Unos acechan sus palabras como simples ladrones de confidencias; otros parecen gozar al escucharlas. Sin embargo, es fácil distinguirlos: los segundos suelen ser pocos, vienen solos, se atreven a acercarse más al viejo que, con sus pasos, dibuja lentamente el laberinto que forman las avenidas, y permanecen más tiempo que los primeros.
Las palabras que murmura el anciano las diluye enseguida el viento en la luz helada de este atardecer de invierno. Se detiene junto a una lápida, se agacha para retirar una pesada rama que, como una grieta, hiere la inscripción grabada en la piedra porosa. Los visitantes curiosos inclinan ligeramente la cabeza para oír su voz mientras fingen examinar los monumentos cercanos… Acaban de conocer las últimas horas de un escritor famoso en su tiempo y después olvidado. Murió de noche. Su mujer, con los dedos mojados de lágrimas, le cerró los párpados y se tendió a su lado, mientras esperaba el amanecer… Luego este otro relato, sorprendido en la avenida paralela, cuyas lápidas llevan fechas recientes: un bailarín, fallecido antes de alcanzar la vejez y que cuando le llegaba el fin repetía, como una fórmula sacramental, el nombre de pila de su joven amante que lo había contagiado… Y estas otras palabras sacadas de un robusto pedestal coronado por una cruz: la historia de una pareja que, a principios de los años veinte, vivió en la torturante espera, irreal, de un visado para el extranjero. Él, poeta famoso del que ya no se publicaba ni una línea; ella, actriz de teatro expulsada hacía tiempo de los escenarios. Recluidos en su piso de San Petersburgo, se veían ya condenados, encarcelados, quizás ejecutados. El día en que, milagrosamente, llegó la autorización de abandonar el país, la mujer salió y dejó al marido aturdido de felicidad. «Irá a hacer unas compras en previsión del viaje», pensó éste. La mujer bajó, cruzó una plaza (los viajeros de un tranvía vieron su sonrisa) y, cuando llegó a la orilla, se tiró al agua glauca de un canal…
Los visitantes, aquellos que escuchaban por pura curiosidad, se van ya. Hace un rato, uno de ellos ha hecho crujir bajo el tacón un pedacito de sílex. El anciano se ha incorporado con su estatura de gigante y los ha envuelto en una mirada sombría, como irritada, por verlos allí, en torno a él, paralizados en actitudes falsamente distraídas. Torpemente se han escabullido en fila india; primero zigzagueando entre las lápidas, después formando un grupito en la avenida que conduce a la salida… Durante aquellos pocos embarazosos segundos ante el anciano, han experimentado la turbadora extrañeza de su situación. Aquel atardecer frío y claro estaban allí, bajo los árboles desnudos, entre todas aquellas cruces ortodoxas, a dos pasos de aquel hombre enfundado en su increíble hopalanda negra y desmedidamente larga. Un hombre que recordaba, como para sí mismo, a los seres en su tránsito tan rápido y tan personal de la vida a la muerte… ¡Extraña sensación!
El grupito se apresura a diluir la sensación en las palabras. Las voces se consolidan con una alegría de bravata; se bromea, se presiente que en el camino de regreso las historias del anciano darán lugar a un debate apasionante. Uno de ellos ha conservado este detalle sorprendente: el bailarín, ya inmensamente rico, compraba, en obsesiva acumulación, antigüedades y cuadros, a precios que una lengua viperina llamó «obscenos», y explicaba, medio en serio, medio en broma, que le hacía falta «asegurar sus últimos días»… La discusión se desata. Hablan de la vanidad de lo material y de los pequeños caprichos de los grandes espíritus. De la carne que es débil, de la perversidad. («¡Fíjense que, en realidad, ese genio ha sido asesinado por un insignificante gigoló!», exclama alguien). Y de la ausencia de perversión, ya que el amor lo redime todo. «¿El amor?». Una voz afectadamente indignada recuerda que la mujer cuyos dedos acariciaron los párpados del escritor que acababa de morir (sí, aquella esposa fiel que duerme bajo la misma losa que él) tuvo que soportar una vida a tres. El escritor, ya viejo, necesitaba, para inspirarse la presencia carnal de una mujer joven… Los argumentos se van haciendo más vehementes: el sentido del sacrificio, el arte que todo lo justifica, el egoísmo visceral de los hombres… El interior del coche que los devuelve a la capital rebosa de agudezas, de risas, de suspiros desengañados que acompañan algún pensamiento profundo. Se sienten dichosos de haber logrado dominar la angustia que antes los había sobrecogido. La angustia se ha convertido en anécdota. Y también el anciano, «una especie de enorme pope un poco loco, vestido con un sobretodo por lo menos del siglo pasado». Hasta la extravagante ahogada de San Petersburgo viene de perlas para ilustrar la naturaleza irracional de su pueblo. Si, aquella alma excesiva tan a menudo descrita y de la que, gracias a su excursión dominical, han adquirido un conocimiento muy preciso. Citan nombres de escritores y esas largas novelas en las que, buscando bien, podría encontrarse a la ahogada y al bailarín y al anciano… Después de la desorientación que produce un lugar perdido en medio de la campiña helada, gris, resulta un placer casi físico hallarse de nuevo entre las familiares sinuosidades de las calles, reconocer ese café, aquel cruce en su fisonomía parisiense tan particular y ya nocturna debido a todas estas luces… Y cuando, un año más tarde o quizá más, según el ritmo de su existencia, los reúna una cena, nadie de entre los cuatro visitantes se atreverá a hablar de aquellos momentos de angustia bajo el cielo invernal. Aquel temor a confesarla les permitirá pasar una velada particularmente agradable.
Su huida no ha distraído al anciano de su ronda habitual. Se le ve ahora levantar lentamente un largo tronco que la tormenta había arrancado durante la noche. La cruz de una tumba se ha transformado en una especie de rodrigón que se inclina bajo el peso del árbol derribado. Una vez realizada esta tarea, el hombre permanece un rato inmóvil, tras el cual vuelve a dar rienda suelta a las palabras en la fría transparencia de la tarde. El visitante que ahora lo escucha está subyugado aún por la fuerza y por el aspecto de las manos que sobresalen de las mangas de la hopalanda y se han cerrado sobre la corteza húmeda del árbol. Unas manos que parecen, también ellas, raíces nudosas, poderosas, marcadas por cicatrices, surcadas por venas violáceas. Este espectador quisiera ser el único en recoger las palabras arrastradas por el viento. A su pesar, una mujer joven, con expresión indiferente y decidida, se detiene en el siguiente pasillo, intenta o finge descifrar al revés la inscripción de la lápida que acaba de dejar el anciano, y luego escucha… El difunto, cuyo apellido acaba de deletrear mentalmente, un tal conde Jodorski, era un alegre aventurero. Llegado a París después de la revolución, pasó un año atroz, reducido a la mendicidad, pintándose los dedos de los pies con tinta china para disimular los agujeros de sus zapatos, asaltado de noche por las alucinaciones que produce el hambre. Su única fortuna se reducía a unos cuantos títulos de propiedad de fincas que hacía mucho tiempo había confiscado el nuevo régimen. Su sorpresa fue grande cuando, un día, encontró comprador, alguien que creía que la vuelta al orden antiguo era muy probable en Rusia. Jodorski se lanzó entonces a buscar entre sus compatriotas exiliados aquellos títulos de propiedad que eran a la vez inútiles y preciosos. Los compradores, impresionados por las águilas bicéfalas del imperio, atraídos por los precios irrisorios, se dejaban convencer fácilmente. El conde se aseguró por algunos años una vida cómoda. Pero, como el filón se agotaba con el tiempo, un día tuvo que poner en venta una casa de campo muy modesta, el nido familiar donde había transcurrido su infancia. La transacción fue ardua. El comprador, desconfiado, examinaba meticulosamente los documentos, pedía precisiones. Jodorski, con una sonrisa penosamente alargada, ponderó el valor de los campos que se extendían alrededor de la casa, el riachuelo de arena blanca, la huerta invadida por los ruiseñores. Exhibió incluso una foto, la única que le quedaba de su juventud. En ella se veía una telega junto a la escalera del jardín, un niño con la mirada puesta en el fotógrafo que tendía una brazada de heno al caballo… Fue aquella foto la que resultó decisiva. Siguiendo su costumbre, Jodorski celebró aquel enriquecimiento momentáneo en un restaurante de Passy. Sus comensales lo hallaron fiel a sí mismo: brillante, derrochador, capaz de mantener varias conversaciones a la vez. Al día siguiente, sobre las doce, uno de ellos, que fue a su casa, lo descubrió acostado con su traje de los grandes días, la cabeza sobre una almohada empapada en sangre…
Los dos visitantes parecen poco atentos a las peripecias de aquellas historias de vidas quebradas. Como si, desconociendo los hechos, previeran de antemano su desenlace tan lógico como absurdo. Sólo ciertos detalles, no se sabe por qué, despiertan su interés. Acaban de cruzar una rápida mirada, sorprendidos ambos por la presencia, en la mesilla de noche del suicida, de la fotografía de la casa de madera, de la telega y del niño, ese ser misterioso y casi terrible que ignora su futuro. Si, sus miradas se han rozado y han vuelto a transformarse inmediatamente en simples reflejos que no buscan los ojos de nadie. Más que escuchar, observan. Ese cielo dividido en dos: al oeste, el color encarnado de la puesta de sol, y, en la otra mitad, un ala baja y gris de nubes que se ensancha de vez en cuando y deja caer un menudo y duro granizo brillante, cuyas agujas punzan las mejillas y llenan de un rumor seco las hojas secas entre las losas. Y cuando esa ala oscura se retira, la luz viva, cobriza, da brillo al suelo pardo, a las raíces de los árboles, y hace relumbrar algunos charcos de agua, espejos medio sepultados aquí y allí en la espesura de los arbustos. Una ráfaga cortante como un hilo de acero quiebra la mirada en facetas de lágrimas. El anciano se agacha, recoge un recipiente de cerámica del que brota un largo tallo seco de crisantemo y vuelve a colocarlo sobre la losa sepulcral.
Su voz suena de nuevo, calmosa e indiferente, una voz que no trata ni de convencer ni de demostrar nada, piensan los dos visitantes rezagados. Una voz tan diferente del incesante guirigay de palabras que llenan su mente, palabras que, cada día, los asaltan, los solicitan, arrancan su adhesión por medio de una interminable masa verbal hecha con retazos de periódicos, con sucesos salmodiados por los locutores de la radio. Palabras que matan los contados instantes de silencio.
Además, los relatos del viejo guardián apenas son esbozados. Donde estas palabras murmuradas desarrollan una intriga, salen a escena, es en el pensamiento de los visitantes. «Un aventurero», decía el hombre, «vendía propiedades nobiliarias, sí, castillos de naipes… Un día le tocó el turno a la casa de su niñez. Al amanecer, se saltó la tapa de los sesos». El mismo tono ante la losa siguiente: «Resiste bien al tiempo esta errata: Oficial de cabalería. Con una l. Afortunadamente, no todo el mundo sabe leer los caracteres cirílicos. Oficial de cabalería… Muy parlanchín. Y siempre las mismas historias de batallas, de cabezas cortadas a los rojos con su sable. Y además describía, mejor dicho, imitaba el breve silbido con el que la hoja se hundía en el cuello y partía los huesos. “¡S-s-chlim!”, silbaba. Se veía realmente una cabeza que rodaba por la hierba… De viejo, tuvo una parálisis facial y ya no podía hablar. Lo único que conseguía articular era aquel “S-s-chlim”. Murió durante la primavera. La noche era tibia. Abrieron la ventana. Un momento antes del final se incorporó apoyándose en un codo y, aspirando con toda la fuerza de sus pulmones, sopló claramente: “Lilas…”».
La joven que escucha al anciano podría muy bien ser de las que se dice cuando se acerca a los cuarenta que todo le ha salido bien en la vida. Son esas mujeres que se encuentran un domingo de invierno frente a un vacío y una desesperación tales que la muerte parece de pronto una invitación secretamente esperada… Por la mañana se ha puesto a hojear su agenda de direcciones. Los dedos se desliza sobre las páginas como sobre el hielo, sin poder sujetarse. Una muchedumbre y al mismo tiempo nadie. Por fin ese nombre que le recuerda una promesa hecha diez años atrás: «Ya verás, no se parece en nada a un cementerio, es un verdadero jardín, algo abandonado, en el que se aprecia enseguida que ellos tienen una visión de la muerte totalmente distinta a la nuestra…». En diez años no ha tenido ni un solo rato libre para poder ir.
El otro visitante, ese hombre con un abrigo azul oscuro cuyo cuello se ha subido dejando al descubierto la nitidez de la camisa y el nudo de la corbata; ese hombre también ha oído hablar del «jardín en que se descubre otra mirada sobre la muerte». Se parece a aquel que, media hora antes del almuerzo familiar, en el que se reúnen una docena de parientes, se levanta, se viste a toda prisa como si lo persiguieran y sale sin avisar a nadie, cosa que no le ha ocurrido nunca. Es ésa la imagen que le persigue: los ojos, las bocas, las caras que lo iban a rodear, repitiendo las mismas muecas, las mismas frases que la vez pasada, masticando, engullendo. Tendría que haberles contestado, sonreír. Y, sobre todo, creerse feliz, puesto que los demás consideran que tiene todos los motivos para ello: la serenidad rubia y lisa de su esposa, la gracia felina de sus dos hijas, de las que el humor familiar dirá una vez más que son «dos guapas mozas casaderas», y aquella mesa cubierta frente a un ventanal acristalado detrás del cual, desde el decimosexto piso, puede estudiarse como en un plano la topografía parisiense, y su consulta médica situada en el mismo edificio, lo que provocará, tradicionalmente, una observación tosca de uno de sus parientes: «¡Los hay que tienen suerte, no tienen más que cruzar un rellano para ir al trabajo!»… El hombre ha imaginado todas esas pequeñas dichas cuya suma se supone que lo hace feliz. El pánico se ha apoderado de él. Ha cogido el gabán, ha cerrado la puerta a su espalda, tratando de evitar un portazo, y se ha precipitado escaleras abajo con el temor de cruzarse en el ascensor con los primeros invitados…
El anciano levanta una brazada de ramas secas y la añade a un montón de hojas y tallos al pie de un árbol. El hombre y la mujer escuchan sus pasos lentos sobre la grava, más sonoros debido al frío y al silencio. Así pues, todo eso ha existido siempre, piensan. Aquella vida tan diferente de la suya, una vida llena de calma, unos gestos que les permiten advertir el imperceptible palidecer de la luz, cobriza, rosada, malva ahora, seguirlo en el largo fluir de su propia ensoñación. Abandonar su mirada en medio de las ramas cinceladas en el cielo helado, adivinar, sin realmente entenderlo, que aquellos minutos son misteriosamente importantes y que incluso aquella distraída ojeada dirigida a la pequeña mata entre las piedras de la vieja cerca es necesaria para terminar el día, para su luz, para su cielo, para su vida única. Y tan intensa es la sensación de pertenecer ya a esta vida que decide, cada uno a su manera, entablar una conversación con el viejo guardián al término de su relato. Su voz parece además ligeramente cambiada, menos impersonal, como si tuviera en cuenta la presencia de los dos visitantes ante aquella losa.
«Los rojos llamaban a ese modo de ejecutar la “hidra de la contrarrevolución”. Ataban a diez oficiales juntos en grupo compacto. Hombro contra hombro, espalda contra espalda. Y los arrojaban desde el borde de un pontón o desde lo alto de un muelle. Algunos luchaban, otros se quedaban rígidos e intentaban flotar antes de morir. Otros lloraban, debilitados por las heridas… Uno ha logrado soltarse, ya bajo el agua, con los pies presos en el lodo. Ha forzado el alambre de sus muñecas, ha salido a flote, ocultado por un bloque de granito de la escollera. Hasta mucho más tarde no han empezado a obsesionarlo los rostros de los demás. Sobre todo los ojos de aquél cuyo cuerpo ha rechazado brutalmente para poder salir del agua».
El anciano los mira con aire de esperar una pregunta, una réplica. Y aquella mirada no pertenece ya a un extraño genio del lugar, «una especie de pope viejo y algo loco, como de un siglo atrás», sino a su semejante. Sus palabras traspasan varias épocas que ellos no han conocido. Es precisamente esta actitud tan humana la que detiene la pregunta en su garganta. Se dan cuenta de pronto de que ha caído el crepúsculo, que sólo una estrecha franja de sol poniente de un rojo turbio sigue alumbrando aún este lugar sembrado de cruces. De repente se sienten a solas con una vertiginosa intuición, una brecha que corta su vida con un trazo cegador… El visitante del abrigo azul oscuro observa que la mujer camina ya por la avenida con un paso que se contiene para no parecer apresurado. O más bien es ella la que le ve apartarse discretamente y huir rodeando las tumbas. Llegan a la vez a la salida, pero evitan mirarse, como los que han presenciado una escena de agresión y no han intervenido en ella… Más allá de la tapia, queda aún un poco de claridad, rosada y fluida. El hombre se vuelve, ve a la mujer que busca la llave de su coche en un pequeño bolso de piel. Por un momento, tiene la sensación de regresar a la vida silenciosa que los ha reunido a ambos bajo los árboles del cementerio. El semblante de la mujer le resulta intensamente familiar. Tiene la impresión de conocer el timbre de su voz, sin haberla oído nunca, de conocer, en una divisoria muy profunda, el clima de cada uno de sus días y su dolor de hoy. Al abrir la puerta, la mujer levanta un instante su mirada. El hombre, a unos metros de ella, le sonríe, y se acerca a ella. «¿Es la primera vez que viene aquí?». Sonríe, se acerca, «es la primera vez…». Sonríe, y se acerca más…
No, sus coches han salido hace ya un rato, deslizándose rápidamente por el tráfico rumoroso de la autopista. Y en el aturdimiento de la conducción el hombre revive mentalmente la escena que no ha ocurrido. Se acerca, sonríe: «¿Sabe usted que es la primera vez que vengo aquí y…?». Extraviados en el punto de fuga que trazan los faros, en carriles cada vez más divergentes, se acuerdan del relato que los ha llevado, en semejante día helado, a ese rincón perdido: «Ya verá, es un verdadero jardín, en fin, más bien una selva virgen con gran cantidad de árboles, césped y flores. Y cada cruz tiene una minúscula hornacina en la que arde una lamparilla…». Se dicen que para ver aquel jardín tendrían que haber ido en verano Q en otoño, y que ahora ya es demasiado tarde. ¿Volver otro día?, se pregunta el hombre. ¿El domingo próximo? Ver de nuevo aquellas avenidas desiertas, las ramas oscuras bajo el cielo de la tarde, a aquella mujer que… Se agita. Demasiado tarde. Lo engulle la ciudad en su oscura complejidad, movediza, estriada de rojo y de amarillo. Antes de empezar a buscar el pretexto que va a justificar su huida ante los ojos de los suyos, piensa en la mujer que, en ese momento, se hunde también en algún lugar de aquel magma de calles y semáforos. «Volver a verla es en el fondo tan imposible como resucitar a los muertos que invocaba aquel viejo loco», se dice el hombre con un asomo de cinismo melancólico mientras se instala definitivamente en la realidad…
El anciano los acompaña hasta la verja con la mirada, luego baja los ojos sobre el nombre que indica la lápida y cuyos surcos a ras del suelo hacen resaltar los caracteres grabados. A lo lejos, el ruido del motor se apaga y desaparece como el hilillo que cae en un reloj de arena.
Aparte del viejo guardián, todavía queda aquella larga figura que parece buscar en vano la salida en el dédalo de calles y avenidas transversales. Es el último visitante, un hombre joven aún y que viene diariamente aquí desde hace tres o cuatro días. A pesar del frío, lleva una ligera chaqueta de terciopelo que por su corte estrecho y largo recuerda el uniforme de un estudiante de antaño. Una bufanda blanca de punto toscamente tejido forma en su pecho una especie de chorrera de espuma. Su rostro pálido es el de alguien que, aunque aterido, ya no sufre, porque tiene el cuerpo tan frío como el aire helado de la tarde.
Es el que, observando a los visitantes, acaba de recrear sus sentimientos, de esbozar sus vidas. Primero, aquel grupo de curiosos; después, los dos solitarios que estaban a punto de entablar conversación y que no volverán a verse nunca más. Se pasa la vida adivinando las vidas ajenas… Antes ha observado que aquel abedul de doble tronco había sido partido por la tormenta de la noche anterior justo en el punto de la horquilla y que el viento podía ensanchar de un momento a otro la profunda herida y derribar el tronco gemelo con un agudo estallido de madera. Se dice ahora que todo el silencio de este día pende de ese grito mudo. «El silencio cuya hondura se sondea gracias a ese estallido en suspenso», anota en un cuaderno que saca de una bolsa grande parecida a la de un cartero.
Este hombre con chaqueta de estudiante es uno de esos invisibles exiliados rusos que, en un aislamiento que se agudiza con la edad, persiguen una quimera de escritura y acaban su vida en un desván atestado de libros, casi sepultados bajo las pirámides de páginas que nadie tendrá el valor de descifrar. Conoció a algunos, pero se decía que un final así sólo podía ocurrirles a los demás. En sus pirámides personales estará la historia de un conde aventurero que vendió la casa de su infancia, y la del bailarín que, al morir, llamaba a su amante y asesino…
El viejo guardián enciende la pequeña luz de la tumba donde concluye siempre su ronda vespertina. Si, la tumba del condenado que se liberó de la «hidra de la contrarrevolución». El hombre de la chaqueta de terciopelo ya escuchó aquel relato ayer, solo frente al anciano. Un detalle lo intrigó: el nombre grabado en la lápida es el de una mujer. No se atrevió a pedir una aclaración… Ahora ve la llama de una cerilla que, protegida por el hueco de las manos del guardián, las ilumina por dentro y luego se anima con la mecha de la lamparilla en el corazón de la cruz. La minúscula puertecilla acristalada se cierra, la llama ondula flexible, y se detiene. El joven se estremece por lo mucho que aquella luz y aquel calor protegido le recuerdan la comodidad de una habitación muy antigua en su memoria. Apenas unos pasos lo separan del anciano.
—¿Podría hablarme de esta mujer?
La mirada del viejo guardián parece atravesar largas extensiones de oscuridad, ciudades nocturnas pobladas por sombras desde mucho tiempo atrás. Intenta comprender con quién está tratando: con uno de esos curiosos que vienen para llevarse dos o tres anécdotas, o con un fugitivo que se ha escapado de un almuerzo familiar y se ha refugiado aquí para recobrar aliento. ¿O quizá con aquél cuya llegada ya no esperaba?
Empieza a hablar mientras se dirige lentamente hacia la verja de la salida que debería haber cerrado hace al menos una hora. En sus palabras se adivina una tremenda fatiga.
—Todo el mundo quería ver en ellos a dos amantes. Y en la muerte de este personaje ambiguo, un crimen.
Es el tono habitual de sus relatos: áspero, tajante, uniforme. El hombre con chaqueta de estudiante se prepara ya para una anécdota más. Se querría ir, beber un vaso de vino caliente, acostarse… De pronto, el anciano, como si hubiera adivinado aquel deseo de fuga, exclama en tono agudo, casi un plañido, una excusa por no saber relatar de otro modo.
—¡Es usted la primera persona con la que hablo de ella!