Hubo mucha luz, casi demasiada para los ojos acostumbrados a la niebla, mucho cielo deslumbrante, mucha acuarela de aquella húmeda, reluciente. El prado que el río al decrecer había despejado poco a poco parecía una amplia piel roja, amarilla y toda erizada que se secaba al sol.
Olga percibía aquel movimiento luminoso con una sensibilidad enfermiza. Cada rayo, cada nuevo color se transformaba a la vez en felicidad y tortura. Un día se dijo que habría que layar la tierra del arriate al pie de las ventanas y plantar las primeras flores. Se le paró el corazón: se vio el otoño pasado, en una bella tarde de septiembre, arrancando los tallos muertos en aquel mismo sitio… Otra vez, volviendo tarde de la Horda, bajó hasta la pequeña balsa de agua al extremo del prado. La luna la alumbraba y, de lejos, aquel minúsculo estanque parecía helado. Se acercó y palpó su superficie con la punta del zapato. Unos círculos soñolientos rizaron el oro líquido de la luna. Como en aquella inimaginable Nochebuena en la que habían quebrado el hielo y salvado a los peces…
Cada atardecer ganaba imperceptiblemente algunos instantes de claridad. Y aquel día resultó particularmente visible, pues por la ventana de la cocina se filtró en diagonal un fino rayo cobrizo que en lo sucesivo iba a hacerse, cada vez más ancho, más familiar.
Con aquella luminosidad ya primaveral advirtió una leve película blanca en las flores pardas de la infusión. La vació maquinalmente al volver del cuarto de baño, fue a la habitación y allí se quedó inmóvil, estupefacta. También la habitación estaba llena de luz y no tenía nada de nocturna. ¡Sin embargo, él podía entrar de un momento a otro!
Inmediatamente corrió las cortinas (demasiado estrechas, siempre dejaban una rendija), echó unas cuantas astillas en la estufa (ya hacía una semana que no la encendían), decidió poner una lámpara en la mesilla de noche, aquella pesada lámpara con su pantalla de seda que presidía por lo común en la estantería. Encendida, atenuaba el resplandor del sol que, enredado entre las ramas de los sauces, parecía no querer apagarse…
Fue uno de esos gestos torpes y confusos que se cometen en el amor. Una mano que de repente no sabe moverse en el mundo real. Sentía aquella mano, aquellos dedos frescos, suaves, tocarle el hombro, rodearle el pecho…
Luego la mano voló describiendo un círculo vacilante, inútilmente amplio (¿quería apartar la pantalla demasiado grande, demasiado cercana?, ¿apagar la luz?). Con los ojos cerrados, Olga adivinó el movimiento y, un segundo después, el ruido. Un principio de ruido…
Lo que ocurrió fue tan brusco e irremediable que, al cabo de unas horas y hasta de algunos días quizás, Olga siguió viviendo en aquel momento de antes del ruido. Iba a la Horda, encontraba a sus ocupantes, los escuchaba, pero en la parte más recóndita de sí misma seguía desarrollándose la misma escena que no podía tener fin, pues la vida después de aquel final se habría vuelto imposible.
Bajo sus párpados cerrados, reconocía una mano que alzaba el vuelo, torpe como un ave nocturna obligada a volar en pleno día. Aquella mano tanteaba el vacío, golpeaba la pantalla… Aquel comienzo de ruido era el chirrido del pie de loza contra la madera de la mesilla junto a la cama. Olga adivinó a través de las pestañas el esbozo de una caída. El reflejo —loza, roturas, cortes en la mano, sangre— fue más rápido que cualquier pensamiento. Extendió el brazo. Entendió en el acto. Se inmovilizó. Cayó la lámpara. Él se arrancó de aquel cuerpo femenino convertido en más que muerto, se precipitó fuera de la estancia…
Una asilada le hablaba de los días cálidos y las noches aún frescas. Olga asentía, repitiendo las trivialidades que oía, pero su vida estaba condensada en la visión de aquellos reducidos gestos: una mano parte a la deriva en la penumbra, una pantalla se inclina, un brazo se dispara, se inmoviliza…
Y la escena estalla bajo la luz violenta del horror: un adolescente varado en la ingle de una mujer. La madre y su hijo…