Más tarde temblaría alguna vez pensando que, al sorprenderlo, también ella habría podido ser descubierta por él entre las cortinas ligeramente apartadas de la ventana de la cocina…
El cielo era aún claro y los árboles se perfilaban en su transparencia con una nitidez de aguafuerte. La luminosidad malva del aire daba a sus siluetas una apariencia de irrealidad. De vez en cuando, Olga recogía una hoja seca o un fragmento de espato y los examinaba en aquella visión translúcida, engañosa. Hasta sus dedos, que estrechaban el mango de una pala, tenían, en aquel rosa fluido, un reflejo sobrenatural. Aquel inicio de crepúsculo, frío y puro, prometía, ella lo sabía, una noche tranquila y límpida. Una bella noche de final de otoño.
Trabajaba lentamente, al ritmo de las luces y los colores que se enriquecían con un azul cada vez más oscuro, tirando a morado. Los tallos secos que arrancaba en el parterre a lo largo de la pared cedían con una facilidad agradable, con la resignación de flores marchitas de verano. De la tierra removida ascendía un olor picante, embriagador. Era ya de noche, pero Olga prolongaba aquella lenta ceremonia de labores sencillas que dejaba en reposo la mente…
Era sábado. Por la tarde había copiado por segunda vez su carta de despedida a L. M. Y para evitar la tentación de empezar de nuevo, la había metido en un sobre y decidido enviarla el lunes por la mañana. Desde hacía ya dos días, gracias a este hecho concluido, tenía la impresión de vivir en un reflujo apaciguador de sentimientos. Si, era como si caminara en bajamar por los fondos despejados, recogiendo distraídamente ya un canto rodado, ya un trozo de concha…
En esta distracción bienhechora proseguía su trabajo. Inclinada hacia el suelo, llegó por fin bajo la ventana de la cocina y entonces se irguió.
¡Demasiado bruscamente! El vértigo la mareó e hizo oscilar a su mirada la ventana iluminada. Su cuerpo se llenó de una debilidad opaca, vaporosa. La pared en que apoyó la palma de la mano pareció ceder levemente. Para detener aquella inestabilidad, fijó la mirada en la brecha luminosa entre las cortinas. Vio a un extraño, un chico muy joven, que se hallaba junto al fogón…
Vio su gesto. Con esa precisión que adquieren los movimientos y los objetos tras la ventana de una estancia observada desde un exterior nocturno, con tiempo frío. Una precisión casi alucinante a causa del vértigo.
La mano del joven desconocido revoloteó rápidamente sobre el pequeño cazo de cobre. Después, sus dedos estrujaron un fino rectángulo de papel y lo introdujeron en el bolsillo de su pantalón. Se apartó del fogón y lanzó una mirada llena de ansiedad a la puerta de la cocina…
Aún tambaleante, Olga retrocedió unos pasos. Detrás de ella surgió un arbusto, rechazándola elásticamente con sus ramas. Olga se detuvo, sin oír más que el sordo latido de la sangre en sus sienes, sin ver más que el hueco de luz entre las cortinas.
Adivinándolo todo, aún sin entender nada, vio juntarse bajo sus párpados los fragmentos esparcidos: aquellos dedos volando sobre las flores de lúpulo escaldadas, las tres fotografías de la mujer desnuda, la puerta abierta la noche en que habían sido hechas, dos días pasados en casa de Li, el aborto… Sus ojos anegados en el espesor algodonoso del vértigo discernían ya con horror el significado de aquel mosaico descompuesto. Pero el pensamiento, embotado por la subida de la sangre, callaba.
La niebla, sin embargo, se disipaba poco a poco; el mosaico se volvía cada vez más indescifrable. Sus fragmentos coloreados recordaban un grueso reptil, de un rojo oscuro, que se hinchaba rápidamente en su cerebro. En aquel instante desapareció el vértigo, volvió la claridad. Olga tuvo una fracción de segundo para entender. Pero el reptil repleto de sangre estallaba, le quemaba la nuca, paralizaba un grito en sus labios. El mosaico siguió descompuesto: tres fotos, la puerta abierta, ella de pie y enteramente desnuda, la infusión que a veces le proporcionaba un sueño tan largo. Fue como una palabra olvidada de la que podemos entrever, por un instante, sus letras, su tonalidad, y desaparece inmediatamente, dejando tan sólo la certeza de su existencia.
Si, aquel reptil viscoso, hinchado de una sangre parda, existía. Fue a él a quien retuvo su pensamiento ya claro, como la prueba de una locura momentánea. Y hasta la voz de la «tía zorra» había callado, aterrada por lo que acababa de dejar adivinarse.
La mirada de Olga estaba fija ahora en el joven desconocido que, en la cocina alumbrada, hojeaba descuidadamente un cuaderno abierto sobre la mesa. ¡Era su hijo!
Pero antes de entender cómo el niño de siete años que seguía siendo para ella al cabo de tanto tiempo había podido crecer hasta tal punto, se produjo en su vista una especie de rápida acomodación que le hizo daño en los ojos. El rostro del muchacho inclinado sobre el cuaderno y el rostro del niño que vivía en ella se estremecieron en el mismo segundo y flotaron uno hacia otro para fundirse en unos rasgos intermedios. Los propios, a medio camino entre uno y otro, de un adolescente de catorce años.
Entendía ahora que el muchacho había surgido en el momento del vértigo, madurados rostro y cuerpo por el horror del mosaico que había revelado lo impensable. Si, aquel muchacho delgado, pálido, con el reflejo transparente, casi invisible, del primerísimo bozo, pertenecía al mundo del mosaico que, por el contacto con el pensamiento, se transformaba en un reptil brillante, de ojos vidriosos, indescifrables. El mundo que horrorizaba pero no se dejaba pensar ni expresar.
Se apagó la luz entre las cortinas. En la oscuridad, guiando la mano por la pared, Olga se dirigió hacia la puerta. Su pie chocaba con terrones de tierra, con tallos arrancados. Le pareció volver a casa tras varios años de ausencia. En el recibidor, los dibujos del empapelado la extrañaron como si los viera por primera vez. Se agachó y maquinalmente hizo el gesto que repetía casi a diario. Cogiendo un par de zapatos polvorientos, metió la mano dentro de uno de ellos, luego dentro del otro, palpó el interior. Para descubrir la punta de un clavo semioculto en la suela. De pronto el zapato se le escapó y cayó al suelo. ¡Su mano acababa de penetrar tan fácilmente bajo la piel desgastada! Se dio cuenta de que estaba recordando aún sus dedos que se retorcían penosamente en los estrechos zapatos del niño.
Se irguió conservando en la mano la sensación de aquel ensanchamiento progresivo. «Catorce años. Tiene catorce años…», murmuró sorprendida en voz baja. El semblante del adolescente en quien acababa de reconocer a su hijo impregnaba profundamente sus ojos. Lo veía en aquella invisible mutación que reunía la cara del niño con la del muchacho. Todo era maleable aún en sus rasgos, todo conservaba aún la plasticidad infantil… Y no obstante, era un ser nuevo. ¡Y casi tan alto como ella! Si, dentro de unos meses tendría su estatura… ¡Todo un periodo de la vida de su hijo había pasado, pues, inadvertido!
Guardó los zapatos y volvió a salir a la oscuridad. «No lo he visto crecer… Era un niño infinitamente discreto, callado… Un niño ausente. Y luego la marcha de su padre lo inmovilizó en su edad de entonces. Y también la guerra, aquel vacío de cuatro años. Pero sobre todo su enfermedad: yo prestaba más atención a un rasguño que a diez centímetros crecidos. Y su independencia esquiva. Y su soledad. Y ese rincón perdido, ese Villiers-la-Forêt…».
Estas palabras la tranquilizaron. Prolongaba su desarrollo exageradamente lógico, pues no sabía qué iba a poder hacer cuando se le agotaran. No, no lo sabía. Andaba en la oscuridad por la pendiente herbosa que separaba su casa del río. Y susurraba estas razones que, lo sentía, nunca dirían lo esencial de lo que los unía, a ella y a su hijo… Fue la rama de un sauce la que la interrumpió de repente. Una rama que le rozó la mejilla con un contacto muy vivo. Olga se detuvo. Aquel sauce con su silenciosa cascada de ramas. En su red, algunas estrellas. El reflejo de la luna en el hueco de la huella de una pisada llena de agua. El aroma fresco, nocturno, de los tallos dormidos al borde de la corriente, el olor de la arcilla húmeda…
«¿Y si me quedara aquí? No entrar, no regresar a la vida de esta casa… Andar hasta el infinito por esta hierba plateada…». Pero sus pasos la llevaban ya hacia la puerta. Al subir al pequeño descansillo de madera, volvió a ver la franja de tierra removida a lo largo de la pared en la que había estado trabajando apenas una hora antes. Aquel tiempo le parecía inmemorial y lleno de una dicha y una simplicidad paradisiacas.
En el recibidor, colgada del perchero, la chaqueta de su hijo, arrugada una de las mangas en forma de acordeón, cómicamente corta. Olga la estiró con un movimiento rápido, como si hubiera querido corregir discretamente una torpeza. Ningún gesto sería tan anodino…
Pulsó el interruptor y contuvo un «ah» llevándose la mano a los labios, hasta tal punto le parecía haberse empequeñecido el interior de la cocina. La estatura del muchacho, aun invisible, se imponía a aquellas paredes, a los muebles, reduciéndolos como esos sueños penosos que nos hacen penetrar en una casa familiar que se encoge a ojos vista y acaba imitando el habitáculo de las figuritas de una caja de música… Si, deteniéndose en medio de la cocina, tenía la impresión de examinar el interior de una casa de muñecas cuya exigüidad, a la vez seductora y desnaturalizada, entrañaba una oscura amenaza. Hasta el pequeño cazo en el fogón parecía más pequeño que antes y revelaba por fin su verdadera forma, ligeramente ancha de boca, panzuda.
Olga sabía ya que poco después iba a verter el líquido pardusco de la infusión y a tirar el poso de flores. Abrió el grifo disponiéndose a lavarse las manos, pero en aquel instante su mirada fue a posarse en el lápiz de color naranja que, como señal, estaba puesto en el cuaderno olvidado encima de la mesa. Lo sacó; estudió su color. Aquel tono anaranjado le traía obstinadamente un recuerdo. «Ningún gesto será ya anodino», repitió en ella un eco susurrado. Y rápidamente, sin que pudiese oponer a ello la menor resistencia, el mosaico visto durante el vértigo empezó a unir sus fragmentos: una mano ansiosa que sobrevuela el fogón, el gato que en la primera foto vigila a una mujer dormida, la puerta abierta por la que pudo deslizarse el animal, aquel muchacho que viviría en adelante bajo el mismo techo que ella… Sintió hincharse en su cabeza una gruesa pompa de piel viscosa, abollada. El reptil… El mosaico se construía cada vez más aprisa: la mano sobre la infusión, su sueño de muerte de algunos días, aquel niño que tenía su misma estatura, aquel lápiz color naranja… Una vuelta más y aquellos fragmentos iban a soldarse en una certeza sin salida…
Echó una ojeada al fogón. Las flores maceradas demasiado tiempo se habían oscurecido y parecían, bajo una fina capa de líquido, la piel húmeda de un bicho acurrucado, el mismo que, hinchado al máximo, le desgarraba el cerebro. El mosaico reinició su rueda: la mano, el muchacho junto al fogón, el sueño…
Olga cogió el pequeño recipiente, con movimiento febril vertió la infusión en el tazón y se la bebió a grandes sorbos… El mosaico se borró. El reptil en su cerebro reventó sin ningún ruido, hundiendo bajo sus párpados multitud de alfileres rojos. La cocina recobraba sus dimensiones habituales. Olga experimentaba un alivio irrisorio, como si acabara de convencer a un interlocutor escéptico.
Al recorrer el pasillo, distinguió la luz dentro del cuarto de los libros. Una lámpara había quedado encendida en una estrecha mesa apretada entre las estanterías. Un grueso libro antiguo atrajo su atención por el grabado en la página abierta. Era uno de los tomos de la enciclopedia zoológica que a su hijo le gustaba hojear. Se inclinó sobre el grabado, leyó el epígrafe: «Una boa constrictor atacando a un antílope». El grabado, de un realismo minucioso, producía un efecto inesperado como todo exceso de celo. Pues aunque se veían las menores mechas de pelo en el manto moteado del antílope, su aspecto recordaba un ser vagamente humano: la expresión de los ojos, la posición del cuerpo rodeado por los anillos de la gigantesca serpiente. En cuanto a la boa, su tronco musculoso, cubierto de arabescos y de un tamaño prodigioso, parecía un grueso muslo de mujer, una pierna redonda, indecentemente llena y embutida en una media adornada con dibujos…
Se sentó para poder examinarlo mejor. El grabado la divertía: seguro que el niño no sospechaba aquella doble visión de la boa-mujer. Era tranquilizante. Ella había hecho mal en alarmarse de aquella manera, mientras que él no veía más que aquella gran serpiente abigarrada…
La imagen comenzó a oscilar lentamente ante su vista. El cansancio era agradable, suave al contacto con los ojos. Tuvo ganas de cerrar los párpados, de hacer durar aquellos minutos de sosiego. Se le cerraban los ojos. Creyendo aún que era simplemente la fatiga de la noche, trató de sacudirse, pero apenas logró despertar este último pensamiento: «Tengo que levantarme, todavía llevo las manos llenas de tierra, voy a manchar el libro…».
El sueño la envolvió rápidamente, con una violencia tranquila, irresistible. Se mezcló con el olor fino y agradable de las páginas antiguas. Esas páginas que se huelen aspirando intensamente, cerrando los ojos.