A la mañana siguiente a aquella noche, se sorprendió ante el espejo: un rostro atirantado de muecas y, en los labios, un largo cuchicheo jadeante: «Tarantela, tarantela, tarántula, ta-ra-ta-ra, tarantas…». No había modo de parar, pues inmediatamente empezaban a sonar en ella otras palabras, frases muy lógicas, de esa justeza infalible que tienen a menudo los razonamientos de los alienados. Si, aquellas mismas frases cuyo sentido común le había parecido salvador unos días antes. Ahora su entonación, obtusa e imperturbable, la aterraba.
—Ha venido trayendo una vela. Es peligroso. ¿Qué es peligroso? Que haya venido… Este abrigo. Se lo pone para poder ocultar rápidamente su cuerpo desnudo si me despierto de pronto. Si me despertara, podría decir que la vidriera se había abierto y que ha venido a cerrarla. Sin duda ha pensado ya en todas las respuestas posibles… No ha hecho más que tocar mi cuerpo, un cuerpo de mujer que lo intriga. Sí, hay que decirlo así. Ha acariciado el cuerpo de una mujer. ¡Si yo pudiera transformarme en esa mujer sin nombre! Mejor dicho, sin rostro. ¿Un accidente? Un cara cubierta de vendajes, invisible. Y ese cuerpo dormido, irresponsable… Lo que ha pasado hasta ahora es, en suma, anodino. Vivo con la esperanza de que todo seguirá siendo anodino. Por consiguiente, lo acepto, me acostumbro a ello, no tengo nada contra la continuación, con tal de que no supere cierto límite. ¿Qué límite?
Volvió más febrilmente aún a su «tarántula, tarantela», con los ojos entornados, la cabeza animada por menudas trepidaciones. Había que impedir a toda costa que naciera el pensamiento que se formaba ya…
A esta plegaria farfullante respondió de súbito el tamborileo en la puerta exterior. No, en realidad aquellos golpes se oían ya desde hacía un rato y era su ruido el que había provocado el «tarantela-tarántula». Pues al oír que alguien llamaba, había debido borrar aquel pensamiento prohibido a la comprensión. «Y si fuera alguien que… taratara… alguien que viniera… tarantela, tarantela… viniera a decir que… calla… tarantela… que el chico… calla… ta-ra-ta-ra… que el chico se ha… calla… esa cara bajo los vendajes… ta-ra-ta-ra… mi cara, la mía, la mía… tarantela-tarata… sobre todo, no él… y si es él… meses hospitalizado… no… no… esperas un accidente… calla… ta-ra-ta-ra…».
Abrió la puerta. Por el telegrama que el cartero le tendió, supo el regreso a París que alguien le anunciaba. Al quedarse sola, no consiguió aplicar enseguida a ese alguien las iniciales L. M., y con estupefacción se dijo que para los otros esas letras indicaban «su amigo» o «su amante»… Sabía que, tras una larga ausencia, L. M. enviaba siempre telegramas, una manera de ganar tiempo en los encuentros limitando el de los reproches, las justificaciones, la frialdad y el perdón al fin consentido. «Montañas de trabajo. Estaré en París el sábado», escribía esta vez. Olga oyó detrás de las líneas una voz cuyo tono quería prevenir toda objeción. «¡Qué extraño!», pensó. «Todo esto continúa, pues. En su vida. Allí…».
Comprendía que en adelante «allí» empezaba detrás de la puerta de su casa.
Sabía qué iba a pasar. Dejaría el coche bajo la hilera de plátanos cerca de la estación, llegaría a la zona baja siguiendo callejuelas desiertas y le alegraría anunciarle que ningún vecino de la Horda de Oro se había cruzado con él. En el recibidor, después de besarla, pasaría los dedos por la cómoda, por aquel ángulo serrado hacía muchos años. Y se interesaría por la salud de su hijo con un aire de participación muy acentuada. Se irían a París. Al volante, hablaría mucho, sin conseguir disimular su ligera ausencia de firmeza, su nerviosismo, la inseguridad molesta de un hombre ante la mujer que debe aceptar las migajas de vida que le concede… Hablaría más locuazmente aún durante una parte de la noche, tranquilizado por la ternura, la ausencia de reproches, la fidelidad de aquel cuerpo femenino que sabría, tras una larga separación, restaurar sin error la delicada memoria amorosa de las menores palabras y caricias… Por la mañana, saldría la primera del hotel, pretextando una de las excusas habituales (visita a casa de una amiga, un recado…) y él, proponiéndole acompañarla a Villiers-la-Forêt, no lograría eliminar de su voz una nota de alivio agradecido…
Olga gozaba de un placer vivo adivinando la sucesión de pequeñas comedias de sus encuentros. Entró, la besó, tocó el ángulo de la cómoda, y luego, bajando la voz, prometió enviarle las señas de un «excelente facultativo, un amigo casi, desgraciadamente perdido de vista». En el coche, habló de los campos de concentración que había visitado en Alemania, del hielo que hacía difícil conducir, de sus compatriotas que regresaban a Rusia, del precio de la carne. Notaba que hablaba demasiado, sentía rencor hacia aquella mujer por su silencio, se ponía nervioso dejando filtrar en sus palabras un tono áspero que parecía decir: «Es inútil enojarse. No puedo proponerte ningún otro modo de vida. Lo aceptas o lo dejas».
Ella callaba, pero no era en modo alguno por rencor. Casi con admiración comprobaba la solidez de aquel mundo de rutina. Aquel «facultativo», aquel fantasma que salía siempre en los primeros minutos de sus encuentros, cual una expresión de cortesía forzosa. Aquel nerviosismo que ella suprimía de pronto rozando con su mano la del hombre al volante. Si, el nerviosismo agresivo que se convertía inmediatamente en ternura voluble, arrepentida… Por la mañana, aquella solidez la hizo sonreír. «Puedo acompañarte, ¿sabes?…», dijo él, dejando al final de la frase aquella pequeña vacilación, en la que ella se apresuró a intercalar su habitual negativa.
Al salir del hotel, Olga pensó que para él aquel deber de acompañarla hubiera sido tan penoso como lo es para el hombre la obligación de más caricias inmediatamente después del agotamiento amoroso… Ya en la calle, tras dar un par de vueltas al azar, entró en un café, se sentó cerca de la luna y apenas un minuto después lo vio caminar por la acera. El hombre que acababa de besarla con unas cuantas palabras de despedida… Pasó a lo largo del café, rozando casi la esquina, pero no la vio. Ella sí lo vio consultar el reloj y hacer una ligera mueca de contrariedad. Un poco más arriba se detuvo y, antes de entrar en el coche, frotó las suelas de sus zapatos cubiertas de nieve contra el bordillo de la acera.
«Un hombre fue ayer a una pequeña población fangosa y triste», pensaba Olga distraídamente siguiendo sus movimientos, «e hizo venir a París a una mujer cuyo cuerpo estrechó, cuyos pechos apretó, cuyo vientre aplastó durante algunas horas. Y ahora, meticulosamente, se limpia los zapatos ante la mirada de aquella misma mujer, en una calle fría, de casas como remendadas de gris y de negro. Un hombre que durante la noche, mientras esperaba la siguiente sacudida de deseo, habló de miles de cadáveres desenterrados en las fosas de Alemania. Decía que quería escribir un librito de poemas sobre este tema, pero que “la materia se resistía”. Hablaba con una excitación inquieta, visiblemente para subsanar con las palabras el retraso del deseo…».
Se interrumpió, sintiéndose ya arrastrada hacia la pendiente próxima de la locura. No, era mejor permanecer en… Estuvo a punto de pensar «en su mundo». El mundo en que se llamaba «amor» a lo que acababa de pasar entre aquel hombre que se frotaba los zapatos y esta mujer que lo observaba a través de la luna de un café…
No fue a ver a Li, precisamente por miedo a que ésta, convencida de la intensidad de aquel «amor», le preguntase por el hombre que acababa de irse.
Aquella noche en París, pese a todo, le fue de un gran consuelo. Su cita se pareció a las anteriores, por lo tanto nada delataba en ella, para los otros, lo que vivía en su casa de Villiers-la-Forêt…
Hasta el día siguiente de su regreso no se atrevió a confesarse la verdadera razón de lo que tuvo de secretamente benéfica aquella noche en París: en ningún momento, ningún gesto, ninguna caricia, ningún placer recibido o dado le había recordado lo que los unía desde ahora a ella y su hijo.