Tercera parte

Una gran mansión nobiliaria de dos plantas, las cuatro columnas blancas de la fachada, pero sobre todo ese extraño jardín en el que se atan almohadas blancas a los troncos de los árboles. Si, manzanos en flor y esas almohadas blancas atadas con una gruesa cuerda…

Ella tiene seis años, ya sabe que las almohadas protegen no los árboles, sino a ese chico de diez años, pálido y caprichoso, su primo. Ya se ha dado cuenta de que los rasguños y los cardenales que ella se hace jugando llaman mucho menos la atención que una simple picadura de mosquito en el brazo del niño. Esas rarezas no impiden gozar de la gran suavidad de los días que pasan sin dar la impresión de pasar. Cada atardecer, en el momento en que el sol se demora en las ramas de los manzanos, el olor a té se difunde alrededor de la terraza. Un viejo criado se pasea lentamente de un árbol al otro recogiendo las almohadas…

Las restantes dichas de este comienzo de vida se observan demasiado tarde, cuando no queda de ellas más que un recuerdo. Ella crece… Y, casi al mismo tiempo, se entera (sorprendiendo las conversaciones de los adultos) de tres cosas asombrosas. La primera: su madre no se consolará nunca de la muerte de su marido, pues «lo ama aún más que en vida», dicen. La segunda: advierte, muy vagamente, en qué consiste la enfermedad de su primo y se adivina a sí misma partícipe inconsciente de un misterio a la vez inquietante e infrecuente. Por último, la tercera: descubre que su abuela, a la que entierran un hermoso día de primavera, ha sido siempre «conservadora y reaccionaria», las palabras que su lengua de adolescente tiene dificultad en articular, pero que le gustan por su sonoridad… Los cambios que empiezan casi inmediatamente después del entierro le revelan los pequeños goces desaparecidos: ya no atan las almohadas a los árboles, el primo tiene quince años, temen menos por su salud y, al atardecer, ya no encuentra aquel instante dichoso en que el viejo criado rondaba lentamente por la huerta desatando las cuerdas, el instante en que flotaban el olor a té y el primer frescor del bosque…

Pero la vida nueva tiene sus ventajas. Nadie presta ya atención a esta adolescente que pasa el verano aquí, en Ostrov, en la propiedad heredada por su tío. Es libre de ir al pueblo, donde los aldeanos ya no se quitan la gorra al cruzarse con sus antiguos señores. Los adultos lo celebran: en los tiempos de la abuela, aquella vieja reaccionaria, dicen, los lugareños se inclinaban hasta tierra al saludarla… Hablan a menudo del Pueblo al que «todo hombre honrado» debe instruir, ayudar, servir. Y es también una novedad. La abuela hablaba de Zajar, el zapatero remendón, del herrero Vasili, del borracho Stiopka, que robaba las gallinas. Conocía también los nombres de todos sus hijos. Pero nunca hablaba del «Pueblo». Ostrov fue una de las pocas propiedades que no fueron incendiadas durante los disturbios del año pasado. Los adultos veían en ello la consecuencia del despotismo de la abuela…

Pero la principal novedad es que se vive en una espera nerviosa, excitante, de la novedad. Es el comienzo del nuevo siglo, de la «era nueva», dicen ciertos amigos del tío. No saben cómo acelerar la marcha, demasiado lenta para su gusto, de un país excesivamente pesado.

De esta impaciencia, de este deseo de cambios, les viene, sin duda, la idea de los bailes de disfraces. El mejor amigo del tío, el que habla del Pueblo más a menudo que los otros, suele disfrazarse de campesino. Olga observa además que hablan del Pueblo con la máxima pasión precisamente antes de las fiestas que reúnen a los propietarios de las fincas vecinas y a la gente venida de la capital. Si, como si con estas conversaciones generosas quisieran que se les perdonaran los excesos del baile…

Olga tiene doce años cuando, en el transcurso de una fiesta, sorprende a aquella pareja insólita en el cuartito donde se alojaba el viejo criado encargado de colgar las almohadas de los árboles, fallecido ya. El hombre disfrazado de campesino y aquella mujer en una nube de muselina, un murciélago… La casa parece ondular bajo las olas de la música, crepitar de petardos, resonar de carcajadas. Es la primera vez que pasa desapercibida: su ya alta estatura, más un simple antifaz negro le dan una invisibilidad que la embriaga. Encuentra a un caballero armado que levanta la celada de su yelmo para beber un sorbo de champán, a una mujer vestida de torero; Olga adivina que es una mujer por las líneas de su cuerpo («Soy mayor si ya puedo adivinarlo», piensa ufana)… En un salón, ese hombre tendido en un diván, con la camisa enteramente desabrochada, la cara descolorida que golpean las mujeres con servilletas húmedas. En la estancia contigua, una mesa con las sobras de la cena y ese invitado, solo, que se ha quitado la máscara y la peluca y come con aire de decir: «¡Me importa un bledo lo que piensen! ¡Estoy cansado, tengo hambre y como!». Una pandilla pintarrajeada irrumpe de pronto en la estancia, suenan las risas, varias manos escancian vinos diferentes en su copa, le llenan el plato de manjares que se mezclan. El hombre se debate, se ahogan gruñidos en su boca llena. Los importunos desaparecen llevándose su peluca…

Este robo le da envidia, querría cometer también una pequeña diablura. Topando con un joven mago dormido, Li, se lleva su varita mágica. A los pocos minutos, la varita le resbala de las manos y el ruido de la caída arranca al falso campesino y a la señora de muselina de su tierno y salvaje combate. Los ojos del hombre acostado en el sillón se abren de par en par, la parte superior de su cuerpo se levanta. La mujer a horcajadas en su vientre se retuerce para no perder el equilibrio… Al final del pasillo, la sala con la mesa de la cena: un lacayo bebe a escondidas en la copa del hombre al que han robado la peluca… En la escalera, el retrato de la abuela colgado del revés, la cabeza hacia abajo: la broma preferida de los invitados durante las fiestas. Olga descuelga el retrato, lo invierte. En ese momento, por el otro extremo del pasillo aparece el falso campesino. Olga se precipita hacia el estrépito de un piano, esperando fundirse en la multitud de los que bailan. Pero el pianista está solo. Es un Otelo exageradamente negro, borracho y que inunda la sala con una avalancha de virtuosismo y desesperación. Las teclas blancas están todas manchadas de negro… El cansancio, la noche, dos copas de champán que le han servido sin reconocer su cara bajo el antifaz hacen inestable el suelo del jardín. La espuma aljofarada de los manzanos invade los senderos, la extravía en el blancor oloroso de las ramas. De pronto, al fondo de esta espesura nocturna, se oye el galope de un caballo. Se acerca, se dirige hacia ella, invisible, cada vez más amenazador, parece perseguirla, pronto a surgir en medio del estrépito de las ramas rotas. Ella se estrecha contra un tronco y en el mismo instante aparece el caballero. Es un alumno oficial que ha venido a la fiesta sin pensar en el disfraz y, cansado pronto por la alegría alcohólica de los otros, se ha escapado y sobrevuela ahora el jardín y los campos dormidos. Su uniforme negro brilla de pétalos blancos. Olga comprende que era a él a quien buscaba inconscientemente a través de las salas…

Al día siguiente nota una ligera sensación de incomodidad en la voz de los adultos que le hablan, en la mirada que unas veces evita la suya y otras parece interrogarla. Por primera vez en su vida goza de su debilidad. Comprueba que su mundo es mucho menos seguro de lo que parece y que se puede sacar provecho de esas incertidumbres. Una voz desconocida suena en ella: una voz burlona, agresiva, que en adelante se impone el deber de detectar los rincones vergonzosos de cada pensamiento, de cada gesto, de remover la hez espesa de los corazones… Cuando, al anochecer, una prima suya empieza a tocar una polonesa melancólica, esa diminuta voz despierta: «Y si le dijera que ayer, en una habitación, a diez metros de aquí, una mujer vestida de murciélago se agitaba como una posesa, a horcajadas sobre un hombre, ese hombre del que mi pobre prima está locamente enamorada…».

El mundo es, pues, ese juego excitante, cruel. Un juego de combinaciones inagotables, de reglas que uno mismo puede cambiar en el transcurso de la partida.

Tres semanas después, una nueva fiesta se inicia, como siempre, con un castillo de fuegos artificiales. Li, con su capa de mago, oficia, dichosa por los aplausos y los gritos que acompañan cada salva. La alegría llega a su culminación cuando aquel cohete violeta falla en su ascenso y derrama sobre el césped y hasta en las raíces de los manzanos un violento chorro de chispas. Li se suma al jolgorio general, su voz se pierde en el coro desordenado de los invitados. Tardan varios minutos en comprender que su risa es un horrible sollozo de dolor. La rasgadura blanca que le surca la mejilla desde el mentón a la sien se llena de sangre… Por la noche, en la casa donde pesa el silencio de una fiesta abortada, Olga piensa de nuevo en las reglas inciertas y cambiantes del juego que llaman la vida. Li es lo que los otros llaman «hija de padres pobres». Según todos los libros, según el sentido común, según los buenos sentimientos de los que se había nutrido su infancia, Li tenía derecho a un maravilloso desquite que habría recompensado su bondad, su modestia. Y he aquí que ha quedado atrozmente desfigurada para toda la vida… ¿No habrían hecho bien, pues, colgando del revés el retrato de la abuela? Esa herida es sin duda un guiño que les dirige la vida, esa vida verdadera, complicada, oculta, provocadora, implacable, burlona y que se divierte mofándose de los buenos sentimientos.

Olga parece penetrar la lógica de esta vida: «Si no hubiera dejado caer la varita de Li en la puerta de la estancia en que el campesino y el murciélago se besaban, este hombre no se habría reído ante todo el mundo en el momento de los fuegos artificiales diciendo que “este mago mete la nariz donde no debe y escucha detrás de las puertas”. Li no habría oído este comentario ofensivo e injusto. No le habrían temblado las manos. El cohete habría ascendido hacia el cielo… ¡Todo se debía, pues, al capricho de aquel bastoncito que rodó por el parquet!».

«Li no habría quedado desfigurada si el deseo no hubiese acoplado a aquel falso campesino y al murciélago…». Así sigue repitiéndolo cuatro años más tarde, en la primavera de 1916. Tiene dieciséis años, como el siglo. Entretanto, el tío se ha suicidado, la propiedad ha sido vendida, la antigua mansión derruida, la huerta arrasada. En el emplazamiento de la casa queda el rectángulo de los cimientos cubiertos de malas hierbas. Pequeños escarabajos rojos corren a lo largo de los leños carcomidos, por las losas de granito coloreadas de liquen amarillo. Y encima, en el vacío primaveral del cielo, el ojo no puede menos de ver, cual un espejismo, la casa desaparecida, las ventanas con su mirar brillante, las cuatro columnas de la fachada, las paredes de madera renegridas por el tiempo. Perpleja, cree reconocer en esa casa transparente la disposición de las habitaciones, la dirección de los pasillos. Este gran cubo de aire contiene una densidad inimaginable de vidas de antaño, una larga sucesión de generaciones, y la habitación por donde transita durante tres días el ataúd de la abuela, y el ruido de las fiestas, toda aquella avalancha de palabras efímeras pero que hacían feliz o partían los corazones, y todas las noches de amor, y todos los nacimientos, y hasta aquel cuarto perdido en el cruce de las galerías y los pasillos, aquél en el que un hombre con traje de campesino mira con aire adormilado a una mujer cuya respiración entrecortada da cadencia al placer. Y aquella cama en la que está echada una adolescente a la que pronto quitarán de la cara los vendajes gastados por su mano impaciente…

La vista de esta casa aérea llena de tantas existencias le da vértigo. Las paredes se funden en el cielo, las ventanas se borran en su azul; tiene el tiempo justo para ver aquel cuartito bajo el tejado donde vivía la vieja sirvienta de los abuelos, un cuchitril con olor a resina de la leña quemada, alumbrado por una lamparilla encendida delante del icono y cuya estrecha ventana parecía dar siempre, cualquiera que fuese la estación, a una noche de nieve…

Un joven de unos veinte años, el primo cuya vida protegían con la ayuda de las almohadas atadas a los árboles, la llama ya desde el coche, incorporándose en su asiento, tendiendo las riendas. Salen para San Petersburgo.

Este primo es una de las últimas sombras de las fiestas de antaño. Olga lo encuentra a veces en las veladas poéticas, en los restaurantes donde se reúne la bohemia artística de la capital. En sus poemas habla del «mal principesco» que lo afecta y lo roe. Sólo un restringido círculo de iniciados sabe que se trata de hemofilia. Los que no están al corriente encuentran sus versos ridículamente ampulosos y lacrimógenos. Son otros los versos que están de moda; Olga los recita a menudo como un excitante antes de las noches llenas de palabras ritmadas, de vino, de sensualidad, de cocaína:

¡Piñas americanas al champán!

¡Piñas americanas al champán!

¡Un sabor insólito, burbujeante, aguzado!

¡Llevo disfraz: noruego en España!

¡Y mi corazón vuela y mi pluma está bebida!

Si, a menudo tiene la impresión de que los bailes de disfraces no han cesado y de que actualmente toda Rusia está entregada a esa locura del disfraz. Ya no se sabe quién es quién. El gran viento libertario los embriaga. Se puede matar a un ministro y ser absuelto. Se puede insultar a un policía, escupirle a la cara, y no se moverá. Al parecer este poeta que se levanta al fondo de la sala, con una copa de champán en la mano, es un revolucionario conocido. Y este hombre que estrecha la cintura de una mujer de senos casi desnudos es un confidente de la policía. El cantante que da al pianista la señal de empezar forma parte de la conjura contra el inmundo favorito de la zarina. Y esta mujer tan joven, de rostro extrañamente pálido y ojeras negras, es la hija de una de las familias más célebres de Rusia. Ha roto con su medio, es la musa de varios poetas, pero no ha pertenecido a ninguno de ellos a causa de una promesa mística…

Olga se mira en el largo espejo que refleja la sala del restaurante y ese rostro descolorido de ojeras negras, ella misma…

El baile continúa. Matan al favorito de la zarina. Destronan al zar. Éste corta leña con la ayuda de sus hijos. El país parece responder por fin a los sueños formulados antaño en la casa del tío. Su marcha se acelera, las tradiciones arcaicas vuelan hechas añicos, el jefe del nuevo gobierno lleva el brazo derecho en cabestrillo por haber estrechado la mano a decenas de miles de conciudadanos entusiastas. Pero el aliento del país no tarda en dar señales de ahogo; suenan rugidos amenazadores…

Olga interviene en este baile con la impaciencia de la juventud. Lo prueba todo: el decadentismo, el futurismo, las escuelas dominicales para los obreros. Aprende a ser original en el mundo que ya no se extraña de nada. A su alrededor la relajación es cotidiana, insulsa. Uno de los poetas, antes de poseer a su amante, se sujeta a los dedos garras de oso. Algo que pronto parecerá trivial. Explica a los hombres enamorados de ella que sólo se entregará al que la mate y la posea muerta. La afirmación sorprende más que las garras de oso, a causa de su juventud quizás, o de su rostro lívido de mirada que pretende ser infernal, o bien por la seriedad con que anuncia tales estupideces… Secretamente se acuerda aún de aquel joven jinete de hace cinco años que galopaba, de noche, a través de la espuma blanca de los manzanos. Se niega a esperar, pero espera de todos modos que su primer amor tenga aquel frescor de nieve. Y la vocecilla agresiva y burlona agazapada en ella no se cansa de mofarse de este último islote de sensibilidad en su corazón…

Un día, despechada por la vulgaridad de un paisaje en su caballete, lo raya brutalmente con un pincel; un amigo pintor habla bromeando del «rayismo». Por unas semanas se halla a la cabeza de un nuevo movimiento artístico. Antes de que el mismo guasón cubra de curvas un retrato y lance, a su vez, el «curvismo»…

Olga cree haber aprendido todas las reglas del juego llamado «vida». Dos años antes, Li ingresaba en la facultad de medicina. «He aquí, pues, su revancha de hija de padres pobres», pensó Olga con una sonrisa, y, conociendo las reglas del juego, empezó a esperar algún cambio llamativo. Se produjo con la guerra: Li abandonó sus estudios y, con un morral de enfermera al hombro, se sumergió en el barro de las trincheras.

En cuanto al joven jinete cubierto de pétalos de manzanos, Olga conocerá su muerte un día de otoño, intentando comprender si su indiferencia es verdadera o falsa. Todos habían imitado tan a menudo emociones… Indecisa, se pondrá entonces a cantar una canción alemana, lo que, de existir la justicia divina, habría debido hacer desplomar el cielo sobre su cabeza. El cielo no caerá. Sólo caerá este fajo de octavillas recién impresas que alguien tirará del tejado. Olga recogerá una, al salir. «Toma del poder. Decreto de la Paz. Revolución», leerá distraídamente y soltará un suspiro. «Otra más…». Hasta sonreirá: enterarse del final de la guerra el mismo día que de la muerte del jinete de antaño le parecerá muy conforme con la implacable malicia de la vida. La voz burlona se despertará en ella y murmurará: «¡Vaya máscara para esta noche, la danza ante un ataúd aún abierto!».

Llorará, no obstante, largas horas, asombrada ella misma por la abundancia y la gran sinceridad de sus lágrimas. Pero será demasiado tarde.

Demasiado tarde, pues de pronto la Historia parece estar harta de sus disfraces y de su pretensión de cambiar su curso, de acelerar su marcha. La Historia, o simplemente la vida, arranca pesadamente como una gran fiera molestada en pleno sueño y empieza a triturar, en un monstruoso vaivén de sus fuerzas, a todos esos homúnculos caprichosos, neuróticos, embrollados en sus reflexiones estériles. El Pueblo, cuyo nombre invocaban entre dos copas de champán, entre dos estrofas, se descubre de súbito bajo los rasgos de ese enorme marinero del Báltico que derriba su puerta con la culata de su fusil, hunde en sus entrañas su bayoneta, viola a su mujer, ahoga los chillidos de su hijo bajo su tacón herrado. Y sale saciado, enriquecido, sonriente y orgulloso, pues siente el viento de la Historia. Es difícil no sucumbir bajo el atractivo de su poder primario…

Algunos, encantados, vuelven a disfrazarse imitando en su disfraz el viento de la Historia. Otros huyen, disfrazados también. El jefe del gobierno se quita la gorra de amigo del Pueblo, se pone un vestido de enfermera y escapa de su palacio, que ha estado a punto de convertirse en su tumba. Y la mascarada sigue. Los que en las fiestas de antaño se vestían de mendigos mendigan, cubiertos de harapos. Los que jugaban a fantasmas o a murciélagos se esconden en los desvanes, espiando el ruido de los tacones herrados. Los que llevaban el gorro del verdugo se hacen verdugos o, más a menudo, víctimas… Olga sabrá más tarde, ya durante el éxodo, que uno de sus lacayos, personaje importante ahora, ha torturado y fusilado a cientos de personas. «Sin duda», pensará, «aquel que bebía a escondidas en la copa de un invitado. No podía perdonárselo a sus señores…». Y el hombre al que sorprendió acoplado a una mujer murciélago, aquél a quien gustaba tanto hablar del Pueblo, se salvará disfrazándose de campesino y dejándose una larga barba…

La Historia colmará con creces sus deseos. De rápida, su marcha se hará furiosa. Los venenos mortales de la existencia que cantaban sus poemas tendrán el sabor cotidiano y acre del hambre, del terror permanente, mezquino, pegajoso de sudor. En cuanto a la igualdad cuyo nombre ha sonado tan a menudo en la terraza de la casa de Ostrov, la conocerán por completo en esa riada infinita de exiliados que fluirá de ciudad en ciudad, hacia el sur, hacia la nada del destierro.

Durante una de estas etapas, en una pequeña población desconocida de calles acribilladas por tiroteos desordenados, halla refugio en una gran isba que la asombra por su limpieza y la tranquilidad de sus estancias, en las que se oye el tictac adormilado de un reloj y el pacífico crujido del entarimado bajo los pasos. De pronto, la puerta, protegida por un pesado gancho, empieza a sonar bajo violentas sacudidas. El gancho cede. El personaje que aparece en el umbral se asemeja a una mujer de estatura muy alta. A causa de todas esas prendas heteróclitas que lleva, y particularmente del abrigo de pieles, un abrigo de mujer, desabrochado por su excesiva estrechez en los hombros. Debajo del abrigo, varias capas de camisas, una de ellas adornada con encajes. Es uno de los soldados que, sólo unos minutos antes disparaban en la calle… La alcanza al fondo de la casa. Sus ojos de borracho se fijan en un medallón bajo el cuello que su mano acaba de rasgar. Lo arranca con su cadenita, se lo mete en el bolsillo y se inmoviliza un momento, como irresoluto, mirándola con aire ofendido. Ella se asombra de la sorda debilidad del grito que sus pulmones consiguen lanzar. En un segundo, su cuerpo es doblado, partido por la mitad, aplastado en el suelo por una mole que se agita pesadamente. Desde hace meses ha venido oyendo las amenazas de esos soldados victoriosos. «¡Vamos a reventaros y a colgaros de vuestras tripas!», ésta particularmente la ha impresionado por su imagen… El dolor que abrasa ahora su vientre le parece casi irrisorio comparado con las torturas temidas. Sufre más del olor ácido de la cruz de cobre que se destaca del pecho rojizo de su violador y que siente posarse sobre sus labios. Y asimismo del olor agrio del gran cuerpo sucio. A pesar del resuello que la ahoga, distingue de pronto un paso rápido y por el rabillo del ojo tiene tiempo de ver una rodilla que toca el suelo. Un disparo de revólver le llena la cabeza de una sordera algodonosa, le hace plegar los párpados. La única sensación que le queda es el lento reblandecerse de la carne dura hundida en su vientre… Y el hilillo espeso que empieza a fluir por su mejilla desde la sien del soldado. Este enorme cuerpo se hace aún más pesado y por último resbalan lateralmente, como una masa fláccida, y la libera. Ella se refugia en otra estancia. La sensación de un miembro tenso que se ablanda en el fondo de su bajo vientre queda impresa en su carne… Cruzando en sentido inverso la casa, ve sus pisadas impregnadas de sangre. En el patio, un hombre, un verdadero gigante con oscuros ojos de oriental, le hace señas de que espere. El tiroteo se aleja lentamente. El atuendo del hombre poco se diferencia del ropaje del soldado abatido. La observa casi con una sonrisa. «Príncipe Arbelín», murmura inclinando la cabeza antes de desaparecer en dirección a los disparos. Ella no sabe si lo ha oído. Su cuerpo sigue viviendo la muerte en ella de la carne del otro. «¡Era tu primer amor!», silba en su pensamiento una voz burlona. «¡Esa maldita zorra!»; de súbito da con este nombre y se siente repentinamente envejecida… Su dolor pronto queda disipado por otros dolores.

En Kiev, donde pasa varias semanas, escondida en un sótano lleno de agua hasta el tobillo, se entera de la muerte de su primo. Cuando los rojos son expulsados de la ciudad, por un tiempo tan sólo, los familiares de las víctimas acuden al lugar de las ejecuciones. Es el patio de la antigua escuela. Las paredes, hasta la altura de un hombre, están cubiertas por una espesa capa de sangre seca, fragmentos de sesos, jirones de piel con mechas de cabello. En el arroyo la sangre se estanca, negra… Más adelante, cuando de nuevo es capaz de pensar, el recuerdo de los poemas que hablaban del «mal principesco» le vuelve a la memoria. Aquella sangre de hemofílico, fuente de tantos versos patéticos, se mezcla con la papilla de todas aquellas sangres anónimas en un arroyo atascado por los restos de carne.

Hay un momento en que cree no tener ya ninguna sensibilidad… Se suceden ciudades arrasadas por los incendios, casas despanzurradas por los saqueos, farolas recargadas de cuerpos colgados (un día, uno de esos cadáveres, ya antiguo sin duda, cae y la roza con sus brazos hechos trizas). Para poder herir aún, el dolor ha de ser particularmente vivo: la tela de su vestido adherida a una llaga y que hay que arrancar. O demasiado mezquino: el escozor obsesivo de los piojos. O demasiado estúpido: la espera, en medio de otras mujeres, de la tortura que debe inventar este hombre canijo, vestido con abrigo de piel y convertido por ello en «comisario», que sufre dolor de muelas y examina a las prisioneras con un exceso de odio hasta el momento en que una de ellas le tiende un frasquito de perfume (su último talismán de feminidad) que alivia el dolor y les vale una liberación inesperada.

Cada vez se reconoce menos en este ser hambriento, cubierto de harapos, con los ojos hinchados. Viendo su reflejo en la luna rota de un comercio, cerca del puerto, lo saluda antes de preguntar la dirección del muelle de embarque. Va descalza, no le queda ya nada que ponerse. Esta ciudad en el litoral del mar Negro es el último punto aún libre. Se lucha ya en los arrabales. De vez en cuando hay que evitar un muerto, esconderse detrás de una pared para huir de la metralla. Delante del escaparate, comprendiendo su error, experimenta un breve despertar de conciencia, siente una extraña crispación de los labios —¡una sonrisa!— y se dice que la libertad con la que tanto han soñado está alcanzada, es absoluta, en esta ciudad en guerra. Podría coger el arma de aquel soldado muerto tendido cerca de la pared, matar al primero que se presentase. O unirse a los asaltantes, ya que sus harapos la hacen tan próxima a ellos. O, al contrario, refugiarse en una casa vacía y resistir absurdamente hasta el último cartucho. O incluso entrar en ese teatro, acomodarse en un asiento forrado de terciopelo, esperar. O, finalmente, matarse…

Este segundo de razonamiento claro reaviva el miedo, el sufrimiento. Y, sobre todo, el instinto de supervivencia. Presa de pánico, se extravía en los cruces de las calles, corre, vuelve sobre lo andado, ve el soldado muerto: alguien se ha llevado ya el fusil. De pronto, esas notas de música. La planta baja de un restaurante desierto, vidrieras hechas añicos, puertas arrancadas. Dentro, un hombre, vestido con una pelliza de mangas descosidas, una gorra de pieles en la cabeza, toca el piano. La boca de una estufa de loza vomita el humo negro cubriendo la sala y al músico de motas negras de hollín. Toca una pieza de brío trágica, secándose de vez en cuando las mejillas mojadas de lágrimas. Sus pies hinchados están descalzos, resbalan en los pedales, el hombre hace muecas y deja caer sus dedos con más violencia aún. Su cara es casi negra. «¡Otelo!», exclama en ella un recuerdo muy antiguo. Sale, y al final de la calle ve el puerto. Ya no se da prisa. Vuelven la indiferencia y el torpor. Cruzando la pasarela, hunde la mirada en el agua sucia entre el granito del muelle y el barco. Se siente de la misma consistencia que este líquido frío, glauco, manchado de petróleo, de tablas rotas, de peces muertos. Es inmensa la tentación de fundirse en esta materia tan cercana a ella, para no sufrir más, no tener que despegar más estos párpados cargados de una costra amarilla, seca.

Y cuando, confundiéndose con los penosos bamboleos del barco sorprendido por la tormenta de invierno, llore con sus ojos torturados, no será ni a causa de los dolores de su cuerpo, ni a causa del miedo que arrancará oraciones y gritos a otros fugitivos. Sentirá que no hay nadie en este universo a quien pueda dirigir su plegaria. Su ser se reducirá a sus llagas húmedas, a su piel comida por los piojos. Todos sus pensamientos desembocarán en esta única sabiduría: el mundo es el mal, un mal siempre más astuto de lo que el hombre puede suponer, y el bien es una de estas astucias. «Sufro», gemirá, y sabrá que no hay nadie bajo este cielo de quien pueda esperar la compasión. El único cielo que verá será este rectángulo de frío, de salpicaduras saladas y de ráfagas aulladoras detrás de la puerta que abrirán corriendo los marineros. Su único cielo. Pues así lo ha querido este mundo. Y así ha sido.

No, llorará en el instante en que su vecino, de cara demacrada, mirada muerta, vacile un segundo, y luego comparta con ella su pan…

Más tarde sabrá que el último barco abandonará Rusia unas horas después de su partida, llevándose a los últimos fugitivos y a los últimos defensores de la ciudad, entre los cuales reconocerá, ya en Constantinopla, a aquella mujer, vestida de soldado y armada, con una profunda cicatriz cruzándole la mejilla, desde el mentón hasta la sien. Li…

Una vez en París, tras largo vagar a través de Europa, permanece varios meses en un doloroso enternecimiento ante las cosas más simples: ese pedazo de jabón perfumado que husmea a menudo a escondidas sintiendo hormiguear por su piel un temblor olvidado; esa dulce quemadura del primer sorbo de café caliente en la calma matutina de una taberna; la lengua, los gestos que no atacan, las miradas en las que ya no hay que intentar adivinar su condena o su liberación. París es como el gollete de un embudo: la inmensa Rusia trasvasa en él su masa humana. Es imposible no cruzarse con aquéllos con los que ya se ha encontrado en la vida de antaño. Se encuentra con Li. Y, algo más tarde, con el hombre que mató a su violador y que se presentó antes de desaparecer (para siempre, pensaba Olga): «Príncipe Arbelín».

Este nuevo encuentro es demasiado hermoso, demasiado novelesco para poder perdérselo. Sienten que su pareja, la princesa arruinada y el valiente guerrero en el exilio, forma ya parte de los sueños de estos emigrados que no sobreviven sino merced a los sueños y a los recuerdos. Y, sin ninguna hipocresía, los dos viven este sueño por los otros. Muy sinceramente, Olga cree no poder sonreír ya, ni experimentar alegría ni permitirse ser feliz después de lo que ha vivido y visto. Pero sobre todo llega a convencerse de que su vida (tiene veintidós años en este de 1922) será una grave y melancólica celebración del pasado.

¿Por qué deja de creerlo un día? Están en la iglesia, todavía en sus papeles de princesa y guerrero exiliados; éste echa la cabeza hacia atrás para contener las lágrimas. Olga se descubre dudando de la sinceridad de sus papeles… Este día, como si él también hubiera presentido un cambio, come con el apetito jubiloso de quien retorna a la vida…

Unos meses después, una noche, Olga se sorprende por la visión de aquella larga pierna femenina, la suya, en la que se sube una media de seda. O más bien por el torbellino de los pequeños pensamientos fútiles que la llenan en este momento: ¿las medias no son demasiado oscuras? En el restaurante al que la lleva, ¿no hará demasiado calor como ayer en Saint-Raphaël? Debe de estar impaciente, vamos retrasados, volverá a llamar a la puerta… Llama, la regaña. Para desarmar su cólera, Olga le dice que pase. Entra, alza los brazos con una indignación teatral y de pronto muda de semblante, viendo esa blancura mate y tierna entre la media que ella abrocha y la curva de su vientre… Olga siente el pinchazo de su bigote en ese islote desnudo de su cuerpo.

Mucho más adelante, Olga tratará de entender cómo pudo tentarlos, y con tanta facilidad, aquel nuevo disfraz. El contagio de los años locos, se dirá, la alegría de un pueblo que quería olvidar la guerra, el despertar de la emigración tras el choque del desarraigo. ¡Las primeras veladas literarias, la vida mundana renaciente de aquel París ruso, y hasta los bailes de disfraces! No obstante, el verdadero motivo, Olga se lo confesará a regañadientes, era simplemente corporal. Si, la belleza y la fuerza de esa pierna enfundada de seda gris, la carne que se libera de las últimas huellas de sufrimiento y reclama lo suyo. Y asimismo este hombre dolido de su debilidad sentimental momentánea, de sus lágrimas en la iglesia y que un día se desprendió de su máscara de guerrero melancólico para volver a ser aquel juerguista y galanteador que siempre fue.

Su vida, nueva réplica de las mascaradas de antaño, estará en adelante acompasada por ese tamborileo impaciente en la puerta cuando la media de seda sube lentamente en su pierna, por la rotación crepitante de la ruleta y, aquella noche, por la fuerte ondulación de un inmenso eucalipto bajo la lluvia, delante de su ventana.

Y luego, un día, ese suicidio: Jodorski, cuyo gran amigo y cómplice es el príncipe Arbelín, vende la casa de su infancia y se mata. «Bebía demasiado… los nervios…», comenta el príncipe con desdeñosa jovialidad. Pero comprenden que esa muerte precipita todo un muro de su vida en el pasado. «El final de los años locos…», pensará después Olga. En realidad, durante esos años livianos y huidizos, simplemente han agotado sus papeles. Y si se casan el mismo año de la muerte de Jodorski, es para hacerse la ilusión de un amor ininterrumpido. Se instalan en París en invierno, en un piso cuyas ventanas filtran una claridad de vidrio de botella. «Un buen día para ahorcarse», declama el príncipe imitando al protagonista de una obra conocida, y empieza a repetir esta frase, de vez en cuando, cada vez con menos ironía y pronto con acritud agresiva.

El hijo nace en 1932, el año en que el emigrante ruso Pavel Gorgulov mata de un tiro de revólver al presidente Paul Doumer. Los rusos se transmiten las últimas palabras del reo arrastrado al patíbulo: «¡El mundo debe ser gobernado por la Troika verde!». Dicen que se ha vuelto loco mucho antes de su crimen. Si, el mismo año: es difícil no pensar en el estrépito de la cuchilla y en el brote de la sangre. Olga piensa en ello al enterarse de la hemofilia del hijo (un minúsculo rasguño producido durante el parto deja serpentear un hilillo de sangre interminable). Ya conoce la ingeniosa crueldad de la vida: este ruido de la guillotina es un toque de artista en la desesperación que la asfixia.

La desesperación se convierte rápidamente en el modo de vida del matrimonio. Y cuando, al cabo de seis años y medio de esta desgarradora rutina, su marido se va, Olga le queda secretamente agradecida. Pasa unos meses de un sufrimiento por fin del todo puro que ninguna palabra diluye. En su exaltación trágica acaba incluso justificando aquella marcha («aquella traición», decía antes): la enfermedad del niño hacía criminal la alegría de los otros, se convertía en su juez a pesar suyo, el testigo silencioso y temible. Más adelante, tras trasladarse a Villiers-la-Forêt, llegará a lamentar haber dejado París, haber rehusado toda ayuda…

Sin embargo, es allí, en aquella pequeña población, donde todo el mundo reconocía de oído el chirriar de la puerta de la única panadería de la parte baja; es en la monotonía de aquellos largos días provincianos donde por primera vez desde su infancia tendrá la sensación de no representar ya un papel, de ser por fin ella misma, de hallar, tras un rodeo tortuoso e inútil, la vida que le estaba destinada.