18

Un atardecer, Olga se percató de que la gran masa de nieve acumulada detrás de la pared de su casa se había apelotonado en una esponja grisácea y descubría, en torno a ella, la desnudez ubérrima, reluciente, de la tierra. Una sensación confusa se adueñó de ella: aquel agotamiento del frío era tan natural, tan esperado, pero al mismo tiempo estaba preñado de una amenaza oculta. ¿El invierno (¡su invierno!), se tejería, pues, imperceptiblemente en la indiferente ronda de las estaciones? Era esta trivialidad la que parecía a la vez saludable y llena de vagos peligros… Unos días después, mientras encuadernaba los diarios que el cartero había vuelto a depositar en la Horda tras varios meses de eclipse, topó con estos titulares: «En el Rin se hace saltar el hielo con dinamita para abrir la navegación gravemente retrasada por fríos sin precedente…». Se le crispó el corazón de modo extraño y oyó un tenue grito mudo: «Pero ¿por qué toda esta prisa?»…

Luego, hubo aquella noche de niebla espesa, sorda, con olor a mar… Cerrados los ojos, se entregaba, feliz, inconsciente, liberada incluso por aquella ceguera, por la inutilidad de las palabras, por el abandono que no tenía que disimular ya… Fue sin duda este olvido lo que la hizo caer en la trampa. Gimió, o, más bien, aspiró como un niño a punto de llorar. Se separó de su cuerpo y huyó.

Pasó un largo rato carente de vida antes de entender el verdadero motivo de su huida.

Fue aquel ruido continuo, creciente, fluidificado. Impregnaba poco a poco la opacidad algodonosa de la niebla… Con la primera claridad de la mañana, al abrir la ventana, vio el prado inundado, los sauces que se encontraban en medio de un lago, el agua que se rizaba suavemente a unos pasos de la escalinata…

Por la tarde, toda la Horda se convertiría en una isla y su casa en un pequeño promontorio sobre la extensión tranquila y brumosa de las aguas.

Fue el «médico-entre-nosotros» quien, el segundo día de la inundación, calzado con altas botas de goma, les trajo pan. Luego el agua subió unos cuantos centímetros más y hasta aquel equipo resultó insuficiente. Los olvidaron esperando el regreso del sol y el descenso de las aguas.

Los días eran brumosos, tibios, y parecían no existir sino remontar de un pasado muy antiguo en el que hasta el dolor se esfumaba. Por la noche sólo se oía el chapoteo adormecedor del agua en los peldaños de la escalinata. Y aquella noche, cuando él entró en su habitación, los gritos de una bandada de aves, aves de paso sin duda que, agotadas por el viaje, no hallando otro sitio donde posarse, lo hicieron en el tejado de la Horda de Oro… Bajo la marea de aquellas voces incontables le abandonó de nuevo su cuerpo, aquel cuerpo que insensiblemente, noche tras noche, había conquistado una libertad secreta, inasequible al amor despierto. Un cuerpo que, desde su muerte tan viva, respondía a las caricias, esculpía el deseo. Un cuerpo de amante dormida. El cuerpo nacido en el fondo de un sueño que aquel adolescente podía revivir indefinidamente.

Por la mañana, al abrir la puerta, Olga asustó a una docena de aves que se habían posado en el tejado. Lanzaron réplicas indignadas y empezaron a planear por encima del espejo mate de las aguas. Por encima de aquel cielo invertido que empezaba en el primer peldaño de la escalinata y en el que se deslizaban sus alas blancas y silenciosas…

Varios días y noches se anegaron en aquella calma brumosa, en la pereza soñolienta de las aguas. Por fin, un atardecer claro aún, Olga observó que los reflejos de las nubes en el prado inundado se habían alejado de la casa. Una franja de tierra abollada, erizada de tallos y matas de hierbas, emergió, cual la aleta dorsal de un inmenso pez. Aquella tierra firme, toda empapada de humedad, rodeó la casa, bordeó el muro de la Horda… Por la ventana, Olga vio a su hijo, con una bolsa para la compra al hombro, que se iba lentamente tanteando con el pie el punteado poco seguro de aquel primer sendero. Una hora después, regresó cargado. Su sombra se reflejaba en el agua inflamada por el sol poniente. Olga vaciló, luego fue a recibirlo en la escalinata. Se quedaron un rato, uno y otro, sin mirarse, inmóviles ante aquella extensión apaciguada.

Aquella noche, o quizá la siguiente, la hirió un pensamiento por su verdad dolorosa y bella. Si a lo que vivían podía llamársele amor, entonces era un amor absoluto por ser víctima de un tabú inviolable y no obstante violado, un amor visto únicamente por la mirada de Dios, ya que era monstruosamente inconcebible para los hombres, un amor vivido como el eterno primer instante de otra vida…

Desde hacía meses, sus pensamientos desembocaban en lo impensable y se habían vuelto inútiles. Su regreso ahora la inquietó. Habría querido permanecer en la sencillez transparente y muda de los sentidos. Si, volver al olor a fuego, al polvillo aéreo de la escarcha que caía de una rama nevada… Pero un nuevo eslabón se asía ya de su pensamiento: «Este amor, el primero y último quizá de este niño. ¿Y yo? También es mi primer y último amor, pues nadie me ha querido nunca así, con este ardiente temor a dañar. Nadie me querrá así…». La verdad de estas palabras estaba hecha de claridad, pero dicha, se hacía inquietante.

Por la noche, volvió la inquietud bajo la apariencia de aquel ruido extraño: hubiera podido creerse que alguien andaba por el agua con paso cauteloso, a lo largo de la casa, procurando, con la lentitud sonámbula de su marcha, amortiguar el ligero chapoteo que lo delataba.

Al día siguiente, aquel viento lúgubre sopló con una fuerza inhumana, amenazadora. Arrancaba algunos largos tallos secos de lúpulo en los muros de la Horda y los agitaba con sus ráfagas húmedas cual una monstruosa cabellera de serpientes. Al entrar bajo el porche, Olga oyó el ruido de una agitación insólita, el golpear de los postigos en un piso desocupado, pero sobre todo aquel lejano chirrido lento, metálico, semejante al de los goznes oxidados. A lo largo del pasillo que la llevaba a la sala de la biblioteca, aquel chirrido aumentaba de volumen, convirtiéndose en un estrépito denso, cadencioso. Los ruidos de las voces, en cambio, se hacían cada vez más débiles, luego se extinguieron, y en medio de todos aquellos espectadores alelados Olga descubrió la escena.

Bajo el techo, la enorme rueda de la garrucha giraba sobre sus ejes con una lentitud embrujada. ¿Había desplazado el viento algún calce de seguridad en el mecanismo parado desde hacía decenios o el electricista que fue la víspera a reparar una avería se había equivocado de hilo? Fue una mujer de la limpieza quien, por la mañana, había observado que la rueda se movía y había avisado a los otros… Ahora, el mecanismo iniciaba una rotación regular e inexorable en su fuerza obtusa. Se veía que, centímetro a centímetro, la cadena que lo rodeaba descendía bajo el suelo, aquel agujero que estaba tapado con un cuadrado de conglomerado. Y desaparecida, volvía a reaparecer de las profundidades del sótano… De pronto, con un chirrido breve, el conglomerado cedió y se vio surgir, soldado a la cadena, un cangilón cubierto de orín y lodo, que, lentamente, llevó a la superficie lo que debió de ser antes el agua de un pozo profundo que alimentaba la fábrica de cerveza… Un olor terroso, agrio, un olor como a carne y a muerto inundó la estancia. Apareció otro cangilón, luego el siguiente, otro más. El primero estaba ya en lo alto de la cadena y al volcarse derramaba su líquido viscoso allí donde antaño se hallaba sin duda un gran recipiente. El olor se hacía más violento, con aquel fondo dulzón de los granos que se pudrían en las entrañas de la tierra, con aquel sabor inquietante, fermentado, salvaje. El lodo subterráneo de un nuevo cangilón se derramaba ya sobre su borde inclinado… Un hombre, como despertado súbitamente, se precipitó al pasillo para cortar la corriente.