Las cortinas estaban cuidadosamente corridas, las anillas, ajustadas en la barra. Fue lo primero que vio al despertar, y lo último que pudo advertir casi con calma: «Habrá pensado que estas cortinas descolgadas lo estaban por culpa suya y…».
Retiró la manta, se levantó, observó su cuerpo bajo la bata como si nunca lo hubiera visto. Luego se volvió de cara a la cama. ¡La manta! Alguien la había puesto sobre sus pies descalzos… ¿Alguien? Se sorprendió esperando un error más, un malentendido, la intervención misteriosa de ese «alguien»… La estufa estaba cerrada; sin embargo, la víspera había quedado ligeramente abierta… Toda aquella habitación estaba plagada de objetos parlantes, cuerpos del delito de una presencia que no había ni que demostrar.
Detrás del terciopelo espeso de las cortinas se adivinaba un día deslumbrante. Los pliegues de la tela, aunque oscura, se hinchaban de luz cálida y corrían el riesgo de ceder de un minuto a otro bajo su flujo cegador. La habitación aislada en un silencio oscuro y sospechoso iba a ser inundada por el sol, despanzurrada por los ruidos… Olga se acercó a la puerta y, con la mano en el picaporte, vaciló un buen rato. Más allá de aquella puerta sólo podía haber un vacío cegador, vibrante con una sonoridad aguda, inaguantable.
Accionó el picaporte. El largo pasillo la impresionó por la infinita trivialidad de su perspectiva gris, de aquel viejo perchero, de aquel olor familiar. Al otro extremo, las paredes estaban iluminadas por el chorro luminoso procedente del cuarto de su hijo… Se dirigió hacia él, con el pensamiento ausente, los ojos agrandados, con aquella confianza irreflexiva de que todo se resolvería, por encantamiento, sin palabras, tan pronto como se cruzaran sus miradas.
No había nadie en aquella habitación jubilosa de sol. Nadie, y eso que él estaba allí, en aquel lápiz que señalaba la página de un libro, en aquella camisa sobre el respaldo de una silla… Como de costumbre. Como la víspera, como dentro de dos días. Aquella permanencia bonachona de las cosas la asustó. Y cuando, como cada día, el té empezó a condensarse en su taza, salió rápidamente de la cocina, cogió el abrigo y se fue de la casa.
Si hubiera proseguido este pequeño ritual de los gestos cotidianos, se habría transformado en ese ser monstruoso: la mujer a quien eso ha ocurrido. Eso era el oscurecer de la víspera, la noche. Lo comprendía, pero aún lograba mantenerlo sin nombre: eso.
Todo sonaba a su alrededor. Los chorros de sol, el centelleo de las gotas de nieve fundida que caían del tejado de la Horda, los añicos de hielo bajo los pasos. Y en aquella batahola un único pensamiento se debatía en rebotes incesantes de una sien a la otra: ¡irse! Esta solución salvadora la dejó al principio sin aliento por su sencillez. ¡Si, irse! Burdeos, Marsella… Se vio ya instalada en un tren, huyendo de lo que acababa de sucederle. Pero, de pronto, este recuerdo absurdo: «Aumento de la velocidad de los trenes. Burdeos… Marsella…». ¿Era, pues, este suelto de un periódico el que le sugería el destino de su huida? Y además, ¿cómo irse? ¿Con quién dejar al chico? ¿El chico?
El repiqueteo en sus sienes volvió con más fuerza. Si, había que irse, pero irse adelantándose al anochecer de la víspera, desbaratándolo, antes de que eso recibiera el nombre definitivo. Presentía la existencia de un lugar en el que la noche que acababa de vivir no aparecería más como horror y monstruosidad. Un lugar, o mejor dicho un tiempo, que era a la vez ahora y la víspera, y de igual modo un día futuro muy lejano. Un tiempo en que todo se reconciliaba, se reparaba, hallaba una justificación. Por un breve instante, creyó respirar la serenidad etérea de aquel tiempo prefigurado.
Volvió la realidad con el sobresalto de esa pregunta que le estaba haciendo una transeúnte:
—¿Se va usted? —repitió aquella mujer, extrañada de no oír la respuesta.
Era una lectora de la biblioteca.
—¿Va a París?
—No, ¿por qué?
Olga echó una ojeada a su alrededor. Había cogido un camino que los habitantes de la Horda tomaban para ir a la estación.
—Ah, bueno, pensaba…
—No, no, paseaba…
Cambió de calle y, enseguida, topó con un grupo de rusos. Luego con un matrimonio mayor que vivía en la planta baja de la Horda. A los pocos pasos, con una asilada. Se detenían, la saludaban, la observaban con un interés particular, le pareció. Ya no sabía cómo evitar aquel desfile de caras sonrientes, suavizadas por la abundancia de sol, por el brillo festivo de la nieve. La siguiente esquina fue un callejón sin salida. La panadería estaba cerrada. Tuvo la impresión de ser un animal al que se rastreaba más fácilmente aún por el suelo blanqueado. Y sus palabras eran anodinas sólo en apariencia, sus miradas escrutaban. ¿Qué era lo que adivinaban? ¿Hasta dónde podía ir su curiosidad? Siguiendo en sentido inverso su procesión llegó por fin a su origen: la capilla ortodoxa. Era, pues, una fiesta. Las palabras eran, por tanto, anodinas y las miradas no habían penetrado nada. Sumergiéndose en la oscuridad punteada de resplandores, Olga experimentó en su cuerpo una agradable relajación. La capilla estaba desierta. No se oía más que la presencia de una anciana que detrás de un pilar limpiaba suspirando el suelo cubierto de huellas de nieve derretida y arena. Olga se refugió en la parte más recóndita, se detuvo delante de un icono. No tenía ningún voto que formular. Sólo el deseo de acurrucarse en un rincón sin luz como un animal que acaba de ser herido y que, ignorando aún el dolor, se prepara ya para su irrupción. Distraídamente, tocó la superficie agrietada del icono, examinó el rostro inexpresivo, obtuso, del niño, luego el de la madre, de ojos asombrados, párpados densos, orientales. De pronto, un detalle grotesco le hizo dar un paso atrás: ¡la Virgen del icono tenía tres brazos! Si, dos manos sostenían al niño y la tercera, apartando los pliegues del vestido, se inmovilizaba en una señal de la cruz. Era la famosa Virgen rusa de tres brazos…
Pasó la tarde rondando lentamente por entre los árboles que se alzaban detrás de la Horda. Al acercarse el atardecer, dejó de fundirse la nieve. El sol se empotró en las ramas, se tiñó de rojo. Los sonidos se destilaban en el aire con una nitidez de notas musicales aisladas… Estaba sola, en la superficie blanca sus pasos se sumaban tan sólo a las huellas puntiagudas de los pájaros y a las de un niño, aquel chico pelirrojo que tiraba piedras a la capa de agua helada, entre el bosque y el río. Su familia había abandonado la Horda en la primavera pasada, pero el pelirrojo, por una especie de fidelidad infantil, volvía aún a los antiguos lugares de sus juegos. Las piedras pequeñas que tiraba no llegaban a quebrar el hielo y cruzaban la charca de un extremo a otro con un tintineo melodioso.
Olga seguía un instante aquel deslizamiento sonoro, luego reanudaba su paseo sin objetivo, por la nieve.
De vez en cuando, obedeciendo a una orden repentina, se detenía y trataba de sentir miedo, de temblar, de dejarse cegar por la monstruosidad de lo que había sucedido. «Es monstruoso, monstruoso, monstruoso… ¿Cómo? ¿Por qué? ¡Hay que morir! Huir. ¡Gritar, gritar, gritar!». Pero esta imploración enardecida sonaba en ella como en descargo de su conciencia, sin socavar el embotamiento opaco de su pensamiento. Trataba de romper la somnolencia, de fingir, a falta de vivirlos, los sentimientos que debería haber experimentado. ¡Pero no había sentimientos! Una nada inexpresable…
Y al lado de aquel vacío, un silencio vasto y etéreo que reinaba alrededor, la rugosidad de la corteza que tocaba su mano apoyándose en un tronco. Y aquel frescor amargo, picante, de las nieves y la imperceptible transición de las luces en su superficie. El brillo azul pálido del suelo nevado, el disco color naranja del sol bajo el entramado de las ramas. Y una mujer, ella, que iba a pasar ese final de jornada errando por la nieve, deteniéndose de vez en cuando, como ahora, aplastada una mano contra la corteza de un árbol, descalzo un pie y los dedos expulsando los pedacitos de hielo adheridos entre la piel y la media. En la capa de agua helada, el pelirrojo sigue su juego. Lo interrumpe al advertir la presencia de una extraña —esta intrusa, esta adulta cuya marcha aguarda—. Las piedrecitas reanudan su sonoro deslizarse. Con una agudeza intensa, Olga cree ver, por un segundo, lo que ve el chiquillo. Bajo el hielo, el fondo oscuro con las hierbas y las hojas presas en el cristal del agua parda. Luego, una larga mirada perdida en las ramas, abrasadas por el poniente, en el cielo. Un olvido tan profundo que las piedras recogidas empiezan a escaparse de los dedos y caen una a una en la nieve…
Olga conservó el reflejo de aquella mirada al regresar lentamente a casa. Y, al abrir la puerta, con una voz muy tranquila, llamó a su hijo… No estaba. Había ido a almorzar, y después había vuelto a salir. Presintió en aquella ausencia una generosidad excesiva del destino, de quien hay que desconfiar siempre. Su pensamiento despertó, ansioso. Y casi al instante sus ojos dieron con aquellos zapatos. Los que le había comprado ella de estraperlo unos meses antes, tras haber vendido su anillo de boda. Unos zapatos bastante finos, elegantes, pese a su piel gastada. El chico soñaba (Olga sabía que se los probaba a veces) con llevarlos desde la próxima primavera.
Aquel par de zapatos se transformaba ahora bajo su mirada en algo indecente, ambiguo… Estaban puestos cerca de la pared en la postura de un pasito muy vivo y ágil. La agilidad de un joven macho que adivina que su presencia asusta y excita a un tiempo. Olga se agachó y, luchando contra aquella repulsión que hacía temblar sus dedos, cogió uno de ellos. Luego metió su mano dentro. El gesto, maquinal desde hacía años, el tanteo en busca de un clavo cuya punta podía provocar una hemorragia…
No le dio tiempo a terminar su examen. El zapato se arrancó de sus manos, cayó. Y en el mismo momento, un grito se ahogó en su garganta:
—¡Estaba en mí!
Y otros gritos ahogados por el silbido de la sangre en sus sienes respondieron como un eco: «Estaba en mi cuerpo…». Comprendía ahora por qué eso permanecía sin nombre. Pues para un nombre, no había que hablar de sentimientos, sino decir esas palabras rudas, feas, groseras que se trasvasaban como un flujo pegajoso en su garganta: «Me violaba. Me poseía cuando tenía ganas. Me desnudaba, me tomaba, me vestía después…». El horror de estas palabras era tal que, enloquecida, intentó volver a aquella tarde de silencio y nieve pasada bajo los árboles.
Entreabrió la puerta exterior. Un crepúsculo azul, límpido, teñía ya el prado que bajaba hacia el río… ¡No, aquella tarde de paz nunca había existido!
Una ilusión, un espejismo de felicidad. Veía ahora que en realidad no era un deambular fantasioso, sino una carrera jadeante, insegura. Una vuelta frenética por entre los troncos negros. Había corrido, volviendo sobre sus pasos, escapando. Luego se había detenido para quitarse la nieve de los zapatos y había pensado en la paz que procura la muerte. Había nacido una mujer muy diferente: la que podía contemplar largo rato —¡eternamente!— aquel sol bajo enredado en las ramas, el deslizarse de las piedras por el cristal de agua helada y los ojos del chiquillo extraviados en el cielo…
Si, había podido distinguir la dicha inefable de aquel atardecer de invierno, transportada a la muerte.
El zapato negro al caer había ido a parar al lado del otro, imitando, esta vez, un paso muy corto, amanerado. Olga se dijo que de todas las soluciones que habían surgido en su pensamiento dislocado desde la mañana —irse, explicar, no decir nada— la muerte era la más tentadora, la más fácil de aceptar y la menos real. Pues era preciso seguir ejecutando, a diario, mil movimientos de prevención semejantes a aquella búsqueda de las puntas agazapadas dentro de los zapatos. Volvió a coger el que había caído para completar su examen… En aquel momento llamaron a la puerta.
Sin azaramiento, con el corazón mudo, inmóvil, fue a abrir, viendo ya los ojos de su hijo. Cruzó el pasillo con paso muy regular, tenso, como si subiera al patíbulo.
La aparición en el umbral del chiquillo pelirrojo, del pequeño tirador de piedras, parecía ser una alucinación que había que aceptar con calma. La cara exageradamente seria del niño anunciaba con evidencia que lo enviaban como mensajero y que era consciente de aquella misión.
Dijo lo que le habían pedido que dijera, con aquella mezcla de frases rusas y palabras francesas, frecuente en los chicos nacidos en la Horda de Oro. Una mezcla asimismo de la solemnidad circunstancial y sonrisas nerviosas que extendían sus labios. Excesivamente emocionado, confundió el orden lógico: «Cerca del puente… Hospital… Se ha herido… Le piden que vaya…».
Olga observaba la boca del pelirrojo como si aquella boca tuviera una existencia aparte. Y aquella mirada acabó asustando al chiquillo. «¡Ni siquiera ha llorado!», exclamó y echó a correr, no pudiendo soportar más la violencia de los ojos que arañaban sus labios.
Al final de la semana, Olga pudo llevarse ya a casa a su hijo. Su convalecencia fue un tiempo de silenciosos reencuentros. La inmovilidad y el sufrimiento lo volvían de nuevo a la infancia. Olga se sentía más madre que nunca.
La noche de la primera nevada —aquella noche— formaba en su mente una extensa región de sordera que aprendió a evitar por el pensamiento y de la que sólo le llegaban algunos fragmentos dispersos. Eran parecidos a esos rosarios de burbujas de aire que, de vez en cuando, dejan escapar las aguas estancadas. Comprendió, por ejemplo, por qué aquella noche había sucedido la víspera de un domingo, como aquélla, por otra parte, en que se había dormido en el cuarto de los libros. Si, un domingo, cuando el sueño anormalmente prolongado tomaba fácilmente el aspecto de los días en que se pegan las sábanas… Recordaba también que uno de los escasos juegos que encantaban a aquel niño taciturno a la edad de seis o siete años consistía en llamar a la puerta del piso y esconderse, preparando la sorpresa de un visitante ausente. Había sin duda en esta broma, se decía Olga, la espera del regreso de su padre cuyo viaje se le hacía ya interminable…
Estos recuerdos la turbaban, pero no duraban. Lo mismo que aquel reflejo fugitivo de retroceso que tuvo al ver la pierna de su hijo, aquella pierna pálida de la que acababan de quitar la escayola. La rodilla y sobre todo el pie seguían aún turgentes, y los dedos, pequeños, apretados, eran de una lindeza infantil y extrañamente equívoca en aquella carne hinchada y grisácea, en aquel gran pie de hombre… El médico palpaba aquel pie con movimientos seguros y precisos que recordaban los de un artesano manejando una pieza de madera. Seco y poco locuaz, parecía experimentar cierto placer en la brevedad sin réplica de sus afirmaciones: «Habrá que operarlo, enderezarle la rodilla», explicaba en ese tono atento a evitar todo sentimentalismo. «Pero lo haremos más adelante, cuando haya descansado…». Aquella misma noche, Olga releyó por milésima vez las páginas dedicadas especialmente, le parecía, a este caso de la enfermedad, precisamente a aquel día de la vida de su hijo. A menudo, leyendo aquellos libros, tenía la impresión absurda de que sus autores conocían a su hijo y preveían la evolución de su mal. Esta ilusión era singularmente grande aquella noche, en las líneas que pronunciaba mentalmente reconociéndolas de memoria según los contornos de los párrafos: «La pierna más o menos doblada sobre el muslo no permite sino un andar penoso y cansado de puntillas. Los músculos del miembro inferior se atrofian…».
Por la noche, antes de dormirse, imaginó, muy físicamente, la infinita complejidad de los años que había vivido, su enmarañamiento sin principio ni fin, sin ninguna lógica. El recuerdo del niño se entretejió en aquella madeja como una vena puesta al descubierto, ardiente. Vio de nuevo a aquel adolescente pálido que en la consulta del médico se vestía con brusquedad precipitada. Veía sus muñecas frágiles y, cuando tenía la cara levantada, aquellos minúsculos vasos sanguíneos de color azulado bajo los ojos… No pudo permanecer acostada, fue a la ventana y, con los ojos cerrados, la frente pegada al cristal, se dijo que ésta era la lógica de aquella vida dolorosa y caótica: este adolescente que cumpliría quince años en primavera, si había para él tal primavera…
Y luego, una noche de diciembre, en la fina película que siempre se formaba en su infusión distinguió aquel ligero reflejo de polvo blanco. Asombrada ella misma por su calma, vació el líquido, lavó el pequeño recipiente de cobre y lo puso en la escurridera. Y, sintiéndose observada por todos los objetos, por las paredes, se fue a su habitación.