La vida se concentró en las cejas, en la línea tensa de la boca. Esta huella incompleta, cual un boceto de máscara mortuoria —su rostro—, se dibujaba sola en la almohada. De perfil. El cuerpo había desaparecido, mezclado con los pliegues helados de las sábanas. Y perdido en esta ausencia, en el fondo de aquella blancura insensible, el corazón latía como la raspadura de las cerillas húmedas.
Su vista se limitaba a aquel largo reflejo del espejo, frente a la cama. Estaba matizado por el resplandor rojo que palpitaba en la estufa, detrás de su puertecilla entreabierta. En la profundidad dormida del espejo, la gran esfera del reloj redondeaba distintamente su faz de esmalte. Y las manecillas, en su marcha atrás, agotaban a contrapelo este extraño tiempo reflejado. Pensó con una ligera irritación en el curso de aquellos minutos invertidos. Y la sorprendió poder pensar aún o estar irritada. La acució el deseo de comprender la lógica de aquella esfera invertida: si en el espejo marcaba la una menos cuarto de la madrugada, por tanto en realidad… Su pensamiento se sumió con alivio en aquel deslizarse de los números. Pero resultó difícil adivinar la hora según la posición reflejada de las manecillas. Se sintió empujada de pronto por ese capricho que imponen a veces los gestos insignificantes, mitad antojos, mitad supersticiones. Se le hizo imposible no volverse, no mirar la esfera. Levantó la cabeza de la almohada… Y en aquel instante vio, en el mismo brillo oscuro del espejo, que una larga franja de sombra se ensanchaba lentamente entre la puerta y su marco…
Su cabeza quedó inmóvil, ligeramente levantada, apresada en su capricho de curiosidad. Cerró los ojos y con infinita lentitud inclinó su rostro hacia la huella dejada en la almohada. Milímetro a milímetro. Su cuello se puso rígido, adquirió una pesadez de plomo. Su sien sondaba la distancia que quedaba por cubrir. Esta distancia parecía vertiginosa como si su cabeza se hundiera en un vacío sin fondo. Sin embargo, su mejilla ardía ya presintiendo la tibieza muy próxima de la almohada, reconociendo incluso la trama de su tela. Y a través de sus párpados cerrados, adivinaba que en la puerta abierta se desplegaba una presencia viva, se insertaba lentamente en la estancia, modificando su volumen, las relaciones familiares entre los objetos, y hasta, hubiérase dicho, el eco regular del péndulo…
La habitación se llenó del silencio viscoso de esas estancias nocturnas replegadas en un lento acoplamiento, o bien en un crimen, o aun en el trabajo minucioso que debe borrar las huellas de ese crimen. Si, la sordera de una habitación en la que, en lo más profundo de la noche, los cuerpos se desplazan en una pantomima amorosa o criminal.
Cuando su sien tocó por fin la almohada, sus pestañas se agitaron involuntariamente. Y fue la última visión lúcida durante toda la noche: en el fondo de la estancia, aquel largo abrigo oscuro se abría sobre un cuerpo desnudo, un cuerpo blanco, flaco y que no se parecía a ningún otro cuerpo, que no se parecía al cuerpo, que no se parecía a nada de lo que Olga había visto en su vida…
Sus párpados volvían a estar cerrados, como muertos. Su cara, medio hundida en el cálido plumón de la almohada. Su cuerpo, inexistente. Fuera de ella, sólo quedaba aquella oscuridad de color púrpura en la que se hundía la habitación y que se mezclaba con la oscuridad detrás de los cristales.
En esta tinta sanguina se esbozó de pronto la línea a la vez ardiente y helada de un hombro, después, de un pecho femenino. Y la punta de aquel pecho, dura, tensa. Otra curva se insinuó rápidamente, la del brazo y, en un breve intervalo, la de la cadera. No era una sensación, ni un roce. Una gota de lluvia podría haber marcado aquel escurridizo trazado en su piel…
Aquella línea se interrumpió súbitamente. Hubo un rápido movimiento de aire, un torbellino que atravesó la habitación. Un leve crujido de la puerta al cerrarse le hizo saber que oía de nuevo. Sobre su piel, bajo su piel, sentía ahora el esbozo carnal de un cuerpo desconocido, un contorno doloroso en su belleza inacabada.
Se durmió cuando los cristales ya empezaban a palidecer. Se despertó bruscamente. Y se explicó muy sosegadamente —sólo un breve abismo le cortó la respiración— por qué había huido. Debía de haber observado la tensión inhabitual de aquel cuerpo dormido en su letargo demasiado perfecto… Había cogido el abrigo, se había lanzado hacia la puerta. Y, puesta la mano en el picaporte, había vivido ese desgarro momentáneo pero atroz conocido por todos los criminales: ¿huir o volver para borrar las huellas a riesgo de perderse? Había vuelto hacia la cama, había cubierto aquel cuerpo inerte con una manta, había alineado las chinelas que, en su huida, había pisoteado…
Criminal… Olga lo repetía sin cesar durante aquella noche en blanco. Criminal era el silencio que ella había guardado. Su aceptación. Su resignación. Criminal también aquella desnudez adolescente, disimulada bajo un largo gabán de hombre. Criminal toda aquella noche…
Sin embargo, había en estas sílabas amenazadoras algo falso. Algo «demasiado inteligente», pensó. Crimen, perversión, monstruosidad, pecado… Se sorprendió buscando palabras cada vez más torturadoras. Pero estas palabras parecían escritas en la página de un libro. Signos tipográficos sin vigor.
Por la mañana, vio que esta vez las cortinas estaban descorridas (habían permanecido corridas durante la primera parte de la noche). El día era gris y ventoso (el sol de este otro despertar)… Sintió que estos paralelismos ocultaban una verdad temible que iba a conocer de un momento a otro. Una verdad física, corporal, que crispaba los músculos de su vientre, subía hacia el corazón y lo estrechaba, cual una mano alrededor de un racimo de uva en la mezcolanza de las hojas. La verdad que no lograrían decir las palabras repetidas durante toda la noche.
No hubo ya más palabras, sino aquellos objetos que se presentaban a su mirada con su misterio, casi con una misteriosa sonrisa. La sonrisa fría de quien conoce ya el secreto. Aquellas cortinas, aquella lámpara con su gran pantalla de color naranja presidiendo la estantería, las chinelas cuyo confort desgastado pero de pronto insólito volvían a encontrar sus pies, el picaporte… Como movida por una premonición, abrió el armario, removió algunas prendas en sus perchas, descolgó aquel vestido negro, el único traje elegante que le quedaba. Sus pliegues, su escote bordeado por una trencilla de seda… Aquel vestido también decía silenciosamente un secreto a punto de revelarse…
Salió al pasillo, sin miedo alguno esta vez. Y como todos los objetos parecían querer confiársele, aquella gran caja encima del viejo ropero atrajo su mirada. Desde hacía ya años, al quitar el polvo o al pintar las paredes, se preguntaba qué podía contener, y se olvidaba de ella hasta la nueva limpieza… Acercó un taburete, tiró de la caja, la abrió. Lo que encerraba se descubrió extrañamente solitario, como una reliquia en el fondo de un relicario. Era un entablillado de escayola, uno de los primeros, sin duda, de los que había fabricado para su hijo y que éste había aprendido, desde muy joven, a confeccionarse él mismo. Éste era de un tamaño tan reducido que al primer golpe de vista Olga no supo si aquella escayola había moldeado una pierna o un brazo. Si, una pierna de niño cuyo contorno, de una fragilidad conmovedora, le resultaba conocido… Volvió a poner el entablillado en la caja, la cerró luego, pero no pudiendo reprimir su deseo, cogió de nuevo aquel molde de escayola, lo aplicó a su mejilla, a sus labios. Y fue entonces cuando sonó el secreto: «¡El incesto!».
Esta palabra se quebró en varios ecos, cada vez más antiguos. Vibraban en la noche de la primera nevada y hasta antes de aquella noche. Durante la noche en que los somníferos no habían producido efecto. E incluso antes, cuando por primera vez había sorprendido a aquel joven desconocido junto al fogón. E incluso más atrás aún en sus recuerdos. Aquel viejo abrigo, el de su marido en el cuerpo desnudo del adolescente. El invierno pasado lo había retocado y, viéndolo en los hombros de su hijo, tuvo que hacer un esfuerzo rápido, violento para no pensar en el cuerpo de su marido… Y su único vestido de noche. Y la única ocasión de ponérselo, las veladas en que L. M. la llevaba al teatro. Llegaba a casa de Li, le dejaba al niño y empezaba a prepararse. Cuando salía, vestida, el cabello realzado y perfumado, el cuello y el escote muy claros, el niño la observaba con una mirada insistente y hostil. Eso la hacía reír. Lo besaba, envolviéndolo con su perfume, le alborotaba los cabellos, le hacía cosquillas en el oído con su voz cálida imitando la voz amorosa que a su vez imita la voz con que se habla a los niños… Y también aquellas chinelas. Muy pequeño, se las puso un día, como un juego, cuando Olga estaba aún en la cama y él había salido al pasillo haciendo sonar sus suelas en el entarimado. Olga había protestado, débilmente, él no había obedecido. Olga se sintió invadida por una voluptuosidad aguda, la de sentirse tiernamente dominada, la de no saber ni querer resistir…
Después de devolver la caja a lo alto del ropero, se bajó del taburete. Todo estaba dicho ahora. Ya no había nada que entender. Lo sabía todo, hasta esto: la palabra incesto había sonado ya en ella, pero en tales honduras cavernosas de su pensamiento que, ascendiendo a la lengua, se había trocado en «crimen», en «monstruosidad», en «horror». Como esos peces de los fondos marinos que, sacados a la superficie, estallan o se transforman en una bola de carne irreconocible.
Incluso este espasmo rítmico que provocaba en ella su descubrimiento definitivo le era familiar ahora. Si, esta mano que se levanta en su vientre, comprime sus pulmones interrumpiendo la respiración y se adueña del corazón, un racimo de uva que con cada pensamiento la mano aprieta, afloja o, de súbito, estruja hasta la pulsación ardiente en las sienes.
Sabía asimismo que todos los medios de salvación imaginados desde entonces no formaban de hecho más que uno. Para romper la maldición de aquellas noches, había que huir y permanecer al mismo tiempo, explicarse y sobre todo no decir nada, cambiar de vida y continuar como si nada, morir y vivir, impidiéndose todo pensamiento sobre la muerte.
«Durante la primera noche, las cortinas estaban corridas; durante la segunda, descorridas», recordó sin razón alguna. Si, la razón era esta huida hacia adelante, prueba de que vivía ya la vida en que no se podía ni vivir ni morir.
Con la sensación de introducirse, gesto tras gesto, en esta nueva vida, Olga tomó el té, dejó una nota a su hijo y salió, como todos los domingos por la mañana. Anduvo por las calles de la zona baja, calles grises, de aceras espolvoreadas de pequeños granos de nieve. Sin confesárselo, esperaba un signo, una sacudida en aquella calma provinciana que hubiese podido atestiguar la deformación irremediable y tan cotidiana de su vida. Una vecina de la Horda asomó por el extremo de la calle, llegó a su altura y preguntó tras saludarla:
—¿Va a París?
—No, daba un paseo…
Olga esperó a que la calle volviera a quedar desierta, luego giró hacia la estación.
En el tren, siguiendo con mirada vacía el flotar de los campos tristes, de las aldeas sin vida, repitió varias veces, con el corazón como un racimo de uva estrujado: «Todo está dicho. Imposible vivir. Imposible morir…».
El tren paró unos minutos en una pequeña estación detrás de la cual se apiñaban las casas tristes y descoloridas de un pueblo semejante a Villiers-la-Forêt, pero más inanimado todavía en aquel día de frío y viento. Sólo una ventana estrecha en una rinconada de un pequeño patio atrajo su mirada. La red de las callejuelas, el desorden ingenuo de las puertas, los tejados, los saledizos y aquella ventana con el resplandor débil de una bombilla, con su calma de un domingo por la mañana…
Olga se retiró del cristal, tan brusca fue esta intuición: ¡así que en algún sitio de este mundo podía haber un lugar en el que lo que había de vivir era vivible! Una vida después de este «todo está dicho». Una vida secreta, inasequible a los demás. Como la que escondía aquella ventana entrevista por una viajera distraída.
En París, al salir del metro, se sintió presa de la fatiga y el agotamiento nervioso de las últimas semanas. Los peldaños de la escalera cedieron de pronto bajo sus pies, se agarró al pasamanos. Y con los ojos medio entornados, escuchó en su interior una voz quejumbrosa, casi infantil, suplicante: «¡Que Li lo entienda! Que lo adivine todo y me diga qué hacer. Que al menos tenga un minuto de paz…». Al reemprender su marcha, Olga reconoció en aquel tono próximo a las lágrimas la antigua voz de la «mala zorra».
«Te acuerdas, en la escuela, antes de la revolución, aquella tabla que la celadora jefe mandaba atar a la espalda de las que se encorvaban. Para que se mantuvieran tiesas. Se las advertía de lejos a aquellas pobres crucificadas, con sus hombros cuadrados, sus espaldas rígidas… Y, luego, un buen día, ¡nada de tablas! Los diarios hablaban de libertad y de emancipación…».
Trataba de explicarle a Li la impresión que, insensiblemente, había acompañado todos sus pensamientos desde la adolescencia. La impresión de que un día la vida había perdido cierta rectitud, cierta justeza, cierta regularidad. Un día en que se había introducido en sus vidas de rusos, en el país entero, un extraño capricho. De pronto les habían entrado las ganas de probar que aquella rectitud no era sino una quimera, un prejuicio de tenderos. Y de que se podía vivir sin respetarla o, mejor aún, mofándose de ella. Además, la vida parecía darles la razón: un labriego siberiano nombraba y destituía a los ministros, «purificaba», como llamaba él tales acoplamientos, a las damas de honor de la zarina y, según las malas lenguas, a la zarina misma, subyugadas todas por su fuerza carnal inagotable. Los periódicos representaban al zar como un enorme óvalo trasero ceñido por una corona. Matar a un policía se convertía en una hazaña en nombre de la libertad… Y luego, un día, habían dejado de colgar las tablas a la espalda de las colegialas que se encorvaban.
Al explicarlo así Olga creyó de repente entenderse a sí misma. Si, una vez retiradas las tablas, todo se vino abajo en este país. En su memoria era el recuerdo de un relajamiento puramente corporal. Durante cierto tiempo, ser torcido y desgalichado había pasado a ser la gran moda… La misma primavera en que les habían liberado las espaldas, Olga había participado, por vez primera, en un baile de máscaras. Atravesando un pasillo (el retrato de la abuela estaba colgado con la cabeza hacia abajo), había sorprendido a un hombre y una mujer acoplados en un sillón. Y como millones y millones de personas en aquella época, Olga había descubierto que un orden de cosas se estaba resquebrajando, pronto a desplomarse, o que de hecho no había orden, ninguna rectitud, tan sólo la costumbre servil que los ataba, como la tabla en la espalda, a las leyes llamadas naturales… Un año más tarde, había escuchado al poeta que sujetaba a sus dedos las garras de oso. Otro poeta pretendía beber el champán en el cráneo de su amada que se había suicidado. Luego, aquel mecenas que había encargado un icono representando un enorme súcubo desnudo…
Y estos caprichos, como una droga, daban por unos días una sensación embriagadora de liberación, pero exigían dosis cada vez más fuertes, mezclas cada vez más insólitas. Todos aspiraban al capricho supremo que los habría liberado de los últimos simulacros del mundo. Olga lo había experimentado una noche, en San Petersburgo, al regresar de una fiesta nocturna con un hombre que fingía creer lo que le contaba ella con voz fúnebre y extática. Se proclamaba dispuesta a entregarse únicamente a quien aceptara matarla después. ¿O antes? Dominada por su juego, ella misma olvidaba la versión inicial. Aquel hombre, el pintor que acababa de inventar el «rayismo», sabía que aquella muchacha de diecisiete años iba a convertirse en su enésima amante y que no la mataría desde luego ni después ni sobre todo antes. Pero jugaba y ya no advertía casi su juego. En cuanto a ella, a fuerza de pensar y hablar de «la maldición que pesaba sobre su sangre», había acabado creyendo que la transmitiría a su futuro amante y no al hijo…
Olga sintió que desde hacía un momento Li la escuchaba con un ligero recelo, el temor de alguien que presiente una confesión capaz de coger desprevenido, de adoptar el semblante tan familiar del amigo de rasgos desconocidos, inquietantes. Y hasta de minar una amistad antigua. De vez en cuando, le daba por asentir al relato con un celo y una pasión que nunca venían a cuento. Se indignaba por la tortura que infligían a las alumnas enderezadas con la tabla, censuraba a la pareja sorprendida en un sillón… Y cuando Olga había hablado de la vida corrompida en la capital de su juventud, Li había farfullado como excusándose: «Yo, figúrate, esta vida realmente no la he conocido. En las trincheras se veía sobre todo la muerte…».
De la cocina llegaba el silbido del escalfador. Su conversación vacilante se interrumpió. Sola, por unos minutos, Olga se sintió aliviada. No esperaba ya ningún milagro de comprensión… Y, no obstante, le pareció adivinar que Li, también ella momentáneamente sola, se aproximaba temerosamente a su confesión impronunciable. Y cuando entró con dos tazas y una vieja tetera con el pico desportillado en una bandeja, cuando con un aire exageradamente preocupado se puso a disponer aquella bandeja, a servir el té, a ajetrearse inútilmente en torno a cada detalle nimio («Espera, voy a cambiarte la cucharilla…»), Olga comprendió que detrás de aquellas palabras se formaba ya una afirmación grave, difícil de articular:
—Mira —dijo Li sin interrumpir el revoloteo de sus manos alrededor de la bandeja—, te he hablado antes de trincheras, de soldados. Viví tres años entre ellos. Así que sé de qué hablo. En su mayoría eran jóvenes. Y comprobé que algunos, muy pocos, morían sin creer en la muerte. Y en el momento de su muerte, nosotros, al menos por unos instantes, tampoco creíamos en ella…
Su voz se apagó y, casi murmurando, apartando la vista, susurró:
—Pero en tu caso no es lo mismo. Pues se trata de un niño. De tu niño… Discúlpame, soy idiota…
Y no sabiendo cómo romper el maleficio de silencio provocado por sus palabras, desapareció en el cuarto contiguo y volvió con un fajo de periódicos en los brazos.
—Dirás que no soy objetiva —anunció en tono casi jocoso que quería romper con la frase precedente—, pero ya ves, en el campo científico y… médico —su voz se deslizó de nuevo hacia el temor a herir—, los rusos, en fin, los soviéticos, están muy avanzados. Escucha lo que leí ayer, y no fue en el Pravda, sino en LeFigaro: «Un científico ruso, el profesor A. A. Isotor, ha hecho el descubrimiento sensacional según el cual el radio terrestre mediría 800 metros más de lo que se creía y la Tierra misma sería no esférica, sino elíptica…». Pensé que tal vez pudieras, con tu hijo… En fin, llevarlo allí, aunque sólo fuese para un análisis… una semana o dos…
Olga no pudo contener una sonrisa. Y para evitar un nuevo paso por encima del silencio, preguntó:
—¿Cuándo tienes previsto marcharte?
—Creo que todo estará listo a finales de abril. Las últimas nieves se habrán derretido en Rusia y podré viajar por carretera…
«Las últimas nieves… en Rusia…». Estas palabras se perdieron en la memoria de Olga para volver de vez en cuando durante el trayecto del regreso. Cada vez aquel eco aportaba una breve pausa de ensueño. Luego, la dureza de las palabras secas y definitivas rompía su halo nevoso. Definitiva era la certeza de no poder decir nunca, ni siquiera a la amiga más próxima, lo que le había ocurrido. Lo peor de cuanto podía imaginar Li era el agravamiento de la enfermedad en el niño. ¡Pero aquello! No, para una persona sana de espíritu era inconcebible… Como para todos aquellos viajeros que la rodeaban en el tren. Sintió alzarse un muro transparente entre ella y ellos, una cúpula de cristal que la transformaba a ella, con su deseo vehemente de confiarse, en un pez de acuario. Por un segundo le pareció que, aunque hubiera lanzado un largo grito de dolor, ninguno de sus vecinos habría vuelto la cara.
«Las últimas nieves… en Rusia…». Trató de retener en ella este eco, de hacerlo durar. Y de decir (a Li, a quien fuera) lo que estaba prohibido a las palabras. «Ves, te he contado mi juventud para justificarme. Todo se descomponía, se desordenaba, y nuestras vidas reproducían la imagen de este comienzo de siglo enfermo. Queríamos parecemos a él. Y así, en vez de vivir, jugábamos a una vida viciada, caprichosa. Nos daba la impresión de que, paralelamente, la vida habitual, despreciable por lo excesivamente rectilínea, proseguía, y que siempre podríamos volver a ella cuando estuviéramos hartos de nuestros juegos. Pero un día vi que mis dos vidas se habían desviado demasiado y que ahora habría que seguir hasta el final la que había elegido por diversión, por reto de juventud. Y he vivido esta vida mal elegida, puesta la vista en la otra. Y lo que me ocurre hoy día —lo has adivinado, ¿verdad?, sin que te lo explique, lo has adivinado todo y no has desviado la mirada—, sí, lo que vivo de monstruoso, de criminal, de odioso es la naturaleza misma de aquella vida descompuesta… Dime con toda sencillez lo que he de hacer. Dime que mi semblante no delata nada, ni la expresión de mis ojos, ni mi voz. ¿Crees que podré algún día mirar como antes estos árboles, estos raíles, este cielo?».
Era de noche cuando llegó a Villiers-la-Forêt. En la entrada, al quitarse los zapatos, observó que el par de zapatos masculinos había cambiado de sitio. «Se los habrá probado otra vez, esperando la primavera para poder llevarlos…». Imaginó a aquel muchacho jovencísimo, moreno, flaco, calzado con un par de zapatos bien cepillados, contoneándose, en ausencia de su madre, ante el espejo…
«La locura debe de parecerse a todo esto», se dijo mientras se dirigía a su habitación.