Segunda parte

Sabía que el dolor, tanto físico como moral, se debía en parte a nuestra indignación ante el dolor, a nuestro asombro frente él, a nuestra negativa a aceptarlo. Para no sufrir, usaba siempre el mismo truco: contar. Si, había que comprobar, con una mirada lo más indiferente posible, la presencia de los objetos y los seres reunidos por la situación dolorosa. Nombrarlos muy sencillamente, unos después de otros, hasta que su total inverosimilitud saltara a la vista. Así, los enumeraba ahora fijándose primero en aquellas cortinas cuyos bordes estaban sujetos uno a otro por media docena de pinzas de tender la ropa. Esas cortinas oscuras, el techo alumbrado oblicuamente por una lámpara colocada sobre una silla. Y en el techo, en la pared también, las dos sombras angulosas de un negro violento: la primera, en forma de M mayúscula, era la de las piernas dobladas de una mujer acostada boca arriba. Y la otra figura, móvil, una cabeza gigantesca de dos cuernos, asomando, a intervalos, por entre los triángulos de las piernas dobladas. Si, las dos mujeres unidas por el trabajo silencioso que realizaba una de ellas en el cuerpo de la otra, en aquella habitación asfixiante, a última hora de una tarde de agosto…

Un dolor preciso, agudo como el de una picadura, le hizo apretar fuertemente los párpados interrumpiendo su enumeración. Había que reanudarla pronto para no volver a indignarse. Si, ese sol de agosto cuya lentitud polvorienta se reconoce a pesar de las cortinas y los postigos cerrados. Y detrás de los postigos, en la acera, a unos centímetros del interior protegido de la estancia, el encuentro de dos transeúntes, sus palabras («Se lo digo yo, poca carne veremos el año que viene…»), luego el martilleo de un tranvía y, como respuesta, el tintineo sonoro de los vasos en el armario. Y como amplificación de este ruido demasiado tenue, el sonido de un instrumento metálico sobre una bandeja.

La cabeza cubierta con una ancha tela atada con dos nudos reapareció al extremo de aquella mesa de operaciones improvisada. «¿No te hago mucho dañó?». Y volvió a hundirse entre las rodillas abiertas de la paciente.

Aquella sonrisa silenciosa había que incluirla también en su inventario. Y ampliarlo buscando la mayor precisión de detalles. Un cuarto estrecho, un increíble amontonamiento de muebles: aquel armario de madera casi negra, un secreter, un piano con dos candeleras fijados a ambos extremos del teclado, dos butacas apretujadas como en una sala de cine, un velador, unos estantes…, todo ello sobrecargado de libros, estatuillas, chucherías, floreros con haces de tallos secos. En las paredes, la marquetería de los cuadros, retratos antiguos de rasgos apenas distinguibles, paisajes claros, aéreos y, sin transición, la geometría abstracta. En el ángulo, casi bajo el techo, el rectángulo pardo y dorado de un icono camuflado bajo un largo trozo de tela… En medio de este batiburrillo, aquellas sábanas rígidas, frescas, el olor a alcohol, la mesa semejante a un banco de hielo. Detrás de la ventana, algunos gritos coreados, esos ecos perdidos que los participantes se llevan maquinalmente después de una manifestación o una fiesta. Una brizna musical se teje: el sollozo alegre de un acordeón que hace adivinar, por su tonalidad, la perspectiva de la avenida en el calor de agosto…

El dolor cambió de índole, haciéndose más áspero, más humillante en su trivialidad fisiológica. Olga sintió que las palabras bullían ya en ella e iban a acusar, en una queja indignada, muda, a su propia estupidez («¡Qué imbécil! ¡A mi edad!»), a la perfidia vigilante y mezquina de la vida («¡El momento ha sido bien escogido, ni que decir tiene! O, mejor, soy yo la que ha sido bien escogida; de lo contrario, habría podido guardar algunas ilusiones sobre el mejor de los mundos…»). Se apresuró a reanudar su juego de inventario… Si, esos gritos festivos detrás de la ventana: el segundo aniversario de la liberación de París… Por la mañana, al dirigirse a casa de su amiga, había advertido la abundancia de banderas en las fachadas… Si, esta ciudad a la vez animada y soñolienta, esta casa de un piso en la periferia del distrito quince, este sol que se aplasta contra los postigos cerrados de la planta baja. Y en una habitación aislada del mundo, dos mujeres. La primera, tendida en una mesa cubierta con una sábana, la segunda, inclinada sobre el bajo vientre de la primera, con la cabeza agrandada por una enorme toca blanca y cornuda, practicando un aborto clandestino.

Olga sintió que lo absurdo de la situación daba al traste con su indignación. Habría cabido indignarse si aquel dolor hubiese violado alguna lógica, comprometido una justicia. Pero no había en torno a ella ninguna lógica. Sólo fragmentos dispersos: comezones desagradables que ponían sus muslos de piel de gallina, aquella tarde bochornosa del 25 de agosto de 1946, aquella habitación atestada de muebles, aquella mujer sometiendo a la otra a una intervención juzgada criminal. Olga repitió mentalmente: «Un aborto clandestino», y pensó que lo inverosímil de su situación podría haber sido más extraordinario aún. Habría bastado con imaginar cuán cerca de los transeúntes, detrás de los postigos, estaba su cuerpo medio desnudo. Si, aquel cuerpo al que acababan de amputar una minúscula vida nacida en él, un cuerpo tan singular pero que desde el día siguiente iba a fundirse en la multitud de otros cuerpos, indistinto de su masa.

Oyó un nuevo tintineo del metal en la bandeja. La cabeza cornuda de su amiga surgió al cabo de la mesa.

—¡¿Terminado?!

Lo dijeron con una sola voz en una involuntaria coincidencia de la pregunta y la afirmación, como les ocurre a las personas que se conocen desde hace mucho tiempo y acaban siguiendo, inconscientemente, el curso de los pensamientos de la otra…

«Y sin embargo», pensó Olga, «permaneceremos siempre mudas sobre lo esencial. Ni siquiera le hablaré nunca de esta enumeración que hace olvidar el dolor. El segundo aniversario de la liberación, esa minúscula muerte en mi vientre, ese retrato que me mira desde la pared. ¿Cómo explicarlo? Habría que poder preguntar si la otra tiene pensamientos de ese tipo, si todas esas insignificancias llenan también su vida interior y le parecen importantes…». Hace un rato, esas notas de acordeón fueron el deseo brusco de una alegría ligera, deslumbrante, muy francesa, o por lo menos que se imagina como francesa. El deseo momentáneo pero ardiente de no tener pasado, ni pensamientos, ni peso, de ser risueña, ebria de vivir aquí y ahora. Y acto seguido la vergüenza de haber tenido este deseo. Esa vigilante censura que vela sobre nuestra felicidad. Una voz despiadada, siempre en acecho. Una voz que le repite la pequeña vida destruida en su vientre, para castigar inmediatamente el deseo de ser feliz. Sí, todos esos estallidos de alegría y de miedo que nos componen y de los que no se habla nunca.

No, nada de todo esto aparece en la conversación que, a mediodía, había precedido a la intervención. Habían recordado a aquella partera parisina que fue guillotinada, unos años atrás, por haber practicado abortos clandestinos. Charlaban en tono festivo, con semblantes que fingían un pavor teatral. «¡Los franceses van a guillotinarnos!». La anécdota les permitía silenciar lo que tenían a flor de labios, en los ojos, sus verdaderas vidas hechas de minucias graves, esenciales, inconfesables.

—Guardo mis instrumentos de tortura y ya puedes levantarte. Tu bata la pongo aquí, en el sillón…

Su amiga le tocó el hombro, le sonrió, luego salió llevándose la bandeja cubierta con una toalla arrugada. «Esta sonrisa ya la he añadido a mi inventario contra el dolor». Si, este 25 de agosto de 1946, esta habitación transformada en prendería de todas las antiguallas rusas y el rostro sonriente de una mujer, un rostro mutilado, que lleva desde la adolescencia ese profundo chirlo en la mejilla izquierda, semejante a una gran mariposa sonrosada de alas rasgadas. Esa sonrisa que hace moverse a la mariposa, la sonrisa más infantil, la más desarmada del mundo y de la que los extraños apartan la mirada para no traicionar su repugnancia… La cara de Li. Li, lirio… Durante una fiesta en los años de su infancia en la Rusia de antaño, una niña de diez años solloza; los demás van disfrazados de flores, y el vestido de la niña, un disfraz de lirio, se ha perdido. Oyen su queja: «Li-li-lia». Se ríen, le ponen un mote. La niña se convierte en Li. La consuelan con un disfraz ocasional, el de un mago, con un turbante que adorna una pluma de pavo real, una capa de estrellas, una varita mágica. Li se prenda del papel. En cada fiesta, ella se encarga ahora de la magia, aprende prestidigitación, sabe hacer fuegos artificiales. Casi han olvidado su verdadero nombre, Alexandra… Una tarde de fiesta, un cohete multicolor hizo impacto en su cara antes de caer en la hierba y estallar con uno de esos surtidores de chispas que hacen vociferar de alegría a los niños. El grito de la adolescente se funde en aquel tumulto de risas y aplausos. Tiene quince años…

En su anterior enumeración de inventario Olga ha incluido a esta niña. Una niña desfigurada porque alguien le había encontrado un disfraz de mago. La niña que iba a pasar por guerras, hambrunas, la indiferencia y el asco a los ojos de los demás, y encontrarse en un cuarto asfixiante, perdida en medio del hormiguero parisiense, el 25 de agosto de 1946, mientras hace sufrir, curándolo, el cuerpo desnudo de una mujer.

Con el frescor en las ventanas abiertas de nuevo, la tarde trajo también consigo la maravillosa sensación del alivio del dolor. Acostada en un sofá situado entre el piano y las butacas, Olga oía trajinar a su amiga en la cocina. El tintineo de la vajilla, el rumor del agua. Li… En esta agradable distracción que experimenta una mujer al atardecer, adormecida por la maquinal sucesión de gestos. Li… Tan cercana, conocida desde hace tanto tiempo y, a la vez, impenetrable. El otro está hecho de preguntas que no osamos hacerle…

Li asomó la cabeza por la puerta entornada.

—¿No te aburres?

«Así pues, pensaba en mí. He aquí una de las preguntas imposibles de hacer: ¿qué piensas de mí? A pesar de que nos pasamos el tiempo tratando de imaginar cómo nos ven los otros, imaginándonos a nosotros mismos viviendo en ellos. Y yo vivo ciertamente en ella. Pero ¡qué ser tan extraño debe de ser!».

Intentó figurarse a aquella Olga imaginada por Li, una Olga enamorada y muy amada, viviendo una tormentosa pasión con su amante («ella lo llama sin duda “amante”»). El embarazo, para esa Olga soñada, es un verdadero desgarro. El amante, casado, es demasiado conocido en la colonia rusa de Paris para reconocer a un hijo ilegítimo. Por consiguiente, aborto. La heroína de un hermoso drama de amor…

Prestó oídos. Un leve canturreo se mezclaba ahora al ruido de la vajilla. «Mi buena Li», pensó Olga, «debo de ser algo de todo eso en sus pensamientos: amante, pasiones y palpitaciones. Y si supiera que lo que me ha irritado de veras en esta historia es no acordarme de cuándo vino a verme este “amante” por última vez. O sea, estar casi segura de que no vino en junio, ni después. Y que, por tanto, este embarazo se parece mucho a una concepción inmaculada. No, seguro que vino en junio, prueba de ello… Pero ya no me acuerdo, no tengo el menor recuerdo. Si, donde Li imagina un desgarro, hay apenas esa exasperante confrontación de las fechas olvidadas, de las citas borradas… Los otros nos hacen vivir en mundos sorprendentes. Y vivimos en ellos, vienen a nuestro encuentro, hablan a esos dobles que han inventado ellos mismos. En realidad, no nos encontramos nunca en esta vida».

Por la noche la despertó la risa de Li. Una risita agridulce e infantil de su amiga que dormía en las butacas puestas, dada la circunstancia, frente a frente. Olga necesitó unos segundos antes de comprender que Li lloraba quedamente en su sueño. El resplandor de la luna caía sobre la tapa del piano, los muebles, los objetos parecían aguardar, interrumpiendo la existencia que llevaban un segundo antes. Y el plañido de su amiga sonaba muy cerca y al mismo tiempo en la infinita lejanía de aquella vida replegada sobre sus sueños… Olga permaneció largo rato despierta escuchando cómo poco a poco se sosegaba la respiración de Li.

Por la mañana, al no encontrar a su amiga ni en el cuarto ni en la cocina, Olga salió al patinillo detrás de la casa. Se sentó en un viejo taburete, bajo el sol tenue, transparente, y no se movió más, fija la mirada en un arbolillo esmirriado que se empeñaba en crecer en una fisura, bajo el canalón. Sobre todo, no quería romper aquella felicidad sencilla, aquella ausencia de pensamientos, aquel lento fluir del aire que guardaba aún el frescor de los adoquines fríos, de la noche, pero le añadía ya el olor a cebolla frita. Olga aplicó la nuca a la superficie áspera de la pared. De pronto, le pareció ser capaz de vivir siguiendo únicamente el despliegue de aquellos olores, vivir en aquella luz, en la sensación inmediata, corporal, de la felicidad. En la pared de enfrente algunas estrechas ventanas dispuestas en desorden evocaban vidas ignoradas que le parecían enternecedoras en su simplicidad…

Aquella felicidad duró el tiempo preciso para que se percatara de su realidad. Estaba allí, pero ya afluían los pensamientos de la víspera: aquel «amante», seguramente el último hombre de su vida, la minúscula muerte operada en su cuerpo. Todo eso provocaría en ella, los días sucesivos, una larga e inútil disputa con argumentos que la justificarían o la abrumarían. Oía ya formarse palabras en su interior, esa voz acechante que vigilaba sus momentos de felicidad: «Has gozado tu minuto de felicidad gracias a un pequeño crimen. La felicidad en este patinillo con olor a cebolla. ¡Bravo!».

Se levantó, se acercó al árbol, aspiró las cordillas claras que llenaban sus ramas… Sonaron las palabras de su amiga al otro extremo del patio, procedentes del sótano, el estudio de Li. Olga bajó los peldaños, sin comprender aún a quién podían dirigirse aquellas réplicas insistentes y alegres.

—¡No, no, amigo mío, no olvide que es un sátiro! ¡Venga, ofrézcame una mueca de concupiscencia! Si, muy bien, eso es, una mirada inflamada por el deseo, unos labios húmedos de lujuria… ¡Perfecto! Mantenga la pose… ¡Y usted, señora, asústese, tiemble! La ninfa que siente ya, en su nuca, el resuello de este monstruo lúbrico… ¡Bien! No se muevan…

El sótano estaba alumbrado por una luz cortante, teatral. Li, paralizada detrás de un trípode, con la mirada fija en su aparato, enfocaba un gran panel de contrachapado que representaba, en medio de una exuberante pintura de plantas y hojas, a una bella ninfa de cuerpo blanco y bien torneado a la que un sátiro, surgiendo de entre las cañas, enlazaba. La ninfa movió los ojos algo convulsivamente. El sátiro tosió. «¡Sin moverse!», repitió Li con voz de prestidigitador, y sonó el disparador.

Las caras del sátiro y la ninfa se separaron del contrachapado dejando en su sitio dos círculos vacíos. Li se incorporó y al ver a Olga le hizo un guiño. Un hombre y una mujer salieron de detrás del panel. Era divertido ver cómo sus caras abandonaban los cuerpos de los personajes pintados y se posaban en unos cuerpos vestidos muy correctamente: un vestido de verano, una camisa clara con una corbata. Hasta ellos parecían un poco desconcertados por esa transformación súbita.

—Las fotos estarán listas pasado mañana, sobre las doce —precisó Li acompañándolos a la salida.

Almorzaron en aquel sótano, en el que había varios paneles dispuestos a lo largo de las paredes. En uno de ellos, Olga reconoció un torreón ardiendo y a un mosquetero que salía por la ventana estrechando en sus brazos a una joven belleza evanescente. Un poco más lejos, una pareja de bronceados bañistas se solazaban a orillas de una extensión azul, al pie de las palmeras. Los espacios vacíos de sus caras ausentes se recortaban extrañamente sobre el fondo del cielo tropical. En el primer plano, Olga distinguió con asombro una franja de auténtica arena, una gran concha… Li siguió su mirada.

—Eso ya es antiguo. De la época en que buscaba a toda costa la ilusión del volumen, el trampantojo. Había observado que la gente aprecia mucho el parecido…

Olga la escuchaba pensando con admiración enternecida: «Así es Li. Incomprensible. ¿Quién es? Prestidigitadora. Pintora. Fotógrafa. Enfermera. Tres años en el frente durante la primera guerra. Y durante la ocupación, encarcelada, torturada, sí, esas manos cubiertas de quemaduras… Esta noche ha llorado mientras dormía. ¿Qué soñaba?».

Li se levantó y, olvidándose de la comida, sacó un cuadro, luego otro, y los instaló en sus soportes. No era la primera vez que enseñaba a Olga su colección, pero como en todos los grandes aficionados su entusiasmo se renovaba cada vez y daba a los espectadores la impresión de descubrir lo que ya habían visto.

—Siempre necesitaba inventar —explicaba, metiendo la cabeza por un círculo recortado—. Éste es mi periodo mitológico. ¿Lo reconoces?

Una joven, vestida con una túnica transparente, se acercaba a una cama y la alumbraba con una vela. Un efebo alado dormía en ella en voluptuoso abandono. El rostro de Li surgía ya en el halo de la vela, ya en la almohada.

—¡Y después, un día, una iluminación! Y empieza mi período literario. ¡Mira!

Esta vez era un hombre de barba tupida, con una larga blusa campesina, un gigante que estaba junto a una isba apoyado en la mancera de un arado. El personaje que posaba a su lado parecía, con su vestidura urbana, el auténtico tipo del hombre medio.

—Ya ves —exclamó la fotógrafa insertando su cara en el hueco—, un tal señor N. visitando a Tolstói, en Yásnaia Poliana. Y no puedes figurarte cuántos señores N. han conseguido ya hacer creer que se tuteaban con el escritor. Y no sólo los franceses, hasta los rusos se lo tragan…

Olga sintió que la invadía una leve embriaguez. No era el sabor, olvidado, del buen vino que había servido Li, sino la embriaguez de la indolencia con que su amiga manejaba la vida.

—Incluso he fabricado mi propia teoría acerca de todos esos espejismos. A este señor N. que ha querido (sobre todo en plan de broma, aunque no sólo por bromear) fotografiarse en compañía de Tolstói, ¿qué le ha impedido, en la vida, estrecharle la mano? Pequeños azares de la existencia. Ni siquiera su modesto origen. Tolstói se paseaba a pie como él y vivía en Moscú en la calle de al lado. Ni tampoco la edad: este señor N. tenía veinte años cuando murió Tolstói. En definitiva, lo que los separó fue la falta de suerte más trivial. La misma que hace que ese transeúnte resbale sobre una piel de plátano y se rompa una pierna cuando el que le precedía acaba de evitarla por los pelos.

—¿Así que has decidido echarle una mano al destino?

—No, simplemente querría que los que vienen aquí aprendan a desafiar el azar. Que se liberen. Que no tomen su vida como la única existencia posible. Mira, hasta he encontrado una divisa. ¡Escucha! «Tolstói pasa por la acera de enfrente… ¡Cruce!». Esas fotos se las envían unos a otros el 1 de abril[1]. Y yo quiero que les cambien la vida, que los hagan vivir en la espera de lo imprevisto, del milagro. Quiero que…

Olga estuvo a punto de preguntar: «Pero ¿Psique y el Amor? Es poco probable que tus clientes los encuentren, ni cruzando la calle…». Pero no dijo nada. A pesar del tono jocoso, había advertido en la voz de Li una entonación Vibrante, tensa. Así es como se confiesa el propio credo a un amigo, protegiéndose tras la broma.

La cara de Li apareció en ese momento en el corte siguiente, dando vida al cuerpo de una señora acompañada de un spitz blanco atado con su correa. El hombre que iba con ella llevaba en el espacio vacío del rostro unos quevedos fijados mediante un alambre muy fino. «Tiene gracia, ¿no?», exclamó la fotógrafa riendo, y, abandonando a la señora con su perro, hundió la cabeza en el espacio de los quevedos.

Les atacó la risa cuando Olga fue a ponerse detrás del cuadro de la ninfa. Se miraron desde los dos extremos del sótano, Li de escribiente, con quevedos, Olga de sátiro, saltando de las cañas. Después fue el encuentro del sátiro con la señora del perrito, luego el de Psique y el veraneante gordo con su bañador a rayas… Riendo, hundían la cabeza en los huecos de los cuadros, improvisaban conversaciones entre los personajes. «El sátiro va por la acera de enfrente… ¡Cruce!», exclamó Li entre dos accesos de risa…

Llegó un cliente para una simple foto de identidad. Y sin confesárselo, comprobaron las dos que la presencia de aquel hombre embutido en su traje oscuro, con cara seria, delante del objetivo era de hecho tan extraña en su anónimo misterio personal como todas las ninfas, sátiros y mosqueteros…

Cuando palideció la luz del día, con los rayos cada vez más alargados penetró la sensación de que un paréntesis risueño e irreflexivo llegaba a su fin. El tiempo se invirtió y fluyó no de su origen matinal, sino hacia aquel momento en que habría que levantarse, despedirse, procurando conservar un tono amable y jocoso. Era éste el breve momento en que se desvelan las soledades, en que uno se siente desarmado, incapaz de detener la fuga de la materia ligera e impalpable de la felicidad. Quizá para retener un poco más aún la alegría de aquella tarde, Li le enseñó el funcionamiento de aquella cámara fotográfica. Su mecanismo estaba disimulado en un grueso tomo muy bien imitado, de voluminosa encuadernación y el corte dorado. Apenas se veía el reflejo de un minúsculo objetivo…

—Se lo compré a un oficial americano —explicó Li—. Se coloca en un estante, reacciona automáticamente con el cambio de la luz. Hace cinco tomas, con tres segundos de intervalo…

Olga no la escuchaba casi. Cuando Li calló y no se podía ya seguir prolongando el silencio, hablaron ambas, en un rápido cruce de palabras, de miradas, de gestos:

—¿Sabes? Dejo definitivamente a L. M.

—¿Sabes? Voy a volver a vivir a Rusia…

Las palabras de sorpresa y los comentarios también fueron cruzados en un vaivén desordenado de preguntas y respuestas:

—¿A Rusia? ¿Crees de veras que serán sensibles a tus fotos fantasiosas? Todos esos sátiros, allí…

—Estoy segura, Olga, de que sigue queriéndote. Vuelve a leer su último libro, de quien habla es de ti… ¿Por qué tanta prisa en romper así?

—Que sí, irá como sobre ruedas. Entiende, Olga, con este régimen se han vuelto demasiado serios. ¡Tienen que aprender a reír de nuevo!

—Mira, te das cuenta de que todo ha acabado cuando ya no se pueden soportar ciertos detalles. Nos vemos siempre en habitaciones de hotel. Y cada vez me trae un par de zapatillas bordadas, una especie de escarpines de tela. Y por la mañana, al irse, se las lleva hasta el nuevo encuentro. Son su talismán. Los escarpines permanecen escondidos, sin duda en un cajón de su mesa de despacho… ¿Entiendes?

Fue ya en la calle, yendo hacia la estación, cuando a Olga le sobrevino el pensamiento de que cada una de ellas llevaba meses preparándose para anunciar su ruptura con el pasado. Aquel hombre, aquel L. M. a quien iba a dejar. Aquella Rusia que Li iba a reencontrar. Y cuando había llegado el momento, lo habían declarado al unísono, en un diálogo embrollado, jadeante, falso. Mientras se despedían, tenían prisa por volver a la soledad para explorar el súbito porvenir de la otra, el «desgarro» que imaginaba Li, Rusia, aquel abismo blanco que de pronto se convertía en un destino pensable. Se separaron y la verdadera conversación empezó, en su mente, el diálogo infinito con la sombra de la otra. «El intercambio de palabras en el que pasamos la mitad de nuestra vida», se dijo Olga al salir de la casa de Li.

La calle no la liberó como había esperado. Los dos días pasados en París se concentraron en un cansancio obtuso, le llenaron la cabeza con un guirigay de pensamientos mil veces abordados durante la operación. Pensamientos inquebrantables, macizos como piedras de sillería, con los que su mente se irritaba siempre: su edad, aquella apariencia de amor, la necesidad de considerar eso como la única vida posible… Y, desde ahora, ese vacío vertiginoso de Rusia que la dejaba sin resuello, y del que ni sabía qué pensar.

En un pasillo del metro, al ir a hacer trasbordo, vio una pequeña aglomeración, caras levantadas hacia una placa conmemorativa fijada en la pared. Se acercó y leyó la inscripción: «Aquí abatió al primer alemán el coronel Fabien el 23 de agosto de 1941…». El periódico que abrió en el vagón publicaba un reportaje sobre el segundo aniversario de la liberación de París. Una de las fotos mostraba a Molotov, que, con expresión lastimera, abandonaba la tribuna de los invitados, en señal de protesta. «Fue ayer», pensó, «mientras Li me estaba atendiendo…». Creyó tocar la esencia misma de la vida: la caótica inverosimilitud, la farsa absurda de toda esa maraña de destinos, de fechas, de casualidades…

Abrió su bolso, sacó un grueso volumen encuadernado en piel, aquella cámara fotográfica camuflada que, al despedirse, con una curiosidad infantil, había pedido a Li que le prestara. La piel olía agradablemente y el objeto mismo atraía por su compacta eficacia de mecanismo inteligente. Pero, sobre todo, le recordaba los cuadros en el estudio de Li. Si, la maravillosa sencillez de sus temas. «Hay que vivir como aquellos personajes del panel», pensó Olga con una alegría súbita. «Yo lo complico todo. Todos esos escarpines bordados, ¡qué bobada! No, Li tiene razón: dos personajes, una situación. Debería pintarme: una mujer que deja a su amante. En el panel, sin detalles, sin psicología, pues es ahí donde empiezan a contarse historias».

Esta breve explosión de cólera jocosa le dio fuerzas para subir las escaleras de la salida, cruzar la plaza sin desplomarse en el banco que su mirada había descubierto. Y hasta hacer callar aquella vocecita ponzoñosa que silbaba en ella: «Vieja mujer cansada, presumes de brava y provocas la ruptura para no verte arrojada por tu amante». Consiguió resistirse a aquella voz y hasta apostrofarla: «¡Qué zorra!». Era una voz joven, procedente de otra época de su vida, uno de sus antiguos yoes que no había envejecido y la irritaba a menudo con esas observaciones cínicas. Daban siempre en el punto justo. «¡Tía zorra! Algún día habrá que habérselas con ella…», repetía, y estas palabras contuvieron las lágrimas de fatiga que le quemaban ya los párpados.

En el tren, con los coches casi vacíos, los dos días pasados en París le parecieron muy lejanos, vividos por alguien distinto. Días llenos de palabras y pensamientos febriles, excesivos. Una especie de huida hacia adelante, un engranaje de errores que había que corregir cometiendo otros gestos erróneos.

Detrás de la ventanilla se desplegaba lentamente la soñolencia del crepúsculo. En las estaciones pequeñas, los charcos de agua en los andenes reflejaban el cielo, de un gris ligeramente malva, un cielo de invierno, se hubiera dicho, pese a la tibieza de aquel atardecer de agosto y la abundancia oscura y tupida de la vegetación.

Los nombres de los pueblos se sucedían en su agradable desfile conocido de memoria: Cléanty, Saint-Albin, Buissiéres. De vez en cuando, el olor a fuego de ramas cortadas encendido al fondo de un huerto entraba por una ventanilla abierta, evocaba una vida dulce y tentadora en su imaginada sencillez.

En medio de aquella profunda paz, recordó a su hijo. Durante aquellos dos días pasados en París, estaba en ella, a cada momento, con cada movimiento de su alma, pero protegido, separado de lo que ella vivía. Ahora se encontraba allí y era él quien le producía aquel sosiego en el que, como tras una larga huida, recobraba lentamente el aliento… Lo veía ya regresar al día siguiente a mediodía, con otros hijos de emigrantes rusos, de su colonia de vacaciones. Más que un ser concreto, lo sentía en ella como una atmósfera muy física, hecha de mil fragilidades, de un temblor permanente de fragilidades, de aquel latido de la sangre que había que escuchar con un oído profundo, instintivo, al acecho de la menor vacilación de aquel equilibrio. Oía su cuerpo, su sangre, su vida, aquella silenciosa música de la que una falsa nota podía romper el ritmo. Lo oía del mismo modo como, en aquel camino de regreso, oía el sosiego del cielo, el silencio de los campos… Olvidó París.

Y recordó que un día, en primavera, cuando ella estaba limpiando los cristales, él estuvo a punto de romper uno al encaramarse al borde de la ventana que había creído abierta. El cristal emitió un tintineo vibrante, pero resistió. Con gesto rápido, había empujado los dos batientes de la ventana y descubierto en los ojos asustados del niño el reflejo de su propio susto. Parecían oír la explosión del cristal, ver una lluvia dé añicos cortantes. Sabían lo que aquello significaba para un niño como él. «Quería darte un beso», dijo el chiquillo en voz baja y, confuso, se bajó de la ventana…

Yendo por el andén en Villiers-la-Forêt, donde ya era de noche, Olga oyó de nuevo en sus sienes, en su garganta (nunca se sabe dónde se esconde), aquella voz burlona, agresiva, que ella llamaba «tía zorra». La voz decía que aquel sosiego duraría poco, que otras angustias, mezquinas, obstinadas, iban a erosionar rápidamente la serenidad de aquella noche, y que… Olga consiguió librarse de ella sacudiéndose el cabello hacia atrás como para sentir mejor el frescor de la lluvia en su frente.