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Volvió el verano con tormentas increíbles y un sol desenfrenado que los habitantes de Villiers-la-Forêt acogieron como la prueba palpable de las «verdaderas primeras vacaciones del tiempo de paz» de que hablaban los periódicos. Y hasta la pequeña comunidad de la Horda de Oro sintió el aire nuevo, y reunida en la biblioteca comentaba acaloradamente los artículos sobre el Tour de France 47, el primero después de la guerra, sobre la nueva conferencia de París, pero particularmente el titular que afirmaba: «Francia sale por fin de lo provisional»…

A pesar suyo, o, mejor dicho, con un consentimiento inconfesado, Olga se dejó dominar por la excitación veraniega. Un día se sorprendió examinando con envidia admirativa las fotos que en un diario acompañaban un largo documento: «¿Adónde ir de vacaciones?». Una familia (los padres y sus dos hijos) pedaleaban por un camino campestre. No podía arrancarse de su contemplación. Todo le gustaba en aquellos veraneantes: su armonía familiar, sus provisiones bien empaquetadas en los portaequipajes, la carretera modesta, el paisaje dulce, ordenado. Tuvo de pronto deseos de fundirse como ellos en la dichosa trivialidad de aquellos días de verano, de tener su sentido común tan francés («tan maravillosamente francés», pensaba). Se acordó de su esperanza de encontrar un alma a quien confiarse, con quien hablar de los abismos que había conocido. Ahora le parecía grotesco. No, había que olvidar. ¡Si, olvidar! Pues los famosos abismos no eran, de hecho, sino momentos de ternura turbia que ninguna madre ni ningún hijo evitan. Simplemente habían ido un poco más lejos que los otros en aquella tentación proscrita. Además, había habido, en total, ocho o quizá nueve noches en las que…

Se sintió muy fuerte por estar decidida a no acordarse más. Había que animarse un poco, confiar, hablar de vacaciones. Y era como si quisiese castigar, herir, aniquilar a un ser silenciosamente presente en ella, al que se forzó a leer los párrafos del artículo: «Este año, muchos extranjeros —ingleses, escandinavos, norteamericanos— quieren enriquecerse el alma con bellezas francesas. Nosotros les debemos algunas amabilidades a unos visitantes que vendrán a los lugares donde, por espacio de dos años, los soldados de sus países combatieron por la liberación de Europa…».

Aquel mundo veraniego y agradablemente necio la admitió. Olga se ofreció a él, a sus alegrías y a su verborrea con la convicción de una arrepentida. Cada día que pasaba parecía darle la razón. Los lectores se mostraban contentos viéndola participar como antes en sus debates.

A finales de mes, llevó a su hijo a París. El médico («el médico francés», como lo llamaban para no confundirlo con el «médico-entre-nosotros») examinó al niño, lo introdujo en su departamento, señaló la fecha de la operación. «Con anestesia general se procederá al enderezamiento de la pierna doblada», releyó Olga aquella misma noche, en las páginas que hubiera podido recitar de memoria, y su lenguaje técnico la tranquilizó. Veía ya andar normalmente a su hijo en aquella vida vuelta de nuevo normal…

Después de la operación (cuyo momento tan temido llegó con una rapidez asombrosa), el niño pasaría varios días en el hospital. Y hasta los viajes casi diarios a París se convirtieron para ella en un verdadero aprendizaje de la bienaventurada trivialidad de la vida.

Con la prisa del regreso a la Horda, a la biblioteca, no le quedaba nunca tiempo para ver a Li. Hasta el 14 de julio, aprovechando que era día festivo, no pudo ir al pisito de la fotógrafa… La tarde era insoportablemente bochornosa, con el olor a polvo de las calles antes de la tormenta, un cielo morado, ahumado, y el revuelo de las hojas bajo breves ventoleras. Li estaba aún en el estudio, en el sótano, atendiendo a los últimos clientes del día. Además, sólo el estudio tenía aire habitable. En los cuartos, los muebles habían cedido su sitio a las pirámides de cajas de todos los formatos. Las paredes desnudas mostraban multitud de pinchazos negros, ganchos de los que habían colgado cuadros, fotos, iconos…

Se quedó un ratito en el patinillo rodeado de ventanas de varios pisos. Estaban todas abiertas, captando el menor soplo fresco en el ahogo de la tarde. Se oía el crepitar del aceite en una sartén. El gorgoteo de las aguas usadas, el entrechocar de los cacharros, fragmentos de conversación, pasajes musicales. Un olor complejo procedente de tejados que despedían el calor del día, de coladas, de grasa, se estancaba en la oscuridad sobre el cuadro adoquinado del suelo. Se disponía a bajar ya al estudio cuando de pronto distinguió, en el lugar más oscuro del patio, aquel arbusto que se esforzaba por crecer pegado a la pared, debajo del canalón. Y por dar flores, invisible, ignorado por todas las ruidosas ventanas. Olga se acercó, hundió su cara en los racimos constelados de flores. El perfume era tenue. Un frescor de nieve… La sensación de poder entrar, permanecer, fundirse en aquel soplo frío fue vertiginosa. Por un instante, creyó avanzar a través de un bosque invernal, nevado, una mañana ligeramente plateada por el alba, en medio de los árboles dormidos pero secretamente atentos a su presencia. No estaba sola. Alguien la acompañaba en aquel lento paseo. Una paz infinita llenaba la distancia que separaba sus almas…

Li llamó desde el umbral del estudio. Se iba a Rusia dentro de diez días. Le faltaba empaquetar sus últimos paneles: un marinero increíblemente ancho de hombros que tendía un ramillete a una joven de cintura de avispa, y luego, en el otro, un hombre y una mujer desnudos apretujados en medio de una multitud vestida con fracs y trajes de noche.

Dos días después, al volver de París, se cruzó con el «médico-entre-nosotros». Fingió hallarse por casualidad en aquella calle que desembocaba en la plaza de la estación. Olga lo hubiera creído si, pocos segundos antes de detenerse el tren, no hubiera echado una ojeada por la ventanilla del vagón. Lo reconoció en aquel hombre de traje marrón, un hombre a quien delató la rapidez de sus movimientos al abandonar la sombra de un plátano en la que se había resguardado del sol. El tren frenaba y, a través del cristal, Olga lo vio vigilar la salida de la estación y luego tirar ligeramente del cuello de su camisa…

Hicieron el recorrido juntos. Mientras lo escuchaba, Olga pensaba que, sin la mirada desde el vagón, sus palabras habrían tenido un significado totalmente distinto. Y que él mismo, el hombre que caminaba a su lado conversando, animado y jovial, habría sido otro personaje. Si, habría seguido siendo aquel «médico-entre-nosotros» apagado y servicial. Ahora discernía en él esa energía contenida con la que había surgido de la sombra. Y también esa soltura muy natural que había matizado su extrañeza fingida: «¡Vaya! ¿Usted? ¿Qué azar la ha traído a mí?». Olga veía ahora lo que nunca había observado: aquellos gemelos pesados y extrañamente desagradables de ver, el dorso de sus manos muy anchas cubierto de pelos en los que brillaban gotitas de sudor… Pero sobre todo su mirada, parda, viscosa, que, sesgada, se posaba rápidamente en ella y, al retirarse, parecía aprisionarla en su reflejo. Si, andaba sin mirarla, pero ella se sentía retenida, pegada bajo sus párpados.

Olga no recordaba haberlo invitado a tomar el té en su casa. Y sin embargo estaba ya sentado frente a ella, en la cocina, toda luminosa de sol crepuscular, y hablaba interrumpiéndose sólo para un sorbo que era un pretexto. Ella se levantaba de vez en cuando, espantaba una abeja, volvía a hacer como que le escuchaba y en realidad notaba, sin quererlo, nuevos detalles, absurdos y misteriosamente importantes: las uñas cuadradas, amarillentas, la frente que se cubría de arrugas para acompañar un suspiro teatral, unas arrugas que subían hasta la calva, haciéndola menos brillante… Eran unos minutos extraños en los que se siente la inminencia de un gesto que se acerca, segundo tras segundo, inexorable.

Al salir, se detuvo en el recibidor, le besó la mano. O, más bien, sin inclinarse, levantó aquella mano y la aplicó largamente a sus labios. Cuando ella hizo un movimiento de impaciencia, la cogió por la cintura con una agilidad inesperada. Olga se echó atrás para alejarse de su cara. Pero, contrariamente a lo que temía, el hombre no atacó su boca. Estuvo un instante inmóvil, imponiéndole aquella postura en falso, sosteniendo el peso del cuerpo arqueado sobre la palma de su mano. Torpemente, Olga se soltó de él, chocó con el marco de la puerta. Y su grito «¡Váyase!», se confundió con un breve gemido y el frotamiento de su mano que friccionó el codo herido. Frente a ella, el hombre sonreía, macizo, seguro de sí. Pero la voz que se desprendió de aquella masa fue extrañamente aguda, balbuciente, como esas frases que se lleva tiempo preparando y que, llegado el momento, salen tan tortuosas y jadeantes:

—Vendré mañana… Primero podremos… En fin, hay un pequeño restaurante…

Por la noche, su mirada se agitó entre varios personajes muy diversos. El viejo señor que había ido varias veces desde la Horda, con frecuencia al caer la noche, bajo la nieve, a curar a un adolescente enfermo… El hombre de traje marrón que caminaba hacia ella sin verla y de pronto lanzaba una exclamación de júbilo… El otro que, mientras tomaba pequeños sorbos de té, hablaba de la soledad «que hay que combatir en pareja»… Y el que confesaba que llevaba años deseando hablarle. Y cuando decía esto, sus gemelos, sus muñecas velludas parecían pertenecer a alguna otra persona. No conseguía juntar a todos esos hombres en uno solo, en ese macho avejentado, de calva brillante y lisa, que la había agarrado por la cintura gozando ya de aquel cuerpo doblado.

Al día siguiente, cuando regresaba de París, observó con inquietud los árboles que bordeaban la plaza de la estación… Nadie. En la puerta de su casa estaba clavado un cuadradito de papel. «He pasado para la merienda, volveré para la cena». Descifrando la firma, descubrió el rasgo común a todos aquellos hombres que la habían atacado durante la noche. Como si el nombre ordinario, vagamente ridículo, que conocía pero que ya no recordaba, sí, como si la transcripción misma de aquel «Serge Goletz» hubiera creado un vocablo genérico para todos aquellos personajes.

Era el hombre que había penetrado (Olga no sabía ni cómo ni en qué medida) su misterio. La locura de su misterio. Su locura… Si, era alguien que la trataba como habría tratado a un ingenuo de quien se quiere abusar.

Eran ya casi las nueve de la tarde. Olga bordeó la casa con paso apresurado y se hundió entre los árboles del bosque. Se podía atravesar en cinco minutos, pero el dédalo de los senderos creaba una ilusión de refugio. El suelo estaba sembrado de largas rayas de cobre que palidecían lentamente. La oscuridad se filtró poco a poco en los rincones umbrosos. La luna transformó los calveros en lagos, en arroyos de un azul somnoliento. El grito repetido de un pájaro se quebraba con la sonoridad de los témpanos. De pronto creyó que era posible quedarse allí, no dejar aquellos minutos, vivirlos en sentido contrario… Luego, acordándose de la locura que un hombre acababa de presentir en ella, se dio prisa en regresar.

Pulsando el interruptor, se dijo que Goletz podía ver luz en la casa, ir… En el mismo instante, oyó el tamborileo sosegado, casi indolente, en la puerta. Apagó la luz, pero al punto, enojada por su cobardía, la encendió de nuevo, fue al recibidor pero decidió no abrir, no decir nada. El forastero volvió a llamar y anunció sin alzar la voz, presintiendo su presencia muy próxima: «Sé que está ahí. Abra… Tengo un recado para usted». Una burla negligentemente disimulada sonaba en su voz. «Si, está hablando como a un ingenuo…», pensó Olga de nuevo. Volvió a la cocina y de pronto oyó el crujido de un tallo: el hombre seguía la pared y en la oscuridad pisó las flores. Olga se acordó de que la vidriera de su habitación se había quedado entreabierta. Apenas formulado, el pensamiento se hacía realidad: al fondo del pasillo, los viejos goznes emitieron un chirrido largo, cantarín. Olga se precipitó al otro extremo del piso, encendió la luz, tuvo tiempo de recomponer en su mirada el interior familiar y doloroso: la lámpara con el pie de loza pegado, la estufa, la cama, el armario de luna…

Y en medio de todos estos objetos pulidos por la costumbre, un hombre deslizaba la cabeza por el resquicio de la vidriera, como en esos interiores inestables de los malos sueños. «Sólo dos palabras… Ayer olvidé decirle…». Sonreía, la hipnotizaba con su mirada fija y penetraba en la estancia mediante breves avances rápidos, mientras parecía inmóvil cada vez que ella estaba a punto de reprenderlo con dureza. Se sentía desesperadamente ajena a esa escena. Las palabras que le sonaban en la cabeza y luego le estallaban en los labios parecían escapársele a otro: «¡Váyase! ¡Salga! ¡Pronto!».

Unas órdenes impotentes que no cambiaban la expresión ausente de su cara y no producían ningún efecto sobre el hombre, que seguía inmóvil y cada vez más cercano. Olga estaba también ausente de su cuerpo y el hombre lo sabía: la infancia, la embriaguez, la locura desarman así el cuerpo que se convierte en presa fácil. «No se lo dije ayer», soltaba él con la excitación de quien ve triunfar su juego. «La quiero, la quiero desde hace años… No, déjeme».

Olga agitó torpemente la mano. Él transformó aquella bofetada en un besamanos fogoso, luego le agarró por la cintura, desequilibró su cuerpo inhabitado, lo empujó hacia la cama. Olga vio un rostro redondo, barnizado de sudor, y se oyó gritar una frase perfectamente disparatada:

—¡Suélteme! ¡Tiene un cuello asqueroso!

Esta frase absurda, medio ahogada, interrumpió en seco el asalto. El hombre se irguió, aflojó las manos, se palpó el cuello. «¿Qué dice? ¿Qué tiene mi cuello?».

Era una piel demasiado rapada, roja, toda ella cubierta de minúsculos bultitos. Hizo un movimiento hacia el espejo, se dio cuenta de lo ridículo del gesto y se turbó.

—¡Váyase! —dijo Olga con voz cansada—. Se lo ruego…

Fue a la vidriera, la abrió de par en par, apartando la cortina. El hombre obedeció, murmurando una socarronería ofendida: «Vale, vale… Pero, no me negará, en cualquier caso, el placer de un simple paseo. Mañana, por la tarde…». Salió, se volvió y aguardó la respuesta. Ella movió negativamente la cabeza y tiró del picaporte. Brilló el gemelo…, tuvo tiempo de bloquear la puerta.

—Una última palabra —soltó él, no consiguiendo equilibrar en sus labios la sonrisa y los accesos de cólera—. La última de todas, se lo aseguro. Esta vidriera con la que me aplasta el brazo —Olga soltó el picaporte—, esta vidriera muy ancha para estas cortinas, o estas cortinas demasiado estrechas, como le parezca…

Olga sintió un profundo estremecimiento que crecía rápidamente en su vientre, subía al pecho, agarrotaba los músculos de la garganta. El hombre iba a anunciar algo irreparable, y ella tenía de ello una intuición precisa, deslumbrante. Lo había sentido, inconscientemente, desde el principio de sus maniobras, y este presentimiento era el que la dejaba desarmada ante él.

—… estas cortinas realmente demasiado estrechas, mire, no me son del todo desconocidas. Mire, tengo una debilidad, me gusta pasear tarde, antes de ir a acostarme. ¿Qué quiere? Cuando uno vive solo… Y además soy muy observador…

Habría habido que cortarle la palabra, detenerlo al borde de la nueva frase… Habría habido que dejarlo antes, admitir sus besos, entregarse a él, pues lo que iba a decir era mil veces más monstruoso. Pero el aire se hacía pesado como el algodón mojado, trababa los gestos, apagaba la voz.

—Más que nada, con los fríos de este invierno, me he preocupado a menudo: usted con un hijo… enfermo, en esta casucha, cualquiera sabe. Una noche pasaba justamente muy cerca, casi debajo de sus ventanas, eché un vistazo, las cortinas estaban corridas, pero, ya se lo he dicho, son demasiado estrechas… De modo que miré y…

… Y los vi, a usted y a su hijo, desnudos, en un acto amoroso.

¡No! No lo dijo. Creyó que iba a decirlo y la frase se volvió inmediatamente real, inseparable de lo que la había precedido. Quizá acababa de hablar también de su desnudez, de la extrañeza carnal de su pareja… Ya no lo sabía.

—En fin, comprenderá, sin duda, mi asombro… Estoy curado de espantos… No soy un monaguillo, ni mucho menos. Pero, caray. Por fortuna, no soy parlanchín, pues de lo contrario, ya conoce las malas lenguas de la Horda y de otras partes…

»… Y cuando le he ofrecido mi… amistad, ha sido para poder hablarle de ello más libremente, ya me entiende, en la intimidad. Y para darle la oportunidad de vivir normalmente su vida de mujer, con un hombre que la haría gozar…

¡No! ¡No pronunció estas últimas palabras! Pero eran, de todos modos, reales, insoslayables en cuanto imaginadas por ella.

De hecho, ya no estaba allí. Estaba sola, sentada en la cama, de frente al espejo. Se había ido, dándole las buenas noches y proponiéndole un paseo en barca al día siguiente. Ella había asentido con varias inclinaciones de cabeza.

Durante la noche, anduvo algunos minutos perdida en un piso oscuro, infinito, cuyos laberintos descubría antes de ir a echarse en una cama. Entraba su hijo, tal como lo había visto la tarde de las zambullidas: desnudo, con el cuerpo húmedo que mojó las sábanas y las enfrió deliciosamente. Sentía aquel frescor sobre su pecho, en sus caderas. La besaba, sus labios tenían el olor de los tallos y las hojas acuáticas. Eran tan libres que sus cuerpos se movían como bajo el agua, con una maravillosa ingravidez de los gestos. Al hallarse de rodillas, dominada por él, advirtió que el sillón vuelto hacia la pared en un rincón de aquella habitación desconocida estaba ocupado. Sólo veía el brazo apoyado en el del sillón; un pesado gemelo brillaba en la penumbra. Y cuanto más violento era el placer, más se destacaba del respaldo el perfil del hombre sentado. Iba a reconocerlo cuando por fin, con un grito de placer obstruido aún, se arrancó del sueño. Un objeto se había incrustado en su hombro. Encendió la lámpara y recogió, entre los pliegues de las sábanas revueltas, un gemelo.

Con un postrer esfuerzo de razonamiento lúcido, formuló un pensamiento incongruente, sobrenatural, y se alegró de su extravagancia: «¡No ha habido dragón!». Si, había que decir estas cosas inverosímiles que no tenían la menor posibilidad de volverse reales. Nada de dragón. Así, acabaría distinguiendo lo verdadero de lo falso…

Este ejercicio pareció calmarla. Un respiro de algunos minutos durante el cual se levantó, fue al cuarto de los libros, cogió nerviosa un grueso volumen enciclopédico y lo hojeó con mano torpe. Y encontró rápidamente el grabado: «Una boa constrictor atacando a un antílope». Un cuerpo reluciente, cubierto de arabescos, estrangulaba a su víctima. «El dragón…», murmuró, y recordó que en el piso inmenso que acababa de dejar había olvidado apagar la lámpara de la mesilla de noche.