Lo que Olga vivía ya no estaba dividido en días u horas, ni en idas y vueltas, ni en gestos, ni en temores, ni en previsiones, ni en causas y sus efectos. Se encendía de pronto una luz particular (como esa palidez por encima de una vía férrea abandonada que hubo de seguir, una tarde de buen tiempo), su vista se ensanchaba, discerniendo todos los matices del aire (ese tinte plateado de los campos, ese oro inesperado del sol sobre los tejados de la ciudad, ya lejana) y vivía aquella luz, aquellos imperceptibles coloridos del aire como los acontecimientos profundos de su vida.
Para evitar el camino habitual anegado bajo la nieve porosa del deshielo, aquel día regresó a casa dando la vuelta a la estación, y llegó a la Horda por el lado opuesto. Pasó un tren, Olga siguió su ruta de una traviesa a otra, oyendo mucho rato la vibración decreciente de los raíles. Luego, la vía se bifurcó. La antigua, la que antaño llevaba a la fábrica de cerveza, se detuvo muy pronto en un tope… A lo lejos, los tejados de la población apiñados en torno a la iglesia se cubrieron de una transparencia dorada proveniente de un hueco fugitivo entre las nubes. Aquí, cerca del tope, era casi de noche. Acodada en la barrera, Olga permaneció un instante sin moverse, perdida la mirada en la extensión de los campos que, bajo aquella luz pálida, tenían una suavidad de ante. La pincelada del sol en las casas se apagó… Olga estaba sola, al final de aquel camino olvidado. Y se sentía secretamente unida a aquellas lejanías brumosas, próxima a aquel arbusto desnudo que crecía entre los raíles. Empezó a llover, confundiéndola la lluvia más aún con aquel cielo bajo, aquella nieve blanda que exhalaba un frescor vivo, embriagador…
El atardecer fue otro instante que la absorbió en su penetrante armonía. La lluvia seguía cayendo copiosamente, pero sus cascadas eran dominadas por la vuelta del frío que ponía término a un día y medio de buen tiempo. La tierra se endurecía y los hilillos de agua parecían helarse en pleno vuelo. Se partían en el suelo, sobre el barniz de hielo en los campos, sobre el tejado, en las ramas de los árboles, y la noche emitía interminables tintineos infinitamente variados. Aquella caída cristalina ahogaba todos los otros ruidos, trituraba con sus cuentas de vidrio todo esbozo del pensamiento, llenaba el cuerpo con su frágil rutilar.
Olga casi no oía ya el crepitar del fuego detrás de aquella sonoridad embriagadora. Sólo las llamas más altas se salvaban de la maraña de la leña y atravesaban el incesante torrente de hielo. Aquel ruido ensordecía con su fluidez de lluvia a la vez que mantenía despierto por la claridad del sonido. Y las llamas surgían ya de este lado del sueño, en aquella habitación nocturna rodeada por todas partes por un aguacero frío, ya antes, en los sueños, en medio de aquellos chorros innumerables, tibios, flexibles, perfumados de resina…
Cuando él entró, protegiendo la vela con la mano, sus pasos, sus gestos, la blancura de su cuerpo, que Olga adivinaba sin alzar los párpados, vacilaban entre aquellas dos noches, sumiéndose a veces en el sueño, y luego, de repente, rompiendo su frontera con una caricia increíblemente viva. Aquella mano dudosa parecía apartar largos arroyuelos sonoros para cubrir aquel pecho, apaciguarse en él, esperando un reflujo hacia el sueño. Allí donde sus cuerpos no serían sino una misma ola infinita, sombra con olor a nieve, ámbar moviente del fuego.
Permaneció en ella sin movimientos, la respiración suspendida, el cuerpo sin peso. Un vuelo inmóvil sobre un lago dormido… Olga lo sintió pesar en sus ingles, en su vientre cuando él ya no estaba allí, cuando lentamente volvía a cruzar el flujo de fuego y cristal y se hallaba en una habitación rodeada por una noche de invierno lluviosa.
Por la mañana, los peldaños de la escalinata sonaban bajo sus pies como si fueran de vidrio. Bajó y avanzó sobre aquel cielo invertido, un espejo sonrosado por la llegada del día. Los árboles, las ventanas de la casa, el muro de la Horda de Oro se reflejaban con una nitidez de grabado. Los arbustos cargados de miles de gotas heladas parecían extrañas lámparas de cristal abandonadas aquí y allí en la nieve. Dio unos pasos, perdió el equilibrio, pero tuvo tiempo de entender que iba a caerse y se adelantó a la caída dejándose resbalar. Medio tendida, se apoyó en el suelo para levantarse y encontró de pronto, en el reflejo del hielo, su mirada, tan serena y tan lejana que, una vez de pie, se volvió con el deseo inconsciente de ver en el mismo sitio aquel rostro apaciguado…
Fue un día ondulante en medio del revoloteo hipnótico de los copos. Los tejados del pueblo, la Horda, los sauces a lo largo de la orilla, todo desaparecía, pincelada tras pincelada, como bajo el revoque blanco de una brocha…
Luego, otro día de un tinte extraordinario. Un violeta pálido, más tenue, apenas malva en la blancura de los campos, más denso, azul oscuro bajo el muro y en las callejuelas de la zona baja, y aún más vivo, casi palpable, en una franja ancha, color ciruela, sobre el horizonte…
Otro día aún, en cuyo anochecer quedó embriagada al descubrir súbitamente los variados olores que exhalaban las ramas tiradas junto a la estufa: todo un bosque, con esencias diferentes, ácidas o embriagadoras, con el frescor de la escarcha que se fundía y lanzaba finos silbidos a las llamas. El olor a musgo, a corteza mojada, de la vida dormida de todos los árboles.
Cada uno de aquellos instantes llevaba en sí un misterio pronto a revelarse, maduro para ser vivido, pero que aún se esquivaba al desprender su plenitud dolorosa como ciertos paisajes de montaña demasiado hermosos, demasiado vastos para los pulmones que empiezan a carecer de aire…
El día del revoloteo nevoso, el largo abrigo que el adolescente se quitó al entrar en la habitación estaba blanco de copos. Sus cabellos también. Olga sintió deslizársele por el pecho unas gotas de nieve fundida… El día de la asombrosa luz violeta, se cruzaron en la parte alta del pueblo, él regresando de la escuela, ella con su bolsa de la compra. No hubo el menor embarazo, la menor palabra forzada. En aquel alumbrado malva, azul, violeta, todo resultaba a un tiempo irreal y natural: aquella calle, un vecino de la Horda que los saludó, ellos mismos, juntos. Caminaban, se miraban de vez en cuando, se reconocían como se reconoce la gente en sueños, con una clarividencia agudizada de lo verdadero, pero en un entorno fantasioso. En cierto momento, al cruzar una larga franja de hielo desnudo al lado de la farmacia destruida, Olga se cogió de su brazo…
Y gracias a él descubrió aquellos olores variados de la carne de los árboles. Una noche, al salir de la habitación, el muchacho se agachó y tocó una de las ramas que se secaban junto a la estufa. Olga repitió este gesto una hora más tarde al añadir leña al fuego. Y también por curiosidad. Un dibujo de musgo recordaba una mariposa nocturna. La tocó, como él antes, y de pronto aspiró una compleja mezcla de olores. Arrodillándose, con los párpados cerrados, olía su gama huidiza. Y adivinaba el frescor de un cuerpo, de aquel cuerpo que antes de muñírsele (Olga lo sabía ahora) se había impregnado de frío en un vaivén frenético en la pendiente helada entre la casa y el río. Acababa de marcharse y su presencia despertaba lentamente en ella, en sus ingles, en su vientre, y se mezclaba con los sabores ligeramente amargos o ácidos de las ramas, con el calor aromático del fuego, con el silencio. Y lo que vivía se hizo entonces tan pleno, tan dolorosamente próximo al misterio revelado, que abrió la vidriera, se llenó las manos de nieve y hundió la cara en ellas, como en una mascarilla de éter.
Esta embriaguez se rompió algunas noches más tarde cuando de nuevo el adolescente permaneció en ella largos minutos inmóviles. Fue en aquel momento cuando la espera dilatada en su bajo vientre la hizo caer en la trampa. Durante una parcela de segundo, la sintió como una caricia y perdió, por un instante, la regularidad aprendida de su respiración. Las noches previas, esta espera representaba una prueba que había que soportar en uña muerte pasajera de todos los sentidos, en un sobrevuelo mudo de la nada. Esta vez fue una caricia, un soplo denso, picante, que serpenteó subiendo hacia su pecho y se inflamó en su garganta… Otras dos noches repitieron el mismo espasmo, el mismo incendio del aire que respiraba. Su sorpresa disminuyó y, durante la tercera noche, se transformó en una especie de inconfesable previsión que preparó su aliento, moldeó su cuerpo… Ya no necesitaba morir para darse a él.