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Dos semanas más tarde, en una noche de diciembre, todo se repitió con una fidelidad infalible, maniática: la marca del polvo blanco en la superficie de la infusión, la rigidez algo mecánica con la que su mano vació el líquido y lavó el pequeño cazo de cobre. Y en su habitación, la faz familiar de la esfera que contaba, reflejado por el espejo, el tiempo al revés…

Un ligero estremecimiento estuvo a punto de traicionarla. Demasiado violento fue el surgir de aquella carne —el cuello, el hombro, el pecho— bajo la quemadura de los dedos helados que la rozaron. No sentía ningún lazo con aquel cuerpo femenino. Aquel cuerpo desconocido se desplegaba en el vacío violeta, más allá de sus párpados. Un cuerpo mezclado con el olor a escarcha transportado en los pliegues de un largo gabán de hombre… Un breve estremecimiento y aquel «¡ah!», reprimido la expusieron a revelar la ausencia del sueño. Los dedos suspendieron su caricia, luego se animaron de nuevo. Más inexistente aún, descubrió bajo los dedos que se calentaban lentamente la fragilidad de aquella clavícula y el peso denso del pecho que retuvo la caricia. Estaba acostada de lado, con la cara medio hundida en la almohada. Pose ideal, pensó, para su sueño fingido y que le permitía no compartir lo que le ocurría a aquel cuerpo de mujer acariciada. Pero de pronto los dedos se apoyaron con mayor firmeza en su hombro, luego en su cadera, como para hacerla volverse. De nuevo se sintió febrilmente presente en aquel cuerpo, aprisionada en él. Una vez vuelta cara arriba, demasiado expuesta, no podría mentir más…

La presión de los dedos en su hombro se aflojó. Un crujido seco se dejó oír al otro extremo de la habitación. Sin abrir los ojos, reconoció el ruido. Un tizón, al caer, entreabrió la puertezuela de la estufa. A través de las pestañas, distinguió el reflejo del espejo. Un adolescente desnudo, acurrucado junto a la estufa, recogía pavesas apagadas o aún rojas y las echaba a las brasas…

Por la mañana, cuando el chico entró en la cocina, Olga vio un discreto vendaje en uno de sus dedos. «¿Te has cortado en la mano?», le preguntó sin pensar como hubiera hecho antes. «No», contestó él simplemente, «no…».

Olga no se daría cuenta enseguida de que a partir de aquella mañana se cruzarían cada vez con menos frecuencia.

Siguieron varias noches, noches tranquilas, pasadas con los ojos abiertos, apenas marcadas por breves olvidos de sueño. Los días, en cambio, se deslizaban en una somnolencia pasmosa que calaba en algunas caras de los habitantes de la Horda, lectores de la biblioteca. Ojos insoportables en su insistencia, labios demasiado cercanos, palabras articuladas con una lenta succión húmeda que atraía su mirada y no dejaba aprehender el sentido de los vocablos. Olga se apartaba en un retroceso excesivo, se ponía a hablar para borrar su torpeza. Su propia voz la ensordecía, resonando —le parecía— en alguna parte detrás de ella. Y un pensamiento obsesivo, como un hilo mojado que se empuja en vano en el ojo de una aguja, giraba en su mente entumecida: «Y si no hiciera más infusiones por la noche. Lo entendería todo… No, hay que continuar, pero tomarla en la habitación. No, no puedo. Lo sospechará…».

La noche siguiente se llevó el pequeño cazo a su habitación. Y a los pocos minutos, echando un vistazo a través de una puerta entreabierta, distinguió una sombra que recorrió el pasillo y se deslizó en la cocina. ¿O tal vez sólo creyó verla? Ya no estaba del todo segura de lo que veía. A la mañana siguiente no encontró el pequeño recipiente en su mesilla de noche. «Por lo tanto, no lo traje», se dijo en el embotamiento del sueño, pero de pronto comprendió que esa historia de la taza se remontaba a la noche precedente o incluso a la noche anterior. En su memoria los días se entremezclaban, luego se rompían dejando ver una materia opaca, sin horas, sin ruidos.

Y cuando una noche vio de nuevo el fino polvo blanco en la superficie de la infusión, se lo representó no como una repetición, sino como la continuación del gesto interrumpido unos días antes, la noche en que las chispas de las pavesas habían saltado de la estufa. Si, los dedos helados prosiguieron la presión en su hombro, en su cadera. Su cuerpo se volvió lentamente cara arriba… Y su fatiga, su agotamiento fueron tales que no tuvo que fingir el sueño. Se sintió momentáneamente muerta. En vez de los pensamientos embrollados, de las palabras febriles que llevaban semanas resonando en ella día y noche, la invadió totalmente un rumor grave, regular, semejante al ruido del viento en las altas cimas de un bosque en invierno…

Aquella calma mortal se quebró al instante. A pesar de los párpados cerrados, se vio, vio la habitación, la cama, sus dos cuerpos. Su muerte fugitiva cobró fin. Un movimiento, una leve tirantez, no supo exactamente qué, debió de traicionarla. Oyó el roce de los pasos, tuvo tiempo de distinguir la llama de una vela, una larga llama extendida horizontalmente, aspirada por la oscuridad del pasillo.

Aquella vela fue la que le permitiría ahuyentar la locura. Pasaría la mañana explicándose muy pausadamente que a causa de los cortes de suministro eléctrico todo el mundo se veía reducido a tener que usar las velas y que había que temer los incendios, sobre todo en las familias con hijos pequeños, y que… La asustaba apartarse un segundo de la lógica protectora de tales trivialidades.

Durante varios días llevaría en su cuerpo la sensación de un peso flexible y temeroso.

Y luego llegaría una noche en la que sin haberse tomado la infusión espolvoreada con cristales blancos se dormiría, sin poder hacer nada contra la montaña de los sueños retrasados que pesaban sobre sus ojos. Se dormiría en el momento mismo en que la llama de una vela apareciera en el lento deslizarse de la puerta. Y se despertaría un instante después, sola, en la oscuridad. Con una agudeza enfermiza, notaría el olor de la mecha y aquel soplo de frío, de hielo, de noche que llevaba en sus pliegues el largo abrigo de hombre. Adivinaría que la mirada que acababa de fijarse en ella había sentido la tortura de aquel cuerpo dormido y que aquella visita nocturna sólo había durado el tiempo de una breve compasión muda.