LO PRIMERO que Tom comprendió fue que había regresado. Estaba despertando en el Thrall con Rachelle y Johan enroscados a sus pies. Había soñado con Bangkok y se alistaba a reunirse con algunas personas que finalmente estaban dispuestas a considerar la variedad Raison.

Habían pasado la noche acurrucados juntos en el piso del Thrall. La noche parecía más fría de lo normal. La depresión flotaba en el salón como una niebla espesa. Rachelle hasta había tratado de danzar una vez, pero no logró encontrar el ritmo adecuado. Renunció y se volvió a sentar, con la cabeza entre las manos. Pronto se quedaron en silencio y se pusieron a dormir.

En algún momento en medio de la noche fueron despertados por unos arañazos en el techo, pero el sonido pasó a los pocos minutos y se las arreglaron para volver a dormir.

Tom fue el primero en despertar. Los rayos de la mañana iluminaban la traslúcida cúpula. Se paró en silencio, caminó hasta los enormes portones, y presionó el oído contra la brillante madera. Si algún ser vivo estuviera esperando detrás de los portones, no hacía ruido. Satisfecho, atravesó corriendo el salón hasta una puerta lateral que Rachelle afirmó que conducía a un depósito. La abrió y descendió un corto tramo de gradas hasta un cuartito de almacenamiento.

En la pared opuesta había un envase transparente que contenía como una docena de piezas de fruta. Un poco de pan. Bien. Cerró la puerta y volvió a subir la escalera.

Rachelle y Johan aún dormían, y Tom decidió dejarlos dormir tanto como pudiera. Fue hasta los portones principales y volvió a pegar el oído a la madera.

Esta vez escuchó durante todo un minuto. Nada.

Quitó el pasador y abrió el portón, en parte esperando oír una inesperada ráfaga de alas negras. En vez de eso sólo oyó el suave chirrido de las bisagras. El aire matutino permanecía absolutamente en calma. Abrió el portón un poco más y miró alrededor con precaución. Entrecerró los ojos en la brillante luz y rápidamente examinó la aldea por si había shataikis.

Pero no había ninguno. Contuvo el aliento e ingresó al pútrido aire de la mañana.

La aldea estaba desierta. Ni un alma, viva o muerta, ocupaba las calles una vez animadas. No había cuerpos muertos como había esperado. Sólo manchas de sangre que empapaban el suelo. Tampoco había shataikis posados en los techos, esperando que él saliera de la seguridad del Thrall. Giró la mirada hacia el techo de la edificación, pensando en los arañazos durante la noche. Todavía sin murciélagos.

Sin embargo, ¿dónde estaban las personas?

Según parece hasta los animales habían huido del valle. Los edificios ya no brillaban. Toda la aldea parecía como si la hubiera cubierto una enorme cantidad de ceniza gris.

—¿Qué sucedió? —preguntaron Rachelle y Johan estupefactos.

—Adentro se puso negro —informó Johan con ojos desorbitados, pasando a Tom.

Él tenía razón; la madera en el interior también había perdido su brillo. De alguna manera la debió haber afectado el aire que él dejó entrar al abrir el portón. Se volvió a la escena ante él.

Tom sintió náuseas. Atemorizado. Su pulso empezó a palpitar continuamente y con severidad. ¿Había entrado de alguna manera la maldad en él, o sólo estaba aquí afuera en esta forma física? ¿Y los demás?

—¡Todo está cambiado! —lloró Rachelle.

Ella agarró el brazo de Tom con un apretón firme y tembloroso. ¿Asustada? La joven había conocido la cautela. Pero ¿el miedo? Por tanto ella también sentía los efectos del drástico cambio incluso sin llegar a desfallecer.

—¿Qué… qué le ocurrió a la tierra? —indagó Johan.

Los prados que rodeaban la aldea ahora eran negros. Pero el cambio más marcado en la tierra era el bosque y el borde del prado. Los árboles estaban todos achicharrados, como si un inmenso incendio hubiera asolado la tierra.

Lobreguez.

Por un prolongado tiempo se quedaron quietos, paralizados por la escena ante ellos. Tom miró a su izquierda donde el sendero zigzagueaba sobre tierra chamuscada hacia el lago. Colocó los brazos alrededor de Johan y Rachelle.

—Deberíamos ir al lago.

—¿No podemos comer primero? —sugirió Rachelle mirándolo—. Me muero de hambre.

Los ojos de ella. No eran verdes.

Él bajó los brazos y tragó saliva. Los espejos esmeraldas del alma en ella ahora tenían un tono grisáceo blancuzco. Como si hubieran contraído un estado avanzado de cataratas.

Tom necesitó de cada onza de su serenidad para no angustiarse. Retrocedió con cautela. El rostro de ella había perdido el brillo y la piel se había resecado. Finas líneas se marcaban en los brazos de la joven.

Y Johan… ¡le pasaba lo mismo!

Tom giró y se miró el brazo. Reseco. Sin dolor, sólo completamente reseco.

Le aumentó la náusea en el estómago.

—¿Comer? ¿No quieren ir primero al lago?

Él esperó una respuesta, temeroso de enfrentarlos. Temeroso de mirarlos a los ojos. Temeroso de preguntar si los ojos de él también eran grises.

Ellos no estaban reaccionando. También estarían asustados. Le habrían visto los ojos y se hallaban tan asombrados que se quedaron sin habla. Estaban parados en las gradas del Thrall, avergonzados y callados. Tom seguramente sintió…

Oyó un chasquido de labios como si alguien se relamiera y volteó a mirar, temiendo que fueran murciélagos. Pero no eran murciélagos. Eran Rachelle y Johan. Habían descendido los peldaños y se embutían en la boca frutas que él no había visto.

¿Fruta de quién? Todo lo demás aquí parecía estar muerto.

De Teeleh.

—¡Esperen! —gritó bajando los peldaños en largos saltos, corrió hacia Rachelle, y le quitó la fruta de la boca.

Ella giró y le asestó un golpe, tenía la mano doblada firmemente y los dedos curvados para formar Una garra.

—¡Déjame! —gruñó ella, vomitando jugo.

Tom se tambaleó aterrado. Se tocó la mejilla y alejó la mano ensangrentada.

Rachelle arrebató otra fruta y se la metió a la boca.

Él cambió la mirada hacia Johan, quien no les hacía ningún caso. Masticaba codiciosamente la pulpa de una fruta como un perro hambriento sobre una comida.

Tom retrocedió hacia las gradas. Esto no podía estar sucediendo. Johan menos que nadie. Él era el niño inocente que sólo ayer caminaba absorto alrededor de la aldea pensando en zambullirse en el seno de Elyon. ¿Y ahora esto?

Y Rachelle. Su querida Rachelle. La hermosa Rachelle, quien podía pasar innumerables horas danzando en los brazos de su amado Creador. ¿Cómo se pudo haber convertido tan fácilmente en esta fiera gruñona y desesperada con ojos marchitos y piel escamosa?

Un aleteo sobresaltó a Tom. Giró la cabeza hacia la ennegrecida entrada del Thrall. Michal se posó en la barandilla.

—¡Michal!

Tom saltó hacia las gradas.

—¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios, Michal! Yo…

Las lágrimas le nublaron la vista.

—¡Es terrible! Es…

Se volvió hacia Rachelle y Johan, quienes devoraban rápidamente la fruta esparcida abajo.

—¡Míralos! —exclamó, estirando un brazo en dirección a ellos—. ¿Qué está sucediendo?

Incluso mientras lo expresaba sintió un repentino deseo de refrescar su propia garganta con la fruta.

Michal miró al frente, considerando la escena con serenidad.

—Están acogiendo la maldad —comentó tranquilamente.

Tom sintió que comenzaba a calmarse. La fruta se veía exactamente como cualquier fruta que había comido en la mesa dispuesta por Karyl. Estimulante, dulce. Se estremeció con creciente desesperación.

—Se han desquiciado —objeto en voz baja.

—Perspicaz. Están en estado de conmoción. No siempre será así de malo.

—¿Conmoción? —se oyó decir Tom, pero sus ojos estaban fijos en el último pedazo de fruta, al cual Rachelle y Johan se dirigían.

—Conmoción de la naturaleza más grave —opinó Michal—. Ya probaste antes la fruta. Su efecto no es tan impresionante para ti, pero no creas que eres diferente de ellos.

Johan llegó primero a la fruta, pero su hermana más alta rápidamente lo sobrepasó. Se puso una mano en la cadera y dirigió la otra hacia la fruta.

—¡Es mía! —gritó ella—. No tienes derecho de agarrar lo que me pertenece. ¡Dámela!

—¡No! —gritó Johan, los ojos se le salían de las órbitas en un rostro colorado como un tomate—. Yo la halle. ¡Me la comeré!

Rachelle saltó sobre su hermano menor con las uñas extendidas.

—Se van a matar entre sí —señaló Tom.

Se dio cuenta de que en realidad estaba menos horrorizado que asombrado. Darse cuenta de esto lo aterró.

—¿Con sus propias manos? Lo dudo. Sencillamente mantenlos alejados de cualquier cosa que se pueda usar como arma —manifestó el roush con la mirada en blanco—. Y llévalos al lago tan pronto como puedas.

Rachelle y Johan se separaron y se pusieron a dar vueltas con recelo. Tom vio por el rabillo de los ojos una pequeña nube negra que se acercaba. Pero mantuvo la mirada en la fruta empuñada por Johan. En realidad debería correr allí y agarrarla. Ellos habían comido más que suficiente. ¿Correcto?

Tom lanzó una mirada de costado a Michal. El roush tenía la mirada fija en el cielo.

—Recuerda, Thomas. El lago —expresó, saltó al aire y se fue.

—¿Michal? —exclamó Tom mirando el cielo que había despertado el interés del roush.

La nube negra se extendía sobre los árboles ennegrecidos. ¡Shataikis!

—¡Rachelle! —gritó.

Estas bestias negras lo aterraban más ahora de lo que lo aterraron en el bosque negro.

—¡Rachelle!

Bajó de un salto las gradas y agarró primero a Rachelle y luego a Johan por los brazos, casi levantándolos del suelo. Miró el horizonte, sorprendido de lo cerca que habían llegado los shataikis. Sus chillidos de alegría resonaban en el valle.

Rachelle y Johan también los habían visto y corrieron de buen agrado. Pero las fuerzas los habían abandonado, y prácticamente Tom tuvo que arrastrarlos escaleras arriba dentro del Thrall. Incluso soltando finalmente a Rachelle, quien subió a tropezones los peldaños; se las arreglaron para entrar al Thrall y cerrar a empellones los portones cuando el primer shataiki se dio de lleno contra la pesada madera. Luego llegaron, chillando y golpeando, uno tras otro.

Tom se echó para atrás, revisó que el portón estuviera asegurado, y se sentó, jadeando. Rachelle y Johan se quedaron inmóviles a su derecha. Él no tenía idea de cómo seguir la última solicitud de Michal. Sería bastante difícil escabullirse hasta el mismo lago sin ser visto. Con Rachelle y Johan en su actual estado catatónico sería imposible.

Ninguno de los dos se movía en la tenue luz del Thrall. El piso una vez brillante era un oscuro bloque de madera fría. Los elevados pilares se alzaban ahora como tenebrosos fantasmas en las sombras. Solamente la débil luz que se filtraba por la aún traslúcida cúpula permitía ver a Tom.

Dio la vuelta y se levantó. Los shataikis todavía azotaban el portón con insistencia, pero el periodo entre golpes comenzó a alargarse. Él dudó que las bestias encontraran una manera de irrumpir en el edificio. Pero no eran los shataikis lo que más temía al momento. No, eran los dos humanos a sus pies quienes le hacían correr escalofríos por la espina dorsal. Y él mismo. ¿Qué les estaba sucediendo?

La fruta en el depósito. Tom bajó los peldaños hacia allá. ¿Había el aire destruido también la fruta? En realidad, ahora que pensaba al respecto, no había ennegrecido la fruta en el bosque que caía al suelo mientras él pasaba corriendo. No inmediatamente.

Llegó a la puerta y se detuvo. Esta estuvo cerrada antes de que abrieran los portones principales del Thrall. Si la abría, ¿destruiría la fruta el aire que ahora había en el Thrall?

Tendría que correr ese riesgo. Abrió la puerta, entró y la cerró detrás de él.

El envase estaba en la pared opuesta. Llegó hasta allí de un salto, agarró una fruta, e inmediatamente taponó el envase con un trapo. No tenía idea si esto funcionaría, pero nada más le vino a la mente.

Tom levantó la fruta roja y dejó escapar una bocanada de aire.

Aire malo, pensó. Demasiado tarde.

La fruta no se marchitó en su mano. ¿Cuánto tiempo duraría?

Se llevó la fruta a la boca y la mordió. El jugo le corrió por la lengua, el mentón. Le bajó por la garganta.

El alivio fue instantáneo. Suaves espasmos le recorrieron el estómago. Cayó de rodillas y arremetió contra la dulce pulpa.

Había comido la mitad de la fruta antes de recordar a Rachelle y Johan. Agarró una fruta anaranjada del envase, volvió a meter el trapo en su cuello, y subió las escaleras.

Rachelle y Johan aún yacían en el suelo como trapos viejos.

Se puso de rodillas e hizo girar de espaldas a Rachelle. Le puso la fruta directamente sobre los labios y la exprimió. La cascara de la fruta anaranjada se partió. Un chorro de jugo le bajó a Tom por el dedo y fue a parar a los labios resecos de ella. La boca se llenó con el líquido y ella gimió. El cuello se le arqueó cuando el néctar entraba en la garganta. En una larga exhalación sacó el aire de los pulmones y abrió los ojos.

Al ver la fruta en la mano de Tom con un destello de desesperación, se irguió, se la arrebató y empezó a devorarla. Tom rio y presionó su fruta medio comida en la boca de Johan. En el instante en que los ojos del jovencito se abrieron agarró la fruta y la mordió intensamente. Sin hablar consumieron con voracidad pulpa, semillas y jugo.

Si Tom no se equivocaba, algo de color les había vuelto a la piel y las cortadas que habían sufrido durante su discusión ya no eran tan rojas. La fruta aún conservaba el poder.

—¿Cómo se sienten, muchachos? —les preguntó, mirando al uno y a la otra.

Los dos lo miraron con ojos sin brillo. Ninguno habló.

—Por favor, los necesito conmigo aquí. ¿Cómo se sienten?

—Bien —contestó Johan.

Rachelle aún no respondió.

—Tenemos más, más o menos una docena.

Aún ninguna respuesta. Debía llevarlos al lago. Y para hacer eso tenía que mantenerse cuerdo.

—Ya regreso —expresó.

Los dejó con las piernas cruzadas en el suelo y volvió al sótano, donde se comió otra fruta entera, un néctar blanco delicioso que creyó que se llamaba sursak.

Quedaron once. Al menos no se estaban pudriendo tan rápido como temió. Si Rachelle y Johan mostraban algún indicio de deterioro, les daría más, pero no había seguridad de que hallaran ninguna otra. No podían malgastar ni una sola.

Las pocas horas siguientes pasaron casi sin intercambiar palabra entre ellos. Los ataques al portón se habían detenido por completo. Tom probó su paciencia con inútiles intentos de seducirlos a discutir posibles cursos de acción ahora que habían hallado un refugio temporal contra los shataikis. Pero sólo Johan participó, y entonces en una manera que hizo a Tom desear que no lo hubiera hecho.

—Tanis tenía razón —soltó Johan—. Debimos haber acometido una expedición preventiva para destruirlos.

—¿Se te ha ocurrido que eso es lo que él estuvo haciendo? Pero evidentemente no funcionó, ¿verdad?

—¿Qué sabes tú? Me habría pedido que fuera con él si iba a la batalla. ¡Me prometió que yo dirigiría un ataque! ¡Y yo lo habría hecho!

—No sabes lo que estás diciendo, Johan.

—Quisiera haber seguido a Tanis. ¡Mira adonde nos llevaste!

Tom no quería pensar que esta línea de razonamiento manejara al muchacho. Se alejó y acabó la conversación.

A las dos horas de insoportable silencio, Tom observó el cambio en Rachelle y Johan. Les estaba volviendo a la piel la grisácea palidez. Se agitaban más con cada hora que pasaba, y se rascaban la piel hasta hacerla sangrar. Otra hora después sus cuerpos estaban cubiertos de diminutas escamas, y Johan se había restregado el brazo izquierdo de modo salvaje. Tom dio una fruta a cada uno, y se comió otra. Ahora les quedaban ocho. A esta velocidad no les iban a durar todo el día.

—Muy bien, intentaremos llegar al lago.

Agarró a ambos por sus túnicas y les ayudó a levantarse. Bajaron la cabeza y se arrastraron hacia la entrada trasera sin protestar. Pero no parecía haber una gota de emoción en ellos. ¿Por qué tan renuentes a regresar al Elyon por el que una vez estuvieron tan deseosos?

—Bueno, cuando salgamos, no quiero ninguna pelea o algo estúpido. ¿Entienden? No parece haber murciélagos negros afuera, pero no quiero atraer a ninguno, así que permanezcan en silencio.

—No tienes que ser tan exigente —opinó Rachelle—. No es como si fuéramos a morir o algo así.

Esa fue le primera frase completa que ella había pronunciado en horas, y sorprendió a Tom.

—¿Es eso lo que crees? La realidad es que ustedes ya están muertos.

Ella frunció el ceño pero no discutió.

Tom presionó el oído contra el portón. No había señales de los shataikis. Abrió, aún sin oír nada, y salió.

Se pararon en el umbral y miraron la aldea vacía por segunda vez ese día. Los murciélagos se habían ido.

—Muy bien, vamos.

Atravesaron la aldea y subieron la colina en silencio. Una inquietante sensación de muerte flotaba en el aire al pasar los árboles que majestuosos se proyectaban tétricos y sin hojas contra el cielo. Había desaparecido el sonido burbujeante de aguas caudalosas. Una zanja enlodada corría ahora cerca del sendero donde fluyera el río que provenía del lago. ¿Habían esperado demasiado? Sólo habían pasado unas horas desde que Michal les instara a ir al lago.

Leones y caballos ya no se alineaban en el camino. Flores ennegrecidas se encorvaban hacia el suelo, dando la apariencia de que un leve viento podría destrozar sus tallos y enviarlas desmenuzadas a unirse a la achicharrada hierba sobre la tierra. No había fruta. Ninguna de toda la que Tom podía ver antes. ¿La habrían agarrado los shataikis?

Tom permanecía detrás de Rachelle y Johan, cargando el envase de fruta debajo de un brazo y en la otra mano una vara negra que había recogido. Su espada, pensó irónicamente. Esperaba que en cualquier momento una patrulla de bestias cayera en picada desde el cielo y los atacara, pero el cielo cubierto flotaba tranquilamente sobre la carbonizada arboleda. Con un ojo fijo en los cielos y el otro en los increíbles cambios en cuanto a él, Tom arreaba a Rachelle y a Johan por el sendero.

No fue sino hasta cuando se aproximaron a la curva justo antes del lago que Johan finalmente rompió el silencio.

—No quiero ir, Tom. El lago me produce miedo. ¿Y si nos ahogamos en él?

—¿Ahogarse en él? ¿Desde cuándo te has ahogado en algún lago? Eso es lo más ridículo que he oído.

Continuaron vacilantemente por la siguiente curva. El paisaje que los recibió hizo parar en seco a los tres.

Sólo un chorrito de agua caía por sobre el acantilado en una lagunita grisácea abajo. El lago se había reducido a un pequeño charco de agua. Grandes playas arenosas blancas bajaban treinta metros antes de toparse con el estanque. Ninguna clase de animal a la vista. Ni una sola hoja verde quedaba en el sombrío círculo de árboles que ahora bordeaba la reducida laguna.

—Querido Dios. Oh, amado Dios. Elyon —exclamó Tom dando un paso al frente y deteniéndose.

—¿Se ha ido? —preguntó Rachelle, mirando alrededor.

—¿Quién? —interrogó Tom distraídamente.

Ella señalaba el lago.

—Miren —dijo Johan con la mirada fija en el borde del acantilado.

Allí sobre la elevada saliente rocosa se hallaba un león solitario, observando la tierra.

El corazón de Tom palpitó con fuerza. ¿Un roushim? ¿Una de las criaturas en forma de león del lago en lo alto? ¿Y el lago en lo alto? ¿Y el muchacho?

A la magnífica bestia se le unió pronto otra. Y luego una tercera, después diez, y luego cien leones blancos, alineados a lo largo del borde de las secas cascadas.

Tom miró a sus compañeros y vio sus ojos abiertos de par en par.

Las bestias en lo alto de la caída de agua se movían ahora intranquilas. La línea se partió en dos.

El niño surgió en la separación, y Tom pensó que el corazón le dejó de palpitar ante la primera vista de la cabeza. Los leones se inclinaron sobre las rodillas y descansaron sus hocicos sobre la superficie pétrea. Entonces el pequeño cuerpo del niño llenó la posición reservada para él en el borde del acantilado. Se paró descalzo sobre la roca, vestido sólo con un taparrabos.

Por unos momentos Tom se olvidó de respirar.

Todas las bestias alineadas inclinaron las cabezas en homenaje al niño. Este se volvió lentamente y miró sobre la tierra ante él. Sus minúsculos hombros desplomados se levantaron y cayeron lentamente. A Tom se le hizo un nudo en la garganta.

Entonces el rostro del niño se retorció de tristeza. Levantó la cabeza, abrió la boca, y clamó hacia el cielo.

Las bestias en larga línea giraron boca arriba, como una serie de dóminos, lanzando un golpeteo por sobre el acantilado. Un coro de aullidos recorrió la línea.

El aire se llenó con el lamento del niño. Su melodía. Una nota larga y sostenida que derramaba dolor dentro del cañón como plomo fundido.

Tom cayó de rodillas y comenzó a jadear. Él había oído antes un sonido similar, en las entrañas del lago, cuando el corazón de Elyon irrumpía en las rojas aguas.

El niño se hundió hasta las rodillas.

Lágrimas brotaron de los ojos de Tom, volviendo borrosa la imagen de las bestias reunidas. Cerró los ojos y dejó que salieran los sollozos. No podía resistir esto. El niño tenía que detenerse.

Pero no se detuvo. El clamor seguía y seguía con implacable tristeza.

El lamento se convirtió en un quejido… un débil sonido desesperado que chillaba desde una garganta paralizada. Y luego se redujo hasta quedar en silencio.

Tom levantó la cabeza. Las bestias sobre el acantilado se quedaron en silencio pero seguían boca abajo. El pecho del niño respiró ahora agitadamente, en largos y lentos jadeos a través de sus fosas nasales. Y luego, justo cuando Tom empezaba a preguntarse si había acabado la demostración de tristeza, los ojos del niño se abrieron de repente. Permaneció de pie y dio un paso adelante.

El niño alzó el puño al aire y soltó un chillido agudo que hizo añicos el tranquilo aire de la mañana. Como el gemido de un hombre obligado a observar la ejecución de sus hijos, con el rostro rojo y los ojos desorbitados, gritando de furia. Todo salía de la boca del niñito parado en lo alto del acantilado.

Tom tembló en agonía y se lanzó hacia delante sobre la arena. El chillido tomó la forma de un canto y aulló por el valle en tonos prolongados y terribles. Tom se apretó los oídos, temeroso de que se le reventara la cabeza. Pero el niño siguió lanzando su cántico al aire con una voz que Tom creyó que llenaba todo el planeta.

Entonces, súbitamente, el niño se calló, quedando solamente el eco de su voz en el aire.

Tom no se pudo mover por un momento. Lentamente se irguió hasta los codos y levantó la cabeza. Se pasó el antebrazo por los ojos para aclarar la visión. El niño permaneció en silencio por unos instantes, mirando al frente como aturdido, y luego giró y desapareció. Las bestias se pararon sobre sus patas y se alejaron del acantilado hasta que en el horizonte sólo se veía una desolada saliente gris. El silencio volvió a inundar el valle.

El niño se había ido.

Tom se levantó pesadamente, lleno de pánico. No. ¡No, no era posible! Sin mirar a los otros salió corriendo por la orilla blanca y se metió a las limitadas aguas.

La embriaguez fue inmediata. Tom sumergió la cabeza en el agua y tragó profundamente. Se paró, echó la cabeza hacia atrás y levantó los dos puños al aire.

—¡Elyon! —gritó al cielo cubierto.

Johan corría sólo un paso por delante de Rachelle, bajando por la orilla y metiéndose de cabeza en el agua. Ahora entumecido con placer, Tom observó a los dos meter la cabeza debajo de la superficie como animales desesperadamente sedientos. Era sorprendente el contraste entre el terror que consumió la tierra y este remanente del potente poder de Elyon, dejado como un regalo para ellos. Se dejó caer boca abajo en la laguna.

Pero había una diferencia, ¿no era así?

¿Elyon?

Silencio.

Él se levantó. El agua parecía estar sumiéndose.

Rachelle y luego Johan se pararon en el agua. Un saludable brillo les había vuelto a la piel, pero miraban hacia abajo, confundidos.

—¿Qué está sucediendo? —inquirió Rachelle.

El charco se estaba hundiendo en la arena. Secándose. Tom se salpico agua en el rostro. Bebió más.

—¡Bébanla! ¡Bébanla! Ellos bajaron la cabeza y bebieron.

Pero el nivel bajaba rápidamente. Pronto les llegó a las rodillas. Luego a los tobillos.

—Por consiguiente, ahora sabes —manifestó una voz detrás de Tom.

Michal estaba en la orilla.

—Temo que debo irme, amigos míos. Quizá no los vea por un tiempo —expresó con ojos inyectados de sangre; parecía muy triste.

—¿Se acabó? —exclamó Tom salpicando en la laguna—. ¿Es esto lo último del agua? ¡No te puedes ir!

—No estás en posición de exigir —advirtió Michal alejándose y mirando hacia el acantilado.

—¡Moriremos aquí!

—Ustedes ya están muertos —declaró Michal. Lo último del agua se filtró dentro de la arena.

—Regresen al cruce —indicó Michal respirando profundamente—. Atraviesen el bosque negro hacia el oriente desde el puente. Llegarán a un desierto. Entren en él y sigan caminando. Si sobreviven a esa distancia, finalmente encontrarán refugio.

—¿Atravesar otra vez el bosque negro? ¿Cómo puede haber refugio en el bosque negro? ¡Todo el lugar está plagado de murciélagos!

—Estaba plagado. Las otras aldeas son mucho más grandes que esta. Los murciélagos han ido tras ellas. Pero ustedes tendrán sus manos suficientemente llenas. Tienen la fruta. Úsenla.

—¿Está así todo el planeta? —preguntó Rachelle.

—¿Qué esperabas?

—Y no beban el agua —advirtió Michal dando dos brincos, como para despegar—. Ha sido envenenada.

—¿No beber nada de ella? Tenemos que beber.

—Si es del color de Elyon, pueden beberla —anunció, brincando de nuevo, listo para volar—. Pero por el momento no encontrarán nada de ella.

Despegó.

—¡Espera! —gritó Tom—. ¿Y los demás? ¿Dónde están los demás? Pero el roush no oyó o no quiso contestar.

sep

SALIERON DEL valle carbonizado y corrieron hacia el cruce.

Tom los detuvo en el primer kilómetro e insistió en que se esparcieran ceniza sobre el cuerpo… quizá así los murciélagos los confundirían con algo diferente a humanos. Anduvieron por el paisaje como fantasmas grises. El suelo estaba cubierto con árboles caídos, y la madera afilada les cortaba fácilmente los pies descalzos, haciéndoles a veces más lenta la caminata. Pero siguieron adelante, vigilando cuidadosamente los cielos.

Aún quedaban aquí y allá algunas frutas que no se habían secado, cuyo jugo seguía conservando el poder sanador. Usaban el jugo sobre los pies cuando las cortadas se volvían insoportables. Y al escasear la fruta marchita comenzaron a usar la del envase. Pronto les quedaban sólo seis.

—Tomaremos dos cada uno —decidió Tom—. Pero usémoslas con moderación. Tengo la sensación de que estas serán las últimas que veremos.

Continuaron lenta y silenciosamente su camino hacia el cruce. Era media mañana cuando vieron la primera formación de shataikis, volando en lo alto, al menos mil. Las alimañas se dirigían hacia el bosque negro agitando las alas. O no vieron el grupo de los tres, o los engañó la ceniza.

Una hora después llegaron al cruce. El viejo puente grisáceo se arqueaba sobre una pequeña corriente de agua café. El resto del lecho del río se había resquebrajado por la sequedad.

—Parece buena —dedujo Johan corriendo hacia la orilla.

—¡No la bebas!

—¡Vamos a morir de sed aquí! —exclamó—. ¿Quién dice que debamos escuchar al murciélago? ¿El murciélago? Michal.

—Come entonces un poco de fruta. Michal advirtió que no bebiéramos el agua y seguiré su consejo. ¡Vamos! —enunció Tom.

Johan frunció el ceño ante el agua y luego de mala gana se les unió en el puente.

La orilla opuesta mostraba una mancha oscura donde los shataikis habían destrozado a Tanis, pero por lo demás no había nada peculiar acerca del bosque negro. Parecía igual a la región que ya habían atravesado.

—Vamos —pidió encarecidamente Tom después de un instante.

Se le hizo un nudo en la garganta, los llevó por sobre el puente y los metió al bosque negro.

Luego se abrieron paso a través de los árboles, deteniéndose más o menos cada cien metros para ponerse más jugo en las plantas de los pies.

—Úsenla con moderación —insistió Tom—. Dejen suficiente para comer.

No quiso pensar en lo que ocurriría cuando salieran corriendo.

Había shataikis colgados arriba en las ramas, chillando y peleando por asuntos insignificantes. Solamente los más curiosos miraban al trío que pasaba debajo de ellos. Debe ser por la ceniza, pensó Tom. Bastante engañoso para confundir a criaturas tontas y embusteras.

Habían escogido su camino a través del bosque por lo que pareció un tiempo muy prolongado cuando llegaron a un claro.

—¡El desierto! —exclamó Rachelle.

—¿Dónde? —indagó Tom, mirando los alrededores.

—¡Allá! —contestó ella señalando directo al frente.

Lóbregos árboles bordeaban el lejano costado del claro. Y detrás de una franja de árboles de veinte metros, vislumbres de arena blanca. La posibilidad de salir del bosque fue suficiente para hacer que el pulso de Tom palpitara de antemano.

—Esa es mi chica. ¡Vamos! —exclamó él dando un paso adelante.

—¿Así que aún soy tu chica?

Tom se volvió. Ella tenía una sonrisa pícara.

—Por supuesto, ¿no lo eres?

—No lo sé, Thomas. ¿Lo soy?

Ella levantó la barbilla y le pasó por delante. Lo era. Al menos él esperaba que lo fuera. Aunque se le ocurrió que el Gran Romance se había ensombrecido como todo lo demás en esta tierra maldita.

Expulsó los pensamientos de su mente y se fue con dificultad tras Rachelle. La necesidad que tenían de sobrevivir era mayor que cualquier romance. Rápidamente la pasó y lideró el camino. Podría no ser el hombre que fue, pero al menos presentaría un frente de protección. El afamado guerrero, Tom Hunter. Resopló disgustado.

Acababan de llegar a la mitad del campo cuando el primer shataiki negro bajó del cielo en picada y se posó en la tierra delante de ellos. Tom lo observó. Mantente en movimiento. Sólo mantente en movimiento.

Él viró un poco el curso, pero el murciélago dio un salto para impedirle el paso.

—¿Crees poderme pasar tan fácilmente? —objetó el shataiki con aire despectivo—. No tan fácil ahora, ¿eh?

Johan dio un salto adelante y levantó el puño como para derribar al murciélago. Tom levantó la mano hacia el muchacho sin quitar la mirada del shataiki.

—Retrocede, Johan.

—Retrocede, Johan —remedó la criatura; sus ojos rojos carentes de pupilas centellearon—. ¿Eres demasiado débil para mí, Johan?

El murciélago levantó una de sus garras.

—¡Los podría despedazar aquí mismo! ¿Cómo sienten eso? Bienvenidos a su nuevo mundo —anunció alegre el shataiki con una risita socarrona y mordiendo profundamente una fruta que había sacado por detrás—. ¿Quieren?

Se burló y luego rio otra vez como si este hubiera sido un comiquísimo asalto.

Tom dio un paso en dirección de la criatura.

—¡Quieto! —exclamó al instante el shataiki extendiendo las alas y gruñendo.

Una bandada de shataikis se había reunido ahora en el cielo y volaba en círculos por encima de ellos, mofándose.

—Ordénaselo —se burló uno en tono áspero.

—Ordénaselo —remedó otro. Y el primer shataiki lo hizo.

—¡Ahí te quedas! —gritó ahora, aunque Tom no se había movido. Tom metió la mano al bolsillo y apretó su última fruta de tal modo que el jugo de la pulpa se le escurrió entre los dedos.

Giró tranquilamente y enfrentó a Rachelle y a Johan.

—Usen sus frutas —susurró—. Cuando yo diga, corran.

—Mírame cuando te hablo, tú…

El shataiki se interrumpió. Tom le lanzó la goteante fruta.

—¡Corran! —gritó.

La fruta dio de lleno en el rostro del murciélago. La carne chamuscándose silbó ruidosamente. La bestia gritó y se manoteó el rostro. Un fuerte hedor a azufre recorrió el aire mientras Tom salía corriendo a toda velocidad, seguido por Johan y después por Rachelle.

—¡Es una fruta verde! —gritó un murciélago de entre los que daban vueltas alrededor de la escena—. ¡Ellos tienen fruta verde! No están muertos. ¡Mátenlos!

Tom corrió por el campo. No menos de veinte shataikis se fueron en picada contra ellos por detrás.

—¡Usa tu fruta, Rachelle!

Ella dio la vuelta y lanzó su fruta al enjambre. Las criaturas se esparcieron como moscas. Rachelle corrió tras Tom. La siguió Johan. Pero los murciélagos se habían reorganizado y atacaban de nuevo. Johan agarró su última fruta entre los dedos. No deberían haberlas tirado.

—¡Espera, Johan! No la tires —gritó Tom, corriendo entre los árboles—. Dame tu fruta.

Johan siguió corriendo, desesperado por alcanzar la arena blanca.

—¡Lánzamela!

La fruta salió despedida de la mano de Johan. Tom la recogió y se dio vuelta. Cien o más de los murciélagos se habían materializado de la nada. Le vieron la fruta en la mano y siguieron de largo. Directo hacia Johan.

—¡Retrocede! —gritó Tom.

Corrió hacia el muchacho, lo alcanzó y arrojó la fruta al rostro del primer murciélago que los alcanzó.

El shataiki lanzó un chillido y cayó a tierra.

Luego los tres atravesaron los árboles y corrieron sobre la arena blanca.

—¡Permanezcamos juntos! —resolló Tom—. Permanezcan cerca. Corrieron cien metros antes de que Tom mirara hacia atrás y luego se detuviera.

—Aguarden.

Rachelle y Johan se detuvieron. Encorvados, respirando entrecortadamente.

Los murciélagos volaban en círculos sobre el bosque negro, lanzando chillidos de protesta. Pero no los siguieron. No estaban volando sobre el desierto. Johan saltó en el aire y dejó escapar un grito.

—¡Ajá! —exclamó Tom, mostrándole el puño al círculo de murciélagos que daba vueltas.

—¡Ajá! —gritó Rachelle, aventando arena hacia el bosque, riendo y andando a tropezones hacia Tom—. ¡Lo sabía!

Su risa era gutural y llena de confianza, y Tom rio con ella.

Rachelle se enderezó y siguió caminando hacia él, mostrando una tentadora sonrisa.

—Vaya —declaró ella, pasando un dedo por la mejilla de Tom—. Después de todo sigues siendo mi audaz luchador.

—¿Lo dudaste alguna vez?

Rachelle titubeó. Él notó que la piel de ella se volvía a resecar.

—Por un momento —contestó ella; se inclinó hacia delante y lo besó en la frente—. Sólo por un momento.

Rachelle se alejó y lo dejó sumido en dos pensamientos. El primero, que ella era una mujer hermosamente traviesa.

El segundo, que el aliento de ella olía un poco a azufre.

—¿Rachelle?

—¿Sí, querido guerrero?

—Come un poco de fruta —le dijo, después de darle un gran mordisco a la última que les quedaba y lanzándosela—. Dale el resto a Johan.

Ella la atrapó con una mano, le guiñó un ojo y dio un fuerte mordisco.

—Pues bien, ¿en qué dirección? Él señaló hacia el desierto.

sep

LAS ÚLTIMAS energías los abandonaron al mediodía, cuando el sol estaba directamente en lo alto.

Se guiaban por la bola de fuego en el cielo. Cada vez más profundo en el desierto. Oriente, como Michal había dicho. Pero con cada paso la arena parecía calentarse más, y hacerse más lento el descenso del sol sobre el occidente. El terreno plano rápidamente dio paso a suaves dunas, las cuales pudieron haber sido tolerables con zapatos adecuados y al menos un poco de agua. Pero estas pequeñas colinas de arena pronto condujeron a enormes montañas que iban de oriente a occidente, de tal modo que se vieron obligados a avanzar lentamente por un costado, y a tambalearse por el otro. Y allí no había una gota de agua. Ni siquiera agua envenenada.

A media tarde empezaron a faltarle las fuerzas a Tom. En su cautela, desde que salieran del lago había comido mucho menos fruta que los otros, y eso se empezaba a notar.

—¡Estamos caminando en círculos! —exclamó Rachelle, deteniéndose en lo alto de una duna—. No estamos yendo a ninguna parte.

—No te detengas —pronunció Tom sin dejar de caminar.

—¡Me detendré! ¡Esto es una locura! ¡Nunca lo lograremos!

—Quiero regresar —dijo Johan.

—¿A qué? ¿A los murciélagos? Sigue caminando.

—¡Nos estás conduciendo a la muerte! —gritó el muchacho.

—¡Camina! —ordenó Tom dando vuelta.

Ellos lo miraron, asombrados por el arrebato de él.

—No podemos detenernos. Michal dijo que viajáramos hacia el oriente —declaró Tom, señalando hacia el sol—. No al norte, no al sur, no al occidente. ¡Oriente!

—Entonces deberíamos descansar —opinó Rachelle.

—¡No tenemos tiempo para descansar!

Él bajó por la colina, sabiendo que ellos no tenían más alternativa que seguirlo. Lo siguieron. Pero lentamente. Sin que pareciera demasiado obvio, él disminuyó la marcha y dejó que lo alcanzaran.

Las primeras alucinaciones comenzaron a juguetear con su mente diez minutos después. Vio árboles que sabía que no lo eran. Vio estanques de agua que no tenían la menor humedad. Vio rocas donde no había rocas.

Vio a Bangkok. Y en Bangkok vio a Monique, atrapada en una oscura mazmorra.

Él siguió caminando fatigosamente. Los tres tenían resecas las gargantas, la piel agrietada y los pies ampollados, pero no tenían alternativa. Michal había dicho que fueran hacia el oriente, y por tanto debían ir al oriente.

Media hora después Tom comenzó a murmurar incoherentemente. No estaba seguro de qué decía e intentó no decir nada en absoluto, pero se podía oír a sí mismo sobre un viento cálido que les soplaba en el rostro.

Finalmente, cuando supo que podía desmayarse con sólo un paso más, se detuvo.

—Descansaremos ahora —anunció, y cayó sobre sus posaderas.

Johan se dejó caer a su derecha, y Rachelle se sentó a la izquierda.

—Sí, por supuesto, ahora tenemos tiempo para descansar —objetó ella—. Hace media hora nos habría matado el descanso porque Michal dijo que viajáramos hacia el oriente. Pero ahora que estás parloteando como un loco, ahora que nuestro poderoso guerrero lo ha considerado perfectamente lógico, tendremos un descanso.

Él no se molestó en responder. Estaba demasiado agotado para discutir. Era asombroso que ella aún tuviera la energía para buscar pelea.

Se sentaron en silencio en esa elevada duna por varios minutos. Finalmente Tom decidió lanzarle una mirada a Rachelle. Ella se hallaba sentada abrazándose los pies, mirando el horizonte, con la mandíbula firme. El viento le lanzaba el largo cabello hacia atrás. Se negó a mirarlo.

Si hubiera tenido la valentía, le podría haber dicho que dejara de actuar como una niñita.

Adelante las dunas subían y bajaban sin la más leve insinuación de cambio. Michal les había dicho que vinieran al desierto porque sabía que los shataikis no dejarían sus árboles. Pero ¿por qué había insistido en que se adentraran en lo profundo del desierto? ¿Sería posible que el roush los estuviera enviando a la muerte?

«Ustedes ya están muertos», le había dicho. Quizá no en la manera en que Tom supuso primero. Tal vez «muerto» como en: Sé que seguirán mis instrucciones porque no tienen alternativa. Caminarán en el desierto y morirán como merecen morir. Así que en realidad, ya están muertos.

Hombre muerto caminando.

—Aún sueñas con Monique.

Las alucinaciones habían vuelto. Monique lo llamaba. Kara le estaba diciendo…

—Oí que pronunciabas el nombre de ella. ¿Está en tu mente en un momento como este?

No, no Monique. Rachelle.

—¿Qué pasa? —cuestionó él enfrentándola.

—Quiero saber por qué estás susurrando el nombre de ella.

Eso era. Él había estado hablando entre dientes de la mujer de sus sueños, el nombre de ella, y tal vez más, y Rachelle lo había escuchado. Ahora estaba celosa. ¡Esto era descabellado! Se hallaban frente a la muerte, ¡y Rachelle estaba sacando fuerzas de unos celos ridículos por una mujer que ni siquiera existía!

—Monique de Raison, mi querida Rachelle, no existe. Es producto de mi imaginación. De mis sueños —objetó Tom alejándose.

Esa en realidad no fue la mejor manera de decirlo.

—Ella no existe, y tú lo sabes —concluyó él, resaltando su primer punto—. Además, discutir respecto de ella definitivamente no nos ayudará a sobrevivir en este maldito desierto.

Él se puso de pie y bajó por la colina.

—¡Movámonos! —ordenó, pero se sintió mal.

Él no tenía derecho de desestimar con tanta displicencia los celos de Rachelle. Sólo esta mañana la había visto pelear con Johan por la fruta, horrorizado por el desprecio que se demostraron entre sí. Pero él no era diferente, como Michal lo había señalado.

Johan fue el último en pararse. Tom ya había llegado a la siguiente cima cuando miró hacia atrás y vio al muchacho que observaba el camino por donde habían venido.

—¡Johan!

El muchacho se volvió lentamente, miró hacia atrás por última vez, y bajó la duna tras ellos.

—Él quiere regresar —expresó Rachelle, pasando a Tom—. No estoy segura de culparlo.

Caminaron por otras dos horas en resentido silencio, descansando cada diez o quince minutos tanto por el bien de Rachelle y Johan como de él mismo. El viento se extinguió y el calor se volvió agobiante.

Tom los hacía detenerse cada vez que le volvían las alucinaciones. Quizá a no tenía mucho de líder, pero conservaba el liderazgo a falta de alguien más. Tenía que conservar la mente tan lúcida como fuera posible bajo las circunstancias.

Caminaban con el aterrador conocimiento de que se dirigían a sus muertes. Lenta, y dolorosamente ahora, las montañosas dunas quedaban detrás de ellos, una por una. El único cambio era la gradual aparición de peñascos. Pero ninguno los mencionó siquiera. Si no contenían agua, les importaba un comino las peñas.

El valle al que entraron cuando el sol se ocultaba en el horizonte tenía tal vez cien metros de ancho. Una formación de rocas se levantaba desde el suelo del valle.

—Pasaremos aquí la noche —expresó Tom señalando las grandes rocas con la cabeza—. Los peñascos bloquearán cualquier viento.

Ninguno discutió. Tom se desplomó sobre una roca y echó la cabeza hacia atrás en la arena mientras el sol poniente lanzaba un colorado brillo cálido por el suelo desértico. Cerró los ojos.

El cielo había oscurecido cuando volvió a abrirlos. No estaba seguro si lo que le impedía dormir era el agotamiento total o el insoportable silencio. Johan se había hecho un ovillo debajo de las rocas. Rachelle se hallaba como a cinco metros de distancia, mirando al cielo. Pudo ver en los vidriosos ojos de ella el reflejo de la luz de la luna.

Despierta.

Era una situación absurda. Era tan probable que fueran a morir aquí como a vivir, y la única mujer a la que recordaba haber amado alguna vez se hallaba a cinco metros de distancia, echando chispas, mordiéndose la lengua, u odiándolo, él no lo sabía.

Pero sí sabía que la extrañaba terriblemente.

Se puso de pie, fue hasta donde estaba ella, y se tendió a su lado.

—¿Estás despierta? —le susurró.

—Sí.

Era la primera palabra que había pronunciado desde que dijo que Johan quería regresar, y fue asombroso cuánto le alegró oírla.

—¿Estás enojada conmigo?

—No.

—Lo siento —confesó él—. No debí haberte gritado.

—Creo que ha sido un día como para gritar —reconoció ella.

—Eso creo.

Se quedaron tendidos en silencio. La mano de Rachelle estaba sobre la arena, y él alargó la suya y la tocó. Ella le agarró el pulgar.

—Quiero que me hagas una promesa —expuso ella.

—Está bien, lo que desees.

—Quiero que me prometas no volver a soñar nunca más con Monique.

—Por favor…

—No me importa que ella exista o no —lo interrumpió Rachelle—. Sólo prométemelo.

—Está bien.

—¿Lo prometes?

—Prometido.

—Olvídate de las historias; de todos modos ya no significan nada. Todo ha cambiado.

—Tienes razón. Olvido los sueños en Bangkok. Ahora parecen ridículos.

—Son ridículos —asintió ella, luego se puso de costado y se irguió en un codo.

La luz de la luna se movió en los ojos de la muchacha. Un hermoso gris.

—Sueña conmigo —concretó Rachelle inclinándose y besándolo suavemente en los labios.

Ella se acostó de lado y se acurrucó para dormir.

Lo haré —pensó Tom—. Sólo soñaré con Rachelle. Cerró los ojos sintiéndose más contento de lo que se había sentido desde que recorriera este terrible desierto. Se quedó dormido y soñó.

Soñó con Bangkok.