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Después de este encuentro, no regresó a casa. Le parecía incluso que nunca había vuelto a ver la casa adosada a la pared de la Horda. Inexplicablemente, se convirtió en la mujer acostada en una cama estrecha, blanca, en una pequeña habitación donde flotaba un olor a medicamentos. Alguien la despertó arrancándola de su agradable insensibilidad de ausente. Abrió los ojos y no se extrañó siquiera de ver a aquel hombre de unos cincuenta años, retrato infiel, envejecido y cansado, de su marido, y a aquel joven, grave, tenso, retrato futuro de su hijo.

La aparición de ambos la trasladó a una vida lejana, en una ciudad olvidada y, sobre todo, a otro cuerpo. Parecían no advertir su partida y seguían dirigiéndose a aquella mujer pálida, inmóvil, privada de lenguaje. Quien hablaba era su marido. Lo oía desde el fondo de su bruma, le sonreía, no entendía nada… Tenía que firmar un papel; el hombre le guió la mano. En el momento de las despedidas, fue su instinto maternal el que la sacó sin duda de su inconsciencia. Oyó que su marido le contestaba: «Es mejor así. Para él…». Ella comprendió que partía para Rusia y se llevaba a su hijo. «Por un mes o dos», dijo.

Cuando se cerró la puerta tras ellos, le volvió el recuerdo de los días precedentes o, más bien, el del frío, el del pedazo de cristal que se había hundido tan suavemente en la vena de su muñeca; un pedazo de hielo, le parecía, que ponía término al dolor, a la bochornosa tarde en la orilla donde yacía el ahogado, a la algarabía de las voces que hablaban de ella, siempre de ella…

Una noche pudo levantarse, salió al pasillo y, avanzando en un rápido deslizarse aéreo, recorrió el gran edificio sonoro, nocturno. A pesar de la oscuridad, sus estancias seguían animadas. Oyó gritos de alegría, conversaciones patéticas, conciliábulos, suspiros. Pasada una esquina, el pasillo cambió de aspecto: vio en las paredes viejos retratos en sus marcos de oro apagado. Por una puerta entreabierta irrumpían oleadas de música de ópera. Una dama ataviada con un amplio vestido de gala la adelantó. Un grupo abigarrado y reidor surgió en un breve chorro de luz y desapareció al instante por el fondo de un pasadizo… Olga preveía lo que iba a hallar en la estancia cuya puerta empujó lentamente. El fuego de leña, las ramas cubiertas de nieve derretida, el gran espejo, la cama que conservaba la marca de un cuerpo. Se desnudó, se amoldó en aquel hueco, imitó el sueño. Un instante después, la envolvió una caricia larga, infinita, llenó su cuerpo, empezó a dilatarlo… Olga lo interrumpió de pronto. En un sillón pegado a la pared se destacaba un perfil tosco, traspasado por una mirada a un tiempo de odio y complacencia…

De aquella mirada huyó Olga lanzándose a través de los pasillos de nuevo monótonos. Detrás de ella sonaban pasos apresurados, seguros de su fuerza. El único refugio, lo recordaba entonces, se hallaba en aquel cuartito debajo del tejado, el cuartito cuya ventana daba a un bosque nevado… Distinguió la puertecita baja, asió el picaporte, lo agitó desesperadamente. Unas manos expertas, casi indolentes en su brutalidad tranquila, la inmovilizaron, le torcieron los brazos…

Su propio grito la despertó. De modo que todo ello no era sino un largo sueño tortuoso y difícil. Las noches de invierno, el amor innombrable, el hombre que los perseguía desde su sillón… Levantó el brazo izquierdo: la cicatriz era aún roja. ¿Por qué lo había hecho, cuando todo no era más que una lenta sucesión de apariciones? Porque había sabido, ignoraba cómo (por las conversaciones de las enfermeras seguramente), que su hijo no volvería en la fecha prevista. ¿O no volvería, tal vez, porque se había abierto las venas? ¿O tal vez había querido morir para huir de aquel edificio del que no se podía huir? Porque ya no estaba en el hospital adonde su marido y su hijo habían ido a verla… ¿O tal vez, precisamente, se habían ido porque sabían que volvería a hallarse allí? La vena cortada, el edificio, su marcha. O, mejor dicho, su marcha, la muñeca mutilada, el edificio del que no se podía salir. No, en otro orden más bien: edificio, ganas de morir, su marcha… Como todo, es sencillo y sin salida. No obstante, si fuera a la ventana y viera que está nevando, quizá pudiese… Espera, estaba aquel trozo de cristal, la sangre, pero no había hielo para contenerla…