A la mañana siguiente, en la biblioteca, se dio prisa para acabar los preparativos habituales del comienzo de la jornada. Le era imposible dominar aquellas ganas cómicas de extender, a hurtadillas, detrás de su mostrador, las tres fotos y examinarlas una vez más, antes de que llegaran los primeros lectores. Si, de examinarlas allí, en un lugar indiferente, lo que debería dar a las fotografías un enfoque neutro. Había en su deseo una parte de esa atracción monomaniática que provocan ciertas fotos hacia las que se arrastra la mirada con la dependencia de un morfinómano, como para asegurarse de que su encanto misterioso no se ha esfumado o, por el contrario, esperando descubrir en ellas un detalle que transformará su mundo instantáneo.
Abrió dos paquetes con las novedades, pero, impaciente, decidió registrarlas más tarde y se puso a encuadernar los periódicos franceses y rusos. Normalmente se tomaba la molestia de ojearlos, aun estando segura de enterarse de su contenido por los interminables comentarios de los lectores. Aquella vez sólo leyó los titulares de las primeras páginas. «El robo de las joyas de la duquesa de Windsor»… «Joséphine Baker, oficial de la Resistencia»… «El malestar argelino: ¿acceso de fiebre o crisis de crecimiento?»… «A partir del 7 de octubre, aumento de velocidad de los trenes, un nuevo esfuerzo de la SNCE París-Burdeos en 6 horas 10 minutos, Paris-Marsella en 10 horas 28 minutos…».
Por fin pudo examinar tranquilamente las tres fotos. La mujer fotografiada la intrigó de nuevo por su belleza y su juventud. Mientras con el oído espiaba pasos detrás de la puerta, escrutaba aquel cuerpo tratando de ser objetiva. Pero aquella desconocida que se despojaba de su camisón y, en la foto siguiente, se erguía ante la ventana no tenía en su cuerpo nada que pudiera revelar un decaimiento, un ocaso. La espalda que se descubría bajo el camisón subido era de una flexibilidad casi juvenil. Y aunque aquel momento de su vida fuese detallado al azar, la cámara había captado lo que, para ella, distinguía su cuerpo de los cuerpos femeninos que había observado durante su vida: aquellos tobillos cuyos ligamentos muy finos estaban como ajustados por los dedos índice y pulgar de un escultor gigante, así como la fragilidad de las clavículas, demasiado ligeras, al parecer, para soportar la redondez de los senos macizos, pesados. Si, estas particularidades que no se sabe, a menudo hasta la muerte, si las ven los demás, las aprecian o las juzgan sin gracia.
Más intensamente aún que la víspera, aquella mujer sorprendida ante la ventana oscura daba la impresión de vacilar al borde de una asombrosa revelación. «Es totalmente… ¿cómo decirlo? ¿Irreconocible? ¿Distinta? En fin, yo era distinta en aquel momento…». Inclinaba la foto para cambiar el ángulo de iluminación, esperando que las palabras se desprendieran súbitamente de su superficie y condensaran su misterio en una fórmula… Los primeros lectores del día aparecían ya por la puerta.
Primero fue una residente muy vieja del asilo de ancianos la que entró en la sala. Por lo general le llevaba los libros la enfermera. Pero aquella mañana se sintió con fuerzas para ir en persona, muy extrañada, muy radiante por haber podido realizar aquel largo trayecto de una planta a otra, muy deslumbrada también por la luminosidad del sol otoñal que brillaba en los cristales. Se adivinaban las proezas que había tenido que llevar a cabo aquel cuerpo menudo, casi transparente dentro de su bata, para subir peldaños resbaladizos, recorrer largos pasillos por los que se colaban corrientes de aire con olor a cocina, a calle, a humedad del río. Luchó un buen rato con la puerta, y ésta, al cerrarse, a punto estuvo de arrastrarla, debido a la violencia del muelle, y de arrancarle el brazo. En la mirada que dirigió a Olga, mezclado con la admiración, había al mismo tiempo el reflejo a un tiempo inquieto y ufano dejado por todos aquellos peligros sorteados. «En primavera, tengo… tengo que enseñarle esas flores», decía, ahogándose a veces, a Olga, que la acompañaba a su habitación. «Ya verá, crecen casi al pie de los árboles, horadando las hojas secas. Estoy segura de que ni los mismos franceses las conocen. En primavera. Iremos juntas. Ya verá. Son de una blancura pálida. ¡Y de una belleza!». Ir la primavera próxima a buscar en el bosque aquellas flores blancas era una promesa que Olga venía oyendo desde hacía ya varios años…
La ronda de los lectores prosiguió. El oficial de caballería contó la historia de su mejor caballo, el que sabía echarse y levantarse, obedeciendo a un silbido convenido. Luego representó un combate de sable e imitó su «s-s-chlim».
Hubo después algunos lectores a los que Olga llamaba, para sus adentros, «candidatos». Eran los que habían logrado dejar las viviendas, muy desdeñadas, de la antigua fábrica de cerveza y se habían mudado a la parte alta de Villiers-la-Forêt soñando, en secreto o sin ocultarlo, con ir a vivir algún día a París.
También fue Macha e, inclinada sobre el mostrador, murmuró en tono de confidencia: «No volveré hasta dentro de quince días. Me voy a Niza. Con él…». Olga ya sabía que este «con él» significaba: no con el marido.
En esta voluble intermitencia de personajes se deslizó el antiguo farmacéutico, que vivía en un ocio obligado desde que la aviación aliada destruyó su farmacia. Desde que ocurrió la catástrofe, se había acercado a la comunidad de emigrantes de la parte baja, incluso había empezado a aprender su idioma y poco a poco había adquirido ese papel de francés por excelencia que todo francés adopta cuando vive entre extranjeros. Tal vez de modo inconsciente, exageraba ciertos rasgos que se consideran típicamente franceses y se alegraba si los habitantes de la Horda de Oro exclamaban ante sus retruécanos licenciosos o su galantería: «¡Ay, esos franceses son incorregibles!». Cuando se fue, Olga se dijo sonriendo: «Digan lo que digan, sólo él se ha fijado en que me he cortado el cabello». Y repitió mentalmente las palabras del farmacéutico: «¡Oh, señora! ¡Qué sorpresa para nuestros ojos! ¡Aunque no sorprendente, por supuesto! Era esperada la curva perfecta que revela. Espero que no sea el último de sus tesoros que brinde a nuestras miradas…». Fue a guardar los libros devueltos por el farmacéutico y, recordando los grandes ademanes y la mímica del hombre, pensó: «Si que son incorregibles esos franceses».
La alta enfermera malhumorada y constantemente enlutada se presentó a última hora de la mañana y pidió un libro recién publicado en el que, según ella, debía de haber mapas a partir de los cuales podría situar el lugar exacto del último combate aéreo de su amado británico…
A Olga se le pasó el día sin sentir. O, mejor dicho, se le pasó con las historias de todos aquellos lectores que la anegaban en sus relatos. «Me han expulsado de mi propia vida», se decía con rencor.
No tuvo la sensación de volver a su vida hasta última hora, después de cerrar. Solía marcharse a las ocho en punto, si no, la biblioteca se convertía en una sala de debates: los lectores, sobre todo los que vivían en el mismo edificio de la Horda, no se iban hasta las doce, después de tomar varias tazas de té, repetir todas las revoluciones y todas las guerras del mundo y contar, por enésima vez, la historia de su vida. Aquella tarde, Olga cerró la puerta con llave y permaneció un buen rato sentada detrás del mostrador donde se apilaban los libros devueltos. Los rostros de la jornada flotaban aún como espectros en la penumbra del local vacío. Olga se veía como debían de verla todos aquellos visitantes: bibliotecaria perpetua, mujer abandonada por su marido y en ruptura con su casta, madre de un hijo desahuciado…
Un ruido ligero interrumpió aquel ten con ten silencioso. Alzó la vista. El picaporte bajaba lentamente. Sin motivo, la lentitud de aquel movimiento infundía temor. Algunos empujones que una mano dio a la puerta tenían también aquella fuerza lenta y segura. Tras un segundo de silencio, una voz de hombre, que no se dirigía a nadie y sin embargo no excluía que alguien se hubiese encerrado en la biblioteca, canturreó casi: «¡Y el pájaro ha volado! Dejándose la luz encendida. Curioso…». Y más al fondo, ya en el pasillo, la misma voz contestó a una lectora rezagada: «¡Demasiado tarde, encanto! La señora Arbélina es la puntualidad personificada. Son las ocho y cuarto. La puntualidad, como usted sabe, es la cortesía de los reyes y… de las princesas…».
Olga intentó aplicar aquella voz a tal o cual cara conocida, después renunció. Era una voz no oída nunca todavía. Cogió el último libro por ordenar, el volumen que disimulaba sobre la madera clara de su escritorio aquella mancha de tinta desagradable, parecida a un hombre barrigudo, y que tapaba siempre con una hoja de papel o un libro. De pronto, como una mariposa nocturna que se escapa de los pliegues de una cortina, las tres fotografías cayeron al suelo. Se le habían ido de la memoria desde la mañana, entre el ruido de las palabras. La sangre le encendió las mejillas. «¿Y si un lector hubiera cogido, mañana, este libro?». Imaginó la escena, la vergüenza, las risas, los chismes…
Y cuando su mirada se hundió de nuevo en la habitación nocturna en la que una mujer desnuda permanecía junto a una vidriera oscura, el misterio de aquel instante se pudo captar muy simplemente. Nadie sabía que la mujer estaba allí, en plena noche, en el frescor que subía del río. «Como nadie sabe que estoy en esta biblioteca vacía, sin más luz que la de esta lámpara de mesa. He vivido media hora de vida que les permanecerá desconocida». Se dijo que la mujer fotografiada habría podido salir por la vidriera, dar unos pasos por el prado que bajaba hacia el río… Esta libertad la embriagó. Una mujer desnuda que camina por la hierba, en la noche sin luna, y que ya no es ni bibliotecaria, ni esposa abandonada, ni una tal princesa Arbélina…
Al regresar a casa, se detenía de vez en cuando y miraba a su alrededor: las casitas de la zona baja, los árboles, las primeras estrellas entre sus ramas.
Su mayor asombro era descubrir la presencia muy próxima de aquella vida que podía permanecer desconocida para los demás.
A los dos días de aquella extraña velada oculta a los otros, recibió una carta de L. M. (su «amante parisiense», como sabía que lo llamaban los habitantes de la Horda). Con estas cartas de media página la invitaba a ir a París. Esta última se distinguía de las otras por un tono grave, dijérase que ligeramente ofendido. Una especie de reproche se leía entre líneas: vuelvo de Alemania, donde me han hecho visitar el infierno, y usted, aquí, en Francia, vive su pequeña vida de opereta. Ese tono quería decir asimismo: sí, ya sé, no nos hemos visto desde hace varios meses, pero no tienes derecho a juzgarme, mi trabajo de periodista pasa por encima de todos los sentimentalismos del mundo.
Por la noche, escribió un borrador de respuesta. Una carta que ponía fin a aquella larga sucesión de entrevistas que ellos habían llamado, al menos durante cierto tiempo, «amor». En las líneas que trazaba, tachaba y volvía a escribir no se hallaba ya esta palabra. Y falto de este apoyo, todo cuanto habían vivido se transformaba en una masa de fechas, de inflexiones de voz, de habitaciones de hotel, de tramos de calle, de diferentes silencios nocturnos, de placeres de los que no quedaba ya más que el caparazón del recuerdo. Intentó decirle todo esto… La cadencia de las frases se transmitió a su cuerpo y le impuso un vaivén maquinal a lo largo del pasillo de su estrecha vivienda. En el recibidor su mirada se detuvo en la vieja cómoda. El ángulo de su tablero había sido serrado formando una curva irregular. Lo hizo L. M.: para que el niño no se haga daño jugando, explicó. Estaba muy orgulloso de haberle hecho aquel favor. «Como todos los hombres que procuran una ayuda manual a una madre sola», pensó Olga. Cuando iba a verla a Villiers, tocaba siempre, al entrar, aquel ángulo cortado, como para comprobar su trabajo y a veces hasta le preguntaba: «¿Qué? ¿Resulta eficaz? No dudes en decirme si hay que dar una mano más a la sierra…». Ahora, al cruzar el recibidor, Olga se decía que, de atreverse a ser sincera, debería haber hablado en su carta de aquel ángulo cortado, ¡uno de los verdaderos motivos de ruptura! Pero ¿lo habría entendido? Si, hablar únicamente de aquel ángulo. O tal vez también de aquella comedia: un hombre de torso pálido, tendido a su lado en la oscuridad, habla profusamente, ya animado por el deseo, ya irritado por la ausencia del mismo… Toda la verdad se habría resumido en estos dos estallidos.
Terminado el borrador, fue a la cocina, donde sobre el fogón apagado se enfriaba su infusión. Su carta de ruptura abría una nueva época, le pareció. Quizá la que sería ocupada por la «espera de la vejez», como decía la directora. Todo lo que parecía transitorio, capaz aún de cambiar, se haría definitivo —esta cocina con las hinchazones familiares de la pintura desgastada de las paredes, esta baja y larga casucha de ladrillo, su casa, y su presencia cada vez menos sorprendente en Villiers-la-Forêt, en la alternancia de las estaciones casi indistintas como lo son en Francia, donde el verano se prolonga tanto tiempo en el otoño y donde el invierno, sin nieve, no es más que un otoño prolongado—. En adelante, su vida se parecería a ese deslizarse vago… Antes de acostarse (aquella noche, la infusión no podía hacer nada sobre su emoción), remendó la camisa de su hijo. Extendida en sus rodillas, la tela se impregnó rápidamente de la tibieza de su cuerpo, de sus manos. La camisa con el cuello totalmente deshilachado procedía, visiblemente ya, de esta nueva época de su vida en la que nada ajeno se interpondría entre ella y su hijo. Ninguna visita, ninguna pasión. Rechazaría cualquier pensamiento que la alejase de él. Pero él no notaría este cambio, del mismo modo que tampoco advertiría, por la mañana, una multitud de puntadas azules en el cuello de su camisa…
Apenas unos días después de la velada en que quedó escrita la carta definitiva y tomada la gran decisión en la intensa y tierna amargura, Olga no conservaría ningún recuerdo de ella. Sus resoluciones, su recogimiento formal, su resignación, todo resultaría borrado por un solo gesto.
En el transcurso de una velada clara y fresca de finales de otoño, en un momento de gran serenidad, Olga sorprendería a su hijo junto a aquel pequeño recipiente de cobre en que se decantaba su infusión de flores de lúpulo. Lo vería rígido en esa espera breve y crispada que sigue a un gesto que se desea secreto a toda costa. Si, esa fijeza hipnótica que se intercala entre ese gesto peligroso o criminal y el relajamiento exagerado de los movimientos y las palabras que siguen a continuación. Lo que entonces creería adivinar le parecería de una monstruosidad tan increíble que instintivamente retrocedería unos pasos. Como si hubiera deseado dar marcha atrás al tiempo, presintiendo ya que en aquel instante mismo el retorno a su vida de antes resultaba imposible.