15

Fue aquella mañana, una mañana de invierno malva de frío, cuando el tiempo perdió para ella su cadencia de horas, días, semanas.

Vio pasar bajo la ventana la joven figura con largo abrigo de hombre, imaginó el sendero helado y resbaladizo que tendría que seguir, corrió afuera, colocó las manos en forma de bocina. Demasiado tarde. El adolescente trepaba ya por la pequeña costanilla helada, con esa agilidad un poco brutal de los adolescentes con la que se afirma su fuerza naciente. Triunfador, aceleró el paso y dobló la esquina de la Horda…

El silencio límpido que reinaba alrededor fue penetrando poco a poco en ella. Junto a la escalinata, la rama que el chico acababa de rozar temblaba desprendiendo un ligero velo de cristales de escarcha que se irisaban en el aire. No pensaba en nada, pero todo su ser sentía que podía haber permanecido eternamente en aquella escalinata, delante de aquel prado nevado que descendía hacía el río, delante de aquel polvo de cristales que caían de una rama animada de vibraciones invisibles. Si, permanecer en la somnolencia soleada de aquella mañana que no pertenecía a ningún año, a ninguna época, a ningún país. Que ni siquiera pertenecía a su vida, sino a una vida enteramente distinta en la que contemplar el centelleo de los copos en silencio, en ausencia de todo pensamiento, se hacía esencial…

Miró otras ramas, más altas, tendidas hacia el azul pálido del cielo, luego las del bosque detrás de los muros de la Horda. El sol, bajo aún, suavizaba con un reflejo de color ligeramente violeta púrpura sus líneas negras y angulosas. Le parecía que nunca antes se había sentido tan misteriosamente próxima a aquellos árboles, a su corteza, a aquellas ramas desnudas. Ni tan intensamente expuesta frente a aquel cielo, tan intensamente ella misma frente a aquella espera inmensa, paciente…

El centelleo de la escarcha ondulaba aún en el aire helado. La calma parecía infinita. Y sin embargo en aquella luminosidad muda se oía como un ligero tintineo ininterrumpido, unos ecos inaudibles que se respondían con una pureza y una exactitud sin fallo. El aire ligeramente rojizo, el trazo negro de las ramas, el revoloteo de los cristales, la fortaleza de la Horda todavía en la sombra azul de la noche, aquel sol que rozaba la nieve en medio de los árboles… Aquel equilibrio aéreo de luces y silencios vivía, protegía su transparencia, no se dirigía a parte alguna. Inmóvil en la pequeña escalinata de madera, Olga formaba parte de él y se sentía extrañamente necesaria a todo cuanto la rodeaba…

La figura que apareció al final del camino era la del cartero. Traía un telegrama firmado L. M. y que proponía dos fechas, a escoger, para su próximo encuentro. Olga entró en casa, leyó una vez más aquellas pocas palabras impersonales. Las fechas le parecían tan extravagantes como los meses del calendario revolucionario, todos aquellos nivosos, pluviosos, muy evocadores, pero del todo caducos. París, una mañana gris, un hombre que limpia sus suelas en el bordillo de la acera antes de subir en su coche… «Todo esto sigue, pues, en alguna parte», se dijo Olga con la impresión de acordarse de una vida que había abandonado desde hacía diez años. Aquel hombre seguía caminando por ese París atareado, húmedo, oliendo al calor ahumado de los cafés, al sudor del metro. Entraba en redacciones, discutía, gesticulaba, hablaba por teléfono, y, cada noche, hacía vibrar su máquina de escribir bajo el tamborileo nervioso y seco de sus dedos. Luego elegía en su agenda aquellas dos fechas aún libres y enviaba un telegrama…

Cuando al cabo de unos minutos salió otra vez para ir a la Horda, la luminosidad del aire, las sombras, las ramas, el cielo, el olor del frío habían remodelado imperceptiblemente el equilibrio que los unía antes. Este cambio fue para ella una emoción muy íntima. Como si físicamente compartiera en su cuerpo ese paso de una tonalidad a otra.

En la inmovilidad de aquel tiempo invernal, hubo un día en que, gracias precisamente a aquellas tonalidades, le pareció que su hijo iría…

Aquella noche, el viento batía ruidosamente en la chimenea y ponía rabioso al fuego en la estufa. Las llamas tan pronto se aplastaban, aterradas, como se hinchaban lanzando finas lengüetas azules por el resquicio de la puertecita de hierro colado. Luego, de pronto, la ausencia de ruido ensordecía, como si la casa, arrancada por una ráfaga, volara ya a través de la noche, lejos de la tierra, en una transparencia insonora y negra. La ondulación de la vela se inmovilizaba, retenía las sombras en las paredes de la habitación. El fuego callaba. El olor a leña quemada daba a la oscuridad relieves invisibles pero que se podían reconocer cerrando los párpados, aspirando profundamente.

Así fue como, con los ojos entornados, la respiración enajenada, se anegó en aquel nuevo instante de silencio… Un minuto antes, viendo los fragmentos de una gruesa rama puestos junto a la estufa, se había dicho que aquella poca leña tan sólo bastaría para hacerse la ilusión, al comienzo de la noche, de dormir en una casa habitada. Había temblado imaginando el despertar, mucho antes del amanecer, en aquella habitación que olía a humo muerto, helado… Ahora, incluso aquella rama, aquellos residuos de la corteza musgosa esparcidos por el suelo irradiaban una indefinible felicidad. Si, había un gozo ignorado en la rugosidad de aquella corteza, en la olorosa acritud del humo, en la cólera atronadora del viento, y luego en aquel silencio tan perfecto como el dibujo de la llama inmóvil de la vela… Se agachó, puso una parte de la rama en el fuego, ordenó con cuidado el resto de la leña junto a la estufa. Un trozo de corteza podría haber crujido bajo el pie del que anduviese en la oscuridad…

Sabía que iría aquella noche. Todo lo anunciaba.

En la cocina, vio un leve reflejo blanco en la superficie parda de la infusión, la vació en el fregadero, se fue. Al volver a su habitación vaciló un segundo, luego empujó otro trozo de rama al fondo de la estufa.

Fue su marcha, siempre brusca como una huida, la que rompió la noche. El instante se quebró. El cuerpo alarmado desapareció bajo el gabán, los pies, en un ballet de movimientos fulgurantes, evitaron las tablas minadas por los chirridos… Se detuvo en el umbral de la habitación, volvió hacia la estufa con la misma ligereza de un funámbulo, cogió el último trozo de la rama, quiso echarla y después, decidiendo otra cosa, arregló la leña, echó un vistazo a la cama, cruzó la habitación, se perdió detrás del cauteloso deslizamiento de la puerta.

Olga esperó largo rato sin ninguna noción de las horas o los minutos. Luego se levantó, puso en las llamas apenas vivas el resto de leña y volvió a acostarse. Su fantasía, haciéndose ya vela, ya sueño, acompañó el renuevo, y después el agotamiento de aquel fuego. Toda la noche se condensaba en la única sensación que le había dejado aquella visita precipitada: el joven cuerpo helado que se llena de un flujo cálido, primero los dedos, un poco más tarde los labios, aquel brazo que se apoya un instante en su hombro, en su pecho… Este recuerdo inmediato se dejaba respirar como el olor al fuego, como los chorros del aire helado que penetraban en la habitación con cada borrasca.

Tuvo que levantarse aún en la oscuridad. El frío se hacía insoportable. Se podía creer que se había agazapado en las prendas rígidas y como encogidas. El lado áspero de la estufa no guardaba ya ni una chispa de vida… Fuera, se había calmado el viento, o más bien se había elevado por encima de la tierra y arrastraba las nubes a una altura insólita, en una carrera rápida, hechicera. De vez en cuando su cabrilleo se hinchaba de palidez láctea, surgía la luna, luego una estrella, y al punto desaparecían. En aquella oscuridad móvil, Olga cruzó el prado, un caparazón crujiente de nieve endurecida. No encontró nada. Hacía tiempo que cuanto podía quemarse había sido recogido por los habitantes de la Horda… Olga se dirigió hacia el bosque y tras una larga ronda inútil desprendió de la nieve una rama nudosa, irrisoria cuando imaginó las llamas que sobrevivirían unos minutos en aquellos tronquitos. Se enderezó, zumbándole la cabeza, nublada la vista por el esfuerzo. La visión que se formó en sus ojos era del todo interior: una casa adosada a la pared de un edificio oscuro, medio deshabitado, una noche de invierno, el aislamiento infinito, y al fondo de aquella soledad, una habitación, la vida silenciosa del fuego. Y aquella pareja, una mujer sumida en un sueño más indefectible que un letargo, un adolescente de gestos lentos, mirar deslumbrado, sorprendido él mismo por la brujería de su crimen… Una madre y su hijo.

«Estoy, pues, loca», se dijo Olga con una resignación tranquila, observando los pedazos de la rama que acababa de partir. Su mirada se aventuró por entre los troncos negros a su alrededor, en la apretura de la maleza, luego se alzó hacia las copas de los árboles. Vio que el cielo se había despejado en toda su extensión nocturna. Las últimas nubes, en una retahíla vaporosa, parecían alejarse verticalmente de la tierra, como atraídas por la luna, y desaparecer en su halo ligeramente irisado.

Entonces, fija la mirada en aquella huida ascendente, imaginó la tierra entera, ese globo, ese mundo habitado por hombres. Sí, todos aquellos hombres que hablaban, sonreían, lloraban, copulaban, rezaban a sus dioses, mataban a millones de semejantes suyos y, como si nada, seguían amándose, rezando, esperando, antes de cruzar la delgada capa de tierra que separaba toda aquella agitación de la inmovilidad de los muertos.

La palabra que se oyó susurrar la asombró menos que el pequeño velo de su respiración que brilló en un rayo de luna: «Son ellos los que viven en la locura más completa. Ellos, allá, en su globo…». Se inclinó y empezó a recoger los trozos de la rama partida… Más allá de los últimos árboles del bosque, vio su casa: la luna, rodeando el muro de la Horda, alumbraba la pequeña escalinata nevada, teñía de azul una de las ventanas. La vio con aquel mismo mirar alejado, lanzado desde la huida vertical de las nubes. El mismo planeta entero, y en su parte oscura, nocturna, una vivienda toda longitudinal, adosada al muro. Y aquella pareja olvidada del mundo. Una mujer y un adolescente. Una madre y su hijo… Un leve velo subió de nuevo de sus labios. El murmullo de sus palabras se fundió en el aire helado… Extraña pareja. Un adolescente que va a morir. Su postrer invierno tal vez. Postrera primavera. Él lo piensa. Y aquel cuerpo femenino que ama, el primer cuerpo de su vida. Y el último…

La minúscula nubosidad de las palabras en torno a sus labios se disipó. Ya no había más que el azul de la luna en la escalinata cubierta de nieve. Un poco de nieve también en aquella rama por encima del sendero. Esas huellas bajo los árboles, las suyas, las de otro. Ese silencio. Esa noche en que había ido, permanecido, marchado. Una noche tan desgarradora de vida, tan próxima a la muerte.

Todo había de ser exactamente así, Olga lo entendía ahora: esa mujer, ese adolescente, su inefable intimidad en aquella casa suspendida al borde de una noche de invierno, al borde de un vacío, ajena a aquel globo hormigueante de vidas humanas, apresuradas y crueles. Olga lo experimentó como una verdad suprema. Una verdad que se decía con aquella transparencia azulada en la escalinata, el estremecimiento de una constelación exactamente sobre el muro de la Horda, con su soledad frente a aquel cielo. Nadie en aquel mundo, en aquel universo sabía que ella estaba allí, límpido de frío el cuerpo, abiertos del todo sus ojos… Comprendía que, dicha con palabras, aquella verdad significaba locura. Pero las palabras en aquel instante se transformaban en un vaho blanco y no decían más que su breve centelleo en la luz estelar.

Quiso quemar sus trofeos en el fogón de la cocina para, al mismo tiempo, preparar el té y esperar la llegada del día, cuando sería más fácil buscar leña. No salía de su asombro viendo aquellas ramas apretadas en un haz espeso junto al fogón. En la corteza brillaban aún gotas de nieve fundida… Se acordó de la mirada que el chico había echado al fuego moribundo en la estufa al escapar de la habitación. Así pues, una o dos horas antes que ella, había estado errando en la oscuridad, en medio de los árboles. Eran sus huellas las que había visto en la nieve… Lo que la sorprendía más era saber que habían mirado el mismo cielo nocturno, visto escapárseles el mismo velo de los labios. Con algunos insondables minutos de intervalo.

No escribió ninguna nueva carta a L. M. pero envió la antigua, aquella laboriosa carta de ruptura, en la que se olvidó incluso de corregir la fecha.