora Maillard consideraba cualquier secreto una traición. Los días más inspirados, agitando la postal del árbol de las Roches de Tonquín que un vecino le había regalado a Albert, era capaz de embarcarse en un apasionado monólogo invocando sucesivamente la ingratitud de los hijos, el particular egoísmo del suyo y su ferviente deseo de reunirse lo antes posible con su pobre marido, para descansar de una vez por todas. El resto, ya puede imaginarse.

Esos penosos recuerdos se desvanecieron en cuanto Albert, nada más abrir el petate de Édouard, se topó con un cuaderno de tapas duras cerrado con un elástico que indudablemente había corrido mundo. Sólo contenía dibujos a lápiz azul. Albert no pudo por menos de sentarse con las piernas cruzadas frente al chirriante armario, hipnotizado al instante por aquellas imágenes, algunas apenas un rápido esbozo, pero otras muy trabajadas, con profundas sombras a base de trazos densos como un chaparrón. Aquellos dibujos, un centenar, estaban hechos allí, en el frente, en las trincheras, y mostraban las más variadas escenas cotidianas: soldados que escribían cartas, encendían la pipa, se reían de un chiste, a punto de lanzarse al ataque, que comían, bebían, cosas por el estilo. Un trazo veloz se convertía en el pensativo perfil de un soldado joven, tres líneas eran un rostro extenuado y unos ojos angustiados que te encogían el corazón. Una insignificancia trazada al vuelo, como quien no quiere la cosa, un esbozo de nada, captaba lo esencial, el miedo y el desamparo, la espera, el desánimo, el agotamiento. Aquel cuaderno parecía el manifiesto de la fatalidad.

Albert lo hojeaba con un nudo en la garganta. Porque allí no había un solo muerto, un solo herido, un solo cadáver. Sólo vivos. Aquellas imágenes eran aún más terribles, pues todas gritaban lo mismo: estos hombres van a morir.

Volvió a guardar las cosas de Édouard, bastante afectado.