EN EL momento en que Tom entró al bosque negro, Teeleh huyó a los árboles con una fortísima ráfaga repentina. Tom agarró la roja espada con renovada intensidad. Ninguna fruta, nada verde, nada más que tinieblas. Como caminar en la noche por un bosque quemado.

—¿En qué dirección? —preguntó.

Teeleh miró hacia abajo desde un árbol adelante. El murciélago parecía demasiado grande para la débil rama de la que colgaba. Sus ojos redondos y brillantes miraron a Tom con una mezcla de asombro e incredulidad. ¿O estaba Tom sencillamente proyectando su propia incredulidad de que estuviera de veras adentrándose de manera intencionada?

Teeleh voló en el aire y se remontó sin responder. Quería que Tom lo siguiera.

Tom lo siguió. El corazón le palpitaba fuertemente a un ritmo constante. Sabía que este no era su lugar, sin embargo, siguió caminando.

A su alrededor había chasquidos y revoloteos. Ninguna voz. Solamente el sonido de muchísimas alas batiendo el aire, y de incontables garras aferrándose de los árboles mientras los murciélagos se movían de árbol en árbol.

El aire era frío. Estaba oscuro aquí abajo en el suelo del bosque. Sin hojas que bloquearan el sol, él habría creído…

Tom levantó la mirada. Los árboles no tenían frondosidad… sino un follaje compuesto por cien mil murciélagos negros en lo alto, que miraban hacia abajo con ojos rojos. Sin palabras. Aleteando, chasqueando las lenguas. Formaban una gigantesca sombrilla negra que lo seguía cada vez más y más dentro del bosque.

Adelante Tom vio la luz de un claro, y aligeró su paso, impulsado por la posibilidad de salir de debajo del follaje viviente.

Haber entrado al bosque fue una equivocación. Ahora sabía eso. No le importaba si adelante hubiera una nave espacial o no; el velo de la maldad que revoloteaba sobre él no lo dejaría escapar vivo. Contendría la respiración en este claro y regresaría al cruce. Quizá podría negociar con…

Tom se detuvo. Luz del sol reflejaba una superficie metálica brillante a través de la pradera descubierta. ¿Una nave?

El corazón le latió rápidamente.

Una nave espacial.

Tom dio tres vacilantes pasos.

¡Lo sabía! Él era un piloto de la Tierra. Había atravesado un agujero o algo así, y se estrelló en este distante planeta atrapado en el tiempo. Aquí había bien y allá había mal, y los dos no se habían mezclado. Pero él era diferente porque era de la Tierra.

Tom salió a toda velocidad hacia la nave espacial. Una bandada negra de shataikis volaba en círculos por encima de la pradera, chillando y adoptando un aire despectivo en estridentes tonos. La nave se hallaba sobre su panza, majestuosa. Él recordaba esto. Era un trasbordador espacial con amplias alas. El armazón blanco parecía brillante y nuevo. Había una bandera en la cola, estrellas y franjas: Estados Unidos. Grandes letras azules en el costado decían Discovery III.

Tom llegó al vehículo espacial exactamente cuando la manada de shataikis se posaba en los árboles por encima de la nave. Los miró y, al no verles cambio en su conducta, pasó la mano a lo largo del suave metal del fuselaje. No tenía averías ni parches. Restaurada.

Tom rodeó la nave y haló la manija. La puerta se elevó lentamente con un silbido que lo sobresaltó. Los hidráulicos aún funcionaban. Empujó la espada por la abertura y trepó tras ella.

La espada brillaba en la oscuridad, dándole a Tom suficiente luz para ver su antigua cabina de mando. No lograba recordar nada de ella, pero al parecer también había sido reparada por completo. Se paró y fue hasta el panel principal de control, usando la espada para iluminar su camino. El interruptor principal de potencia se hallaba en posición apagado. Sin duda no tendría energía después de un tiempo tan largo. Es muy probable que quienes hubieran reparado esta nave conocieran tanto de mecánica como de tapicería.

Tom contuvo el aliento se agacho y tiro del botón rojo Inmediatamente el aire se llenó con un zumbido. A su alrededor titilaron luces. Se secó el sudor que tenía encima de los ojos y miró los iluminados instrumentos ante él. Acarició la silla de cuero del capitán y sonrió en la luz artificial de la cabina. Pero la sonrisa se desvaneció al instante. No tenía idea de qué hacer con esta magnífica nave.

Bill. Necesitaba a Bill. Por favor, dejen vivir a Bill.

Tom volvió a apagar el interruptor, regresó a la puerta y se bajó por la escotilla.

Si los shataikis hubieran matado a Bill…

Metió la espada en la tierra y se volvió para cerrar la escotilla. Agarró la puerta con ambas manos y la haló hacia abajo en contra de la presión hidráulica.

Detrás de él revolotearon alas. Soltó la puerta y giró justo a tiempo para ver a Teeleh descendiendo sobre la espada aún clavada en la tierra. El corazón le dio un brinco hasta la garganta. ¿Podía el murciélago tocar la espada? ¡Tanis había dicho que era como veneno!

Pero aunque lo pensó, se dio cuenta de que la espada había cambiado. Ya no brillaba con el lustre rojo que tenía segundos atrás. Con un gruñido el shataiki sacó de un tirón la inútil vara de la tierra.

—Ahora eres mío, ¡idiota! Agárrenlo.

Cada terminal nerviosa en el cuerpo de Tom se paralizó ante las palabras. Una docena de histéricos shataikis surcaron los árboles y descendieron sobre él antes de que pudiera convencer a sus músculos que se movieran.

¡La nave! ¡Se podía subir a la nave!

Tom dio media vuelta. No había nave.

¡NO HABÍA NAVE!

Las palabras de Michal le llegaron a la mente. Él es el engañador.

Un grito brotó por sí sólo de su pecho, la clase de alarido a todo pulmón que corta las cuerdas vocales. Garras se le hundieron en la carne. Jadeó, tragándose el alarido.

¡La varita que tenía atrás! Tenía que alcanzarla.

Tom estiró la mano hacia su espalda, pero el mundo le dio vueltas y cayó a tierra, duro. Intentó repartir golpes. Cuerpos peludos lo sofocaron. Debía agarrar la madera coloreada de su cintura, pero los murciélagos estaban en su rostro, escarbando en su carne. Instintivamente levantó las rodillas en posición fetal y escondió el rostro entre los brazos.

—¡Llévenlo al bosque!

Una garra lo golpeó en la espalda y se le introdujo en la columna vertebral. Tom arqueó la espalda y gimió. Lo amarraron con cuerdas alrededor del cuello y los pies, y quedó impotente para luchar contra eso. Luego comenzaron a halarlo, arrastrándolo algunos centímetros a la vez a lo largo del suelo, resollando y gruñendo por el peso de Tom.

—Usen esto, imbéciles —oyó chillar a un shataiki; amargura, discusión a gritos—. De este modo…

—No, estúpido…

—Rápido…

—Déjame, ¡o te cortaré la mano!

—Fuera de mi camino…

Lo arrastraron lentamente por el suelo del bosque. Ataron a sus ligaduras una cuerda con la que tiraron de él, y no menos de cien murciélagos negros lo halaban con éxito a lo largo del terreno.

Objetos afilados le cortaban la espalda. Él gimió y sintió que el mundo le daba vueltas alrededor. Lo último que vio fue el claro más allá de sus pies.

El claro sin nave espacial.

sep

TOM DESPERTÓ ante el violento tirón de una apestosa garra que se le clavó a lo largo del rostro.

—¡Despierta! —gritó una voz lejana—. ¡Despierta! ¿Crees que puedes simplemente dormir durante esto? ¡Despierta!

Levantó la mirada y vio un fuego danzando a sus pies. ¿Dónde se hallaba? Se esforzó por levantar la cabeza. Una garra le hirió la mejilla, virándole la cabeza hacia un lado. Él comenzó a escabullirse.

Otra fortísima bofetada en su mejilla derecha lo hizo incorporarse.

—¡Despierta, inútil trozo de carne! —exclamó la voz de Teeleh.

Tom abrió los ojos y vio que lo habían sujetado por las muñecas y los tobillos a un dispositivo vertical. Montones de espeluznantes criaturas danzaban alrededor de una enorme fogata como a diez metros de distancia, miles de ojos redondos y brillantes punteaban el bosque negro.

Levantó lentamente la mirada. Quizá cientos o miles. Teeleh estaba parado sobre una plataforma a la derecha.

Un shataiki descendió de su rama, chillando de alegría.

—¡Está despierto! ¡Está despierto! ¿Puedo…?

Con un gruñido gutural una enorme bestia negra giró y golpeó en el aire al shataiki más pequeño. El murciélago cayó a tierra con un ruido sordo. Rápidamente otros le saltaron encima y arrastraron el convulsionante cuerpo dentro de las tinieblas.

Se hizo silencio en la reunión. El fuego chisporroteaba. Los shataikis resollaban. Una multitud de ojos rojos se cernía sobre él. Pero fue la imagen del murciélago más grande, atravesándolo con rojos ojos brillantes, lo que produjo terror en el corazón de Tom.

Este era Teeleh.

Había cambiado. Su piel estaba resquebrajada y era negra como el azabache, además supuraba un fluido transparente. Sus alas estaban descascaradas, y soltaban largas franjas de pelaje. Los labios despegados hacia atrás revelaban viejísimos colmillos amarillos. Una mosca le caminaba lentamente por encima de uno de los ojos, ahora rojos, pero la bestia no parecía notarla.

Tom giró la cabeza de izquierda a derecha. El dispositivo al cual lo tenían colgado crujió con su movimiento. Estaba atado a una tosca viga de madera colocada verticalmente con otra fijada de forma perpendicular. Una cruz. Lo habían amarrado con cuerdas a la cruz. Hilos de sangre manaban de miles de tajos en su piel.

Lentamente giró más hacia la derecha. Los ojos rojos de la bestia sobresalían más de lo que él recordaba. Si tuviera libres las manos, las podría haber estirado y destrozado las malsanas bolas del rostro del desalmado. Como estaban las cosas, sólo podía mirar los penetrantes ojos de Teeleh, y luchar contra su propio temor.

—Bienvenido a la tierra de los vivos —declaró Teeleh; su voz antes musical se oía ahora torpe y gutural, como si hablara por una garganta llena de flema—. O debería decir, la tierra de los muertos. Aquí nos importa un comino la diferencia, ¿sabes?

Los shataikis congregados silbaron con risotadas que hicieron bajar un frío por la columna de Tom.

—¡Silencio! —dictaminó el líder.

Las risas cesaron. Era increíble el alcance vocal de la enorme bestia. Podía pasar sin esfuerzo alguno de un chillido agudo a un rugido ronco.

El titánico shataiki volteó a mirar a Tom, se inclinó hacia delante, y abrió la boca. Su aliento era húmedo y olía como un pozo séptico. Tom trató de rehuir. Hizo un movimiento instintivo.

—No tienes idea de lo feliz que soy de que hayas regresado a nosotros, Thomas —anunció Teeleh al tiempo que extendía una garra hacia el rostro de Tom.

Empezó a lastimar delicadamente el rostro con la punta de su garra.

—Habría sido una enorme desilusión que no hubieras acudido —manifestó ahora con una voz suave y susurrante.

Una horrible sonrisa le echó los labios hacia atrás hasta mostrar los amarillentos colmillos. Entre la dentadura había alojados trozos de pulpa de fruta.

—Siempre me han encantado ustedes, animales sin pelo, ¿sabes? Tan hermosas criaturas —confesó mientras recorría el dorso de la garra por el mentón de Tom—. Tan suave piel, tan tiernos labios. Tan…

—Amo, lo tenemos —espetó de repente otro shataiki, tambaleándose desde los árboles.

Los ojos del líder resplandecieron al ser interrumpido. Pero luego su expresión cambió a otra de asombro, y habló sin volver a mirar al rostro del nuevo shataiki.

—Tráiganlo —ordenó; luego se dirigió a Tom—. Te he preparado una sorpresa especial, Thomas. Creo que te gustará.

La muchedumbre miró cómo otra multitud de shataikis arrastraba otra cruz dentro del claro. Una criatura había sido fijada a los maderos. Se las arreglaron para levantar la cruz y dejarla caer en un hoyo recién abierto a no más de tres metros de Tom.

Un hombre.

El cuerpo desnudo del hombre se encorvó, destrozado hasta que era casi imposible reconocerlo. Anchas franjas de carne le habían arrancado del torso.

Tom gimió ante la escena.

—Encantador, ¿no es verdad? —comentó la bestia con desdén; sonreía complacido—. Recuerdas a este, ¿o no? Bill.

¿Pero no era Bill sólo un producto de su imaginación? Estaba exactamente aquí, sangrando frente a él. Real.

—Sé lo que estás pensando —declaró Teeleh—. Crees que la nave espacial no es real y que por tanto Bill tampoco es real. Pero te equivocas en ambos puntos.

El cuerpo ensangrentado de Bill se movió aunque muy lentamente en la cruz. Las manos de la pobre alma habían sido clavadas a la pieza horizontal de la cruz de madera, no atadas como habían hecho con Thomas. Un largo clavo también sobresalía de una profunda herida en los pies. La hinchazón le había cerrado los ojos, dejándole sólo finas líneas. Tenía partido el labio superior. Un mechón de cabello rojo enredado le caía por el hombro. Tom cerró les ojos y tembló de horror.

—¿Te gusta? Está vivo, esperando que lo rescates —aseguró Teeleh riendo.

La multitud rugió a carcajadas ante eso. Tom mantuvo los ojos cerrados. Una nueva ola de náuseas le recorrió el estómago.

Teeleh dejó que las risotadas continuaran por unos breves minutos más.

—¡Basta! —exclamó, y luego se dirigió otra vez a Tom, en tono burlesco—. Bueno, he aquí tu medio de escape, Thomas. En realidad tienes que escapar, porque a menos que lo hagas, no podrás traerme a Tanissss.

¿Tanis?

Sin quitar la mirada de Tom, Teeleh hizo una señal hacia las tinieblas. Un shataiki solitario saltó hacia la plataforma, arrastrando la espada de Tom. La levantó hacia el líder y desapareció rápidamente dentro de los árboles. Teeleh agarró la negra espada y la hizo girar en el aire.

—Y pensar que creíste que me podías derrotar con una miserable espada. Como ves, no sirve para nada. Nada puede resistir mi poder.

Un alegre alboroto se levantó entre la audiencia de shataikis. Con ojos centelleantes Teeleh dio un paso hacia Tom.

—Te lo dije, este es mi reino, no el suyo. Aquí, si no empuñas la espada, pierdes su poder. Fuiste un necio al creer que me podías vencer en mi propio terreno.

De pronto el shataiki hizo oscilar la espada cerca de la parte media de Tom. Con un golpe la dura madera le pegó en la carne desnuda. Él se estremeció de dolor. La noche se hizo borrosa, y pensó que iba a morir.

—Ahora veremos cuán brillante eres, inocentón estúpido —siguió diciendo Teeleh empujando la espada hacia Bill—. Agarra esta espada y mata a este trozo de carne. Mátalo, y te dejaré libre. O si no, dejaré que ustedes dos cuelguen aquí por mucho tiempo.

Un silencio mortal cayó en la noche.

¿Matar a Bill?

Bill no era real, afirmó Michal. Pero Bill era real.

¿O era sólo un producto de la imaginación?

¿O se trataba de una prueba? Si mataba a Bill, estaría obedeciendo a Teeleh al matar a otro hombre que en realidad podría ser real. Estaría siguiendo los deseos de Teeleh, sin importar si Bill fuera real o no.

Por un lado, si se negaba a matar a Bill porque creía que Bill debía vivir, entonces también le estaría tomando la palabra a Teeleh, quien, a diferencia de Michal, afirmaba que Bill era real.

Hiciera lo que hiciera, Teeleh podría reclamar una victoria.

Por otro lado, ¿a quién le importaba lo que Teeleh afirmaba? Tom tenía que sobrevivir.

Bajó la cabeza y luchó por tener una moderada respiración. Le parecía aspirar suficiente aire en los pulmones sólo cuando se empujaba hacia arriba y daba espacio a los músculos del pecho para actuar.

—¿Qué estás esperando, idiota? ¿Crees que ese miserable espectro merece vivir? ¡Míralo!

Tom no estaba seguro de tener suficiente fuerza para volver a levantar la cabeza. Otro golpe a su sección media le cambió de opinión.

—¡Míralo! —gruñó el shataiki.

Tom levantó la cabeza. Aunque Bill fuera real, no sentiría la espada en su actual condición. La muerte acabaría con su miseria. ¿Cómo se las habrían arreglado para mantener viva a esta pobre alma por tanto tiempo?

Se estremeció.

—Este humano ha rechazado lo que tú has aceptado —declaró Teeleh con voz autoritaria—. Codiciosamente se ha satisfecho en el placer de su propia carne al beber el agua. Ya ha sido sentenciado a morir. Le harías un considerable favor al acabar con él.

No había alternativa. Si Tom no mataba a este pobre tipo, los dos morirían.

Cerró los ojos, tomó otra bocanada de aire, y se quejó.

—¿Qué fue eso? ¿Un sí?

—Sí.

La silenciosa turba de shataikis estalló en un frenesí de susurros y silbidos emocionados.

—Una sabia decisión —opinó Teeleh lentamente—. ¡Bájenlo! Que el humano nos muestre de qué está hecho.

Al instante una docena de murciélagos voló a la cruz y comenzó a cortar las cuerdas que sostenían a Thomas. Primero quedó libre su mano derecha, y se desplomó hacia el frente en un extraño ángulo que casi le desencaja el hombro izquierdo. A continuación sintió que le liberaban los pies, y por un insoportable momento colgó sólo del brazo izquierdo. Rompieron la cuerda y Tom se estrelló contra el suelo.

Los shataikis empezaron a cantar con voces extrañas y distorsionadas que rasgaron fantasmagóricamente la noche… sin ninguna melodía, pero con profundo significado.

—Mata… mata… mata…

El líder saltó de la plataforma y se colocó a un lado. El fuego pareció arder con mayor intensidad a medida que la turba se acercaba.

Tom se levantó hasta quedar arrodillado. Miró la cruz en la cual colgaba Bill.

Teeleh extendió las alas en toda su envergadura. Poco a poco se elevó el volumen del cántico de los shataikis, resonando muy hondo en la mente de Tom.

—Ahora, hijo mío. Muéstrame tu sumisión agarrando la espada con la que viniste a matarme, y en vez de eso mata a este hombre —decretó el shataiki, y con eso lanzó la espada a los pies de Tom, clavándola profundo en la tierra.

El extraño martilleo de voces detrás del líder continuó, y en ese momento Tom dudó mucho que lo dejaran libre sin horribles consecuencias. Entrar al bosque negro había sido una terrible…

De repente Tom se estremeció.

—¿Qué pasa? —exigió saber Teeleh.

La varita en su espalda. ¡La daga! ¿Se la habrían quitado? No, no la habían visto. Estaba debajo de su túnica. Todo el tiempo había estado en contacto con su carne.

—¡Agarra la espada! —bramó Teeleh.

Tom sintió que una oleada de energía le recorría los huesos. Agarró con las manos la ennegrecida espada y la usó de apoyo para ponerse fatigosamente de pie.

Los gritos se hicieron más fuertes. El tono subió en intensidad.

La cabeza de Tom le daba vueltas, y pudo haberse caído de no ser porque la espada lo afirmó. Se inclinó sobre la negra vara y esperó que las piernas se le estabilizaran. Teeleh permanecía en silencio, a no más de tres pasos a su derecha, ahora con las alas envueltas en modo majestuoso. Tom agarró la espada con ambas manos y la sacó de la tierra.

Levantó la mirada hacia el cuerpo que colgaba en la cruz, bastante cerca como para tocarlo. Lentamente elevó la espada en su puño derecho.

El griterío se convirtió en un rugido, y el líder sonrió malvadamente.

Aun temblando sobre sus pies, Tom deslizó su mano izquierda por detrás de la espalda debajo de la túnica.

Allí. ¡Todavía estaba allí! Agarró la daga con los dedos y saltó bruscamente a campo abierto.

El efecto fue inmediato. Mil cien shataikis quedaron en silencio, como si en alguna parte trasera, tras bambalinas, algún murcielaguito idiota hubiera tropezado con una cuerda y halado el enchufe.

Tom miró con incredulidad la resplandeciente daga roja. Giró hacia Teeleh, sosteniendo el cuchillo frente a él.

El rostro del inmenso shataiki negro estaba paralizado a la luz de la hoguera. Teeleh dio un paso atrás de la hoja. Tom movió el cuchillo unos pocos centímetros y observó asombrado cómo la bestia saltaba hacia atrás llena de pánico. Tom sintió que se le levantaban las comisuras de los labios. La adrenalina llenó sus músculos con nuevas fuerzas.

Se tambaleó hasta el borde del claro. Los murciélagos se esparcieron, chillando.

Bill. No podía dejar a Bill.

Tom giró alrededor. Pero allí no estaba Bill. Por supuesto que no existía Bill.

Así como no existía ninguna nave espacial. Tom miró a Teeleh.

—¿Ves lo que Elyon puede hacer con un sólo humano? —inquirió tranquilamente, tuteándolo por primera vez—. Un humano y una pequeña hoja de madera, y no eres más que un saco de cuero.

El rostro del líder se retorció de furia. Extendió un ala al frente.

—¡Atáquenlo! —gritó.

Sólo un shataiki con excesivo valor salió como centella hacia Tom desde una rama baja. Una docena más lo siguió.

A Tom se le paralizó el corazón. Quizá había hablado demasiado pronto. Movió la daga hacia el primero de los murciélagos que se acercaba y se alistó para el impacto.

Pero las garras extendidas del histérico murciélago, seguidas por el resto de su cuerpo, quedaron sin vida al instante en que la daga extendida le tocó la piel. El impulso que llevaba el murciélago lo lanzó volando al suelo, donde se contrajo en un montón de pelo muerto.

Otros dos murciélagos corrieron la misma suerte antes de que los demás abandonaran el ataque, chillando derrotados. Tom movió sus temblorosos miembros. Volvió a mirar a Teeleh, quien permanecía temblando.

—¡Nunca! —gritó Tom—. Ni ahora, ni nunca. Nunca ganarás.

Diciendo eso se volvió de la turba y entró tambaleándose al bosque, con la daga en alto.

sep

LOS MURCIÉLAGOS conservaron la distancia, pero parecía como si cada uno de ellos estuviera siguiéndolo. Batiendo alas, chasqueando lenguas, y ahora chillando.

Tom aún debía encontrar el cruce. ¿Cuán lejos lo habían llevado después de atacarlo en el claro? Había sido apenas mediodía, y luego la noche cuando recobró el conocimiento en la cruz. Ahora se acercaba la mañana.

No había soñado mientras se hallaba inconsciente. O si lo hizo, no recordaba lo que hubiera sucedido. Extraño. ¿Qué estaría ocurriendo en Bangkok? Tal vez nada. Quizá no existía Bangkok, así como resultó no existir ninguna nave espacial ni Bill. Tal vez por eso ya no estaba soñando.

Fue la salida del sol lo que lo salvó. Un brillo muy suave en el oriente Tom se paró en un claro. Si ese era el oriente, entonces el río se hallaba directamente adelante, al norte.

Un follaje negro se movió contra el cielo poco iluminado.

—¡Fuera! —vociferó Tom, agitando la daga.

Resonaron chillidos y el follaje se levantó de los árboles. Luego se volvió a asentar. En alguna parte allí observaba Teeleh. Observaba y esperaba.

Tom llegó al río una hora más tarde. No había cruce. La pregunta era: ¿Derecha o izquierda? La espalda y el pecho le ardían con profundas cortadas.

Si no encontraba pronto el cruce, simplemente saltaría dentro del río y lo atravesaría nadando. ¿Podría hacer eso?

Tom giró al oriente y salió corriendo a lo largo del río. Los murciélagos seguían en los árboles. En el otro lado del arroyo brillaba el bosque colorido como un arco iris.

Estaba pensando seriamente en sumergirse en el río cuando captó un destello blanco directamente adelante.

Se detuvo, jadeando. Allí, formando vagamente un arco sobre las burbujeantes aguas verdes, un puente blanco se extendía desde la tierra negra y áspera sobre la cual se hallaba hasta un paisaje exuberante, repleto de color y de vida.

El cruce.

Tragó saliva al verlo y siguió adelante sobre piernas tambaleantes. Lo había logrado.

¡En realidad lo había logrado! Ahora había hablado dos veces con Teeleh y sobrevivido. Después de todo el enorme y horrible murciélago no era tan poderoso. Sólo era asunto de saber cómo derrotarlo. El conocimiento era la clave. Sabes qué hacer y…

Tom se detuvo a media zancada.

Allí, cerca del puente en la orilla opuesta, perfilado por el centelleante bosque, se hallaba erguida la inconfundible figura de un humano. ¡Tanis!

El hombre miraba a Tom, paralizado como una estatua. En sus manos sostenía una espada roja como la de Tom. ¿Una espada?

Una ráfaga llenó el aire. Teeleh se posó en tierra, directamente frente a Tanis. Ya no era la criatura negra sino el hermoso murciélago, resplandeciendo azul y dorado. Un frío le recorrió a Tom por la columna.

El shataiki desplegó las alas y abrió la boca de par en par. Al principio no pasó nada. Luego comenzó a hacer ruido.

El sonido que emitió la temblorosa lengua rosada de Teeleh era diferente a cualquier otro que Tom había oído. No eran palabras. Era un cántico. Una melodía con notas largas, bajas y aterradoras que parecían crujir en profunda vibración, golpeando violentamente el pecho de Tom.

Era como si la bestia hubiera guardado el canto por mil años, perfeccionando cada tono, cada palabra. Reservándolo para este día.

Ahora de la melodía surgieron palabras.

—Primogénito —cantó fuerte y claro, extendiendo las alas; en su ala derecha, tenía una fruta—. Amigo mío, ven en paz.

El canto resonó en el aire. Un cántico seductor. Una melodía de paz, amor y gozo, y una fruta tan deliciosa que ninguna persona podía resistir.

Tom sabía que debía hacerlo, a toda costa. Tanis observaba a Teeleh con ojos desorbitados.

Tom descubrió su voz. Comenzó a gritar, a vociferar hacia Tanis. Pero Teeleh simplemente cantaba más y más fuerte, ahogándolo.

Había dos melodías, trabadas en una sola, retorcidas y entrelazadas en una sola canción. En un filamento, belleza. Vida impresionante. En la otra, terror. Muerte eterna.

Tom miró a Tanis. La expresión de alegría dibujada en el rostro del hombre le advertía a Tom que Tanis no distinguía las otras notas. Las distorsionadas. Sólo oía la canción seductora. Las notas puras de música que no tenían nada que envidiarle a las cantadas por Johan, o a aquellas entonadas por…

Y luego reconoció una de las melodías. ¡Era del lago! ¡Un cántico de Elyon!

Tom se levantó con dificultad a medida que la canción se hacía más clara. Obligó a meter aire a los pulmones.

—¡Corre, Tanis! —gritó Tom a través del rio—. ¡Corre!

Tanis seguía paralizado por el enorme shataiki.

—¡Tanis, corre! —bramó Tom.

Llegó al cruce y con dificultad subió el arco. La visión le daba vueltas por el cansancio y el dolor, pero obligó a sus pies a continuar. Detrás de él, la melodía de Teeleh seguía inundando el aire.

—¡Sal de aquí! —jadeó Tom.

Chocó contra Tanis, haciéndole perder el equilibrio. La espada cayó girando dentro del río.

—¿Te has vuelto loco?

El hombre balbuceó algo y se puso apresuradamente de pie.

—¡Corre! ¡Sólo corre! —exclamó Tom, llevando a Tanis al interior del bosque.

Detrás de ellos la voz de Teeleh resonó un nuevo coro.

—¡Tengo poderes que sobrepasan tu imaginación, Tanissss!

Y luego desde el cruce se alejaron todos los sonidos.

Llegaron al claro en que Tom fuera sanado por primera vez, a cincuenta pasos del rio, y Tom se dio cuenta de que no podía dar un paso más. Su mundo se inclinó de manera absurda, y cayó sobre la hierba. Por un momento estuvo vagamente consciente de que Tanis se arrodillaba sobre él con una fruta en las manos.

Luego no estaba consciente de nada más que de la lejana palpitación de su corazón.