El médico hablaba poco, como siempre, pero tras largas semanas de soledad aquellas contadas frases tenían para Olga la apariencia de un discurso profuso, casi ensordecedor. Además, lo escuchó mal. Por una vieja costumbre, los comentarios del médico hacían aparecer en su memoria las páginas con la descripción de la enfermedad, síntomas y tratamientos, sí, aquellas páginas conocidas hasta en la disposición de los párrafos. El médico hablaba mientras escribía la receta, interrumpiéndose para releerla y era en estas pausas en las que se insertaban los fragmentos de las páginas aprendidas de memoria: «… el hueso reblandecido empieza a excavarse y pequeñas zonas de tejido muerto forman quistes. Las extremidades óseas se deforman, toman posiciones insólitas. La articulación causa progresivamente una disminución crónica de las facultades físicas…».
No había nada nuevo para Olga ni en lo que oía ni en las líneas que se extendían en su pensamiento. No pudo por menos de sondear los límites de aquellos pronósticos, imaginando primero lo peor, luego la curación, sí, la desesperación y el milagro. Todos los padres de hijos enfermos, lo sabía ya, amansan así el dolor.
La lámpara del escritorio parpadeó. En un breve lapso de oscuridad vio aquella sombra clara, su hijo, aún medio desnudo, que con un gesto precipitado tiraba de la manga subida de la camisa. Y detrás de la ventana, anchas olas blancas pegadas a los cristales… Volvió la luz, el médico acabó de escribir y con su voz siempre como irritada por la incomprensión concluyó que había que prever una intervención. «Este verano, para no hacerle perder el curso», añadió en un tono menos seco, volviéndose hacia el adolescente… La lámpara se apagó otra vez, pasaron unos instantes en silencio, acostumbrándose poco a poco al azul adormecedor del piloto. En el pasillo sonaron llamadas, el tamborileo de los pasos.
Aquella espera en la oscuridad fue beneficiosa. París los había agredido desde la mañana con exceso de palabras, de objetos, de mímicas. Y hasta en la consulta, Olga había padecido aquella superabundancia: hojas, carpetas, estilográficas, aquel cortapapeles, la voz del médico que había que descifrar, sus miradas en apariencia indiferentes y en las que, sin embargo, Olga se veía existir como una mujer que debía gustar… Los minutos pasados en la penumbra borraron aquel exceso brutal de sensaciones. Se oía nieve que se abatía contra los cristales y, en algún lugar en las profundidades de la ciudad, la señal apagada de una sirena… El médico refunfuñó, frotó una cerilla. Brilló el resplandor de un quinqué. Se despidieron, pero el médico quiso acompañarlos hasta la salida, aquella espera en la oscuridad los había acercado… Andando al lado de ella por el pasillo mal alumbrado, se creyó obligado a hablar y dijo una frase visiblemente sin significado pero que le hizo daño. Era uno de esos giros muy franceses que engañan a los extranjeros por su ligereza desconcertante. «Mire usted, estando como estamos», suspiró, «más vale vivir al día…». Hubo un acento melancólico y casi tierno en su voz. Perdió la vigilancia que se expresaba en sus entonaciones habituales, secas y falsamente irritadas. «Y además, mientras se pueda ir tirando…», añadió con una voz neutra, abriéndoles la puerta. Él mismo debió de adivinar el doble sentido de su frase.
París estaba sumido en la noche. Sólo los faros de los coches atravesaban los torbellinos revoloteantes de nieve. Cruzaron el Sena por un puente fantasmagórico cuyas gigantescas curvas de acero parecían mecerse al ritmo del vaivén de las ráfagas. En una calle, apretada entre las casas ciegas, una pequeña aglomeración gesticulaba alrededor de una mujer tendida en la nieve pisoteada. Algo más lejos, un autobús no conseguía arrancar, el aire ácido escocía las ventanillas de la nariz, congestionaba la garganta; luego, un nuevo golpe de viento lo barría. Fue en aquel sitio, huyendo del estrépito asfixiante de los coches, donde Olga se equivocó de calle. En vez de desembocar en la avenida que los hubiera llevado directamente a la casa de Li, fueron a parar a un muro monótono, interminable. ¿Torcer a la derecha? ¿A la izquierda? Quiso ante todo dar la espalda a las ráfagas. Por encima de la tapia se derramaban efluvios dulzones, nauseabundos, los mismos que en tiempo tranquilo debían de estancarse seguramente en el interior de la tapia de aquel matadero… Caminaban, resbalando a menudo, asiéndose del brazo. Olga levantaba la frente hacia la nieve como para expulsar esa frase que ritmaba absurdamente sus pasos: «es-tan-do-co-mo-es-tamos-es-tan-do-como-estamos…».
De repente, en la oscuridad azotada por las borrascas se elevó un grito inhumano en su fuerza, un mugido arrancado de las entrañas de un animal, una llamada enloquecida y trágica. Olga se estremeció, apretó el paso, vaciló. El chico interceptó su codo, la retuvo en aquel inicio de caída. Sus rostros se hallaron tan próximos que Olga vio el temblor diminuto de sus labios y oyó su voz a pesar de la furia del viento:
—No has de tener miedo…
Olga lo miró a los ojos y preguntó en la inconsciencia total como simple eco de aquella voz:
—¿Miedo de qué…?
—De nada —contestó él, y reemprendieron la marcha.
Li fue a dormir a su estudio, dejándoles el minúsculo salón atestado de muebles y, desde hacía poco, de cajas y equipajes preparados para la marcha.
Quedaron solos: ella instalada en el pequeño sofá a cuya curva había que amoldarse al dormir, él en los sillones, apretados entre el piano y la mesa… No dormían, lo adivinaban, adivinaban la discreta vela del otro en la oscuridad… Por último, Olga reconoció una respiración que no se preocupaba de la otra presencia, un soplo de durmiente con su música inimitable, sincopada y emotiva. Se volvió de espalda, presta a pasar largas horas sin sueño, satisfecha incluso por lo extraño de aquel lugar donde evocar las impresiones que la asaltaban podía pasar por un juego de insomnio… Extendiendo el brazo habría podido tocar los sillones en los que dormía su hijo. Aquel piso negro, en una gran ciudad negra y desierta, ellos dos, tan cerca uno de otro, con todo aquello monstruoso, único, inexpresable, que los ataba… La oscuridad empezó a sonar en sus oídos. Alargó la mano, cogió una caja de cerillas, acercó la llama a su reloj. Eran las cuatro y media de la madrugada. Se levantó, se puso su ropa y ya en este gesto sintió un agradable preludio a su huida. El agua en el pequeño cuarto de baño estaba helada, como en una casa abandonada, la cocina en su reducido desorden doméstico anunciaba también los preparativos de la partida. Abrió la puerta que, por la parte trasera, daba al pequeño patio. La tormenta se había calmado. Los últimos copos planeaban lentamente, atraídos por la luz de la vela. La nieve era lisa, virgen, ni siquiera los pájaros habían tenido tiempo aún de cubrirla con sus huellas. Bajo la cobertura blanca, las paredes, las cornisas, las tuberías tenían una belleza suave, vellosa…
Sintió que se acercaba alguien, luego oyó su paso. Se volvió, encontró su mirada y comprendieron que era inútil intercambiar las preguntas rituales. El chico estaba a su lado y seguía la ondulación de los copos que se desprendían del cielo gris y bajaban lentamente hacia la llama de la vela… Huían ya bebiendo un té rápidamente frío, mordisqueando pan, escribiendo una nota de agradecimiento para Li. Adivinaban sin confesárselo que había que abandonar aquella ciudad antes de que aclarara, antes de la muchedumbre en las calles, antes de la nieve pisoteada… Y cuando, jadeantes, se dejaron caer en el asiento de un vagón vacío, en aquel primer tren de la mañana, cuando a través de la penumbra Olga vio aquel joven rostro frente a ella, aquellos ojos que se cerraban bajo el peso del sueño, comprendió, sin querer comprenderlo, que aquella huida, aquel tren vacío que se bamboleaba en un traqueteo somnoliento, aquellas ventanillas cegadas por los copos, ellos dos con su abismo e incluso aquellos dedos casi infantiles que se estremecían suavemente en un comienzo de sueño, todo ello era otra vida cuyos primerísimos instantes descubría.
Le parecía desde ahora que los demás podían comprenderla. No merced a las palabras que les hubiera dicho. No, un objeto, un gesto, un olor bastarían. En enero aún, en ese tiempo vago entre el antiguo y el nuevo calendario, había dado a la enfermera de la residencia de ancianos aquel chal calado de angora gris. La joven había ido a buscar a la biblioteca las crónicas de la última guerra esperando encontrar, decía, indicaciones sobre el lugar de la muerte de su novio. Y se adivinaban bajo la lana desgastada de su vestido los escalofríos de su cuerpo flaco, y en sus labios, en su mirada, aquel violento combate entre el orgullo de haber vivido un amor tan bello y trágico y el miedo humillante a que se sospechara que mentía… Se había ido, con el chal sobre los hombros, perpleja, no sabiendo cómo interpretar aquel regalo, y Olga, en ese instante, tuvo la intuición vertiginosa de la vida de aquella mujer, sus veladas en una habitación mal caldeada y esa ínfima parcela de bienestar que la lana gris difundiría por su cuerpo…
Un día, después de su vuelta de París, Olga interrumpió al antiguo esgrimidor de sable que se había lanzado a su acostumbrado relato de combates. Habló en voz muy baja, como para sí misma, de una lejana fiesta nocturna, en una gran mansión en la linde de un bosque, de una huerta toda ondulante de racimos de manzanos. Y de aquel joven jinete que había surgido ante una niña presa de vértigo. Adivinó que el hombre que incansablemente desde hacía años agitaba el brazo imitando el sable, sí, que aquel cortador de cabezas no era otro que el joven jinete en medio de una huerta nocturna. Y que había que decirle muy simplemente: «Olvide aquellas guerras, aquella sangre. Sé que la mirada de un hombre a quien mató le persigue. Los ojos de quien siente penetrar ya la hoja en su cuello. Y para huir de él grita su interminable “s-s-chlim” y ríe, y los otros tienen miedo de esta risa. Olvide. Pues ha debido de haber en su juventud una noche, unos campos de hierbas frías, un jardín blanco de flores que cruzó en su caballo…». No pronunció más que estas pocas palabras: noche, manzanos, pétalos blancos en las crines del caballo… Le pareció que la cara del hombre que la escuchaba se liberaba de sus muecas, se volvía sencilla y grave. Nunca más volvió a representar en su presencia su número de esgrimidor de sable.
Olga se veía ahora mucho más próxima a los otros. Próxima a aquellos campos, a aquellas noches, a los árboles, a las nubes, a los cielos que aquella gente llevaba en sí y que formaban una lengua silenciosa en la que la comprendían sin palabras. Un día, con una alegría que le acribilló las sienes de mil virutas de forja ardientes, tuvo esta esperanza insensata: ¿acaso lo que vivía podría también ser confesado un día?
Entre estas palabras nuevas cuya sonoridad oía cada vez más nítida, estaba aquella noche en la que sólo se percibía el ritmo somnoliento de las gotas escasas y pesadas que se escapaban de la masa de nieve blanda en el tejado y se quebraban, en una caída melodiosa, cerca de la escalinata y bajo las ventanas. Su cuerpo, desde hacía algunas noches, había aprendido a entregarse pareciendo inmóvil, a evitar la ruptura brutal, a conservar esa lenta decantación que separa insensiblemente los cuerpos que han gozado… Aquella noche, halló la medida de esa separación silenciosa: una sien, siguiendo el agotamiento del cuerpo, se aplicó, un instante, sobre sus labios. Latía una vena, enloquecida. En aquel beso involuntario, sintió apaciguarse poco a poco las pulsaciones…
Otra cosa que hubiera podido contar a aquél cuya comprensión ya esperaba fue aquella noche de felicidad. Se equivocó al examinar la infusión, confundiendo sin duda el polen de las flores maceradas con la marca del polvo. No fue… Esperó mucho tiempo, más tarde de la hora ya improbable, luego, para romper el hechizo de aquel acecho y recobrar el sueño, se levantó, se vistió, salió a la escalinata.
La noche era límpida. El aire se había suavizado y los olores, aprisionados largo tiempo por el frío, se hacían fluidos, como aquél, ligeramente amargo, de la corteza húmeda. La nieve era minada por un sinfín de invisibles chorros aún discretos que llenaban la noche de un incesante carillón de gotas. Le parecía avanzar a través de un infinito instrumento de música y romper, a cada paso sacrílego, algunas cuerdas…
Se detuvo a medio camino entre la casa y el río, no queriendo turbar más aquel temblor melodioso de las nieves que se hundían lentamente. Levantando la cabeza, se anegó mucho tiempo en medio de las estrellas. Un viento constante, silencioso, venía de aquellas profundidades nocturnas. Se tambaleó, súbitamente embriagada, sus ojos buscaron un apoyo. La sombra del bosque, el reflejo negro del agua, aquellos campos oscuros en la orilla opuesta. El cielo de donde venía aquel viento amplio y constante. Todo aquello vivía, respiraba y parecía verla, posarse en ella como una mirada infinita. Una mirada que lo comprendía todo pero no juzgaba. Estaba allí, frente a ella, en torno a ella, en ella. Todo estaba dicho por aquella inmensa presencia sin palabras, sin movimientos… El viento seguía llegando de la cima del cielo, de sus negras galerías apenas balizadas por las estrellas. Olga respondía a sus ojos que la observaban, ojos impasibles, pero cuya compasión absoluta adivinaba…
Regresaba a casa con la impresión de descender lentamente de una altura muy grande. Avanzando, trató inconscientemente de pisar las huellas de sus pasos dejados a la ida, para no romper algunas cuerdas más. Desde lo alto de la escalinata, echó una ojeada detrás de sí: sobre la extensión de nieve, un rosario de marcas se iba, sin retorno, a la noche. Y cuando alzó el rostro, un soplo denso, cayendo verticalmente, le golpeó los párpados.