Fue la segunda noche en vela pasada en el cuarto del adolescente. A una hora indefinible, de un cielo aún muy negro, las cosas empezaron a romper los lazos que los unían por regla general. Esto hacía cada vez más inexplicable su presencia. La lámpara que se trajo aquí para tener más luz, en caso de necesidad. A partir de entonces, la explicación era insuficiente. La lámpara estaba allí, junto a la cama en que dormía el chico, apagada, y casi resultaba pavorosa en su ociosidad nocturna, relacionada no ya con la claridad, sino con visiones tenebrosas, indescifrables… ¿Y el «médico-entre-nosotros»? Se había quedado, pues su ayuda podía ser urgente. Pero… No, nada… Se había alojado en el cuarto de los libros, en absoluto molesto por aquella permanencia nocturna en casa de Olga y el chico. Había llenado el pequeño aposento con el humo de su cigarro y entonces leía o dormitaba. Y de vez en cuando se acercaba a la cabecera del enfermo. Era tan sigilosa su aparición, que Olga se sobresaltaba cada vez: para mayor comodidad, iba sólo con los calcetines. Visiblemente le divertía verla estremecerse. Sonreía, pero enseguida adoptaba un aire decidido y tranquilizador, palpaba la tumefacción que cubría ya casi del todo el ojo izquierdo del adolescente, volvía a salir… En cierto momento, en la oscuridad, Olga creyó ver a aquel hombre con calcetines, agazapado al fondo del pasillo, acechante. Le entró miedo, pero se despertó en el acto.
Sus ojos fijos en la cara deformada del chico luchaban constantemente con la costumbre: no aceptar aquella máscara hinchada, borrarla con la intensidad de la mirada. La máscara dejaba escapar una onda ardiente, seca. Olga cambiaba las compresas en la frente abotargada, levantaba la manta, secaba los hilillos de sudor en el pecho, en el hoyuelo entre las clavículas, en el cuello. Y cada uno de estos contactos, sencillos y casi irreflexivos, despertaba el pulular de visiones nocturnas, la arrastraba hacia una noche de invierno, hacia un encuentro camal cada vez más demente, cada vez más verdadero… Hasta la población que detrás del cristal negro parpadeaba en un chorro de luces era una población fantasmagórica, inverosímil, con la ruina ciclópea del puente destruido, con la estación de la que hacía varios días no salía ningún tren. «Huelga de ferroviarios», repetía Olga mentalmente, y estas palabras murmuradas sobre aquel cuerpo febril revelaban una locura de grandes ojos claros, inteligentes… Miró el termómetro (cuarenta grados, como una hora antes), apagó la lámpara y cerró los ojos.
Cuando el chico comenzó a delirar, en un silbido precipitado, hirviente, Olga no logró arrancarse enseguida al sueño. Lo escuchó creyéndose todavía en un sueño penoso y desordenado. Poco a poco, las palabras sofocadas formaron una confesión que únicamente el delirio podía llevar al nivel de los labios. Olga no oía, pero con cada murmullo doloroso veía reconstruirse un lugar que tardó tiempo en reconocer…
… Era un piso pequeño abarrotado de muebles dispares. Una mujer rejuvenecida, con su largo vestido negro. Un adolescente que observaba los últimos preparativos de la mujer. Ésta se ponía unos pendientes que despedían destellos irisados sobre su cuello y sus hombros desnudos. Sonó el timbre de la puerta, la mujer besó al chico acostado ya en los sillones juntados formando una cama improvisada, fue a abrir y se percibió la mezcla de su perfume tibio, penetrante, que dejó al pasar, con el olor húmedo de la calle y, fuerte, expansivo, con el del agua de colonia del intruso…
La voz del enfermo se perdió en una sucesión de breves estertores sibilantes. Olga cambió las compresas. La hinchazón de sangre oscura y brillante se había extendido hacia la sien. El ojo derecho se abrió un instante, pero no focalizó nada, resbaló por la lámpara, por la mano que aplicaba la tela helada en la frente. Casi enseguida comenzó de nuevo el delirio. Olga acabó oyendo hasta las palabras que se esfumaban con las sacudidas silbantes de la fiebre.
Otra vez la mujer con vestido de noche que se disponía a ir al teatro y esperaba a aquel que debía pasar a buscarla. Aquella vez, ella y su hijo estaban sentados a la mesa y tomaban el té. Media hora después, al ponerse los pendientes delante de un espejo, se sintió de pronto agradablemente cansada. Se sentó en el pequeño sofá, incluso decidió echarse unos segundos mientras esperaba la llegada de su compañero. La sorprendió el sueño antes de concluir este pensamiento…
Volvió las compresas ya ardientes, agitó el termómetro, lo colocó con precaución. El bisbiseo que se escapaba aún de los labios endurecidos por la respiración se había hecho indistinto.
Y de repente, el chico empezó a gritar con voz casi consciente. ¡En el grito, la mujer del vestido negro se veía súbitamente medio desnuda, acostada, de una belleza siniestra, ya que estaba muerta! Muerta, muerta, muerta…
El chico repetía «muerta» en un ahogo violento, sacudiendo su cara desfigurada, arañando la manta con las uñas. Embrutecida, impotente, Olga sabía que había que levantarse, correr al cuarto de los libros, despertar al médico. ¡Pero entonces éste habría escuchado aquel discurso tan claro! ¡Y lo habría adivinado todo!
Los gritos cesaron bruscamente, y al cabo de un segundo el «médico-entre-nosotros» abrió la puerta. «Ah, tiene voz nuestro joven», refunfuñó, y bostezó ruidosamente.
Una hora después, lo operaba. Había descorrido las cortinas con enérgica brusquedad, dejando entrar una mañana incolora aún, inesperada en aquel cuarto que parecía condenado a la noche… Cortaba, extraía los coágulos, taponaba. Y comentaba sus gestos con una voz casi tierna, usando siempre diminutivos rusos, hasta para el bisturí, los tapones, el suero. Olga tenía la impresión de estar asistiendo a un juego, participando en él tendiéndole, de vez en cuando, un frasco, una jeringuilla…
Al ir a marcharse, le besó la mano y le prometió volver a mediodía e incluso quedarse a leer (un guiño) en el pequeño cuarto de los libros si era necesario…
Olga pasó la tarde en el cuarto del chico, cuando éste se dormía, sentada en la escalinata, que, por todas partes, invadían las malas hierbas. Lo que le había revelado la noche se desarrollaba entonces en una sucesión de escenas clara y definitiva…
… Fue, pues, en la primavera del año anterior, quizás exactamente un año antes. Por lo general, cuando iba con su hijo a París, L. M. la invitaba a ir al teatro. O, mejor dicho, cuando la invitaba, Olga iba a París, dejaba al niño en casa de Li y volvía a recogerlo por la mañana. Aquel día no estaba Li y el chico tenía que pasar la noche solo. Era difícil adivinar hasta qué punto detestaba aquellas veladas teatrales, aquellas noches (supuestamente, su madre volvía después de la función) y al hombre que llamaba a la puerta… Li tomaba somníferos, la bolsita que la dejaba aturdida al despertar. «¿Y si tomara dos?», le preguntó un día. «Pues no me despertaría hasta las doce». «¿Y tres?». «¡Dormiría como una muerta!»… Aquella noche, él puso tres bolsitas en la taza del té que se iba a tomar la joven mujer del vestido negro… Vivió, una hora más tarde, largos minutos tremendos y deliciosos. Llamaban a la puerta con impaciencia, con rabia, hasta oyó algunos reniegos, luego, un tamborileo en los postigos. La mujer acostada en el sofá mantenía una belleza impasible y lejana. El chirrido de las ruedas se alejó de la ventana, se mezcló con otros ruidos de coches en la calle… Él estaba allí, en aquel saloncito alumbrado sólo por una lámpara de mesa, una estancia atestada de chucherías, de libros, de iconos… Y en el centro, la mujer, la desconocida, en la que le era imposible reconocer a su madre. Su rostro era de una belleza turbadora, un pequeño pliegue caprichoso que aún no había observado nunca levantaba ligeramente las comisuras de los labios. La curvatura de su cuerpo expresaba una extraña espera. Y en torno a ella, además del fino velo del perfume, distinguía un olor totalmente nuevo, carnal, más una sombra que un olor, que lo maravillaba y le producía casi dolor en los pulmones… No sabía valorar aún la profundidad de aquel sueño. Listo para huir al primer pestañeo, tendió el brazo, rozó la mano que yacía en el vientre, luego el hombro. Entonces, envalentonado, diciéndose que, dado el caso, tendría una buena excusa para despertarla, tocó el delicado hueco esbozado entre los pechos cuyo nacimiento descubría el escote. Siempre lo había fascinado aquella parte del cuerpo femenino. La mujer no hizo el menor movimiento… Inquieto ya, acercó el oído al rostro de la mujer dormida. Y no notó ningún aliento. «¡Dormiría como una muerta!», recordó las palabras de Li. ¡Muerta! Saltó, asustado, quiso correr a la cocina para traer agua, pero luego desistió. Había visto o leído en algún sitio que los médicos aplicaban el oído al pecho del paciente y hasta lo frotaban para devolverle la respiración. Con dedos temblorosos, desabrochó dos corchetes en los bordes cruzados del escote, descubrió un hombro, luego, un pecho, aplicó el oído… Por último, se incorporó, zumbándole aún las sienes, con la respiración entrecortada. Y la miró indefinidamente. Aquella mujer irreconocible bajo su ligero maquillaje, con el peinado alto, el vestido de terciopelo negro y, sobre todo, su desnudez. La mujer que debería haber pertenecido a otro y que permanecía entonces con él, tan deliciosamente asequible a su mirada, a sus caricias…
… «Hace un año», pensó Olga viendo un deslumbrante halo de días, de cielos vistos desde entonces… Por el sendero que venía de la Horda, a través del prado, apareció un hombre. Olga reconoció al «médico-entre-nosotros» que llegaba con su maletín. Por segunda noche consecutiva.
Una noche de lluvia. Tras el calor de las últimas semanas, el aire parecía frío, otoñal. Olga permaneció hasta la mañana en un sillón, junto a la cama. Había bajado la fiebre. La herida no sangraba ya. El adolescente dormía tranquilamente y sólo se despertó una vez, en mitad de la noche. Se miraron largo rato sin decirse nada. Después, el chico apretó fuertemente los párpados, como bajo el efecto de una repentina quemadura. Olga vio centellear unas chispas minúsculas en sus pestañas y se apresuró a apagar la lámpara.
Aquellos días frescos y grises, a comienzos de junio, señalaron la acostumbrada lasitud de la primavera, su ahogo, que se produce siempre después del exceso de la floración y los calores de mayo. El follaje era ya pesado, denso y oscuro como al final del verano. El prado que bajaba hacia el río, cubierto de altas hierbas, manchado de blanco aquí y allá por la pelusa plateada de los dientes de león descoloridos. Las lluvias pacientes, discretas, suspendían rocíos de mar que velaban el aire como en las mañanas de octubre.
Le gustaba el sosiego de aquel breve anticipo otoñal. Desde la noche del delirio, lo sabía todo, desde el principio hasta el fin, de aquel año de su vida. Y entonces, en las brumas de un otoño fugaz, tenía la sensación de haber sobrevivido, la sensación de reanudar tímidamente el curso interrumpido de los días.
Una noche, bordeando la Horda, vio que los arbustos que crecían bajo las paredes y a cada lado del camino estaban todos perlados de racimos blancos. El aire del crepúsculo tenía también el mismo tono de nieve… La noche era tan fría que tuvo que encender fuego. Y no durmió. Una tras otra, surgían ante su mirada noches de invierno, inefables en su dura belleza, con la falla temblorosa de su cielo, con el mismo olor a corteza quemada, matiz humilde pero que se abría en una insondable sucesión de las horas. Era la primera vez que volvía allí. Aquel retorno tenía aún una intensidad letal, a pesar de que su memoria la iniciaba ya en la misteriosa ciencia de penetrar en esa otra vida.
Durante esos pocos días de otoño en pleno junio, días de la convalecencia de su hijo, se esbozó de nuevo en ella una esperanza insensata: alguien la escucharía, la entendería, entendería sobre todo que lo que había vivido pertenecía a una vida totalmente diferente de la suya. Ese alguien carecía aún de rostro, sólo tenía un alma, vasta y silenciosa.