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Tuvo que doblarse para llegar a aquella minúscula ventanita, una especie de tragaluz mate de polvo, tejido de telarañas. Con un trozo de trapo tomado de un montón de antiguallas, frotó el cristal. Fuera, la misma avenida de tilos, pero vista desde mucho más arriba y, aquel día, velada por un lento tejido de copos. El suelo estaba también todo blanco y el mundo más allá de la cerca parecía medio borrado bajo los filamentos nevosos…

No la extrañó lo más mínimo ver perfilarse lentamente a un hombre en aquel candor movedizo, en medio de la avenida. No la sorprendía ni su estatura de gigante ni la pobreza extrema de su atuendo: aquel largo abrigo de corte militar, cuyo paño raído, remendado, se adivinaba a primera vista. Bajo aquella prenda arrugada se dibujaba una corpulencia sólida pero anormalmente descarnada. No llevaba sombrero, la nieve se había mezclado con sus cabellos grises.

Sus gestos tampoco le parecieron extravagantes. Se detuvo, dejó en el suelo una vieja bolsa de viaje y fue a coger un puñado de nieve en el asiento de un banco. Luego, cuidadosamente, se frotó la cara, se lavó con aquella bola de hielo que se le derretía entre las manos. Sacó un pañuelo, se secó la frente, las mejillas, y agarrando la bolsa, se dirigió hacia la entrada del edificio.

Olga no hizo ningún movimiento, tan sólo paseó la mirada a su alrededor como quien despierta en un lugar desconocido y trata de identificarlo. Ya no era un refugio secreto perdido en los laberintos de la morada de antaño, sino simplemente el desván del edificio, un estrecho granero al que se había acostumbrado a ir, primero molestada por los vigilantes que temían un suicidio, luego, ignorada por ellos. Sillas rotas, periódicos antiguos, la pila de papel amarillento del que sacaba las hojas para sus notas…

Una voz femenina repetía su nombre al pie de la escalera…

Sabía de antemano lo que iba a decirle el hombre que acababa de lavarse la cara con un puñado de nieve. Empezaría a hablar antes, yendo por la avenida, luego, sentado en el asiento de un vagón, en una habitación de hotel, en un café, más tarde en algún efímero alojamiento que durante cierto tiempo les crearía la ilusión de un domicilio estable… Hablaría durante todos los años que les quedaban por vivir. Y la sensación de haberlo sabido todo a partir de la primera palabra no la dejaría ya. Lo escucharía, lloraría, le haría señal de que callase cuando el dolor fuera insoportable, pero todo, absolutamente todo, le resultaría ya conocido, experimentado mil veces en el transcurso de sus vagabundeos nocturnos por los corredores engañosos de la vida.

Sabría, sabía ya, que los emigrantes, nada más regresar a Rusia, habían sido despojados de sus equipajes, seleccionados, cargados en largos vagones de mercancías. Y que fue un día de primer temporal de nieve cuando separaron al padre y al hijo. Los adultos proseguían la ruta más al este, cruzaban el Ural, subían más allá del círculo polar, hasta los campos del gran Norte. A los jóvenes que no habían cumplido dieciséis años se los juzgaba capaces de purgar aún su «pasado burgués» en colonias de reeducación. Fue en el momento de la separación cuando el padre, tras una revuelta solitaria e inútil, estuvo a punto de morir bajo las culatas de los pesados fusiles de los guardias…

Sabría también que Li había seguido la misma ruta del Norte. Y que sus paneles pintados habían sido arrojados a la nieve detrás de la estación donde se seleccionaba a los prisioneros. Durante cierto tiempo podían verse en medio de los campos helados los colores vivos de aquellas escenas: un pianista con frac acompañando a una cantante monumental o, además, aquellos dos veraneantes bajo un sol ecuatorial… Poco a poco, los habitantes se habían llevado aquellos paneles y los habían quemado durante los intensos fríos de fines de invierno.

Olga comprendía que no conocer el destino de su hijo era, para ella, la única oportunidad de saber que seguía vivo. Y cuanto más inverosímil era esta esperanza, más confianza tenía. Estaba en algún lugar bajo aquel cielo, veía los árboles, la luz, oía aquel viento…

Un día fue ella la que se decidió a hablar por fin. Sabía que, para ser entendida, tendría que decirlo todo en pocas palabras, breves, y callar. Y hablar de nuevo, hasta que las palabras se transformaran en fuego, sombra, cielo… Y que esa otra vida que tan torpemente ellos habían buscado y que tan brevemente ella había conocido les apareciera por fin en la frágil eternidad de las palabras humanas.