A PÉRICOURT lo habían alcanzado en plena carrera. La bala le destrozó la pierna. Soltó un aullido animal y se desplomó en el barro. El dolor era insoportable. Se retorcía y se volvía hacia todos lados sin dejar de gritar y, como no conseguía verse la pierna, que se agarraba con ambas manos a la altura del muslo, temía que un trozo de metralla se la hubiera seccionado. Hizo un esfuerzo desesperado para erguirse un poco, lo consiguió y, pese a las terribles punzadas, se sintió aliviado: su pierna seguía allí, entera. Veía el pie al final, debajo de la rodilla, hecha cisco. Sangraba mucho. Podía mover un poco la punta del pie, sufría como un condenado, pero podía moverla. A pesar del caos, de las balas que silbaban, de los proyectiles de metralla, pensó «tengo la pierna». Y se tranquilizó, porque la idea de quedarse cojo no le hacía ni pizca de gracia.
A veces lo llamaban el Pequeño Péricourt en son de broma, porque, para ser un chico nacido en 1895, era extraordinariamente alto, un metro ochenta y tres, ahí es nada. Además, con esa altura, uno siempre parece delgado. A los quince años ya era así. En el instituto, sus compañeros lo llamaban el Gigante, y no siempre con cariño, porque no era demasiado popular.
Édouard Péricourt, un tío con suerte.
En los colegios a los que había ido, todos eran como él, niños ricos a quienes no les podía pasar nada, que entraban en la vida armados de certezas y de una seguridad cimentada por todas las generaciones de afortunados antepasados que los habían precedido. El caso de Édouard era aún más grave que el de los demás, porque encima tenía buena suerte. Y la gente puede perdonarlo todo, el dinero, el talento… pero la suerte, no, eso es demasiado injusto.
En realidad, más que buena estrella, lo que tenía Édouard era un extraordinario instinto de supervivencia. Cuando el peligro era demasiado grande, cuando las cosas se ponían feas, algo lo avisaba; tenía antenas y hacía lo necesario para seguir en la brecha sin salir malparado. Desde luego, viendo a Édouard Péricourt en esta situación, hundido en el fango con una pierna destrozada el 2 de noviembre de 1918, cabe preguntarse si no se han cambiado las tornas, y de qué modo. En realidad, no, en absoluto, porque no perderá la pierna. Cojeará el resto de su vida, pero sobre dos piernas.
Édouard se quitó el cinturón a toda prisa y se hizo un torniquete, que apretó muy fuerte para cortar la hemorragia. Luego, agotado por el esfuerzo, se relajó y se tumbó. El dolor remitió un poco. Tendría que quedarse así un rato, pero no le gustaba la postura. Se arriesgaba a que lo despanzurrara un obús, o a algo peor… En esa época corría un rumor: por la noche, los alemanes salían de las trincheras e iban a rematar a los heridos con arma blanca.
Para relajar los músculos, apoyó la nuca en el barro con fuerza. Sintió algo de frescor. Ahora veía cuanto había detrás de él al revés. Como si estuviera en el campo, tendido bajo un árbol. Con una chica. Era algo que nunca había hecho con una chica. Las chicas que conocía eran sobre todo las de los burdeles de la zona de Beaux-Arts.
No le dio tiempo a remontarse más en el recuerdo, porque de pronto vio la alta silueta del teniente Pradelle. Momentos antes, mientras se derrumbaba, se retorcía de dolor en el suelo y se hacía el torniquete, Édouard había dejado a todo el mundo corriendo hacia las líneas alemanas, y de repente veía al teniente Pradelle a diez metros detrás de él, de pie, inmóvil, como si la guerra hubiera acabado.
Édouard lo ve de lejos, al revés y de perfil. Con las manos en el cinturón, Pradelle se mira los pies. Parece un entomólogo inclinado sobre un hormiguero. Imperturbable en medio del caos. Como un dios del Olimpo. A continuación, como si el asunto hubiera acabado o dejado de interesarle, aunque también puede ser que haya observado lo suficiente, desaparece. Que un oficial se pare en pleno ataque a mirarse los pies es tan sorprendente que, por un instante, Édouard no siente dolor. Aquello no es normal. Ya es raro que Édouard haya dejado que le destrocen una pierna; ha pasado por la guerra sin un rasguño, sorprende que ahora esté tendido en el suelo con una pierna hecha pedazos, pero, en definitiva, en la medida en que eres soldado y participas en un conflicto considerablemente cruento, que como mínimo te hieran cabe dentro de lo posible. En cambio, que un oficial se detenga bajo las bombas para mirarse los pies…
Péricourt relaja los músculos, apoya la espalda en el suelo y procura respirar con las manos apretadas en torno a la rodilla, justo encima del improvisado torniquete. Pasados unos minutos, no puede evitar arquearse y volver a mirar hacia donde hace un rato estaba Pradelle… Nada. El teniente ha desaparecido. La línea de ataque ha seguido avanzando, las explosiones se han alejado varias decenas de metros. Édouard podría quedarse allí y concentrarse en su herida. Por ejemplo, podría reflexionar y decidir si es mejor esperar ayuda o intentar desplazarse hacia atrás, pero permanece con el cuerpo arqueado como una carpa fuera del agua, con los riñones levantados y los ojos clavados en ese sitio.
Por fin, se decide. Y le resulta muy duro. Se alza sobre los codos para avanzar hacia atrás. La pierna derecha ya no le responde, toda la fuerza la hacen los antebrazos, con el apoyo justo de la pierna izquierda. La otra se arrastra por el fango como un miembro muerto. Cada metro supone un penoso esfuerzo. Y no sabe por qué lo hace. Sería incapaz de explicarlo. Salvo que el tal Pradelle es un hombre realmente inquietante, nadie sabe de qué va. Confirma el dicho de que el auténtico peligro para el soldado no es el enemigo, sino los mandos. Édouard tal vez no está lo bastante politizado como para decirse que es lo propio del sistema, pero desde luego su mente va en esa dirección.
De pronto, se detiene en seco. No se habrá arrastrado más de siete u ocho metros cuando una terrible explosión, un obús de un calibre inaudito lo paraliza. Puede que estar pegado al suelo amplifique las detonaciones. Tensa el cuerpo, rígido, tieso como un palo, y ni su pierna derecha resiste tal rigidez. Parece un epiléptico en pleno ataque. Sus ojos siguen clavados en el sitio en que se encontraba Pradelle hace unos minutos, cuando ve una enorme masa de tierra elevarse en el aire como una oscura y furiosa ola. La ve tan cerca, tan inmensa, que tiene la sensación de que va a sepultarlo. La ola empieza a desplomarse con un estruendo terrible, tan sordo como el suspiro de un ogro. Las explosiones, los silbidos de las balas, las bengalas que estallan en el cielo ya no son nada al lado de ese muro de tierra que se derrumba cerca de él. Petrificado, cierra los ojos. El suelo vibra bajo su cuerpo. Édouard se encoge y aguanta la respiración. Cuando vuelve a abrir los ojos y comprueba que sigue vivo, siente que se ha salvado de milagro.
La tierra ha acabado de caer. Al instante, como una enorme rata de trinchera, con una energía que no sabe de dónde le viene, vuelve a arrastrarse de espaldas, se detiene donde Dios le da a entender y, de pronto, comprende: ha llegado al sitio en que se ha derrumbado la ola y, allí, de la tierra casi pulverulenta, asoma la punta de un objeto de acero. Unos centímetros. Es el extremo de una bayoneta. La cosa está clara. Ahí abajo hay un soldado enterrado.
El caso del enterramiento es un gran clásico, uno de los muchos de los que ha oído hablar, pero al que no se ha enfrentado personalmente. En las unidades en que ha combatido, solía haber zapadores con palas y picos para tratar de desenterrar a los tipos que se encontraban en situación tan desesperada. Siempre llegaban demasiado tarde: los sacaban con la cara cianótica y los ojos como si les hubieran explotado. Por un instante, la sombra de Pradelle vuelve a cruzar la mente de Édouard, pero prefiere no pensar en ello.
Actuar, deprisa.
Se pone boca abajo soltando un aullido, porque ahora la herida de la pierna, de nuevo abierta, ardiente, se aplasta contra el suelo. Aún no se ha apagado su ronco grito cuando los dedos de Édouard, crispados como garras, empiezan a escarbar febrilmente en la tierra. Ridícula herramienta si al individuo sepultado ahí abajo ya ha empezado a faltarle el aire… No tarda en comprenderlo. ¿A qué profundidad estará? Si al menos tuviera algo con que cavar… Se vuelve hacia la derecha. Sus ojos sólo ven cadáveres, allí no hay otra cosa, ningún útil, nada de nada. La única solución es intentar sacar la bayoneta y utilizarla para cavar, pero tardará horas en conseguirlo. Tiene la sensación de que el tipo lo está llamando. Por supuesto, aunque no estuviera a mucha profundidad, con el estrépito reinante sería imposible oírlo por más que aullara, son imaginaciones suyas, le hierve el cerebro. Sin embargo, se percata de la urgencia de la situación. A un enterrado, o lo sacas enseguida o lo sacas muerto. Mientras escarba con las uñas alrededor del trozo de bayoneta que emerge del suelo, Édouard se pregunta si lo conocerá. Por su cabeza desfilan apellidos, caras de compañeros de unidad. Dadas las circunstancias, es absurdo, pero le gustaría salvar a ese tipo y que fuera alguien con quien ha hablado, alguien que le caiga bien. Eso, una idea como ésa, lo hace apresurarse. Le duelen los dedos y, una y otra vez, se vuelve a derecha e izquierda buscando con la mirada cualquier cosa que pudiera serle de ayuda. En vano. Ha conseguido apartar unos diez centímetros de tierra alrededor de la bayoneta, pero cuando intenta sacarla no se mueve ni un milímetro, es como un diente sano, es descorazonador. ¿Cuánto lleva afanándose, dos minutos, tres? Puede que el tipo ya haya muerto. A causa de la postura, empiezan a dolerle los hombros. No va a aguantar mucho rato; una mezcla de duda y agotamiento se apodera de él, sus movimientos se vuelven lentos, le cuesta respirar, se le agarrotan los bíceps, le da un calambre, golpea la tierra con el puño… Y de pronto, está seguro: ¡algo se ha movido! Se le saltan las lágrimas, está llorando de verdad, ha cogido la punta de acero con ambas manos y tira de ella y la agita con todas sus fuerzas y sin parar, se enjuga con el brazo las lágrimas que le bañan el rostro, de repente parece fácil, deja de menear la hoja de acero, vuelve a escarbar y hunde la mano para intentar extraer la bayoneta. Cuando al fin cede, Édouard suelta un grito triunfal. Al sacarla, por un instante la mira incrédulo, como si fuera la primera vez que ve una, pero acto seguido vuelve a clavarla con rabia, rugiendo y aullando mientras apuñala la tierra. Dibuja un amplio círculo con el mellado filo y, poniendo la hoja horizontal, la pasa bajo la tierra para levantarla y, a continuación, apartarla con la mano. ¿Cuánto tarda? El dolor de la pierna va en aumento. Al final lo consigue, ve algo, lo toca, un trozo de tela, un botón, sigue escarbando como un poseso, como un auténtico perro de caza, vuelve a palpar, es una guerrera, mete las manos, los brazos, es como si la tierra se hubiera hundido en un agujero, Édouard nota cosas, no sabe qué. Luego se topa con la lisa superficie de un casco, sigue el contorno, y las yemas de sus dedos tocan al tipo. «¡Eh!» Édouard sigue llorando y al mismo tiempo grita, mientras sus brazos, poseídos por una fuerza descontrolada, hacen limpieza, barren furiosamente la tierra. Por fin la cabeza del soldado aparece a menos de treinta centímetros, como si estuviera dormido. Édouard lo reconoce, ¿cómo se llama? Está muerto. Y la idea es tan desgarradora que se queda quieto mirando a su compañero, que está justo debajo, y por un segundo se siente tan muerto como él, lo que contempla es su propia muerte, y eso le produce un dolor inmenso, inmenso…
Llorando, desentierra el resto del cuerpo, ahora va muy rápido, aparecen los hombros, el pecho, el torso hasta la cintura. ¡Ante el rostro del soldado hay una cabeza de caballo! Es curioso que hayan acabado enterrados juntos, así, frente a frente, piensa. A través de las lágrimas, imagina el dibujo que podría hacerse, no puede evitarlo. Acabaría antes si lograra ponerse de pie, cambiar de postura, pero aun así está consiguiéndolo, mientras dice cosas muy tontas en voz alta. Dice «No te apures», berreando, como si el otro pudiera oírlo; le dan ganas de estrecharlo contra su pecho y decirle cosas de las que se avergonzaría si alguien lo oyera, porque en el fondo está llorando su propia muerte. Está llorando su miedo retrospectivo, ahora puede confesárselo, el miedo que lo consume desde hace dos años a ser un día el soldado muerto y no un soldado que sólo esté herido. Es el final de la guerra, las lágrimas que derrama sobre su camarada son las de su juventud, las de su vida. Qué suerte ha tenido… Lisiado, arrastrando una pierna el resto de su vida. Pero qué suerte. Está vivo. Con grandes brazadas, acaba de desenterrar el cuerpo.
En ese momento se acuerda del apellido: Maillard. El nombre nunca lo ha sabido, todos lo llamaban Maillard.
Y una duda. Acerca el rostro al de Albert, le gustaría que se callara el mundo, un mundo que estalla por todas partes a su alrededor, para escuchar, porque se pregunta: ¿seguro que está muerto? Aunque está tumbado cerca de él y en esa postura no es nada fácil, Édouard lo abofetea como puede. La cabeza de Maillard sigue la inercia del golpe sin resistirse. Eso no significa nada, y la idea que se le ha metido en la cabeza a Édouard de que quizá el soldado no esté muerto del todo es una mala idea que aún va a hacerle más daño, pero, en fin, así son las cosas; ahora que tiene esa duda, esa sospecha, necesita comprobarlo a toda costa, por penoso que nos resulte a nosotros verlo. Dan ganas de gritarle déjalo, has hecho cuanto has podido, dan ganas de cogerle las manos con mucha suavidad y apretárselas entre las nuestras para que pare de moverse de ese modo, de exaltarse, dan ganas de decirle las cosas que se les dice a los niños que sufren ataques de nervios, de abrazarlo hasta que se le agoten las lágrimas. En una palabra, de consolarlo. Pero alrededor de Édouard no hay nadie, ni usted ni yo estamos allí para mostrarle el buen camino, y esa idea de que tal vez Maillard no esté realmente muerto le viene de muy lejos. Lo vio una vez, o quizá se lo contaron: una leyenda del frente, una de esas cosas que nadie ha presenciado en persona. Un soldado al que creían muerto y luego reanimaron. Era el corazón, que volvió a latir.
Apenas le ha dado tiempo a pensar todo eso cuando, pese al dolor y por increíble que parezca, Édouard se yergue sobre la pierna sana. Ve su pierna derecha arrastrando detrás de él, pero la distingue a través de una niebla en la que se mezclan el miedo, el agotamiento, el dolor y la desesperación.
Édouard se prepara para tomar impulso.
Por un segundo, permanece de pie sobre una sola pierna, como una garza, en un equilibrio precario; después echa un vistazo a sus pies y, con una corta pero honda inspiración, se deja caer sobre el pecho de Albert a plomo, con todo su peso.
El crujido es siniestro: costillas aplastadas, partidas. Édouard oye un estertor. La tierra se mueve debajo de él, que se desliza hacia abajo, como si resbalara de una silla; pero lo que se ha levantado no es la tierra, sino Albert, que ha vuelto, que está echando hasta la primera papilla, que empieza a toser. Édouard no da crédito a sus ojos, de los que vuelven a brotar las lágrimas; desde luego, no me negará que este Édouard es un tipo con suerte. Albert sigue vomitando, Édouard le pega alegres palmaditas en la espalda, llorando y riendo. Ahí está, sentado en este devastado campo de batalla, junto a una cabeza de caballo, con una pierna ensangrentada y doblada hacia atrás, al borde de la extenuación, con un tipo que ha vuelto de entre los muertos vomitando…
Como final de una guerra, no está nada mal. Una bonita imagen. Pero no es la última. Mientras Albert Maillard recobra lentamente la conciencia y toma aire violentamente tumbado sobre un costado, Édouard, más tieso que un palo, maldice al cielo, como si se fumara un cartucho de dinamita.
En ese preciso instante llega a su encuentro un trozo de metralla del tamaño de un plato sopero. Bastante grueso y a una velocidad vertiginosa.
La respuesta de los dioses, sin duda.