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Todo el mundo en Villiers-la-Forêt (los hombres de forma más manifiesta que las mujeres) deseaba que aquello fuese un crimen. Esta versión correspondía a algún estereotipo insalvable propio de la imaginación de la gente con poca imaginación, el esquema clásico de un crimen pasional. O, más sencillamente, a ese deseo de figurarse dos cuerpos desnudos, unidos primero por el amor, separados luego por la violencia de un breve combate al que sigue la muerte.

Intrigados, rara vez brillantes, los habitantes hablaban sobre el crimen, inventaban nuevas versiones de éste, y criticaban la investigación policial que no avanzaba. Pero en realidad lo que más les intrigaba eran los cuerpos. Pues se tuvo que aceptar bruscamente la aparición de éstos en la calma soñolienta y rural de Villiers-la-Forêt, e inscribir su desnudez amorosa o criminal en la pereza de aquellos días de julio que olían a polvo calentado por el sol, a lodo tibio del río. Si, fue en aquel paisaje dulce y lento donde irrumpieron: aquel hombre con su ropa empapada, tendido en la orilla, con la cabeza aplastada, y aquella mujer con el cabello suelto y chorreante, los pechos desnudos, una mujer sentada al lado del hombre agonizante con la inmovilidad de una roca esculpida.

Fue así como la escena había sido relatada entrecortadamente por un testigo, el tartamudo al que los lugareños llamaban «Sa-sa» debido a su eterno «sa-sa sabe usted», comienzo de frase que usaba y que le permitía iniciar una conversación. Aquella vez estaba tan descompuesto que su tartamudeo duró más tiempo del acostumbrado. Los hombres en la pequeña terraza del Royal lo observaron con una sonrisa indulgente, los más jóvenes empezaron a parodiarlo. El esfuerzo y aquellas burlas provocaron que le asomasen las lágrimas. Su fragilidad añadida a su elocución defectuosa lo hacía pasar por necio. Logró dominar el estrangulamiento de sus «sa-sa» para relatar la presencia de los dos cuerpos en la orilla. Su semblante torturado convenció a los hombres. Se levantaron y lo siguieron como quien sigue los ladridos de un perro que ha perdido la esperanza de hacer comprender la importancia de su llamada.

En la orilla, durante unos instantes, permanecieron ciegos. Todo era tan radiante a su alrededor, en aquella hermosa tarde de verano. Una bruma cálida envolvía la maraña de sauces con una luz fofa, lechosa. El agua de reflejos mates se afilaba bajo los minúsculos ribazos herbosos que dominaban aquí y allí su fluir. Aquel ruido apagado y adormecedor invitaba a tenderse sobre la hierba, a escuchar distraídamente las notas dispersas de los pájaros, los cantos lejanos de los gallos que llegaban hasta allí como para medir mejor todo aquel espacio estival. A unos cien metros, un pescador agitaba su caña. Todavía más lejos, junto a la orilla, se veía el edificio de la antigua fábrica de cerveza cubierto de guirnaldas de lúpulo. Y en un plano posterior, hacia la línea del horizonte, se apiñaban las primeras casas de la parte baja del pueblo; después, en un escalonamiento familiar, los tejados de la parte alta, la cúspide negra del campanario, la densidad verde de los plátanos más allá de la estación, la curva de la carretera de París.

Llegaba la gente, alertada no se sabía cómo, se saludaba con una leve y furtiva inclinación de cabeza. La muchedumbre compuesta por vecinos, conocidos y parientes se detenía ante aquella escena inconcebible: un hombre, tumbado en el suelo, con una ancha marca oscura en la cabeza calva, la boca abierta, los ojos vidriosos, y una mujer sentada en un gran tronco carcomido expulsado por el río, una mujer de una belleza y un impudor que dañaban la vista.

La sensación que todo el mundo experimentó en aquella orilla fue un malestar visual, como si una pestaña se hubiera deslizado bajo el párpado y enturbiado la vista. Aquel hombre muerto a quien no se atrevían a tocar antes de que llegara la policía, aquella mujer con los pechos apenas cubiertos por jirones de tela: dos extraterrestres caídos aquel día de verano de 1947, el verano que todos los periódicos habían anunciado como «el de las primeras vacaciones de la paz».

Hubo por fin en aquella inmovilidad molesta un gesto que rompió el hechizo. Una mujer entrada en años se agachó y retiró un largo y fino tallo de alga que estaba adherido a la frente del muerto. Aquello provocó que la muchedumbre diera rienda suelta a toda la energía reprimida y estallara en un silbido colérico: ¡no podía tocarse nada hasta que llegara la policía! Y fue entonces cuando la escena les pareció realmente extraña. En una novela, murmuraban algunos, todo se habría resuelto mucho más deprisa. Pero en la realidad de aquel trivial día de julio, la larga espera se prolongó absurdamente más allá de cualquier límite conveniente. Aquel tallo de alga y la camisa que se secó sobre el cuerpo del hombre, la gente que formaba grupos, las palabras más insignificantes aún que de costumbre, las lágrimas de Sa-sa, las miradas cada vez más atrevidas que echaban los hombres a los pechos de la mujer petrificada, a lo lejos la figura del cartero en bicicleta, que veían cuando conseguían apartar la mirada que, como un imán, era atraída por la imagen del ahogado, por su rostro cubierto de lentejas de agua, la fastidiosa simplicidad de lo real, que no se preocupa por los efectos de la intriga e incluso los echa a perder a menudo con su torpe lentitud.

La pesadez de lo real se hizo sentir incluso en la identificación de los cadáveres. «¡Pero a esta mujer», murmuraron muchos, «la he visto mil veces! Si, se lo aseguro, trabajaba en la biblioteca, en ese hospicio de viejos rusos, ¿sabe?… Si, fue la que llegó a Villiers más tarde que los otros, justo antes de que empezara la guerra…».

En cuanto al hombre, reconocieron en él a aquel jubilado ruso que veían a veces en un pequeño huerto que bajaba en pendiente hacia el río. Personaje poco hablador y que pasaba desapercibido. Su boca, ahora ampliamente abierta, parecía la última broma que la vida le gastaba a su carácter taciturno.

Algunos rusos mezclados con la muchedumbre quisieron también contribuir al reconocimiento de los dos personajes. Así, en el cuchicheo que se transmitía de un grupo a otro, se divulgó primero el nombre de Olga Arbélina, y después el de Serge Goletz, acompañados de los títulos de princesa, para Arbélina, y de antiguo oficial del ejército blanco, para Goletz. Aunque aquellos apelativos tenían para los oriundos la misma connotación anticuada que los «marqueses y vizcondesas» de una obra de teatro romántico ya olvidada. En cambio, prestaron mucha más atención a un joven pescador que acudió con un zapato que le faltaba al pie izquierdo de Goletz. Nadie sabía, sin embargo, qué había que hacer con aquel zapato… Como antes, se oía la agitación del agua tibia, los cantos lejanos de gallos. Y sin saber cómo formularla, a algunos les asaltó aquella idea desconcertante: «Si yo estuviera en lugar de este pobre ruso, echado en el suelo, con la boca abierta, sí, si acabara de morir como él, nada cambiaría este sol, esta hierba, la vida de toda esta gente, su paseo del domingo». Aquella posmuerte soleada, cálida, con olor a juncos y a algas, parecía más espantosa que cualquier otro infierno imaginable. Pero eran pocos los que se aventuraban hasta el final de este razonamiento. Por lo demás, los policías al fin llegaron.

El malestar provocado en los habitantes de Villiers por el día excesivamente radiante en que había tenido lugar el drama de la orilla se disipó cuando se iniciaron los primeros pasos de la investigación. Pues todos se lanzaron a la reconstrucción de los hechos, aunque para hacerlo partiesen del extremo opuesto al que había elegido el juez de instrucción. Éste intentaba averiguar si se trataba o no de un crimen. Para ellos, el hecho de que lo era no ofrecía la menor duda. Lo único que tenían que hacer era convertir en amantes al hombre y la mujer que habían descubierto gracias a Sa-sa un domingo de julio. Y fue la dificultad que implicaba aquella unión sentimental y camal lo que inflamó los ánimos en Villiers-la-Forêt. Pues, al igual que ocurre con algún matrimonio del que se dice «pero ¿cómo pueden estar juntos?», era imposible imaginar una unión entre dos caracteres más opuestos.

Tanto sus rostros, su complexión, o la expresión de sus ojos se oponían como los fragmentos de un mosaico que no encajan unos con otros y, forzados a hacerlo, hacen estallar el conjunto. La mujer de cuarenta y seis años, alta y bella, de cabello abundante con un matiz ligeramente color ceniza, facciones cuya regularidad semejaba aquella, fría e indiferente, propia de los camafeos. El hombre de sesenta y cuatro años, de cara ancha, iluminada por una jovialidad satisfecha, cabeza desnuda y barnizada de un halo reluciente, de mirada llena de seguridad, un hombre achaparrado, de antebrazos gruesos y cortos, uñas cuadradas, amarillentas.

Pero además había que imaginarlos juntos (y era un hecho que la investigación formularía más adelante) en una barca en medio del río iluminado por el sol. Había que unirlos en aquel inverosímil paseo galante, verlos atracar e instalarse en la hierba, tras la espesura de los sauces. Ver al hombre que hincaba en el suelo una gran botella de vino que había protegido del calor bajo el asiento de la barca, en el agua estancada sobre las viejas tablas. Una hora después volvían a ella y, abandonados los remos, iban a la deriva hasta aquel sitio fatal, a la altura del puente destruido, donde se produciría el drama: el lugar en el que la mujer, según sus declaraciones confusas, había provocado la muerte de su compañero; donde aquél, según la versión respaldada por la investigación, se había ahogado, víctima de su propia torpeza, de la bebida, de la desgraciada colisión con un pilar.

Cualquier crimen pasional adquiere, para los espectadores no comprometidos, un interés secretamente teatral. Los habitantes de Villiers-la-Forêt, pasada la estupefacción de los primeros minutos, descubrieron ese aspecto de diversión cuyo atractivo era necesario disimular bajo una expresión grave y se entregaron al juego. A ello contribuyeron tanto el aburrimiento de su vida cotidiana como el propio desarrollo de la investigación. Declaraciones de los testigos, confrontaciones, registros, embargos…, el empleo hasta la saciedad de aquellos términos en las discusiones ofrecía a cada uno un nuevo papel, inesperado, y le arrancaba de su condición de panadero, de maestra, de farmacéutico. Precisamente el farmacéutico (que estaba ocioso desde que su farmacia había sido destruida por un bombardeo erróneo de los aliados) ya no usaba más que aquel lenguaje entre la jurisprudencia y la novela policíaca, como si hallara en él el placer por la nomenclatura latina.

El hecho de tener que prestar juramento antes de la declaración adquirió también una importancia considerable. Hasta el punto de que el adolescente que estaba pescando con caña en el momento en que se descubrió el drama quiso repetir a toda costa, ante el juez de instrucción, la fórmula «la verdad y nada más que la verdad» de la que, sin embargo, estaba dispensado por su edad.

La muerte de Goletz, accidental o criminal, no había tardado en convertirse para los habitantes de Villiers en tema inagotable de conversación, pues adquiría nuevos matices a medida que progresaba la investigación. Pero sobre todo había un tema tópico que anulaba la frontera entre las partes alta y baja de la población, entre los grupos antes herméticos, y facilitaba milagrosamente el acercamiento entre extraños. Todo aquel hervidero verbal se apoyaba, de hecho, en pocos elementos materiales. Gracias al «todo se sabe» propio de las pequeñas poblaciones, se supo que el registro del domicilio de Goletz no había puesto al descubierto más que una pistola con una sola bala en el cargador, una colección de corbatas de pajarita (algunos, por equivocación, hablaban de una colección de pajaritos) y unas breves notas escritas en dos papelitos que consignaban los desplazamientos de alguien a París. En cuanto a la princesa Arbélina, nadie la había visto jamás en compañía de aquel hombre, a excepción de un testigo que sí los había visto entrar juntos en una larga caseta de tiro, una de esas distracciones más o menos de feria que había en el gran parque de la parte alta de la población. Pero aquella visita, objetaban los otros, había tenido lugar la misma víspera del paseo en barca. Así, en el espacio de pocas horas, su encuentro había resultado posible. ¿Gracias a qué gesto, a qué palabra? (¿Proveniente del hombre?, ¿de la mujer?).

La supuesta cita en la caseta de tiro, la colección de corbatas de pajarita, que estaba muy lejos de corresponder a la imagen de un jubilado que regaba su huerto, las muy contadas visitas que un misterioso «amigo parisiense» hacía a la heroína del drama, eran detalles que, aunque escasos, habían resultado suficientes para provocar un interminable alud de versiones, hipótesis y conjeturas, a las que se sumaban algunas minucias que había dejado filtrar la instrucción. Las voces excitadas, inagotables, se mezclaban en un entrecruzamiento de verdades, invenciones y absurdos propios de la orgía verbal que sigue a un crimen que causa tan honda conmoción en una ciudad de provincias.

Todos, en Villiers-la-Forêt, durante aquellos meses de verano, se convirtieron en narradores y detectives improvisados. Merced a aquellas bocas innumerables, las sombras del hombre y de la mujer en la barca revivían cada día su última tarde. Los vecinos del pueblo hablaban de ellos en la cola del pan, en la terraza del Royal, en el cuadrado polvoriento de la petanca, en el tren durante el trayecto de una hora que los separaba de París. Acechaban cada nueva información, cada nueva confidencia, sin las cuales su imagen del crimen podía quedar menos completa que la del vecino.

Y después, a los pocos días del suceso, descubrieron aquel artículo en un periódico de París. Dos estrechas columnas nada más, pero en un contexto que daba vértigo. El relato del drama se hallaba intercalado entre la petición de mano de la princesa Elisabeth y la siguiente información breve: «Desbaratada la intentona contra la República. El conde de Merwels y el conde de Vulpian han sido inculpados». Hasta aquel momento los habitantes de Villiers-la-Forêt no habían tenido nunca la sensación de vivir tan plenamente la actualidad del planeta. El artículo sobre el drama acaecido en su población concluía con el siguiente aserto: «Corresponde ahora a la investigación determinar si se trata de un accidente trivial O de un crimen premeditado y hábilmente perpetrado, hipótesis que desde el momento presente parece ganar adeptos entre los habitantes de Villiers-la-Forêt». El drama en la barca llegó a cambiar incluso ciertas costumbres muy antiguas de la población. La gente que, al atardecer, gustaba de pasear a lo largo de la orilla del río, prolongaba desde entonces algo más su paseo, hasta aquel claro entre los sauces donde parecía haber tenido lugar la cita fatal. Los jóvenes, por su parte, habían abandonado el lugar tradicional de su baño y se quedaban extenuados zambulléndose repetidamente en el lugar del accidente, donde esperaban encontrar el reloj de Goletz, un pesado reloj de oro, con un águila bicéfala en la tapa…

Esta fiebre investigadora fue general. Sin embargo, cada una de las dos poblaciones de Villiers-la-Forêt, la francesa y la rusa, reconstruía, de hecho, una historia bien distinta.

Para los franceses, la aventura de la extraña pareja marcó ante todo el comienzo de la posguerra. Si de nuevo se podía descender por el río en una vieja barca abrazando a una mujer, con una botella de vino debajo del asiento, era señal de que el tiempo de paz había vuelto definitivamente. El desenlace mortal no hacía sino confirmar aquella impresión. Pues una breve reseña del suceso en un periódico de París había logrado, por vez primera, competir con la sección «Depuraciones» que se repetía número tras número y anunciaba a menudo penas de muerte… Por otra parte, en el mismo periódico se citaba el comienzo del Tour de Francia, el primero que tenía lugar después de la guerra.

También los rusos veían en la muerte de Goletz un acontecimiento, por así decirlo, histórico. Los que en aquella tarde de julio devoraban con los ojos al hombre tendido en la hierba y a su compañera, cuyo cuerpo parecía desnudo bajo la fina tela mojada, todos aquellos habitantes rusos del barrio bajo del pueblo sentían casi físicamente que el transcurso de los días tranquilos y sin sobresaltos se terminaba allí, en aquella orilla. Si, experimentaban, en su cronología personal, el nacimiento de un antes y de un después.

El inicio de esa cronología se remontaba a la revolución, a la guerra civil, a la huida a través de la Rusia incendiada por los bolcheviques. Después había llegado la época de su establecimiento en París, en Niza y, para algunos, en la monotonía soñolienta de aquel Villiers-la-Forêt. Más tarde, en 1924, aquella terrible decisión de los franceses que reconocía al régimen soviético. En 1932 no pudo ser peor: ¡el emigrante ruso Pavel Gorgulov asesina al presidente Paul Doumer! Durante unas semanas, toda la parte rusa del pueblo había vivido con el miedo a las represalias… Después había estallado la guerra y, paradójicamente, en cierto modo los había rehabilitado a los ojos de los franceses, gracias a la victoria de aquellos mismos bolcheviques sobre Hitler… Por fin, el último acontecimiento, las increíbles relaciones de la princesa Arbélina y el ridículo Goletz.

Aquella mujer había marcado la cronología rusa de Villiers-la-Forêt por el solo hecho de instalarse en la localidad en la primavera de 1939. Ya desde el primer día los emigrantes rusos habían esperado el cambio maravilloso que necesariamente debía implicar una princesa en su vida. Sabían que Olga Arbélina pertenecía a una de las familias más ilustres de Rusia y que había adquirido el apellido de su marido, un príncipe georgiano que, hacía poco, la había abandonado y la había dejado sola, sin medios, y con un hijo pequeño a su cargo. Acogerla entre ellos, gente de origen modesto, suponía una especie de desquite contra la diáspora parisina, tan pagada de sus títulos, arrogante y cerrada. Por un momento, soñaban con vivir un buen melodrama: Princesa en el exilio… Pero aquella princesa era sin duda una mala intérprete. Parecía no sufrir a causa de su ostracismo en Villiers, vivía tan humildemente como ellos mismos y les trataba con una sencillez que decepcionaba. ¡Habrían preferido que fuese altiva, habrían querido perdonarle su orgullo de casta, estaban preparados para compartir su repulsión hacia los nuevos dueños de Rusia! Pero ella era muy discreta sobre este tema e incluso parece que un día afirmó, con gran consternación por parte de las ancianas asiladas en el hospicio ruso: «La revolución tuvo su origen no en el lodo de los barrios populares sino en la mugre de los palacios…».

Una decepción aún mayor les esperaba: la enfermedad de su hijo. O mejor dicho, una vez más, la calma con la que la princesa la vivía. La palabra hemofilia había hecho surgir en las mentes de la colonia rusa la sombra del desdichado zarevich. Todo el mundo había empezado a buscar algún misterio dinástico, las asiladas citaban, uno tras otro, los nombres de los descendientes de la reina Victoria, culpables de haber introducido aquella desgracia en tantas casas nobles. Esperaban un final trágico que estaba muy próximo, vestían ya a la princesa Arbélina con un luto de madre inconsolable. Pero cuando, con mucha precaución (con esa precaución estudiada que es peor que cualquier torpeza), habían evocado aquel linaje británico, Olga había contestado casi riendo: «No, no, no hemos esperado a la reina para procurarnos este tesoro». Además, el caso de su hijo parecía no tener, ni mucho menos, la gravedad del mal que había acosado al hijo del zar. Su niño, después de todo, no manifestaba ningún sufrimiento particular y hablaba tan poco que podía pasar fácilmente por mudo…

Así, el milagro que todos habían esperado se había limitado al enriquecimiento considerable de la biblioteca dirigida por la princesa y a aquel serbal plantado delante de las escaleras de la extraña casa donde sólo ella había aceptado vivir, aquella larga edificación de ladrillos rojos adosada a la pared de la antigua fábrica de cerveza en la que se habían instalado los emigrantes a principios de los años veinte y en la que habían acondicionado viviendas, un asilo para ancianos, una sala de lectura, una cantina… ¡Si, los había decepcionado mucho!

Sin embargo, ninguna de aquellas frustraciones era comparable a la última: la cita de vodevil con aquel… Alguno recordó en aquel momento que Goletz había trabajado como desollador. Con aquel desollador, pues, que había cometido, para burlarse de ellos, la estupidez de ahogarse.

Las conjeturas expuestas por los habitantes de Villiers-la-Forêt pecaban visiblemente de falta de matices. La proximidad de la muerte borra el bullicio de los pormenores y conserva, de las fisonomías humanas, únicamente el contorno general. Así, Goletz se convertía ya en «jubilado ruso sin historia», ya en «aquel desollador», y, a veces, en el «exoficial»; el amigo de la princesa Arbélina (al parecer se habría encontrado una de sus cartas firmada por un tal L. M.), en «poeta y periodista famoso pero temeroso de su esposa y del qué dirán entre la emigración parisiense», y el marido de Olga, en «maldito vividor, héroe a pesar suyo, donjuán georgiano». La muerte, como un foco violento, recortó esos tres perfiles simplificados, pero, con todo, quizá bastante justos: el marido, el amante y el pretendiente, comentaban los aprendices de detective de Villiers-la-Forêt.

En el transcurso de la investigación hubo que recurrir a los servicios de un intérprete. Y fue él probablemente el autor de algunas filtraciones que los lugareños no tardaron en tejer en sus invenciones. Además, aquellas informaciones diseminadas parecían bastante verosímiles, y lo parecerían aún más cuando el caso quedara cerrado. Una de ellas se citaba con mayor frecuencia que las otras. Era transmitida, para mayor autenticidad, en forma de diálogo:

—¿Así que sigue pretendiendo haber deseado la muerte del señor Goletz?

—Sí, tenía la intención de no dejar vivir a un hombre como él.

—¿Puede decirme en qué momento se le ocurrió la idea de matarlo?

—La noche en que me obligó a ir a pasear con él por el parque.

—¿Cómo pudo obligarla?

—Sabía que le obedecería…

Y a partir de ahí, nacían las más diversas versiones en todos los sentidos, sugiriendo mil motivos imaginables a la misteriosa dependencia de Olga Arbélina respecto de Goletz.

Ocurría, asimismo, que durante aquellas discusiones apasionadas, en el Royal o bajo los chopos de la plaza del mercado, alguien intentaba dar crédito a un embuste totalmente inaceptable. Según uno de aquellos falsarios, la princesa rusa habría descrito sus relaciones con el desollador de la siguiente sibilina manera: «Aquel hombre unió en su persona toda la fealdad del mundo. Y yo todavía vivía en la belleza del último invierno. Veía aún la huella de una mano en el cristal, en medio de las flores de escarcha…».

Y lo más sorprendente era hasta qué punto esta réplica, sin duda totalmente inventada, alimentaba también suposiciones muy razonables. ¿Quién había dejado, pues, aquella huella? ¿El amante parisino, aquel incierto L. M., o un desconocido cuya existencia no habían sabido revelar los jueces de instrucción? En cuanto a los lectores de la biblioteca rusa, interpretaban esa frase como una señal de locura incipiente. «No crean», exclamaban las viejas asiladas de la residencia para jubilados, «hace ya tiempo que la princesa no estaba en sus cabales».

En esa maraña de interpretaciones personales, había sin embargo un tema que intrigaba indistintamente a todos los vecinos de Villiers-la-Forêt, franceses o rusos: la imposibilidad de imaginar los cuerpos de los dos protagonistas del drama en una unión carnal. Tan grande era su incompatibilidad física. Semejante acto de amor, casi antinatural para muchos, introdujo en las conversaciones, sobre todo entre hombres, la siguiente pregunta desconcertante que se extendió después por la población: «¿Cómo pudo entregarse a él?». Era, ciertamente, la variante eufemística de lo que se decía en realidad…

Por lo demás, imaginar a la princesa Arbélina en brazos de aquel ruso achaparrado, calvo y sin elegancia alguna permitía a los hombres de Villiers-la-Forêt vengarse en cierto modo de aquella mujer. La mayor parte de ellos experimentaba un pesar celoso: ¡así pues, aquel ser con cuerpo de estatua fue muy fácil de abordar, puesto que aquel mujik la había cortejado con tanto éxito! Los más indignados sacaron a relucir entonces la edad de la mujer: cuarenta y seis años… Relegaban aquel cuerpo definitivamente inaccesible a la vejez, a la inapetencia de la vejez. El hombre puede ser implacable con la mujer cuyo cuerpo se le ha escapado de las manos, sobre todo si ha sido por su propia cobardía.

Después, una vez aplacado el orgullo del macho, volvía la pregunta esencial: «Pero, a fin de cuentas, ¿por qué inverosímil antojo del destino pudieron juntarse?».

Por lo demás, a fuerza de incansables rodajes, el guion del drama acabó fijándose en una concisión máxima. Tal fue el caso, entre otros, de la frase que los rumores atribuyeron al juez de instrucción: «Es la primera vez en mi vida que he de convencer a una persona de que no ha matado». Otro fragmento, con igual brevedad aforística, refería la respuesta del juez al intérprete. Este último se extrañaba: «Pero ¿no cree usted que cargando con este crimen querría silenciar otro?». La respuesta zanjaba:

—Un asesino rompe un escaparate, lo confiesa y, encarcelado, esconde un crimen. Pero nadie carga con un crimen para disimular la rotura de un escaparate…

Así era como durante aquellos meses de verano se imaginaba la historia en Villiers-la-Forêt. Los más bien pocos que se marchaban de vacaciones descubrían a su regreso nuevos detalles, extrañas revelaciones que los vecinos se apresuraban a comunicarles. Su coro de mil voces se reanudaba con mayor ahínco…

Y fue con mucho retraso, a comienzos del otoño, cuando se enteraron de esta noticia asombrosa: desde hacía ya cierto tiempo, un auto de sobreseimiento había dado fin a aquella historia de los amantes rusos. Sólo entonces comprobaron que la casa de la princesa Arbélina estaba vacía y que ya no se la veía ni a ella ni a su hijo.

¡Si, el telón había descendido en el momento en que sus escenificaciones cobraban más cuerpo, en que tan cerca estaban de conocer la verdad!

Les costaba ocultar su desencanto. Se habían acostumbrado ya a aquel grato ambiente de intriga que el amor y la muerte del desollador hacían reinar en su pueblo. Echaban de menos, a menudo sin darse cuenta, aquella vida secreta que les habían hecho descubrir los desdichados ocupantes de la vieja barca. Habían comprobado que en su olvidado villorrio podía tramarse una vida muy diferente, desgarrada de pasiones, criminal, múltiple. Imprevisible. Una vida en la que un oscuro jubilado era capaz, no importa a qué precio, de abrazar a una mujer de temible belleza y que, por motivos tenebrosos, se dejaba seducir. Una vida soterránea, libre, llena de promesas y tentaciones. Era, en cualquier caso, el modo en que la mayoría de los habitantes sintieron la fulgurante relación entre la princesa y el desollador.

Pero el acontecimiento más sorprendente acaeció algo más tarde, cuando las primeras nieblas empezaron a penetrar, por la mañana, en la parte baja de la población. Un día, como por arte de magia, todo el mundo olvidó el drama de la barca, la mujer sentada en la orilla, el ahogado tendido en la hierba. ¡Como si nunca hubieran existido!

Los vecinos de Villiers hablaron de los cortes de suministro eléctrico cuyos horarios publicaban los periódicos, de la carne que empezaba a escasear, de la boda de la princesa Isabel, de los protagonistas de Los mejores años de nuestra vida… Y si a alguien le hubiera dado por recordar la investigación del año anterior, habría cometido una torpeza imperdonable, parecida a la de un viejo chiste escuchado por risas cada vez menos sinceras.

Además, las crecidas otoñales inundaron pronto el lugar de la cita trágica y la orilla donde, bajo las miradas de los curiosos, el hombre y la mujer se habían petrificado en sus poses involuntariamente teatrales. La barca, cuya borda gustaban de tocar los aldeanos allí donde quedaba la señal profunda de la colisión, apareció entre otras barcas averiadas, perdida su singularidad en medio de los cascos desconchados, esfumada en la niebla.

La superficie de los prados cubiertos de agua era tan triste, las ramas de los alisos tan frioleras y torturadas que ya a nadie le pasaba por la mente en Villiers-la-Forêt querer averiguar qué tipo de amor o de odio había unido en aquella orilla a dos extraños veraneantes rusos.