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Aquella noche de septiembre (estaba preparando su infusión de flores de lúpulo), Olga comprendió por fin qué le hacían evocar los personajes pintados en el estudio de Li. El recuerdo de aquel baile de máscaras…

Durante la guerra, aquella infusión que ayudaba a dormir daba la ilusión de una cena o, al menos, sustituía el té. Más adelante, su preparación se había transformado en un rito que, al anochecer, por la repetición de los movimientos vueltos inconscientes, adormecía los pensamientos inquietos, dejaba vivir en una intimidad silenciosa consigo misma. Le gustaba aquella hora vaga que ningún tiempo lograba medir, aquel flotar en el descanso. Las flores, parecidas a minúsculas pifias, hinchaban sus pétalos en el agua sobre el fondo del pequeño cazo de cobre. La mirada se abandonaba en la imperceptible transmutación del líquido dorado, se aclaraba siguiendo su decantación…

Esa noche, la voz de la «tía zorra» consiguió romper la agradable vacuidad de sus pensamientos. Al principio, Olga se alegró casi al oír lo que le reprochaba su perseguidora por lo muy anodinas que eran sus palabras. «Ni siquiera en este rito estúpido eres bastante consecuente. Unas veces, tomas tu infusión cada día, otras, pasas una semana sin acordarte de ella. La tomas cuando estás angustiada. Una estratagema más, un truco para conjurar el dolor…». Olga no replicó, esperando que los reproches no fueran más lejos. Pero la voz prosiguió, adivinando esta esperanza: «Después de la vida que has llevado, con el hijo que tienes, hace tiempo que habrías debido ser de mármol, invulnerable a todas estas pequeñas heridas de la existencia. Deberías ser una mater dolorosa…, sonriente, sí, una ligera sonrisa de desprecio para burlarte del destino. Y a ti, te hiere una palabra, una réplica de algún viejo loco en la biblioteca que te persigue durante semanas. Has hablado con Li de los escarpines bordados y ahora los imaginas cada vez que te pones las chinelas… Mater dolorosa con pantuflas bordadas. ¡Has errado tu clase!».

Esta vez Olga objetó: «Pero si mi vida está casi totalmente vivida». Sabía que este argumento ahogaba la voz de la «tía zorra» cuando todas las otras razones resultaban vanas. «Si, me aproximo a esa edad en la que nada verdaderamente nuevo podrá acontecer antes de la muerte. No hay milagro posible. ¿El muy improbable postrer encuentro? El que se hace sobre todo para demostrarse que todavía es posible. Mater dolorosa con escarpines bordados…».

La «tía zorra» callaba y Olga sentía en aquel rinconcito de su alma la silenciosa satisfacción de alguien cuya superioridad había que reconocer. Al menos, ahora podía reanudar su largo flotamiento a través de la velada. Removió distraídamente las flores de la infusión, preparó el tazón y un pequeño colador. «Mientras se enfría…», pensó gozando el ocio delicioso de aquellos minutos.

El niño dormía ya en su cuarto. Y la calma y la pureza de aquel sueño eran de vez en cuando como ahondadas por un eco lejano del reloj en el campanario de Villiers-la-Forét. Olga acabó armonizando su pensamiento con aquel ritmo nocturno. No quedaba en este pensamiento cansado más que resignación. La aceptación de aquella casa estrafalaria, adosada en toda su longitud a la pared de la antigua fábrica de cerveza donde vivían otros emigrantes y a la que llamaban la Horda de Oro. La aceptación de su vida allí, en aquella pequeña población sin ningún atractivo particular, lugar totalmente fortuito y sin embargo predestinado, el único que quiso acogerla tras su huida de París, su ruptura con la emigración parisiense y la marcha de su marido. El único lugar bajo el cielo. Aquella casa entre la pared de la Horda de Oro y la orilla del río. Sonrió: su sitio aquí abajo.

Conteniendo el poso dorado de las flores con una cuchara, empezó a verter la infusión en el tazón. Seguía sonriendo mientras se decía que Li podía muy bien pintada como una bruja ante su brebaje mágico…

De repente se estableció en su pensamiento una brusca relación: ¡los personajes en los paneles, Li y… aquel baile de máscaras! ¿Cómo pudo no advertir ese parecido antes?

Un número considerable de invitados disfrazados iban a encontrarse, al cabo de más de treinta años, en los paneles de una extravagante fotógrafa instalada en el sótano de una vieja casa parisina. Si, en el revoloteo febril de aquella fiesta de antaño, Olga había visto a un mosquetero de opereta, a una reina con su alta cofia medieval, a un fantasma que hacía ondular su vestimenta blanca. Y hasta, en una de las pequeñas salas vacías de la morada, a un Otelo, hombre grueso y desmesuradamente embadurnado de negro que, sin duda ebrio, arrancaba de un piano una melodía de gran brío, desesperada, mancillando las teclas blancas con las huellas parduscas de sus dedos…

… Esa adolescente de doce años que se escurre a escondidas a través de la gran propiedad inundada de música y risas es ella, un lejano reflejo de ella. Los adultos están demasiado ocupados con su mascarada para advertir su sombra, que se desliza a lo largo de las paredes evitando los remolinos disfrazados. La niña que acaba de dejar, sin permiso, la pequeña dependencia donde debía pasar esta noche de fiesta experimenta con agudeza inquietante su autonomía, su libertad, su distanciamiento de este mundo jubilosamente loco. Y sobre todo la singularidad de este comienzo de vida que es el suyo: su padre murió en la guerra ruso-japonesa, su madre «se enterró en vida» (dicen los adultos) dentro de un aislamiento devoto hecho de plegarias, de largas horas pasadas junto a la tumba de su esposo, de sesiones nocturnas con una espiritista famosa que la arruina y le hace entrever los rasgos del difunto. La niña vive en casa de su tío, el «que venderá su última camisa para poder dar una fiesta». Este baile inicia, en una bella noche de junio, una larga sucesión de festividades, de cacerías, de representaciones de aficionados en un estrado a la entrada del jardín… La niña adivina que la libertad de que goza prueba que algo se ha descompuesto en esta gran mansión. Sabe que, en vida de su abuela, nunca se habría admitido que una niña anduviera mezclada en las fiestas de los adultos. Este abandono la inquieta y al mismo tiempo la excita… En un salón tropieza con un personaje extraño: una chica muy joven, vestida de mago, que duerme en el ángulo de un pequeño sofá. Su alto cucurucho cuajado de estrellas yace a su lado, su varita mágica se ha caído al suelo. La niña coge este instrumento de magia y sin saber qué hacer con él roza con su punta la frente del mago. La joven emite un murmullo, pero no se despierta. El mago es «hija de padres pobres» a quien se encarga, durante las fiestas, de los fuegos artificiales y de los juegos de magia… La niña le roba su varita mágica y se va a continuar su exploración. En los pasillos la atropellan grupos de personajes que irrumpen bruscamente en medio de un estallido de gritos, arrugar furioso de las sedas, taconazos… Por último, cansada, casi sonámbula, llega a una especie de estrecho salón sin ventana, lugar recóndito y cuyo uso nunca ha conocido. Está alumbrado por una vela a cuyo alrededor la cera derretida forma ya un pequeño lago brillante sobre el barniz de la mesa. La niña se detiene en el umbral de la puerta. Su primera impresión la fascina: un hombre, un verdadero coloso, disfrazado de payaso de cuentos populares, está medio tumbado en un ancho sillón y mueve con sus manos una gran marioneta que ha instalado sobre su vientre. Pero la marioneta rompe a hablar con voz femenina, musical, extrañamente musical, y como desconsolada. Sí, es una mujer sentada a horcajadas en el cuerpo enorme del hombre que ha extendido sus brazos sobre los del sillón. De vez en cuando la mujer interrumpe su murmullo y su cara se transforma en la de un ave de rapiña: acribilla la faz adormilada del hombre a picotazos de besos rápidos, insistentes… Todo es muy extraño, sobre todo en este aposento en el que se cree oír aún la tos del viejo criado de los abuelos. La niña querría tocar el cuerpo de la mujer, un cuerpo muy delgado, nervioso y que va envuelto en muselina. Ese cuerpo móvil parece surgir directamente del vientre del hombre. Se diría que no tiene piernas, sólo esa gasa de muselina que ocultaría el tronco hueco de una marioneta. Y el fino y largo cigarrillo que sostiene en una mano, mantenido lejos de sus dos cuerpos, da la impresión de revolotear por sí solo en la oscuridad… De pronto, el semblante del hombre despierta, lanza un suspiro ruidoso. Sus manos se crispan en los brazos del sillón. Y la niña comprende que no son tales brazos, sino las piernas de la mujer, sus largos muslos bajo el reflejo negro de las medias. El hombre, medio echado en el sillón, se mueve pesadamente, hunde sus manos en la muselina y sacude a la mujer con una violencia tal que el largo cigarrillo cae al suelo. Sus manos enormes recorren el ligero vestido de la mujer como el vestido vacío de una marioneta. El pensamiento de este cuerpo ausente da miedo. La niña se dispone a huir, da dos pasos hacia atrás y, de repente, con un ruido que le parece ensordecedor, deja caer la varita del mago. La mujer se vuelve girando sobre el cuerpo del hombre…

Olga se tomó la infusión en su cuarto. Al dejar el tazón en la mesilla de noche, oyó de nuevo la voz de la «tía zorra»: «Tienes todos los tics de una mujer que envejece. Este tazón, pronto frascos de medicamentos, un pequeño relicario de la vida que se acaba…». Pero estas palabras eran menos hirientes que de costumbre. Sabía ahora dónde se escondía aquella voz guasona: dentro de la gran mansión en fiesta en la que una adolescente descubría la complejidad cavernosa de la vida. Si, estaba también aquel lacayo a quien había sorprendido, en su huida a través de los pasillos, bebiendo el champán de las copas de los invitados…

Sus pensamientos se embrollaban ya. «Es realmente eficaz esta infusión», tuvo tiempo de decir; «tengo que aconsejársela a Li, que se harta de somníferos y luego llora en sus pesadillas…». El sueño acudió tan rápido que su mano tendida hacia la lamparilla detuvo su movimiento a medio camino.

El lunes por la mañana, en la biblioteca, era ininterrumpido el desfile de los lectores, como si se hubieran puesto de acuerdo detrás de la puerta y entraran uno tras otro para contarle cada cual su historia. Es verdad que, para algunos de ellos, solos y a menudo avergonzados de su soledad, la biblioteca era el único sitio donde había alguien, ella, Olga Arbélina, dispuesto a escucharlos.

Llegó primero la enfermera de la residencia de ancianos, de aquel «hospicio ruso» situado en la planta baja de la antigua fábrica de cerveza. Una larguirucha seca cuya juventud era ya invisible bajo un luto orgulloso y desabrido que ella misma se había impuesto. Llevaba luto por una persona que nunca había existido y que había nacido al azar de una conversación cuando, para ocultar su soledad, había esbozado la figura de un novio lejano, piloto de caza inglés del que, estando en plena guerra, no podía decir gran cosa por motivos harto evidentes. De confidencia en confidencia, aquel fantasma había vivido su vida invisible, enriqueciéndose en el corazón de 1$ que lo había inventado con una multitud de detalles, multiplicando las hazañas, ascendiendo de grado… Inevitablemente, su vida había terminado con el final de la guerra. Si no, habría tenido que confesar la mentira o transformarlo en amante sin prisa por ver a su amada… Nadie entre los habitantes de Villiers-la-Forêt se creía la historia, pero habían acabado amando a aquel piloto derribado en los últimos combates de la guerra…

La puerta, apenas cerrada, volvió a abrirse. Un hombre, vuelta atrás la cabeza, entraba prosiguiendo su discusión con alguien en el pasillo. No la interrumpió, pero simplemente dirigió sus palabras hacia Olga, sentada tras su mostrador. Eso no cambió en nada el sentido de su relato, pues la historia era siempre la misma, sin principio ni fin, y podía escucharse a partir de cualquier momento. Aquel antiguo oficial de caballería contaba sus batallas contra los bolcheviques. Combates singulares, ofensiva de varias divisiones, emboscadas, heridas y muertes de caballos que sentía, al parecer, más que las de sus mejores amigos… De vez en cuando su interminable relato era entrecortado por el silbido de un sable que se hundía en la carne del enemigo. Su rostro se contraía en una mueca salvaje y gritaba un breve «¡s-s-chlim!», redondeando los ojos para imitar al mismo tiempo la expresión de una cabeza cortada…

Los lectores entraban, apoyaban los codos en el mostrador, comentaban los libros que devolvían, pedían consejo e, infaliblemente, soltaban su historia… No todos, sin embargo. Aquél, por ejemplo, fue discreto y rápido. Olga lo llamaba el «médico entre nosotros» en recuerdo de su primer encuentro: un día había visitado a su hijo, pero, al marcharse, había murmurado: «Quiero que esto quede entre nosotros. Ya sabe, el ejercicio ilegal en este país…».

Poco antes de cerrar, Olga tuvo la visita de aquella bonita joven que dos años antes se había casado con un viejo coleccionista de cuadros, propietario de varias galerías de arte. Para una mujer que había pasado su juventud en la miseria de la Horda de Oro, que había trabajado como camarera en su cantina y llevaba el nombre trivial de Macha, aquel casamiento era semejante a la aparición del príncipe maravilloso, aunque el marido no era ni maravilloso ni príncipe, sino feo y cascarrabias. Los rusos de Villiers-la-Forêt trataban de no ver ese lado de las cosas, sabiendo hasta qué punto son infrecuentes en este mundo los milagros, aun imperfectos… El relato de Macha constaba de un catálogo de personalidades parisienses que había conocido en las galerías de su marido. El esfuerzo, muy visible, que había hecho para recordar todos aquellos nombres, a menudo con un «de», era comparable al que ahora hacía esforzándose en repetirlos con una indiferencia muy mundana. Se veía que si iba de vez en cuando a Villiers-la-Forêt, a la Horda, era para disfrutar de su deliciosa liberación de aquellos lugares, de su pasado mísero, para caminar entre aquellas gentes como a través de un mal sueño que podía desvanecer en cualquier instante regresando a París…

La directora de la residencia de ancianos fue, aquel día, la última en llegar. Tuvo que armarse de paciencia, esperando que Macha terminara su lista de celebridades. Cuando ésta hubo abandonado la sala, exhaló ruidosamente su alivio:

—¡Uf! Yo creía que era a nuestra edad cuando nos volvíamos charlatanas. Esperando la vejez, cuando no tendremos otra cosa que hacer… ¡Pero ha oído a esa urraca! Estoy segura de que usted y yo necesitaríamos una semana para cotorrear tanto como ella…

Las palabras de la directora se transformaron en un cuchicheo interior que persiguió a Olga toda la velada. «A nuestra edad… esperando la vejez…». En estas conversaciones gratuitas, a la vuelta de una réplica insignificante es donde la realidad se muestra al desnudo y hiere mortalmente. Entre aquellas dos mujeres, Macha y la directora, Olga se creía naturalmente más próxima a la primera, que tenía treinta y cinco o treinta y seis años. Y hete aquí que la que había superado hacía tiempo los cincuenta la arrastraba, cuando sólo iba a cumplir cuarenta y seis, hacia aquella espera de la vejez.

En el cuarto de baño, pasó un rato escrutando el espejo. «En realidad es muy sencillo», se decía a sí misma, «los cabellos como los míos se vuelven pronto cenicientos. Habría que explicar a todo el mundo: mire, tengo ese color de cabello, pero aún no soy tan vieja como mi cabellera…». Sacudió la cabeza para ahuyentar aquella estúpida visión de una mujer que abogaba por la singularidad de su cabello.

Al entrar en la cocina, vio su infusión que se estaba enfriando en el pequeño cazo de cobre, y de repente experimentó un agradable dulzor hecho de resignación. Si, resignarse, instalarse en esa «espera de la vejez», con pequeños ritos un poco maniáticos. Triturar sus antiguos deseos en minúsculas parcelas, muy ligeras, fácilmente accesibles, como esos minutos de nostalgia, por la noche, como el tenue chorrito que luego vertería en el tazón…

La propia Olga no entendió lo que de súbito se rebeló en ella. Actuó con la alegría del primerísimo impulso aún irreflexivo. La infusión fue derramada en el fregadero, el poso de pétalos, recogido en una bola y arrojado por la ventana abierta. Pensó en Li y se dijo que este pensamiento era el que había provocado la rebeldía: «Es mayor que yo (de nuevo esa aritmética: ¡me lleva tres años!), y sin embargo se lanza a un proyecto insensato. ¡Una nueva vida!».

Le entró una alegría algo nerviosa, esa que hubieran querido ridiculizar las mentes razonables. «¡Hay que ver esa Li! ¡Qué mujer tan fenomenal! ¡Ella sí que tiene agallas!», repetía dando vueltas por su cuarto. Luego se detenía, cogía un objeto, lo frotaba como para quitarle el polvo, lo devolvía a su sitio, arreglaba el tapetillo en el velador, tiraba con fuerza de los extremos de la almohada. «¡Qué fenómeno esa Li!». De pronto su vista se fijó en aquel grueso volumen encuadernado en piel. ¡La cámara fotográfica! La cámara espía que Li le había prestado y que, olvidada posteriormente, había estado a punto de convertirse, por la costumbre de la mirada, en un libro más en la hilera de otros libros. Olga sintió en los dedos un hormigueo de jubilosa excitación mientras manipulaban el interior niquelado del falso libro. Apagó la luz, puso la cámara en la estantería, pulsó el botón liso en su canto como le había enseñado su amiga…

No volvió a acordarse hasta pasados tres días, cuando su rebeldía, la noche de la infusión derramada, le parecía ya lejana e inútil como lo son a menudo las grandes decisiones exaltadas que se toman muy avanzada la noche y de las que uno se siente confuso al día siguiente.

Aquel día tenía que ir a París: le habían prometido presentarle a alguien que tal vez pudiera ponerla en relación con un gran especialista en enfermedades de la sangre que seguramente podría… Mediante esos rodeos largos de vagos conocidos seguía buscando a ese médico milagroso que no renuncian nunca a encontrar los padres de hijos desahuciados… Sabía que pasaría por casa de Li y decidió aprovechar la ocasión para devolverle su cámara espía.

Una semana más tarde, le sorprendió recibir una notita acompañada de tres fotos en blanco y negro. «Las dos primeras han salido mal, no había bastante luz», comentaba Li.

Olga las colocó en el bastidor de la ventana y la visión de su propio cuerpo le impidió por unos segundos la respiración.

Además, en la primera fotografía no se la veía. El espacio estaba iluminado de través y permitía ver en su parte lograda a su gato, que por lo general dormía en la cocina. Aquella vez estaba despierto y parecía cogido en flagrante delito de una actividad misteriosa, nocturna. Sus orejas se erguían en acecho de los ruidos, sus ojos con pupilas como cuchillas de afeitar recortaban la débil luz que se proyectaba sobre él. Toda su figura se tendía en la preparación de una huida sigilosa, saltadora… Olga se forzó a soltar una risita para desprenderse de la sensación inquietante que producía, por una razón desconocida, aquella vela atenta del gato.

Al examinar las otras dos fotos, recordó que la noche de su alegre rebelión, cuando había instalado la cámara espía, tuvo que levantarse para quitarse el camisón y abrir la ventana por lo calurosa que era aquella noche de septiembre. No tenía entonces el menor recuerdo de la cámara escondida en la estantería. Y sin embargo, el minúsculo objetivo se había animado y, con una discreción perfecta, había tomado cinco fotografías, con tres segundos de intervalo.

En la foto siguiente, Olga se vio de espaldas, sentada al borde de la cama, con los brazos alzados, la cabeza oculta por el camisón del que se estaba despojando… En la última, estaba de pie delante de la puerta vidriera, con el cuerpo inclinado, una mano rodeando sus pechos como para protegerlos de las miradas, y la otra puesta en el picaporte. El dibujo de su rostro resultaba impreciso. De sus ojos, la foto sólo había guardado un triángulo de sombra. Sin embargo, se adivinaba que aquella mirada se llenaba del silencio ventilado de la noche, que a lo largo de la curva blanca de aquel brazo fluía el frescor casi palpable.

Aquella mujer desnuda delante de la ventana abierta le parecía muy diferente de ella misma, ajena a ella misma. Le era fácil reconocer la belleza de aquel cuerpo. Y hasta su juventud, que, en la primera ojeada a la foto, le había cortado la respiración. Y una singularidad más que no alcanzaba a formular, un secreto que sobrepasaba las palabras y cuyo sabor, como el de la menta, helaba el olfato, agitaba el pecho…

Durante todo el rato que estuvo examinando las fotos, la voz de la «tía zorra» no cesó de subrayar incoherencias extrañas: «¿Por qué las dos primeras son completamente oscuras, la tercera apenas iluminada y las dos últimas correctas?». «Calla, seguramente es un fallo de la cámara…». «¿Y por qué está abierta la puerta?». «Una corriente de aire». «¿Y el gato?». «¡Calla, no quiero saber nada!».

Este altercado no mermó su asombro ante la mujer fotografiada. Sólo muy tarde (oyó un ruidito proveniente del cuarto de su hijo y se levantó rápidamente, pronta a acudir a la menor llamada) sonaron de nuevo en su cabeza los reproches de la «tía zorra»: «Todas estas fotografías, pase, pero más valdría que pensaras de vez en cuando en tu hijo…».

Olga no contestó. Se dirigió a la puerta, la abrió, escuchó el silencio a lo largo del pasillo. Su extraña casa se componía de aquel pasillo, con su habitación, la cocina y el cuarto de baño, a un extremo, y al otro, el dormitorio del niño. Un cuarto trastero provisto de una estrecha ventanilla se hallaba a mitad del pasillo y servía de biblioteca. El niño decía: el cuarto de los libros…

Al oír nada, volvió a acostarse. ¿Qué podía contestar ella a la voz que la perseguía con sus reproches? Decirle que en aquel «cuarto de los libros» había, en el estante más alto, inaccesible al niño, una buena docena de volúmenes dedicados a su enfermedad. Y que ella conocía cada uno de sus párrafos, todos los tratamientos descritos, la más mínima fase en el avance del mal. Contestar que a veces tenía sueños en los que la evolución de la enfermedad se aceleraba y concluía en un solo día. Y que pensar todo el tiempo en esto hubiera sido no vivir, perder, la razón, y, por tanto, no dejar vivir al niño. Necesitaba a una madre simplemente normal, o sea única, constante en su ternura y su calma, constante en su juventud…

La «tía zorra» callaba. Olga se levantó otra vez (sentía ya no haber preparado la infusión), fue hacia el espejo y, recogiéndose los cabellos en una espesa trenza, empezó a cortárselos con unas grandes tijeras… Se decía que aquellas fotografías, las historias de los lectores en la biblioteca, las interminables disputas con la «tía zorra», la ansiosa aritmética de las edades femeninas, todo ese flujo que llenaba sus días, era de hecho el único medio de no estar pensando todo el tiempo en los volúmenes colocados en lo alto del estante vedado al niño en el cuarto de los libros. Anegarse en este flujo era su modo personal de parecer una madre como todas. De parecerse a sí misma una mujer como todas a fin de poder simular mejor esta madre.

Antes de dormirse, repitió varias veces, en un cuchicheo silencioso, tratando de lograr la mayor naturalidad: «Mira, quizá mañana o pasado mañana vayamos a París, quisiera enseñarte… ¡No! De modo que iremos a París, me han presentado a un médico que… No. Alguien verdaderamente simpático, un gran especialista de tu… No. De tus problemas…». Por lo general su pensamiento solía actuar sin ella advertirlo. Aquella vez se dio cuenta de dicho ejercicio casi inconsciente. «Si es que no dejo de pensar en él», se dijo como si se tratara de una amarga victoria sobre la voz que la perseguía.