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Al día siguiente de aquella fiesta fantasmagórica, la mañana empezó para Olga mucho antes del amanecer, aún en la somnolencia turbia de la noche, con una larga llama humeante anegada en el fondo de una vela fundida. Con pasos sigilosos iba y venía a través de la habitación, abría las cajas llenas de cartas, de viejos papeles, los seleccionaba, tiraba la mayor parte en una caja de conglomerado, cerca de la estufa, donde se amontonaba todo lo que servía para avivar el fuego. El espacio que iba quedando libre en el armario atiborrado de aquellas cajas, en los anaqueles de la estantería, le causaba, por su vacío, una alegría vaga, pero real. Sensación de viaje próximo o de mudanza…

Oía a su hijo abrir la puerta de la calle, bajar luego los escalones de madera; unas vetas de agua helada, entre las tablas, crujieron bajo sus pisadas. Oculta tras la cortina, Olga lo siguió con la mirada a lo largo de todo el sendero que tomó. ¿Quién era?

Aquel adolescente vestido con un abrigo de hombre demasiado ancho y demasiado largo aún. Su hijo, que saludaría, al cruzarse con ellos, a los inquilinos de la Horda y, en la zona alta, a ciertos franceses conocidos suyos y recibiría su saludo con el aire más natural. ¿O bien aquel joven irreconocible, en un fugaz instante de sueño pasado junto a un cuerpo de mujer en aquella habitación nocturna, vuelta ondulante, inestable por la llama de una vela puesta en el suelo?

Cuando su mirada se acomodó a la cadencia de la marcha de aquella figura que bordeaba la pared, observó que a cada paso su pie, su tacón, parecía golpear con cólera el sendero helado. Olga supo ahuyentar a tiempo el pensamiento que se expandía ya como un ácido: «Cojea…». La palabra se cortó. Se acordaba ahora de que durante la noche, observando aquel cuerpo frágil, tendido junto al suyo, había distinguido en torno a la rodilla una mancha azul y amarilla, huella del último hematoma… Bajo una ráfaga de viento que abrió el abrigo, la figura se ensanchó y desapareció al doblar la esquina del edificio. Olga se representó de nuevo todas las caras que iban a encontrar los ojos del adolescente por el camino y en la población. Se parecían extrañamente a aquellos que, según ella, un día, indignados y despectivos, podrían condenar la vida de su curiosa pareja. Entonces, con una voz endurecida, murmuró, oyendo algo distinto a aquellas palabras descabelladas:

—¡Que se vayan todos al cuerno con sus cenas de Nochevieja y sus panaderías! Nunca entenderán…

Al día siguiente, el cartero no entregó los periódicos a los que estaba abonada la biblioteca de la Horda. Unos pocos lectores que aún desafiaban el frío y los caminos nevados hablaron de la huelga de los periodistas o de los impresores, no se sabía muy bien de quiénes. El cartero repitió la explicación tres o cuatro veces más, y luego acabaron olvidando la falta de noticias… El tren que iba cada mañana a París sufrió varios retrasos a causa de las nevadas, y una vez (contaban que el agua helada había torcido las juntas de los raíles) estuvo inmovilizado todo el día. La capital, el mundo exterior parecían improbables en lo sucesivo. Los cortes de suministro eléctrico sumían en la oscuridad incluso a la parte alta de la ciudad desde las seis de la tarde. En cuanto a la fortaleza de la antigua fábrica de cerveza, los vecinos de Villiers se preguntaban si seguía habitada aún.

La biblioteca permanecía a menudo desierta. Tampoco se veía a nadie en el patio cubierto de nieve amontonada. Encerrados en sus casas, los inquilinos pasaban aquellas breves jornadas crepusculares acechando los menores ruidos en los pasillos, interpretándolos, imaginándose unos a otros en aquel acecho friolero bajo una manta o el hombro apretado contra la piedra de la estufa calentada parsimoniosamente. Y si, con todo, aparecían por la biblioteca, era para marcharse casi enseguida, sin contar siquiera su historia habitual, insistiendo únicamente en esta información sacada de un periódico de una semana atrás: «El invierno más frío desde hace ochenta años… Desde hace cien años… Desde hace ciento veinte años…».

Durante aquellos días sin vida, su pensamiento rondaba a menudo en torno a aquel adolescente vestido con un pesado gabán de hombre y que, al andar, golpeaba el suelo helado con el pie como en un gesto de cólera infantil. «No ha tenido infancia», se decía Olga. Ninguna de esas alegrías sencillas que el mundo le debe al niño. El jardín en torno a la casa familiar, los viajes de visita a los abuelos… O además… No, nada de todo eso. El dolor. La espera ansiosa del nuevo dolor. Un respiro incierto que sólo duraba para permitir nacer y desvanecerse la esperanza.

Un día intentó salvar de aquel vacío lo que aún podía salvarse, partículas insignificantes, una sonrisa por aquí, un segundo de sosiego por allí. Había tan poco. Casi nada. Tal vez esta reminiscencia: un día soleado y frío, eco de otro invierno perdido en los primeros años de aquella infancia pobre que no había visto pasar… Tiene cinco o seis años y ve la nieve por primera vez en su vida. Corre hacia ella, haciendo crujir las hojas secas espolvoreadas de cristales, y le enseña un fragmento de hielo roto con algunas briznas de hierba y una minúscula corola de flor aprisionada en su transparencia húmeda. Olga se prepara ya a extasiarse o a lanzarse a comentarios físicos. Pero una intuición suspende sus palabras. Permanecen uno junto al otro, silenciosos, siguiendo el lento goteo de la belleza y la liberación de los tallos que fuera del hielo se vuelven fláccidos y sin atractivo.

Su olvido del pasado fue tan profundo en aquel instante que tardaría rato en reconocer con la mirada aquel crepúsculo de invierno, aquel sendero que recorría la pared de la Horda. Regresaba de la biblioteca. En cierto lugar, para salvar un amontonamiento de nieve, había que apoyarse firmemente en la piedra, aplastarse casi sobre su áspera superficie. Llevó a cabo esta sucesión de movimientos delicados con una lentitud maquinal, sintiéndose de nuevo en otra parte… En aquella larga velada de verano, varios años atrás. La luz de una puesta de sol velada, cálida. Las paredes de la Horda están tibias y, como cada verano, entretejidas de lúpulo. Está sentada en la escalinata de madera, inmóvil, pensativa, siguiendo con la vista los pasos del niño, ese chiquillo de siete años que camina por la orilla, se agacha, hurga en la arena. Luego se dirige hacia ella, radiante. «¡Mira qué huella!». Es un fragmento calcáreo con la ancha voluta hueca, punteada de lentejuelas nacaradas de un amonites. Esta cavidad recuerda un objeto, y el parecido es inquietante. «Se diría que es un entablillado de escayola para mi rodilla», murmura el niño. Olga le mira a los ojos, se siente desamparada, finge alegría: «Oh, tu entablillado…». El niño la interrumpe. Con el oído pegado a la huella del molusco, escucha: «Se oye el ruido del mar…, un mar que ya no está aquí…». Le tiende su hallazgo. Olga lo acerca al oído, escucha. Se oye el silencio del atardecer, el grito de un pájaro, la respiración discreta, contenida, del niño…

Aquella eclosión de los recuerdos de antaño duró hasta la noche. Apenas consciente, Olga abrió la puerta, se quitó el abrigo, fue a encender el fogón, a preparar el té… Pero más allá de los movimientos, aquellos retazos del pasado, siempre muy humildes y, diríase, inútiles, se desplegaban, la dejaban vivir en su tiempo de luz. Se acercaba a la mesa, cogía su taza, la tetera… (Un día de primavera, todavía en París, en aquel piso oscuro en que el único rayo de sol llega a última hora de la tarde, reflejado en las ventanas de la casa de enfrente. El piso en que se presiente ya una marcha próxima. El rayo pálido se desliza por la mesa, llena un ramillete de ramas de cerezo silvestre en flor. Detenida en el umbral, sorprende al niño que, sumida la cara en los racimos blancos, cuchichea imitando varias voces, con la entonación sucesivamente implorante o encendida. Olga retrocede un paso, el crujido de una tabla del parquet la delata. El niño levanta la cara. Se miran largo rato en silencio…). Olga se despertó en medio de la cocina, sin comprender qué había que hacer con aquella taza, aquella tetera que aún llevaba, como objetos cuyo uso se desconoce…

Más avanzada la noche, se dio cuenta de un olvido enojoso, volvió a ponerse el abrigo, salió a la escalinata y con ayuda de una vieja hacha llenó de cortes la espesa capa de hielo que cubría los peldaños. Luego, reemprendiendo el pequeño sendero que rodeaba la pared, rayó la pendiente resbaladiza de la pequeña subida en el lugar más peligroso…

Antes de dormirse, hubo todavía algunas zambullidas luminosas en el pasado. Y una vez, emergiendo, viendo en una sola mirada todos esos reflejos que su memoria había retenido, se le ocurrió este pensamiento que la deslumbró por su evidencia: «O sea, que no he olvidado nada, no he perdido nada en absoluto…». El sueño entumecía ya su pensamiento. Sólo comprendía que sin saberlo había preservado lo esencial de aquella infancia, su parte silenciosa, verdadera, única.

Por la mañana se acordaría de que la víspera, sumida en su ensueño, se había tomado la infusión sin examinar su superficie. Adivinaría que había ido él y la había sorprendido en el abandono de aquel sueño que no era fingido.