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Es de noche. El viejo guardián lleva un rato callado. Con la mano puesta en la cerradura de la verja, espera que salga el hombre con chaqueta de estudiante. Pero éste parece no advertir su gesto. Sus ojos inmóviles están llenos de un flujo de figuras, de sitios, de rostros descompuestos, de gritos, de días.

La historia ha sido narrada con la simplicidad de las anécdotas anteriores: un hombre, una mujer, unas relaciones inexplicables, una muerte o un crimen. Y el olvido. Con todo, este último visitante ha sabido discernir aquel fino tallo de alga adherido a la frente del ahogado. Ha adivinado la turbadora intensidad que la presencia de aquel cuerpo sin vida transmitía a los olores del verano, al zumbar de los insectos en las hierbas de la orilla. Ha oído las réplicas susurradas por los curiosos. Ha experimentado el temor delicioso con que, más adelante, irán a hundir sus dedos en la hendidura de la borda de la barca.

Deslumbrada la vista por ese mundo intuido, queda paralizado, volcado hacia las palabras que parece distinguir aún allá lejos: la voz curiosamente cadenciosa de la mujer que responde al juez. Cree entender ahora hasta las frases trabadas del tartamudo.

El anciano saca un pesado manojo de llaves, lo sacude. Pero el otro no oye. Su intuición lo aísla en la noche: «Ver lo que los otros no ven, no quieren ver, no saben ver, tienen miedo de ver, como todos los visitantes de este cementerio que desfilan desde hace una eternidad ante este anciano. Si, adivinar que el vestido de la mujer sentada en la orilla, aquel vestido rasgado en el transcurso de un breve y atroz combate, perdía poco a poco, al secarse, su transparencia de tela mojada y empezaba a disimular mejor su cuerpo. Ver la opacidad creciente de aquella tela es vivir ya en esa mujer…».

El anciano tira lentamente de la puerta, hace girar la llave en la cerradura. Ambos permanecen dentro del cementerio.

Unwex| w`~?

Esta invitación a tomar té parece hacer volver en sí al hombre con chaqueta de terciopelo. Asiente y, andando junto al anciano, observa que, en las cruces, siguen brillando varias mariposas en sus minúsculas cristaleras, esparcidas a través de la noche. De lejos, la ventana iluminada en la casa del sepulturero se parece también a una mariposa que se ensancha a medida que se van acercando y los deja pasar igual que la llama de una vela cuando se la mira mucho tiempo, y se penetra en su vida flexible y violenta.