Sin aquel temor a parecer ridícula a sus propios ojos, antes de la noche del cotillón habría ensayado alguna forma de hacer más naturales los gestos, las sonrisas, las palabras que necesitaría durante aquella cena a solas. Pero sólo sus labios temblaban ligeramente al repetir las palabras que acababa de dirigir a su hijo pidiéndole que fuera a buscar algunas ramas en el bosque detrás de la Horda. Había hablado con una serenidad tan falsa, al parecer, que el muchacho había asentido y había salido antes de que ella terminara la frase. Y ahora, silenciosamente, retocaba sin cesar aquellas palabras, que por su tono forzado debían de haber denunciado lo inconfesable… De vez en cuando, se levantaba, arreglaba el mantel en la mesa de la cocina, desplazaba ligeramente los cubiertos, los platos, la cestita del pan con las rebanadas muy finas. Después, saliendo al pasillo, se miraba en el espejo, entre la puerta exterior y la cómoda. Su vestido negro, aquel que se ponía para ir al teatro, le parecía demasiado ceñido, con un escote excesivo. Se quitaba el cinturón, volvía a ponérselo, se lo quitaba de nuevo. Luego, se cubría los hombros con un chal. Al volver a la cocina, tocó la tapadera de la sartén puesta en el fogón. «Todo va a estar frío ahora. ¿Dónde te has metido?». Se alegraba oyendo en ella esta pregunta destinada a su hijo. Las palabras parecían recobrar su inocencia…
Aquel fin de año había llegado demasiado súbitamente. A punto estuvo de olvidar que aquellas fiestas invernales existían. Habitualmente se reunían varias familias de la Horda de Oro en el comedor de la residencia de ancianos y celebraban la nochevieja todos juntos, niños y viejas asiladas confundidos. Pero desde el invierno anterior, se habían mudado algunos vecinos, como la familia del pelirrojo; dos de las asiladas, Xenia entre ellas, habían muerto, y aquella noche, en los pasillos desnudos del edificio sin luces, sólo se oía el ruido discreto de las cerraduras: un inquilino u otro entreabría su puerta largamente esperando reconocer los ruidos de los comensales…
En algunas ocasiones era preciso cortar la mecha de las dos velas que empezaban a parpadear y a lanzar pequeños filamentos de hollín. La tapadera de la sartén estaba ligeramente tibia. «¿Dónde te has metido? Habrá que volver a calentarlo todo», repitió, pero su voz le pareció de nuevo crispada y teñida de inquietud. El frío se instalaba rápidamente en aquella cocina desprovista de fuego. Olga recogió algunas virutas, luego un puñado de polvo negro, el del carbón agotado hacía tiempo, echó todo aquello al fondo del fogón. Se lavó las manos y, no pudiendo más, fue al recibidor y empujó la puerta. La noche glacial, límpida, le cortó la respiración. Quiso llamar, pero renunció y cerró la puerta. Y cruzando de nuevo el pasillo, se detuvo indecisa en su habitación. El reflejo de su vestido negro en el espejo despertaba pérfidamente un recuerdo tierno y oscuro…
Sonó un portazo en el recibidor, unas pisadas resonaron en el entarimado del suelo y desde la cocina llegó el tintineo vacío de un cubo. Un grito, tan inhabitual en la boca del chico, un grito a un tiempo impaciente, alegre y autoritario, pareció buscarla a través de la casa:
—Mamá, ¿puedes ayudarme? ¡Es muy urgente! Si no, se morirán…
Olga recorrió el pasillo, descolgó el abrigo y sin pedir explicaciones siguió a su hijo que saltaba ya por la escalinata.
A través de la oscuridad la llevó al pie de un gran prado nevado, en la linde del bosque. Corría entre los primeros árboles, desaparecía de vez en cuando detrás de un tronco, se volvía para ver si lo seguía. Olga le pisaba los talones como en un sueño extraño, cegada por la luna que de tarde en tarde atravesaba la red de las ramas.
Se encontraron cerca de una ancha charca de agua, aquella charca que tan pronto formaba una pequeña curva del río, como, cuando llovía menos, se reducía a una minúscula hondonada llena de algas. La charca al borde de la cual, se acordó Olga, jugaba el pelirrojo el día de la primera nevada…
—¡Mira! —la voz de su hijo era esta vez apagada como lo son las palabras cuyo eco se teme en un lugar angustiante o sagrado—. Una noche más de helada, y morirían todos…
La superficie del pequeño estanque estaba cubierta de hielo, sólo un agujero, de menos anchura que un paso, dejaba aparecer el agua libre, negra. Y aquel barniz oscuro estaba rayado por movimientos incesantes, por breves sacudidas frenéticas, luego por una lenta rotación soñolienta. A veces, en el reflejo líquido de la luna, brillaban las escamas, se dibujaban aletas, las placas plateadas de las agallas…
Empezaron el salvamento con una precipitación excesiva, como si se tratara del último minuto para aquellos pocos peces atrapados por el frío. Olga veía a su hijo hundir la mano hasta el codo en el agua helada, sacar los cuerpos escurridizos, embotados por la falta de aire y que casi no se debatían ya. Los soltaba en el cubo que le tendía ella y, echándose sobre la nieve, reanudaba su pesca. Para facilitarle la tarea, Olga liberaba el agua de los fragmentos de hielo, sacaba madejas de algas y a veces lo ayudaba a subirse las mangas de la chaqueta empapada de agua. Su precipitación voluntaria mezcló en un todo febril los gestos, el crujido de la nieve bajo los pasos, el centelleo de la luna quebrada en el agua negra del agujero, el chasquido del hielo, el chapoteo de las gotas, sus réplicas breves como las órdenes en un barco en medio de la tempestad. En aquella agitación, sus ojos se encontraban a veces una fracción de segundo, y se sorprendían de cuán ajeno a aquella precipitación era el silencio de aquellas miradas… Olga advirtió que la mano derecha de su hijo tenía algunos rasguños en las falanges. Pero había alrededor tanto hielo, tanta agua fría, que la sangre apenas había enrojecido la piel y no manaba ya. Por primera vez quizá desde el nacimiento de aquel niño, pensó sin inquietud en este desangramiento y no le dijo nada…
Soltó los peces, uno a uno, acercándose tanto como pudo al borde helado del río. Sus cuerpos palpitaron un instante en su mano, luego fundieron su vida temblorosa en el flujo negro del que se sentía el peso frío, denso… Por último, volcó el cubo dejando correr el resto del agua con algunos brotes de algas y pedacitos de hielo. El murmullo de las últimas gotas fue de una sonoridad única, de una pureza que cinceló el contorno de los árboles, reavivó el reflejo de la luna en una hondonada helada. Se miraron, mudos: dos sombras de caras plateadas por la luna, la ropa desordenada, dos figuras inmóviles en la noche, al borde de una corriente lisa, impenetrable… Un hálito de viento trajo de pronto un imperceptible rumor de vida, mezcla apagada de gritos y música. Olga miró en dirección a la parte alta de la población.
—La gente está de juerga allá arriba —dijo el chico como a través de un ensueño y sin apartar los ojos del agua que centelleaba a sus pies.
«Allá arriba», se repitió Olga caminando junto a él.
«Allá arriba… De modo que también él era consciente de vivir en otra parte».
Durante aquella noche al borde del río, en la agitación del salvamento, debió de herirse la rodilla sin darse cuenta. Al día siguiente se formó una bolsa de sangre que se hinchó rápidamente. Por la noche tuvo un brusco acceso de fiebre. Varias veces ya el médico instalado en la parte alta de la población se había negado a ir. Ya no había camino transitable entre Villiers-la-Forêt y la Horda sumida en la oscuridad. La misma Olga tardó un buen cuarto de hora tan sólo en bordear el edificio y alcanzar la gran verja. El sendero que rodeaba la pared había desaparecido, en algunas partes las borrascas habían esculpido largos terraplenes de nieve que interceptaban el camino.
Llamó a la casa del «médico-entre-nosotros». Aunque eran más de las doce de la noche, abrió enseguida, como si hubiera estado esperando su visita. Mientras la acompañaba, mantuvo con astucia profesional una conversación acerca del «invierno más riguroso desde hacía cien años». Como las veces anteriores, a lo largo de su intervención dejó oír unas risitas susurrantes. Hubiérase dicho que no creía lo que le contaban y tenía su opinión sobre la enfermedad del adolescente. «No es nada en absoluto, de veras que nada», repetía sin interrumpir sus risas. Y lo mismo que antes, comentó sus gestos en un tono de prestidigitador de feria. «¡Ahí tiene una buena puuuncioón! Y ahora un magnífico vendaje con suero…». Antes de irse, inclinó su rostro sobre el del adolescente y anunció con el mismo aire de un ilusionista: «Y mañana, a andar, ¿está claro? Como un hombre…». Al salir, repitió, pero esta vez con su voz habitual: «Todo esto, por supuesto, queda entre nosotros».
Al día siguiente, el chico se levantó… Olga se percató de que sólo rezaba en aquellos momentos de convalecencia imprevista, inesperada. El resto del tiempo sus votos formaban un susurro ininterrumpido de palabras que ya casi no advertía. Mientras que aquellas contadas oraciones conscientes eran de una violencia amenazadora para aquél a quien iban dirigidas y exigían un cambio completo en la vida de su hijo, un cambio imposible que debía ser posible, ya que se trataba de su hijo. Así, aquel atardecer, con la cara entre las manos, los labios secos por el soplo de las palabras mudas, imploraba, exigía un milagro… Más tarde, durante la noche, sosegada, se dio cuenta con una acritud dolorosa de que el milagro iba unido a aquel personaje extraño, aquel «médico-entre-nosotros» que le había abierto la puerta, vestido con un viejo esmoquin bien planchado, una corbata de pajarita bajo la nuez de Adán, como si, a medianoche, en la fortaleza helada y negra de la Horda, se dispusiera a acudir a una fiesta. «Un pobre loco, como lo somos todos aquí», pensó. Las palabras de su febril plegaria le volvían ahora en ecos fatigados. Las escuchaba y se confesaba a disgusto que su secreta esperanza era hacer retrasar al menos el momento de la nueva recaída, de la nueva hemorragia. Si, ganar algunos días durante los cuales podía vivir en la ilusión de un milagro conseguido, sin avergonzarse demasiado de su debilidad.
Fue durante aquellos días cuando, una noche, apareció de nuevo en su habitación…
La última semana del año constituía siempre un tiempo muy singular en la vida de los habitantes de la Horda de Oro. Los días siguientes a Navidad y año nuevo parecían de pronto desandar lo andado, pues la Navidad y el día de año nuevo rusos llegaban con dos semanas de retraso respecto de las fiestas francesas y creaban la ilusión de un nuevo final de año. Este retraso daba nacimiento a una curiosa confusión temporal, a un paréntesis inexistente en los calendarios, a una alegría, a menudo inconsciente, de no pertenecer a la vida que recobraba su triste cadencia de enero.
En aquel invierno de 1947, las dos semanas perdidas entre las fiestas, en los últimos días de diciembre, parecían a los emigrantes más vacías aún que de costumbre, más alejadas aún de la cotidianidad de Villiers-la-Forêt. En la planta baja ocupada por la residencia de ancianos, en un pequeño vestíbulo al lado del comedor, habían instalado un abeto, como todos los años. Pero esta vez la presencia del árbol en aquel edificio lúgubre y frío no tenía nada de festiva y más bien hacía pensar en la intrusión del bosque en una casa abandonada… Un atardecer, al salir de la biblioteca, Olga sorprendió en la oscuridad la presencia de un hombre que giraba suavemente delante del árbol. Huyó al oír sus pasos. Olga comprendió que estaba bailando un vals solo, en el halo de una vela fijada de través en una rama. Quiso apagarla, pero no hizo nada, pensando que el hombre acechaba tal vez su marcha para reanudar sus vueltas solitarias…
Un día, con una mañana particularmente fría, fue a la zona baja a comprar pan. Al salir de la Horda, observó que en la superficie lisa de la nieve sus huellas eran las primeras del día. La panadería estaba cerrada, tuvo que subir hasta la que se hallaba en la parte alta, junto a la iglesia. Intentó varias veces abrocharse el cuello del abrigo, pero sus dedos entumecidos no le obedecían ya, el viento se colaba por el cuello desabrochado, por las mangas. Delante de la panadera se sintió de pronto muda, sus labios helados articulaban con gran dificultad. Aquélla la escuchó con la paciencia exagerada y desdeñosa que se usa con los tartamudos, luego le tendió una hogaza. Olga no se atrevió a decir que había pedido otra cosa. Y mantuvo todo el día en las comisuras de los labios aquella angustiosa sensación de palabras heladas.
Aquella noche, durante unos segundos sin fin, se durmió, apretado contra aquel cuerpo femenino inerte, contra ella.
Era al mismo tiempo uno de esos días extraviados entre dos calendarios, un día de tonos descoloridos, difuminados en el frío y el viento, un largo crepúsculo que duró de la mañana a la noche… Al comienzo de la noche, Olga lo vio aparecer de nuevo en el umbral de la habitación. Se ciñó casi sin esfuerzo en la muerte momentánea que hacía insensible su cuerpo. Su brazo, que él levantó con precaución para desplazarlo, volvió a caer con la fláccida pesadez del sueño. Aquella muerte sólo exigía una cosa de ella: sentirse totalmente ajena a aquellos desplazamientos furtivos realizados a su cuerpo, a aquellas caricias apenas perceptibles y siempre como asombradas de sí mismas, a todo aquel lento y temeroso sortilegio de gestos y de espiraciones contenidas. Si, alejarse de aquel cuerpo, estar intensamente muerta en él…
Un sonido infinitamente lejano, el carillón de un reloj perdido en la noche, la alcanzó en su muerte, la despertó. Sus pestañas temblaron, trazando un fino intersticio irisado. Vio. Una vela puesta en el suelo dentro de un estrecho vaso de loza, el movimiento rojizo de las llamas detrás de la ventanita de la estufa… Y aquellas dos desnudeces que contempló con una mirada aún ajena, exterior, como alguien que los hubiera observado desde fuera, a través de la ventana. Un cuerpo de mujer tendido boca arriba, alto, bello, en un reposo perfecto. Y, como una cuerda repentinamente aflojada, aquel cuerpo de adolescente, frágil y muy pálido, tendido de lado, con la cabeza caída, la boca entreabierta. Dormía…
Durante los breves instantes que duró aquel sueño, Olga tuvo tiempo de entenderlo todo. O más bien lo que iba a adivinar por la mañana, aquello en que pensaría los días siguientes, todo esto, presentido ya, se condensó en sus ojos deslumbrados por poder permanecer del todo abiertos. Entendió la inhumana fatiga de aquel cuerpo joven, el agotamiento acumulado desde hacía semanas, meses. Este breve síncope hipnótico tras innumerables noches en vela. Creyó calcular, merced a este abandono de unos segundos, el abismo que llevaba en sí sin dejar manifestar nada. Se había dormido como hacen los niños, en medio de un ademán, a media palabra… Calló el lejano carillón de las horas. No quedaba ya sino el tintineo de las estrellas de escarcha en los cristales, las oleadas de aire invisibles, viniendo, calientes, del fuego, y frías, de la ventana, el olor afinado de la leña quemada. Y aquellos dos cuerpos desnudos. Situados más allá de las palabras, fuera de todo juicio. El pensamiento los rozaba, insertaba su blancura en la oscuridad, en el silencio, en aquel olor penetrante del fuego, y se rompía contra el umbral detrás del cual ya no expresaba nada.
Desde muy lejos, unos segundos tras el primer carillón, llegó su réplica, las mismas doce vibraciones, ya borradas, ya pulidas por el viento. Olga cerró rápidamente los ojos. El adolescente se levantó tan bruscamente que dio la impresión de volar —cruzando la habitación, cogiendo el abrigo, la vela, tirando de la puerta…
Aquel sueño duró el tiempo del intervalo entre medianoche y su repetición, en aquella Nochevieja que sólo existía en el antiguo calendario.