Su vista permanecía aprisionada en aquella habitación, en la incesante repetición de un gesto interrumpido. Y asimismo en aquel reflejo aterrador del espejo: una mujer acostada boca arriba, abierta de piernas, con el vientre ofrecido, un brazo alargado, petrificado.
Y cuando echaba un vistazo fuera, la cegaba el flujo de la vida primaveral con su precipitación jubilosa. Todo en aquel mundo cambiaba a ojos vista; los árboles, desnudos aún la víspera, se cubrieron con el velo azulado de las primeras hojas, un largo tallo silvestre se abría hacia el cielo a través de las tablas de la escalinata, la gente, como a una señal convenida, dejó las madrigueras calafateadas de la Horda. Su multitud la oprimió. Era increíblemente abundante, ruidosa, llena de familiaridad y de una vulgar avidez de vida. Sus palabras (Olga tenía la impresión de que se interpelaban siempre gritando) la dejaban perpleja. Un día, en la sala de la biblioteca, se comentó con entusiasmo la anunciada reconstrucción del puente. Se aclamó ese nuevo puente como si se tratara de una nueva era de la vida comunal. «¡Comunicación directa con París por carretera!», vociferaba un viejo oficial que viajaba a París una vez al año. También se alabó la decisión de las autoridades de «desbrozar las dos márgenes del río». Con estupor, Olga comprendió que por broza entendían el bosque detrás de la Horda. Intervino, tratando de decir lo que aquellos árboles, aunque demasiado viejos o enclenques, tenían de mágico una mañana de mucho frío o de noche, bajo la escarcha… Su voz pareció sonar al margen de la conversación general.
El aire era ahora tan tibio que los habitantes dejaban a menudo las ventanas abiertas, y así fue como un día, dando la vuelta al edificio, oyó involuntariamente aquellas palabras. Reconoció sin dificultad la voz de la enfermera, una voz, no obstante, insólita, casi alegre.
—Y el chal —decía—, es absurdo, me lo regala como una reina a su sirvienta. La falta que me hará con este calor, por supuesto…
Otra voz, la de la directora, opinaba con menos aplomo… Olga apretó el paso por miedo a ser vista, se quedó cortada, desamparada, con un murmullo inconsciente en los labios: «¡Qué falso! Le di el chal en pleno invierno…». Luego se calmó y, recordando la voz animada, excitada, de la enfermera, se dijo que, curiosamente, en el mal y la perversidad se podía hallar fácilmente una dicha inmediata e incluso mucho más variada que en el bien…
Pocos días después, al cerrar la puerta de la biblioteca, oyó al fondo del pasillo como un eco silbante: «¡S-s-chlim! ¡S-s-chlim!».
Todo la cegaba, la ensordecía, la atropellaba en aquel mundo de luz y ruidos. Ensordecedor fue también aquel parecer del «médico-entre-nosotros», al que encontró un día en el pueblo. Habló sonriendo, con aplomo, examinándola sin ocultar su curiosidad. A su entender («primero», decía, doblando un dedo), el estado de su hijo no presentaba la menor gravedad, todos los médicos franceses eran unos «alarmistas» (otro dedo doblado), pero sobre todo (el tercer dedo, una sonrisa acentuada) no había que perder la alegría de vivir. Su tono la asombró. Discernió un significado falso en aquellas palabras animosas. Iba trajeado con una elegancia que juzgó agresiva y casi extravagante en aquella calle modesta (aquella corbata de pajarita, aquel traje que ceñía un cuerpo rechoncho, unos zapatos negros puntiagudos), pero ahora todo le parecía agresivo y raro en aquella vida renovada. Y además, el médico solía bromear incluso en las intervenciones…
Su hijo cambió mucho. Su existencia de adolescente invisible se transformó en una ausencia aparatosa, en un estado de sitio demostrativo que, de todos modos, Olga no se hubiera atrevido a romper… Una tarde, se halló en la cocina en el momento en que ella regresaba de la Horda. En la cocina… Debió de adivinar lo que eso significaba para ellos. Oyó sus pasos en la escalinata y corrió a su cuarto con un impulso tan frenético, sobrevoló el largo pasillo con una rapidez tan desesperada que Olga sintió en el movimiento de aire dejado por aquella huida como el soplo del abismo que llevaba en sí.