21

Este abismo se abrió en medio de un día de mayo cálido, casi veraniego…

La llegada misma de aquel mayo era inverosímil. Surgido súbitamente, mientras Olga se sentía aún en febrero, o, a lo sumo, en marzo, aquel mes fue caluroso y los vecinos de la Horda que sólo un día antes hablaban de un invierno sin precedente citaban ahora los periódicos en los que se prometía «un verano precoz y tórrido»…

Más increíble aún era aquel acecho furioso, atormentador, detrás del ramaje de los sauces, cerca de las ruinas del puente. Olga estaba allí, con los ojos doloridos por lo que veía a través del ondular de las ramas. Sobre una de las vigas de acero, a unos pocos metros de la orilla, se erguían tres jóvenes cuerpos en bañador. Uno tras otro saltaban al agua, zambulléndose entre los bloques de hormigón que erizaban su armazón oxidada… Distinguió la silueta de su hijo por una violenta sensación de fragilidad que irradiaba aquel cuerpo muy pálido, espigado y tan diferente de los otros dos, robustos, enrojecidos por el sol, de piernas un poco torcidas y cortas, unos cuerpos que prefiguraban ya la corpulencia masculina ordinaria. Cuando, antes de saltar, se balanceaba ligeramente en la viga, parecía una alta estatua de yeso que se inclinaba peligrosamente y caía. «¡Es el más bello!», clamó en ella la voz que ya no dominaba. En aquel instante, lo vio izarse sobre una viga más elevada. Sus compañeros parecían vacilar, y luego renunciaron. Se irguió solo, por encima de sus cabezas. Olga vio su cara, indiferente y casi triste, sus brazos abiertos hacia atrás como las alas de un pájaro, y de pronto, aquella rodilla, desmesuradamente voluminosa, brillando en la luz cruda, cual una bola de marfil. Sin recapacitar, Olga agitó la mano, quiso llamarlo…

Pero su grito quedó mudo. En la orilla, cerca del pilar medio destruido, se agrupaban unas cuantas chicas muy jóvenes que hacían toda una comedia manifestando, ya una admiración chillona después de una zambullida, ya un desinterés algo despectivo, más excitante aún para los tres bañistas.

Abandonó la viga con una leve flexión de las rodillas, dio una voltereta en el aire, abrió el agua… y desapareció en la oscuridad, pues Olga apretó fuertemente los párpados. Las jóvenes espectadoras aplaudieron al verlo emerger. Él no les dirigió ni una sola mirada y fue a trepar de nuevo a la armazón hundida. Esta vez subió un poco más alto aún, poniendo los pies en un borde estrecho. Hubo en el grupito un cambio de talante, el que expresan espontáneamente los niños en el momento en que los juegos resultan verdaderamente peligrosos. Sonaron algunos gritos de una alegría fingida, luego sólo las miradas incómodas, culpables, siguieron la escalada, la inmovilidad antes del salto, el vuelo…

Cuando reapareció en la superficie, sus voces fueron casi temerosas y discordantes, como si todos hubieran adivinado la existencia de una razón secreta, demencial, de su valor.

Subió de nuevo, se tambaleó un segundo en la última viga (una de las chicas lanzó un «¡No!», agudo y sollozó), luego dominó el equilibrio, abrió los brazos y voló.

Olga abrió los ojos, reconoció las ramas que le rozaban la cara, el sol que hacía planear el olor a lodo caliente, el agua llena de luz. Su hijo estaba solo, allá lejos, sentado en una losa de hormigón. Vestido ya, se ataba los cordones de los zapatos (aquel par que soñaba llevar cuando llegase la primavera…). El grupito de vestidos abigarrados y sus dos compañeros estaban ya lejos. Caminaban por la orilla: los chicos tiraban piedras intentando rebotes en la superficie del agua, sus amigas contaban gritando, disputándose. Los sentimientos cambian pronto cuando se es joven, dijo en Olga una voz que no escuchaba… Su hijo se alisó el cabello, se metió la camisa en el pantalón, echó un vistazo en dirección a los jóvenes que se iban, luego se dirigió a la Horda… Olga no se movió, esperando y temiendo que se volviera, la viera y entonces, como por encanto, todo se desenlazara, se llenara de claridad, se volviera simple como la ondulación de aquellas largas hojas delante de sus pestañas… Pero él avanzaba, con la cabeza ligeramente inclinada, sin mirar atrás. Cojeaba y parecía acostumbrado a este modo de andar.

Por la noche, Olga volvió a ver su figura erguida en el borde de acero antes de zambullirse. Ahora, en este recuerdo aún angustioso pero soportable ya, creía distinguir bajo su piel fina las pulsaciones del corazón. Se desprendía de la viga, volaba y durante aquel instante su cuerpo resultaba perfecto, un trazo de luz en medio del hormigón renegrido y del orín…

Imaginó, uno por uno, los rostros de las adolescentes que habían animado a los saltadores. Era a una de ellas a la que iban destinadas aquellas largas caídas en un cuadrado de agua rodeado de chatarra. (Y era quizás ella la que había lanzado un grito histérico). O por el contrario, quizá la que se mostraba más indiferente al espectáculo. El azar de esas jóvenes atracciones es siempre imprevisible. Este pensamiento, por su trivialidad sentimental, le sentó repentinamente bien, relajando su cuerpo, que desde la escena en la orilla no era sino un espasmo asfixiante, viscoso. «Si, es propio de su edad», pensó, dejándose llevar por aquel relajamiento interior. «Si, esta hermosa primavera…». Recordó los vestidos abigarrados y sus cortes ingenuos, inocentes, aquel vagar al borde del agua… Y la deliciosa progresión de los días hacia la felicidad y la pereza del verano. Su hijo se acercaba ya a ese flujo tan natural de los primeros amores, del sol cada vez más tardío, y además, lo más importante, aquella firmeza bonachona del «médico-entre-nosotros»: todo aquello no era tan grave. Un rayo luminoso pasó ante sus ojos, el esbozo de un sueño, uno de aquellos vestiditos al lado de una figura dolorosamente reconocible, su hijo…

De pronto ahuyentó aquel ensueño, se levantó, encendió la lámpara cuyo pie estaba pegado con tiras de papel. Aquella lámpara. La cama. La estufa negra, fría. Las cortinas con la estrecha hendidura de la noche. Y al fondo de su mirada, aquella pareja, dos jóvenes enamorados una noche de verano… La disonancia era desgarradora. Todo lo que había sucedido en aquella habitación, durante las noches de invierno, era aceptado y aceptable, perdonable y perdonado con esta única condición: después, no habría nada, un vacío, una nada sin fondo… la muerte. Ahora, esta primavera, este paseo veraniego imaginado y tan probable, estos amores tan estúpidamente naturales y legítimos, toda esta necia y risueña robustez de la vida relegaba su invierno a lo innombrable. Y además, él, ¿qué iba a hacer él de aquella habitación?

Su pensamiento se debatía entre mil objetos, buscaba la protección de un recuerdo, la sombra de un día, pero el sol del verano la perseguía, la empujaba a la orilla, a los ruidos, a las voces. «Cuán sencillo es», se dijo con un súbito rencor, «un vestidito de indiana, un poco de coquetería y, hala, está dispuesto a todo por ti…». Se rectificó, aquellos celos le parecieron demasiado absurdos. Pero sobre todo: «No, no, se burlaba de todos aquellos vestidos… Se tiraba para… para…».

Para matarse… No lograba contener ya la carrera de aquellos pensamientos, certeros, insignificantes, graves, inútiles, esenciales… Había que encontrar uno, del todo evidente, lógico y que hubiera brindado un respiro. «Aguarda, aguarda, ese puente. Si, ese puente… Pues ese puente no era tan alto. La última viga estaba quizá tan sólo a dos metros del agua…».

Se produjo entonces un cambio visual sorprendente. La altura vertiginosa que, aterrorizada, había observado durante aquellos saltos suicidas se redujo en su recuerdo, y ahora apenas alcanzaba la estatura humana. Ya no sabía si realmente había visto aquella viga suspendida de la cumbre del cielo, como le había parecido. O más bien, estaba desde ahora segura de que se trataba de un juego casi anodino, de algunos saltos sin peligro. Se acordó de las jóvenes espectadoras en la orilla. Creyó ver claramente a una de ellas dar la mano a su hijo y acompañarlo hasta la Horda…

«¡No! ¡Volvió solo!», objetó en ella un recuerdo muy preciso. Pero la visión de aquellos dos jóvenes en un sendero de la orilla le parecía real, ciertamente observada, inahuyentable del pensamiento. Con estupor, se dio cuenta de que le bastaba con imaginar un rostro, un lugar, y se transformaban con toda naturalidad en cosas vividas.

Aturdida, trató de encontrar en el desorden de sus pensamientos una realidad indiscutible, unívoca. Fue, por un inexplicable capricho de la memoria, el rostro de la enfermera del asilo. Aquella mujer desdichada que se divertía burlándose del regalo recibido, de aquel chal que había aceptado una tarde de invierno… Ahora, aquel rostro estaba matizado de una dulzura arrepentida, le temblaban los labios al pronunciar palabras de excusa. Y una vez más, aquel arrepentimiento parecía… ¡no!, tan sólo era perfectamente real. Si, un encuentro ocurrido hacía unos días…

Por un instante, logró no pensar en nada, sentada aún al borde de la cama, ligeramente inclinada hacia adelante, con los ojos entornados, sin ninguna expresión. Era tal como se veía en el espejo frente a la cama. Una mujer desnuda, inmóvil, en lo más profundo de una noche de primavera. Aquel reflejo exacto la calmó. Volvió la cara hacia la ventana, y su doble en el espejo hizo lo mismo. Alisó la manta, la otra repitió su gesto con precisión. Fue entonces cuando su mirada se fijó en la lámpara…

La escena que desde entonces se había desarrollado mil veces en su recuerdo inició de nuevo su ronda de movimientos: una mano que choca con la pantalla, un brazo que quiere impedir la caída, aquel impulso instintivo, ciego, y la huida, y el reflejo en el espejo de una mujer acostada más inerte que una muerta… Observó a aquella mujer y distinguió en su rostro una expresión nueva que parecía acentuarse cada vez más: una mezcla de ternura, de voluptuosidad, de impudor, de lascivia. Sus rodillas seguían ampliamente separadas, su vientre se exponía entre unos muslos largos, flexibles…

Apretó el interruptor como un insecto al que no hay modo de matar. Pero en la oscuridad todo resulta más verdadero. Había ahora aquel joven semblante hundido en el hueco del hombro de la mujer desnuda, hundidos sus labios en su pecho… Y era el cuerpo de la mujer el que se curvaba, se cerraba sobre el otro, lo guiaba…

Estaba delante de la vidriera y sin darse cuenta repetía interminablemente en un cuchicheo febril: «No, eso nunca ha sido así… nunca… nunca… nunca así…». Pero su pensamiento acababa de mezclarse con la corriente lenta y obstinada de recuerdos, aquellos brazos femeninos que enlazaban la cintura frágil de un adolescente, y los gemidos que no disimulaba, y el valor nuevo de ambos, pues los dos sabían que el sueño no era más que un juego…

El cansancio interrumpió por unas horas el desarrollo de aquel incurable tumor del que se llenaba lentamente su memoria.

Por la mañana, la realidad imaginada, falsa y aterradora de verdad siguió ganando terreno, pero ya con calma, como en un país definitivamente conquistado… Por la tarde, hubo mucha gente en la biblioteca. En cierto momento, se apartó y empezó a correr las cortinas en las ventanas. «¡Demasiado sol!», murmuró procurando mantener el máximo tiempo posible la cara disimulada entre los pliegues polvorientos… Acababa de ver, en una habitación iluminada por las llamas que se escapaban de una estufa, a una mujer que peinaba lentamente su espesa mata de cabellos, de pie, delante de una vidriera abierta a una noche de nieve de la que llegaba curiosamente un soplo casi cálido. Inclinaba la cabeza, su mirada se hundía en el reflejo del cristal y seguía los movimientos de un adolescente que entraba en la estancia, se detenía, y la contemplaba en silencio… Olga sabía, no podía negar que eso le había ocurrido. No quería sólo que los otros lo adivinaran escrutando en sus ojos.

El atardecer era claro, moroso. En la cocina, Olga rompía maquinalmente una carta (una de las numerosas cartas de L. M. que ya ni siquiera leía), cuando la puerta de entrada golpeó con una precipitación insólita. Vuelta de espaldas, Olga no se movió, para permitir que se escabullera sin verlo. Pero él entró y Olga oyó su voz que, a pesar de imponerse calma, tenía una sonoridad infantil:

—Mamá, creo que he hecho una tontería. Podríamos llamar al… cómo se llama… al «médico-entre-nosotros»…

Olga se volvió. El chico apartó la mano que llevaba apoyada en la sien. Una bolsa de sangre dominaba su ceja izquierda y le impedía abrir el ojo…