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Fueron los últimos golpes en la puerta de entrada los que la despertaron. Esos golpes insistentes a los que, harto de esperar, se imprime una especie de melodía tamborileante, creyendo que el cambio de cadencia despertará la atención.

Saltó de la silla, trató de poner en orden el decorado inmediato: aquel sol que deslumbraba la minúscula ventana, el reloj cuyas manecillas se hallaban en una posición extraña, marcando casi las once, y sobre todo ella misma, aquella mujer con un vestido arrugado, las manos cubiertas de rastros de tierra, una mujer que da vueltas en un pequeño trastero haciendo caer libros y no consigue encontrar un espejo…

El tamborileo ejecutó los compases de un redoble militar y calló. Olga salió al pasillo, después volvió y, sin saber muy bien por qué, cerró el tomo de la enciclopedia.

«¿Y si lo han adivinado?», se preguntó, perpleja. «Pero ¿adivinado qué?». Absurdamente, imaginó que los otros podían descubrir que les había ocultado la edad de su hijo. Si, fue este temor estúpido lo que cruzó por su mente todavía embotada: comprobarían enseguida que el niño ya no era un niño, sino un adolescente que tenía casi su estatura…

Delante del espejo, en el recibidor, se arregló rápidamente el vestido, se ordenó el cabello y pareció recobrar el uso de sus rasgos. Sin embargo, al abrir la puerta, esperaba ver a pesar suyo todo un racimo de fisonomías animadas de curiosidad malévola y burlona.

La puerta se abrió ante el vacío luminoso del cielo. No había nadie en el descansillo y el prado que descendía hacia el río brillaba con las gotitas de escarcha fundida, desierto él también. El frescor soleado del aire limpiaba los pulmones, penetraba el cuerpo. ¡Si siquiera fuera posible! Si, aquella misma mañana, pero liberada de todo el resto: de aquellas voces que se contradecían cada minuto en su cabeza, de las miradas de los otros que la vaciaban de sí misma, del sinfín de miedos, sobre todo los de la noche…

Esta esperanza no duró más que una larga aspiración del olor de la hierba helada… Después, su vista se deslizó a lo largo de la pared y vio a aquella mujer que, apoyándose en el borde de la ventana, trataba de ver desde dentro. La vuelta del miedo fue tan brusca que hizo nacer una idea inverosímil: «Pero ¡si soy yo! Ayer…». Si, en un ataque de locura, Olga se reconoció en aquella mujer inclinada sobre el cristal. Pero inmediatamente, otra idea menos rara, más angustiosa aún, rechazó aquella aparición: «¡Está espiando!».

La mujer empezó a golpear el cristal con el dedo índice doblado, poniéndose la otra mano como visera para evitar el reflejo…

Olga la llamó. La mujer se irguió: era la enfermera de la residencia de ancianos. «¡Algo le ha ocurrido al chico!». Aquel azaramiento levantó, como una ráfaga de viento, un torbellino de crispaciones ansiosas: «Si le ha ocurrido algo, ha sido por mi culpa, por culpa de este instante de felicidad, aquí, en el descansillo…». No eran ni siquiera pensamientos, sino una sucesión de visiones: el chorrear de la sangre que habría que comprimir en aquel cuerpo infantil y la culpa que habría que asumir para ablandar el destino.

La enfermera se acercó, la saludó con aire apenado y frío. «No, es otra cosa, si no, habría hablado enseguida», pensó Olga. Había visto llegar tantas veces a esos pájaros de mal agüero…

Le pareció interceptar en aquel momento una mirada curiosa de la enfermera. Ésta debía de haber observado la relajación del sueño en su semblante, las huellas de tierra en sus manos. Olga apretó los dedos, los escondió a la espalda y con una señal de la cabeza invitó a entrar a la enfermera. En el pasillo aumentó su ansiedad. La enfermera se detuvo, poniendo la mano en la cómoda, precisamente donde el ángulo peligroso había sido serrado. «Se ha olido algo», pensó de nuevo Olga, y al punto se reprendió ásperamente: «¡Imbécil! ¿Qué se puede oler en esta casucha?».

—¿Tomará un té conmigo?

La voz de Olga sonó como la réplica de un papel demasiado aprendido.

En la cocina vio el pequeño cazo de cobre y, en la mesa, el lápiz de color naranja. Le enfermera siguió su mirada de un objeto al otro. Olga cogió el cazo, lo puso en el fregadero, guardó el cuaderno y el lápiz. Sentía que los ojos de la visitante no dejaban de observarla y experimentó un deseo maligno de llamarle la atención: «¡Todo eso no le importa!».

—Gracias por el té, pero no tendré tiempo. Vengo a decirle… a decirle que esta noche… Xenia Efimovna…

Xenia, la asilada que llevaba años prometiéndole a Olga enseñarle las famosas «flores blancas» desconocidas por todos, acababa de morir… Y ahora, decía la enfermera, había que ir a París a ver a su hijo y a su nuera, a avisarlos. Ya en varias ocasiones, Olga, como princesa Arbélina, había llevado a cabo esas misiones delicadas.

—Ya sé que es domingo —se disculpaba la joven—. Eso le echa a perder todo el día. Ya lo sé… Pero nadie a parte de usted encontrará las palabras adecuadas…

Olga la escuchó, saboreando la deliciosa sencillez de la vida. El sentido común de esta vida, sano y robusto, que forma parte incluso de la muerte…

En el tren, el recuerdo de las flores blancas bajo los árboles de un bosque soñado la salvó de ese pensamiento que la asaltó de pronto: «¿Y si esta mañana me hubiera despertado por mí misma, después de aquel largo sueño anormal?».

Comprendió que tenía que aferrarse con todas sus fuerzas a las apariencias claras y rudas de la vida.

En París cumplió su misión con una especie de fervor. El murmullo grave de los pésames, la cara contrita del hijo, los suspiros de su esposa, tuvieron, aquella vez, un valor de prueba. Si, este entremés que se aplicaron a representar los tres demostraba que sólo para los demás seguía siendo la «princesa Arbélina». Y que nadie adivinaba en ella la presencia de aquella mujer que, sólo el día anterior, acechaba, paralizada bajo la ventana de su casa, los gestos de un adolescente…

Otra prueba fue la calle. Olga avanzaba por entre la muchedumbre, espiaba la expresión de las caras, como lo hace un operado durante su primer paseo tratando de comprender a través de los ojos de los transeúntes si las secuelas son o no visibles.

Pasó también por casa de Li. Aquel domingo su amiga pintaba. En un panel de contrachapado se precisaban ya los rasgos de personajes: una mujer vestida de blanco, con los hombros desnudos, un hombre ligeramente más bajo que ella; los cabellos rizados nimbaban el círculo vacío de su cara…

—A propósito, quería preguntarte algo —la voz de Olga cobró un matiz de indolencia acentuada—. Aquella infusión que te aconsejé, ¿produce algún efecto en tus insomnios?

—¡Si, sí! ¡Ya lo creo!

Li contestó en el mismo tono distraído, sin apartar el pincel de la superficie del cuadro…

Durante el viaje de regreso, Olga tuvo la impresión de que todos los pasajeros habían abierto su periódico por la misma página. Echó una ojeada al que leía su vecino. Si, era aquella docena de retratos la que los intrigaba a todos. «El veredicto del tribunal de Nuremberg», decía el gran titular que encabezaba las fotos. Los condenados tenían los ojos cerrados, sus retratos figuraban allí para atestiguar su muerte. Al pie de la página se veía a un soldado estadounidense que hacía una demostración del nudo que habían utilizado en la ejecución. El grosor de la cuerda, muy blanca, muy bonita incluso, parecía desmesurado. Hubiérase dicho el cabo de un navío o un largo rollo de masa, destinado a algún gigantesco bretzel… El vecino de Olga salió dejando el diario en el asiento. Olga leyó el artículo. En un recuadro, dos columnas de números indicaban para cada uno de los condenados la hora y el minuto del inicio del ahorcamiento y los de la muerte. «O sea, el tiempo durante el cual se debatían en aquel bretzel», pensó Olga. Los números le recordaban aquellos aburridos y sibilinos, de la cotización de la Bolsa:

Trampa abierta a

Declarado muerto a

Alzó la vista. Los pasajeros comentaban su lectura, interpelándose de un asiento a otro, señalando con el dedo tal o cual punto del artículo. «No, no las cotizaciones de la Bolsa. Más bien los resultados de una competición deportiva», se dijo Olga observando aquella animación. A su derecha, un hombre que hacía pensar en un padre de familia mal interpretado en una comedia costumbrista se inclinaba hacia su vecina de enfrente, con toda seguridad su esposa, y le leía la reseña del proceso en voz alta. La mujer, por su parte, tenía un aire visiblemente molesto por la declamación demasiado excitada de su marido. Estaba muy tiesa, con el bolso en las rodillas, dominaba la cabeza agachada del lector y, de vez en cuando, fruncía el ceño y suspiraba alzando los ojos. El marido, sin advertir estas pequeñas muecas, levantaba el índice para subrayar su lectura:

—Todos murieron dignamente…, dignamente, ¡créetelo! Menos Streicher, que profirió invectivas contra los asistentes… Hermann Goering fue el único que logró escapar al deshonroso patíbulo… Emmy Sonnemann, Frau Goering, besó a su marido a través de las mallas del enrejado y le pasó, de su boca a la de él, la ampolla de cianuro de potasio… Mira, ponen la foto de la ampolla…

La pequeña estación de Villiers-la-Forêt estaba desierta. El tablero de los horarios le recordó con una comicidad cruel (llegada-salida) el recuadro de los ahorcamientos. Cruzó la plaza rodeada de plátanos, giró hacia el barrio bajo del pueblo. En el silencio de la noche se sintió, por un instante, la vibración de los raíles…

El día que acababa de vivir rebosaba un delirio soberano. Un delirio, pese a todo, tranquilizador, pues todo el mundo lo aceptaba como vida. Había que imitarlos. Ser feliz como aquella mañana, haciendo de princesa Arbélina que presentaba sus condolencias. Aceptar a aquellos pasajeros apasionados por la ampolla que había pasado a través de la reja de un locutorio durante un largo beso húmedo. Llevaban meses descubriendo en sus periódicos decenas de millones de muertos, de quemados vivos, de gaseados. Y he aquí que la Historia se encogía hasta caber en una minúscula ampolla que una mujer empujaba con su lengua entre los labios de un hombre…

Llegó a su casa casi serena. Subiendo al pequeño descansillo de madera, consiguió mirar el parterre a lo largo de la pared sin ninguna emoción particular…

Sin embargo, aquella misma noche, un detalle aparentemente baladí penetró su torpor… Se alisaba el cabello delante del espejo de su habitación. El deslizarse del peine disipaba agradablemente los pensamientos. Y fue en aquel reflejo adormecedor donde oyó golpear suavemente la puerta y vio detenerse ésta a medio abrir. Aquel resquicio silencioso que dejó pasar el hálito de una ventana abierta creó una extraña espera. Olga se acordó de la noche en que una corriente de aire la había despertado haciendo chirriar la puerta de su habitación, sí, la noche de las tres fotos sacadas por la cámara-libro. Desde sus primeros recuerdos, aquella puerta chirriaba ligeramente (en una casa siempre hay un cuchillo que corta mejor que los otros y una silla que evitamos ofrecer a los invitados). Esta vez, la puerta se abrió sin hacer ruido… Olga dejó el peine y, con una sensación viva de estar cometiendo, por capricho, un acto peligroso, salió al pasillo, giró el picaporte, después lo empujó. La puerta describió lentamente su curva y fue a golpear el pequeño tope clavado en el suelo. Silenciosamente. Sin emitir ningún chirrido… Olga sintió en sus sienes un tirón glacial, como si sus cabellos estuvieran rellenos de nieve. Repitió el movimiento. La puerta se deslizó, se abrió totalmente. Muda… Olga sintió que todo aquello ocurría fuera de su vida habitual. Si, en una extraña sala trasera de aquella vida. Se agachó, tocó los goznes de abajo, luego, incorporándose, los de arriba. En el halo de la lámpara brillaban sus dedos. El aceite era transparente, casi sin rastro de grasa renegrida. Reciente… La nieve en sus cabellos pareció fundirse en un hervidero de pequeñas chispas ardientes. Empujó la puerta una vez más, con un movimiento lento, de sonámbula. Con los ojos fijos en los goznes, la respiración contenida, esperó un segundo interminable. La puerta se deslizaba, silenciosa, reduciendo suavemente su sombra en la pared, como una manecilla su ángulo en la esfera de un reloj… Fue exactamente antes de tocar el tope cuando emitió aquel breve gemido. Olga aplicó su mano a la pared, se sentó en un pequeño taburete bajo, en el pasillo. Respiraba entrecortadamente. Su habitación más allá de aquella puerta abierta tenía un aspecto inhabitual. Hubiérase dicho una habitación de hotel cuyo interior puede preverse de antemano, pero que aparece, con todo, ajena. Aquella cama, aquella lámpara en una estantería, aquel armario de luna… Hasta ella, sentada al otro lado del umbral, parecía a punto de irse. Le fue preciso un esfuerzo muscular para eliminar de su rostro aquella sonrisa tensa, aquella alegría por haber expulsado, o al menos retrasado, la conclusión definitiva…

Aquella noche no se atrevió a tocar ya el picaporte y durmió con la puerta abierta de par en par.