8

Más adelante comprendería que el grito se le quedó ahogado en la garganta sobre todo a causa de aquel recuerdo…

Fue dos años antes. La última primavera durante la Ocupación. Por la ventana abierta ve a su hijo que corre hacia la casa. Por lo demás, sólo ve su mano pegada al pecho. Mientras nadaba, se había golpeado con una tabla del antiguo embarcadero… Se oculta en su cuarto. Ella entra, lo obliga a enseñar lo que querría esconder. «Nada grave, ¡te lo aseguro!». Su voz infantil es desesperadamente tranquila. Con todo, retira la mano. En su pecho, sobre el corazón, un hematoma que se transforma rápidamente en un bulto amoratado, una bolsa de sangre. El hematoma recuerda un pecho femenino, terso, negro. Olga siente que el muchacho está confusamente molesto por esta semejanza… Durante la cura, Olga se acuerda de los consejos que aparecen en uno de los volúmenes que ocupan la parte superior de la estantería del cuarto de los libros. Los padres de un niño hemofílico, dice el autor, deben «ganarse su confianza», hacerle entender que «nada lo distingue de sus compañeros», saber, con tono amistoso, «desactivar el miedo»… Olga habla a su hijo en este tono artificioso que siempre les ha sido ajeno. Educado, el chico permanece en silencio, evita su mirada. Con cada nueva palabra, Olga tiene la sensación de hundirse en una mentira que será difícil desdecir. Para romper la falsedad de este diálogo inventado para un padre y un hijo abstractos, fuerza su tono de confidencia. «¿Tuviste miedo? He escrito a tu padre, pero…». El chico da un brinco y escapa. A los diez minutos llega un vecino de la Horda, sin aliento, a avisarla. Corren hacia las ruinas del puente. Su hijo, frágil silueta esbelta, camina, como un equilibrista, por una viga de acero tendida sobre el río. Una pequeña aglomeración dispar sigue su avance vacilante. Olga se detiene, con la mirada hipnotizada por las ondulaciones de aquel cuerpo en busca de su camino por encima del vacío. El grito se congela en sus labios. Es un sonámbulo cuyo paso está suspendido del aliento contenido de los otros… Llegado al extremo de la viga, gira sobre sí mismo, se tambalea, agita los brazos sujetándose en el aire, que se solidifica bajo las miradas petrificadas de los testigos; se incorpora, alcanza el punto de partida, baja… Vuelven a casa sin cruzar una sola palabra. Sólo cuando la puerta se cierra a sus espaldas, dice el chico en voz muy baja: «No tengo miedo de nada». Olga no lo escucha. En su antebrazo continúa, fino y manchado de orín, ese minúsculo hilillo rojo que serpentea entre las pecas. Un pequeño rasguño muy reciente, que comprimirá reconociendo bajo sus dedos la consistencia única de esta sangre.

En un destello de su memoria, fue la visión de aquel sonámbulo sobre el vacío la que le hizo contener su grito…

Aquella noche no consiguió evitar comprender. Todo era demasiado evidente: el recipiente de cobre, una mano que vuela por encima, con el nerviosismo preciso de un acto criminal, sacudiendo un pequeño rectángulo de papel sobre el líquido pardo, su sombra que se aleja del fogón, gira, se refugia en una postura expresamente neutra.

Ella tiró de la puerta del cuarto de baño. Un segundo después cruzaron el pasillo unos pasos rápidos. Distinguió su rostro en el espejo ligeramente empañado. Rodeado de trenzas húmedas, aquel óvalo le sorprendió por la expresión de una juventud asustadiza, irreconocible. Pero lo angustioso fue sobre todo el bienestar de su cuerpo, la extrema sensibilidad de cada músculo bajo la tela de la bata. Sintió casi con terror el peso flexible de sus pechos, la tibieza humidificada de su piel…

En la cocina, se tomó la infusión en unos pocos sorbos, interrumpiéndose únicamente para retirar los pétalos que se le adherían a la lengua… Después, instalada en el cuarto de los libros, estuvo esperando, como una condenada, la llegada del sueño. De todos modos, este espasmo sólo duró unos minutos. Un pensamiento muy natural, pero de una naturalidad que se encuentra en la demencia, la estremeció. «Pero… antes de dormirme, es preciso que… si no…». Vio sus manos crispadas sobre la mesa con una fijeza insólita, como si no le pertenecieran. Su mirada se debatía en medio del exiguo espacio, contra las hileras compactas de libros, contra el cristal cubierto de un negro opaco. Si, antes de sumirse en el sueño, había que entender a toda costa por qué lo que le ocurría había sido posible. Aquel muchacho de cabello negro, rasgos afilados por un largo sufrimiento mantenido en secreto, aquellas manos que revoloteaban por encima del fogón… Su pensamiento se desvaneció sin poder dar nombre a lo que aquel movimiento significaba para ella y para él. Volvió a ver el reptil redondo, hinchado de sangre. Había que entender enseguida cómo el bicho había podido penetrar en su vida, en la vida de ambos. Sentía ya enturbiar su vista las primeras acometidas del sueño. Había que entender. Si no, el despertar sería impensable. ¿Despertarse para qué vida? ¿Vivirla cómo? ¿Cómo vivir al lado de ese ser misterioso que acababa de cruzar el pasillo con pasos furtivos? Era preciso, en aquellos pocos últimos minutos de vela, hallar al culpable. Designar la persona, el gesto, el día que había torcido el curso normal de las cosas.

Ya no estaba en condiciones de pensar ni de recordar. El pasado, en breves haces de luces y ruidos, la hería en los ojos, en la cara…

Un hombre, hermoso y de una corpulencia de gigante, subía en un taxi. El culpable. Su marido… Antes de meterse en el coche, se volvía y, adivinando con una precisión implacable la ventana desde detrás de la cual ella seguía, a escondidas, su marcha, la saludaba a lo militar, en señal de burlón adiós. Y los días siguientes, en el vestíbulo de aquel piso parisiense, un niño disfrazado de soldado se cuadraba y acechaba los pasos familiares en la escalera…

Ni siquiera le dio tiempo a entender cómo la marcha del hombre y el saludo burlón se relacionaban con la noche terrorífica que estaba viviendo. Otro destello surgía ya de un pasado aún más remoto… Un moribundo, dominando mal el temblor de sus labios secos, le confesaba su crimen: se había salvado de una ejecución (la hidra de la contrarrevolución, murmuró) enviando a la muerte a un compañero… Aquel moribundo que se confesaba era el mismo personaje que a los pocos meses de su confesión mandaría un saludo irónicamente militar a la mujer oculta tras las cortinas. El mismo que antes se apoyaba con todo su peso en la mesa de la ruleta en una sala donde flotaba el olor a cigarros y a un mar nocturno. El mismo, apenas algo más joven, que, con aire grave y amargo, uniforme de oficial, cuatro cruces de San Jorge en el pecho, escuchaba los cantos en la iglesia rusa de París, estrechando un cirio demasiado fino para sus dedos potentes. El mismo que…

Otras caretas resbalaban por la cara del oficial que escuchaba la misa de funeral. Su cambio se hacía cada vez más rápido. El hombre saludaba a la mujer detrás de las cortinas, se acomodaba en el asiento de un taxi, cerraba los ojos y dejaba oscilar su cabeza ligeramente hacia atrás obedeciendo el impulso del automóvil… No, ya no es él, sino el moribundo que inclina la cabeza desplomándose sobre las almohadas con un estertor quejumbroso… No, es el hombre del casino que suelta una risotada gutural, la cabeza hacia atrás, los dedos apretados sobre el último billete que le queda… Estos mismos dedos amasan la cera de un cirio y es este oficial el que inclina la cabeza hacia atrás para contener las lágrimas en sus ojos como dos pequeños lagos llenos a rebosar…

Olga ahuyentó con violencia sus recuerdos: la continuación de las metamorfosis se perdía ya en el sueño. «Somos culpables los dos», oyó que murmuraba. Y de nuevo, ningún pensamiento pudo explicar cuándo, cómo, por qué error, se había encontrado espiando al joven adolescente que bailoteaba nerviosamente junto al fogón. Muy simplemente, aquel «los dos» evocó de pronto aquel olor acre que llenaba la planta baja de un edificio y subía pesadamente hasta su piso en la tercera planta: un olor cuya densidad dejaba adivinar trozos de pescado vitrificados en el rabioso chisporroteo de un aceite de mala calidad… Vuelven del hospital. El niño ha podido levantarse por fin y dar unos pasos, con los brazos abiertos para asegurar el equilibrio. Le han prometido volver mañana… En la escalera, aquel olor. Para siempre, se dicen interiormente, y adivinan este pensamiento el uno en el otro. La disputa estalla tan pronto como tras ellos se cierra la puerta del piso. «Lina vida arruinada», «cobardía», «paciencia», «después de tantos años», «melodrama», «por el bien del niño», «eres libre», «la muerte». Las palabras demasiado conocidas para herir se distinguen esta vez por su tono definitivo. Si su ensañamiento pudiera ser interrumpido por un solo segundo de verdad, habría que decirse: nos destrozamos a causa de ese olor a mal pescado frito de la escalera…

Así pues, todo había sido prefigurado en aquel olor grasiento. Una semana más tarde, su marido se transformaría en aquel hombre que antes de meterse en el taxi le dirigiría un saludo bufonesco.

«Somos culpables los dos…». Había dado con la prueba. Era preciso —Olga lo comprendía por un instinto tan profundo como el instinto de supervivencia— dejarlo así. No buscar nada más. Pero ya el olor a grasa que seguía impregnándole el olfato disminuía, se destilaba, se perfumaba con la nube de un buen cigarro, se enrollaba en volutas nacaradas en torno a los muebles en aquella espaciosa habitación de hotel de ventanas abiertas a la noche, sobre un eucalipto cuyo follaje sonaba bajo un viento cálido e impregnado de lluvia… Ha dejado el puro en el mármol de la chimenea y ríe. Todo su cuerpo de gigante se sacude con una risa muy joven. Joven de embriaguez, de despreocupación, de su deseo de ella. Saca de los bolsillos abanicos de billetes de banco que cubren el suelo a sus pies, se deslizan debajo de la cama, se arremolinan en el viento que agita el aire en esta habitación alumbrada por una gran araña de cristal. «¿Has ganado?», le pregunta ella, dominada también por su regocijo. «Primero he ganado, luego lo he perdido todo y estaba como para colgarme, o, más bien, para ahogarme, ¡sería más divertido! ¡Y de pronto llega ese bandido de Jodorski que trae todo esto! ¡Acuérdate, hace un mes vendimos una casa cerca de Moscú a un inglés! ¡Ja, ja, ja!… Y si no volví a jugar fue porque te deseaba demasiado…». Ella va sólo medio vestida, como suele estar cuando espera su regreso y no sabe si volverá exagerando la facha de un pelado o ebrio de juego, de risa, como hoy, vaciando sus bolsillos del botín que prolongará una o dos semanas más esta fiesta ligera y frívola en que se cifra su vida… Algunas prendas siguen cubriéndola hasta el final, otras —este corsé cuyos botones crujen al abrirse— vuelan, caen sobre la alfombra de billetes estrujados. Levantada por este gigante, ella, que parece alta, se siente de pronto sin peso, frágil y totalmente envuelta por él. De pie, da la impresión de golpearse el vientre con ese cuerpo femenino que parece menudo y compacto en sus enormes brazos. Un escarpín se balancea, suspendido al extremo del pie, y cae al suelo dando varias volteretas. Esta noche, igual que muchas otras, quedará en su memoria únicamente a causa de un pensamiento que de repente lacera la pulpa del placer… «Habrá que pagar todo eso algún día…». Lanza un gemido más vibrante para expulsar esta sombra. El hombre la hace caer encima de él con la furia de un goce ya maduro…

«Culpables los dos…». Las largas hojas de eucalipto murmuran en el viento despierto. El aroma de cigarro se aclara, afina su substancia, se convierte en olor a incienso. El cirio que él sostiene deja correr la cera por sus dedos. Echa la cabeza atrás, sus ojos están llenos hasta el borde de los párpados. Ella lo observa de reojo y no consigue adelantarse a aquella voz burlona, juvenil, que resuena en su interior: «¿Estás segura de que no hace teatro?»… Pasado un año, el hombre vuelca la cabeza desplomándose en la cama, arrastrándola a ella que sigue pegada a él por el placer. Emerge lentamente sobre aquel gran cuerpo de hombre, tumultuoso aún de amor, se aparta de él, observa sus manos espantosas de fuerza, abandonadas en los pliegues de las sábanas. Una de ellas se anima, avanza a tientas, da con su pecho, lo aprieta con una violencia ciega y amorosa… Esos dedos amasan la cera del cirio apagado. Y luego se juntan en una bofetada y le azotan la mejilla. Y más tarde esbozan un saludo militar. Y forman una rápida señal de la cruz sobre el niño acostado en su cama de hospital. Y…

No veía más que estos residuos de gestos, de cuerpos, de luces. Todo se volvía fluido bajo su mirada. ¿Hasta ella? En su divagación se aferró a este punto por fin seguro, indiscutible. «Yo soy la única culpable». Ella y aquel adolescente sorprendido en su crimen, no había nadie más, ningún intermediario. Era culpable de no aceptar las disculpas de aquel hombre arrodillado que acababa de abofetearla. Y antes, culpable de no decir: «Es el olor al pescado frito el que nos vuelve huraños, terminemos con esta disputa inútil». Culpable, en el hospital, de no decirse: «Se le puede perdonar mucho a este hombre por esta señal de la cruz en un impío como él». Y mucho antes, culpable de gozar del cálido viento nocturno mezclado en el follaje sonoro del eucalipto, de haber adivinado que aquella mano ciega avanzaba para torturar amorosamente su pecho. Y unos minutos antes, cuando oyó dentro de sí aquel «Me importa un bledo» dirigido a alguien que parecía esperar su respuesta. Culpable de no haber creído a aquellos ojos levantados hacia la nave de la iglesia. Culpable de ser ella, tal como era.

¿Pero quién era ella? Aquella mujer que se ocultaba detrás de las cortinas para seguir la marcha de un hombre. La que, más tarde, cruzaba la carretera fangosa estrechando en su mano el cuerpo flexible de un ave muerta. La que tenía la sensación de haber pasado largos años inmóvil comprimiendo con sus dedos rígidos la sangre de una herida eternamente fresca. Una mujer a la que, años antes de aquella velada interminable, gustaba observar en el restaurante el movimiento de las manos de su compañero: estrechaban el cristal, preparaban un cigarro, las manos que hacía poco levantaban su cuerpo. Una mujer que, viendo al hombre con guerrera de oficial echar la cabeza atrás, no pudo menos de decir: «¿Qué diablillo llevo dentro? ¡Este deseo loco de romper a reír y de oír el eco y ver sus fisonomías ofuscadas!». Una mujer harapienta, cubierta de mugre y piojos, descalza, que se tambalea sobre una pasarela inestable, mira el agua llena de peces muertos, de madera podrida, sin comprender que deja Rusia para siempre…

Tenía la impresión de ir de una mujer a otra, de reconocerlas, de cruzar corriendo un día una habitación, un compartimento de tren.

Fue en esta carrera en la que se dio cuenta de que no estaba aún dormida…

Entonces abrió la ventanita entre los estantes de libros. El frescor de la noche le cosquilleó en la nariz. La luz amarilla de la pantalla hacía la oscuridad estanca, luciente. Sólo aquella rama desnuda tendida hacia la ventana venía de la noche y sorprendía con su presencia viva, dotada de mirada. Y de aquella rama, de aquella respiración del aire nocturno se desprendía una dicha tímida pero intensa de final de enfermedad. En el reloj: las doce y cinco… Olga seguía despierta. No se había dormido. No tenía sueño. El joven se retorcía junto al fogón, la infusión, el reptil: todo aquello no era, pues, más que un delirio. Nacido en la cabeza de una mujer que se negaba a aceptar su vida agotada. Una mujer que esperaba aún. Una mujer que no quería esperar la vejez y morir antes de la muerte. Era una locura que había durado menos de una hora y que la había conducido a un mundo deformado del que no se retorna. ¿El gesto extraño y sospechoso del adolescente en la cocina? Nada más que uno de esos gestos extravagantes, a menudo monomaniacos, de quien se cree solo en la estancia. «El hombre barrigudo en mi mesa de despacho, esta mancha de tinta que disimulo siempre debajo de un libro, es también una pequeña manía de este tipo. Nuestra soledad se compone de pantomimas así…».

Cerró la ventana y se sentó de nuevo delante de la mesita. La noche se le brindaba y parecía infinita. Un tiempo amplio, desocupado y que le estaba personalmente destinado. Su pensamiento tenía ahora una transparencia de insomnios exaltados. Le quedaba por entender cómo había podido imaginar detrás del gesto anodino de un adolescente lo que había imaginado. Comprender por fin su vida.

Muy pocos días después de aquella noche pasada en blanco que parecía disipar definitivamente el ahogo de las dudas, Olga adivinaría por qué aquella noche de noviembre los somníferos no habían producido efecto. Comprendería que los polvos que el adolescente echaba en la infusión no habían tenido tiempo de disolverse y que, con la prisa de desmentir su horrible intuición, se había tomado el líquido sin haberlo removido… Lo comprendería todo.

Pero serían ya tales la intensidad y la plenitud de su pasión, la inmensidad y la pureza de su dolor que aquel pequeño secreto revelado sólo le extrañaría por su futilidad material. Una ridícula curiosidad química, un cuerpo del delito superfluo. Aquel detalle mezquino no tendría ya ningún sentido en el curso enteramente nuevo de los días y las noches que ni siquiera se atrevería a llamar ya «mi vida».