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El edificio de la antigua fábrica de cerveza, invadido por malas hierbas y largas trenzas de lúpulo, fue a comienzos de los años veinte el primer punto de anclaje para una pequeña comunidad rusa llegada a Villiers-la-Forêt. La construcción, de ladrillos rojos oscurecidos por más de un siglo de sol y lluvia, tenía un remoto parecido con una fortaleza: el cuadrado de las paredes cerradas en torno a un patio interior, ventanas estrechas entre aspilleras y lucernas. La proximidad del río que corría detrás de la fábrica aumentaba esta impresión de aislamiento fortificado.

Los primeros en llegar pusieron en la disposición de aquellos espacios, tan poco previstos para viviendas, un celo entusiasta de exploradores, una confianza inmoderada de colonos. Las naves de producción fueron divididas en pisos insólitos, alargados. La parte sur de la fábrica acogió a los residentes del futuro asilo de ancianos. En un local situado encima de la entrada principal, orientada a la zona baja de la población, se instalaron las primeras estanterías de la biblioteca. La fábrica se llenó rápidamente de habitantes y, durante los primeros meses, creían que en aquel lugar protegido, distanciado de la población, se vería nacer una nueva forma de existencia humana, fraterna, justa y casi familiar. Viejo sueño ruso…

Con los años fueron esfumándose aquellas primeras esperanzas y la fábrica se transformó en un lugar de viviendas, lejano y falto de comodidades. La gente se daba prisa en marcharse en cuanto disponía de medios, para instalarse en las callejas de la zona baja, o, mejor aún, en el barrio de la alcaldía, o, por último, en París. Estas diferentes partidas trazaban una especie de jerarquía del éxito personal, engendraban envidia y rivalidad que borraba a veces una marcha muy distinta: la muerte. Ésta reunía a todo el mundo en torno al ataúd de una vieja asilada que iba a dejar el edificio de ladrillos rojos convirtiendo, por un tiempo, en irrisorias las otras mudanzas y en semejantes todas.

El gran sueño inicial no dejó, a fin de cuentas, más que una huella visible: aquella extraña construcción de unos veinte metros de longitud, un anexo pegado a la pared de la fábrica, frente al río. En su ignorancia arquitectónica, los emigrantes esperaban duplicar fácilmente el número de viviendas ciñendo el edificio con un largo complemento que sólo tendría necesidad de una pared. Pero el material resultó demasiado caro, algunos vecinos, malos pagadores y, en primavera, el río crecido inundó el tramo ya construido. Una especie de pequeña chalupa arrastrada por la corriente apareció aplastada contra la puerta. El lodo empastó la parte inferior de la construcción. Los emigrantes comprendieron entonces por qué los habitantes originarios de Villiers-la-Forêt dejaban desocupado aquel vasto descampado entre la fábrica y el río…

La casa adosada permaneció sin vida hasta la llegada, en 1939, de la princesa Arbélina. Ella fue quien la limpió y la acondicionó, plantó flores bajo las ventanas y un serbal cerca de la escalera. Durante los años siguientes no tuvo que afrontar la crecida del río.

Menospreciada precisamente a causa de su carácter familiar, que, según los primeros ocupantes, hubiera debido garantizar su gloria, la antigua fábrica de cerveza recibió dos motes irónicos que los emigrantes usaban indistintamente y que, con el tiempo, adoptaron incluso los franceses: Horda de Oro y Caravanserrallo. Sólo algunos conjuntos mecánicos cubiertos de varias capas de yeso y pintura recordaban aún el destino original del edificio. Aquella barra de acero que cruzaba el techo del refectorio de la residencia de ancianos, aquella gran rueda incrustada entre las ventanas de un pasillo. Pero, sobre todo, aquella enorme polea adosada a la pared de la biblioteca. No se habían arriesgado a desprenderla de sus soportes por temor a ver hundirse toda una planta. Además hacía tiempo que los habitantes de la Horda no se fijaban ya en aquellos vestigios de hierro que mostraban acá y allá sus vigas o palancas inútiles.

Viviendo en aquel extraño anexo, Olga tenía la sensación de estar muy alejada de la vida comunitaria de la Horda. Su casa, apoyada al dorso de la antigua fábrica, se hallaba así sin ningún contacto con el patio interior donde se cruzaban todos los nervios de aquel hogar de exiliados. Para ir a la biblioteca todas las mañanas, tenía que bordear la pared paralela a la orilla del río, sortear dos ángulos de la fábrica y hasta dar a veces un rodeo por una de las callejuelas curvas de la parte baja de la población para evitar los lugares empapados y aquel montón de escombros cubiertos de ortigas, restos de obras abandonadas. Así, entrando por la puerta principal, se hacía cada vez la ilusión de llegar de muy lejos. Además, cuando se instaló, la mitad de las viviendas antes superpobladas estaban deshabitadas. Durante la guerra, aquella dispersión de la Horda iba a acrecentarse. Sólo quedaban los vecinos que no eran bastante ricos para marcharse, como el viejo esgrimidor de sable, o los que no eran todavía bastante ricos para desearlo, como aquel joven pintor de blusa endurecida por capas abigarradas de pintura. Estaban también las residentes del asilo de ancianos, que no se iban porque esperaban la muerte. Y algunos propietarios de huertas que aguardaban la cosecha. Finalmente, algunos excéntricos que no esperaban nada y no encontraban diferencia alguna entre la Horda, París o Niza. De vez en cuando, por la ventana de la biblioteca, Olga veía a uno de esos soñadores detenerse en mitad del patio y seguir largo tiempo el paso de las nubes.

A finales del otoño de 1946 su casa parecía, más aún que de costumbre, alejada de la Horda de Oro, de la población, ajena al mundo. Las lluvias la aislaron, transformando el sendero que rodeaba la pared de la fábrica en un punteado de matas de hierba. Luego, llegó el frío, que por la mañana empezó a cubrir de escarcha aquel camino efímero. Los cortes de suministro eléctrico anunciados regularmente por los periódicos no sorprendían ya más que el temblor de las velas detrás de los cristales negros de la Horda.

Los pensamientos y los miedos que la habían atormentado tanto durante los pasados meses se habían transformado desde entonces en un diálogo mudo que imaginaba entre ella y Li. Confiaba a su amiga, muy comprensiva como son siempre nuestros interlocutores en esas conversaciones imaginarias, que, de joven, tenía la sensación de vivir no por vivir sino para demostrarle a alguien que era libre de cambiar por un simple capricho el curso de su vida. ¡Capricho! Si, toda su juventud había estado roída por ese nerviosismo, esa agitación gesticulante, esa voluptuosidad de mofarse, de provocar, de negar. Lina vida errónea, fracasada, extraviada, mal orientada… Li daría sin duda con la palabra justa.

Esos diálogos silenciosos no eran, por lo demás, más que breves intermedios en aquel tejido a un tiempo denso y transparente a través del cual lo veía todo en este mundo: la vida de su hijo. Acabó aceptándolo bajo los rasgos de aquel adolescente que se le había aparecido una noche de septiembre y cuyo recogimiento y discreción rayaban en la ausencia. A veces el tejido de los pensamientos que no dejaba nunca a aquel hijo se hacía espeso, la ahogaba: era el momento del regreso, a menudo imprevisible, de la enfermedad.

Tuvo la misma sensación de ahogo durante la última entrevista con el médico. Aquel hombre seco y casi desagradable le gustaba. Con él, no temía que le ocultaran lo peor… Aquella vez, en el tono con que le dio ánimos al chico, hubo notas discordantes. Olga creyó oír esa entonación voluntariamente festiva que sirve para dar confianza a un enfermo entrado en años. Si, a un paciente cuyo declive se sigue y a quien se promete algunos años más con la generosidad de un bienhechor…

Al día siguiente hubo de nuevo un corte de suministro eléctrico. A Olga la alegraba: en la penumbra se adivinaba menos en sus rasgos aquel reflejo mutilante dejado por la conversación con el médico. Se fueron los lectores. Olga permaneció un largo rato ante la ventana que se apagaba manifiestamente. En el crepúsculo, un puntito luminoso avanzaba lentamente por el amplio patio interior de la Horda. Alguna vieja asilada, sin duda, vela en mano, que visitaba a una amiga residente en el ala opuesta del edificio. Bajo el viento, un torbellino de hojas secas describía amplios círculos a lo largo de las paredes, arrastrando así las páginas locas de un periódico. En el centro del patio se detuvo el pequeño resplandor. Se distinguió vagamente otra figura frente a la que llevaba la vela. Sus caras se inclinaron hacia la llama protegida por una mano débil, casi translúcida… Olga se dijo que aquel encuentro en el viento de otoño, alrededor de aquella llama frágil, tal vez fuera un eco debilitado del sueño que acariciaban los primeros habitantes de la Horda de Oro.

Fue también un día pasado sin luz… Un sábado. La semana que lo había precedido estaba atravesada por chaparrones que vitrificaban el aire apagado. Durante la última noche aquel vidrio fluido se solidificó. El suelo cubierto de pisadas heladas y de baches duros como la piedra hacía penosa la marcha. Los lectores se daban prisa por regresar a casa mientras se veía aún un poco dónde se ponía el pie en aquel patio erizado de pequeñas crestas cortantes y de tierra helada…

Olga salió de la Horda, observó cuán escasas eran las ventanas donde palpitaban las velas, pensó en aquella extraña fortaleza que cada año se vaciaba más. Por fin, lentamente, tanteando las asperezas del suelo, inició su trayecto cotidiano. Primero en un pasaje de la zona baja, después a lo largo de las paredes de la antigua fábrica… Al llegar a la esquina de su casa, sintió el indefinible cambio que se había producido en la naturaleza desde hacía un momento. Una tímida mejoría del tiempo, una relajación mate, silenciosa. La misma tonalidad del aire era distinta, llena de una vaga luminosidad malva. El viento, que aun a mediodía quebraba la vista en agujas de lágrimas, había cesado. Detrás del ramaje de los sauces, el río tenía una consistencia de tinta. Y con una alegría antigua, Olga reconoció aquel momento de espera, el soplo suspendido de la naturaleza que anunciaba, en su infancia, la ondulación de la nieve…

Lo vio en la pequeña ventana abierta bajo el techo del cuarto de baño. Los copos penetraban en la penumbra cálida y desaparecían en un breve chispear irisado. El silencio era tal que se oía el crepitar de la vela puesta en las grandes losas porosas del suelo…

Tomaba el té, perdida la mirada en el halo naranja y fluido en torno a la mecha, cuando alguien llamó a la puerta. Extrañada sin estarlo realmente por aquella visita tardía, cruzó el pasillo, llevándose la vela, acompasado el paso por las oscilaciones de la llama. Eran las once de la noche. Sólo un ruso podía presentarse tan tarde sin más motivo que las ganas de hablar. O un francés, pero entonces con una razón urgente, grave. La idea de que podía ser un vagabundo no se le ocurrió hasta el último segundo. Giró la llave, lanzando un maquinal «¿quién es?», y abrió la puerta. La vela se apagó. No había nadie… Salió al rellano y, como para aflojar un ligero nudo de angustia, hasta dio unos pasos siguiendo la pared. Nadie. Los copos dormitaban en el aire gris, difundiendo una luz cenicienta, cautivante. La tierra ya era medio blanca. Era sobre todo ella la que alumbraba la noche. El prado, nevado, parecía más amplio, y aquel vacío penetraba, a cada inspiración, en el pecho con un frescor picante y amargo. Y también muy antiguo en su memoria.

Sin abandonar su ensueño, sorbió lentamente el té, ya apenas tibio, y fue a su habitación. El olor a la corteza que ardía en la estufa la embriagó. Quiso descorrer las cortinas para llenar la estancia con el reflejo azul de la nieve… Pero su movimiento fue demasiado brusco. Una de las anillas, una pesada anilla de bronce, se deslizó hacia la alfombra. La habitación pareció cortada en dos mitades, una bañada en un candor lácteo, la otra más negra que de costumbre. Acercó una silla. Luego pensó que antes había que encontrar la anilla. Se inclinó. Se dio cuenta de que sin vela no se veía bastante en aquella mitad negra de la habitación… De pronto, se sintió invadida por una agradable lasitud que confundía la sucesión de sus movimientos: buscar, encender, subirse a la silla, ajustar. No, antes encender la vela… agarrar la anilla… Le falló la fuerza. Una somnolencia rápida pesaba ya sobre sus párpados, relajándole el cuerpo. La claridad brillante de la nieve la hechizaba. Se apartó de la ventana. Detrás de ella surgió el borde de la cama, que le hizo doblar las rodillas. Se sentó. Permanecer despierta exigía ahora un esfuerzo cada vez más concentrado. Seguía creyendo que eran la nieve, el olor de la corteza quemada, la intensidad de sus recuerdos los que la habían sumido en aquella niebla de cansancio. Se echó, desató el cinturón de su bata. Aquellos movimientos se realizaban con la lentitud de los últimos pasos de una figurita de caja de música. Vacilaba por la pendiente resbaladiza del sueño con la certeza absoluta de que, a toda costa, había que prolongar aquellos minutos de vela…

Cuando el muchacho penetró en la habitación, fue para ella el último instante de conciencia. El instante en que el nadador que se ahoga logra, por última vez, volver a la superficie y ver el sol, el cielo, su vida todavía tan cercana…

Se detuvo en la frontera plateada y negra que dividía la habitación. Plateada como la nieve detrás de la ventana, la transparencia azulada en la puerta, en la silla, en la alfombra. Negra como la oscuridad que se condensaba en torno a la cama. Dio un paso y, confundido por la fosforescencia nevosa de la noche, pisó el borde de la cortina que se había desprendido antes. Cayó otra anilla. Al principio inaudible en la alfombra, rodando súbitamente luego por el entarimado con un tintineo ensordecedor, ¡paralizante!

Hubo entonces unos segundos interminables de no vida. Aquel adolescente inmóvil en el chispazo del magnesio. Olga que concentraba en torno a su cuerpo toda la oscuridad de la estancia… La anilla, prosiguiendo su trayectoria pérfida, inició una lenta rotación tintineante. Los círculos se estrechaban lentamente sobre un centro que en el silencio parecía no llegar nunca… En aquel instante de no vida acompasado por el recorrido cada vez más reducido de la anilla, Olga tuvo tiempo de comprenderlo todo. No, más bien de quedar cegada por un fulgurante puntilleo: el movimiento de un chico desconocido sorprendido al comienzo del otoño, el reptil, el aceite en los goznes de la puerta… Y hasta aquel puente destruido, aquella viga de acero por la que un adolescente avanza como un sonámbulo. Un grito lo habría hecho caer. Como ahora en la travesía de esta habitación…

Calló la anilla. Tras otro minuto sin fin, Olga vio destacarse una sombra larga, delgada, sobre el fondo del cristal blanqueado por la nieve. Las líneas de aquella aparición se perdían en la penumbra azul. Las ramas cubiertas de escarcha se apartaban a su paso. Los cristales giraban lentamente, espolvoreaban sus cuerpos, se fundían en su piel. Olga lo vivía ya más allá del sueño.