No sabía que los años pasaban. El tiempo serpenteaba lentamente en las entrañas del edificio que exploraba, a tientas, día tras día. No el edificio del manicomio, de construcción anodina y rectilínea, habitado por todas aquellas almas trastornadas, sino aquella otra morada cavernosa, cambiante, que se había edificado en su sueño. Destilando sus ruidos, aprendió a reconocer la música de un piano de cola en un salón retirado. Corría a él, veía los haces de luz de los candelabros, aspiraba el olor de los manjares de una cena de gala… Pero las estancias se ennegrecían de golpe, se llenaban de humo, bajo sus pies crujían restos de cristales. Penetraba en una sala de restaurante devastada donde un hombre, con un gorro de pieles calado hasta la frente, tocaba un himno triunfal, secándose de vez en cuando con gesto rápido unas lágrimas grises en su rostro manchado de hollín… Salía por un patio posterior esperando protegerse de la metralla que empezaba a acribillar de pronto la pared. E iba a parar a una habitación de hotel cuya ventana se abría a una cálida noche meridional, sobre la agitación del follaje en el soplo perfumado y húmedo… Erraba de habitación en habitación, se cruzaba a veces con una persona, entablaba una conversación y no se extrañaba si el otro la dejaba con la palabra en la boca, desapareciendo por una galería que se abría de pronto al fondo de una sala…
Entre aquella gente que salía a su encuentro, había una mujer que nunca replicaba de improviso y, como para demostrar su innegable realidad, le tendía su mano huesuda mantenida caliente bajo un chal de angora. Era la enfermera de la Horda, la que en otro tiempo había llevado luto por su prometido inglés. Curiosamente, había conservado el recuerdo de cierta princesa Arbélina y acudía cada mes a pesar de un viaje que duraba todo un día. Ya no hablaba del piloto inglés, su amado mítico. Sin duda, así como envejecen los propios mitos, la desdichada princesa se convertía ahora en la nueva pasión de aquella vida tan gris… Iba los domingos, bajo la lluvia o con un sol de justicia, recorriendo la larga avenida de tilos, bajo las ramas ya envueltas en el primer verdor, ya doradas por los días de octubre. Explicaba a los otros, grave y tristemente, que la princesa Arbélina era antes su amiga más íntima, y hasta su confidente. Sólo por esa nueva leyenda Olga Arbélina existía aún en el mundo de los vivos…
Después de la visita, la princesa (así la llamaba el personal sin saber realmente si se trataba de un título o de un mote de locura) se quedaba junto a la ventana al final del pasillo y, siguiendo con la vista la figura que se desvanecía en la avenida, observaba la vida sencilla y repetitiva del exterior. Las gotas de lluvia, el cielo azul o blanco de nubes, los árboles desnudos o verdes… Luego se retiraba de la ventana, seguía la pared y, en una esquina, se metía en un piso amplio, tenebroso, en el que su mirada topaba, en medio del desorden lujoso de una habitación, con un gran sillón de piel negra. Vacío, de momento…
Los encuentros con la enfermera de la Horda y algunas palabras sacadas de las habladurías de las mujeres de la limpieza la informaban poco acerca de lo que ocurría detrás de aquellas paredes. Guerras, dificultad de vivir, irrisión pomposa de lo cotidiano, insignificancia de morir. ¿Era esto más importante que la caída de las hojas? ¿Más razonable que sus vagabundeos por esa morada sin fondo?
Una de las mujeres de la limpieza observó que la princesa llenaba decenas de cuartillas con una letra precipitada y las escondía en su mesilla de noche. Su curiosidad fue vana: las notas eran ilegibles, ya que estaban escritas en una lengua desconocida, e, incluso en francés, demasiado confusas. En cuanto a las contadas líneas que se habían podido descifrar, mencionaban los pormenores de un día de invierno como abundan tanto en la vida de cada cual.
Un día, sin tener ninguna noción del tiempo, presintió que no iría la enfermera de la Horda. En efecto, no fue. Ni bajo la lluvia de otoño ni bajo las ramas bordadas de hojitas primerizas…
Por fin, tras una sucesión indistinta de semanas, meses, estaciones, llegó aquella mañana glacial. En lo alto de una vieja escalera de madera, de peldaños altos y baranda desgastada por el roce de las manos, se abrió aquella puerta detrás de la cual no podía haber más que la minúscula estancia con la ventana que daba a un bosque nevado.