TOM SE sentó. Era de mañana. Estaba en casa de Rachelle.
Por varios instantes prolongados se quedó allí, paralizado por una descarga de pensamientos sobre su sueño en Bangkok. La situación se había vuelto crítica… debía descubrir la verdad acerca de la variedad Raison.
Bastante cierto, a menos que todo fuera un sueño.
Pero había otra razón, ¿no es cierto? Debía saber la verdad sobre la afirmación de Teeleh de que Bill y la nave espacial eran reales. Tenía que eliminar las confusas posibilidades, o nunca se adaptaría a la verdad.
Y ayer Tanis le había mostrado cómo podría organizar su propia expedición al interior del bosque negro. La espada colorida. Era veneno para Teeleh.
Saltó de la cama, se tiró agua en la cara y se puso la ropa. Después de dejar ayer a Tanis y Johan, Tom había pensado comer la nanka que Johan le llevara y quedar dormido. Pero como resultó, no necesitaba aún ninguna ayuda para dormir. Pero cuando llegó a la aldea, casi era la hora de la Concurrencia. No se la podía perder.
Algo extraño le había ocurrido esa noche mientras estaba en las aguas del lago. Un cambio momentáneo en su perspectiva. Se había imaginado que le pegaban un tiro en la cabeza, pero la visión fue fugaz.
Cuando regresó de la Concurrencia comieron un festín de frutas como hicieron la primera noche. Johan cantó y Rachelle danzó junto con Karyl, y Palus narró una historia magnífica.
Pero ¿cuál era el don de Tom?
Soñar historias, les dijo. No danzaba como Rachelle ni cantaba como el joven Johan, ni narraba historias como Palus y Tanis, pero sin duda podía soñar historias.
Y eso hacía. Soñaba acerca de Bangkok.
—Buenos días, soñador —expresó Rachelle apoyada en la puerta, la iluminaban por detrás los rayos del sol—. ¿Qué hiciste en tus sueños? ¿Um? ¿Nos besamos?
Tom la miró, cautivado por su belleza. Afuera se oía el sonido de risitas femeninas.
—Sí, mi tulipán. Creo que soñé contigo.
—Tal vez estos sueños tuyos tengan más posibilidades de lo que imaginé al principio —dedujo ella cruzando los brazos e inclinando la cabeza.
En realidad él había soñado con Rachelle. O al menos que hablaba con Rachelle de su sueño. ¿Le podría hablar como si se tratara de Monique?
—Si estuvieras cautiva de verdad y te gustaría que yo te rescatara, ¿dónde sería…?
—Hicimos esto justo ayer —interrumpió ella—. ¿Estás olvidando eso? Aún no me has rescatado de la cueva con frascos.
—Bueno, no… no se te podía rescatar.
—No lo intentaste —objetó ella.
Él la miró por un momento, perdido. Claramente no era tan sencillo.
—Creo que iré al bosque y pensaré en cómo hacerlo —declaró él.
—¡Por supuesto! —exclamó ella haciéndose a un lado.
Las mujeres que oyó reír estaban en el sendero cuando Tom pasó a Rachelle a la luz del sol. Ellas voltearon a mirar, susurrando secretos.
—Está bien, volveré.
—No tardes —manifestó Rachelle—. Quiero oír lo que has inventado. Todos los preciosos detalles.
—Muy bien.
—Está bien.
Salió de la aldea después de que lo detuvieran dos veces. Menos mal no fueron Johan o Tanis. Tampoco Michal o Gabil. En este momento no necesitaba distracción. O ninguna disuasión. Debía tener en cuenta esta tarea suya, y si Rachelle no iba a irradiar luz sobre sus sueños con Monique, debía intentar el bosque negro antes de que perdiera la determinación.
Tardó una hora en encontrar el claro exacto donde se reuniera ayer con Tanis. Allí, a menos de diez metros a su izquierda, estaba la espada. No le habría sorprendido que Tanis hubiera vuelto por ella. Pero no lo había hecho.
Recogió la espada y la esgrimió en el aire como un espadachín, tendiéndola con agresividad y atacando el aire denso saturado de imaginarios shataikis. La sintió singularmente bien. No tenía muy buen mango pero se ajustaba perfectamente a su mano. La hoja era suficientemente delgada para ver a través y bastante afilada para cortar.
Al menos probarla la reacción de los shataikis a esta nueva arma suya. ¿Qué podía perder? Sin duda las bestias tendrían centinelas apostados. A los pocos minutos de su llegada al cruce, el lugar estaría lleno de murciélagos, y él sacaría la espada para ver cómo reaccionaban. Si la prueba salía especialmente bien, vería adonde lo podría llevar.
Tom miró el sol. Era media mañana. Bastante tiempo.
LLEGÓ SIN novedad al puente blanco en menos de una hora a un ritmo constante. Unos pocos días antes habría tardado más tiempo. Se hallaba en la mejor forma en que recordaba haber estado alguna vez.
Se detuvo en la última fila de árboles y analizó el cruce. El puente en ateo no parecía haber cambiado. El río aún bullía con verde debajo de la madera totalmente blanca. Los árboles negros en la orilla opuesta se veían tan desnudos como los recordaba… como un bosque de papel-mâché creado por un niño, con ramas que sobresalían en ángulos extraños.
El inconfundible batir de alas se movió al otro lado del rio. Centinelas. Tom retrocedió y se puso sobre una rodilla. Por un momento toda la idea le pareció ridícula y absurdamente peligrosa. ¿Quién era él para creer que podía pelear contra mil shataikis negros con una simple espada?
Levantó el arma y recorrió su dedo por el borde. Pero esta no era sólo una espada. Si tenía razón, la madera por sí sola dispersaría a los indeseables animales. Una oleada de confianza le bajó por la espalda.
Al pie de su rodilla había una varita, roja como la espada en su mano. No muy diferente de cómo imaginaba que sería una pequeña daga. Tom la levantó y la deslizó bajo su túnica en la espalda. Agarrando la espada con las dos manos, se levantó y entró a campo abierto.
Caminó lentamente, la espada por delante. En veinte pasos llegó al puente. No había indicio de los murciélagos. Hizo una pausa al pie del puente, luego subió los tablones.
Aún sin señas de los shataikis.
Llegó a lo alto del puente antes de que los viera. Una docena, dos docenas, mil, imposible contarlos, porque se hallaban ocultos más allá de la línea de árboles con sólo unos cuantos ojos rojos, redondos y brillantes, que delataban su presencia. Pero era más que indudable que estaban allí.
Tom hizo un leve movimiento ondeante con la espada. Los murciélagos no se movieron. ¿Estarían asustados? ¿O simplemente esperaban a su líder? Las fosas nasales se le impregnaron con un olor a ácido sulfúrico. Definitivamente estaban allí.
—Salgan, ¡bestias nauseabundas! —murmuró Tom, forzando la vista para verlos; más fuerte ahora—. Salgan, ¡bestias inmundas!
Los ojos no se movieron. Sólo un ocasional cambio de posición entre ellos le indicaba que estaban vivas.
—Tráiganme a su líder —volvió a llamar dando un paso adelante.
Por un prolongado minuto no se produjo ningún movimiento. Luego lo hubo. A su izquierda.
Las espléndidas alas azules de Teeleh se envolvieron en su cuerpo dorado y se arrastraron en el suelo mientras salía a campo abierto. Tom había olvidado lo hermoso que se veía el murciélago más grande. Ahora, con el sol brillando en su piel, la criatura parecía como si acabara de salir del lago en lo alto. A treinta pasos, solamente los ojos verdes sin parpadeos desconcertaron a Tom. Nunca se acostumbraría a esos ojos desprovistos de pupilas.
Teeleh rehusaba mirar directamente a Tom, pero dirigió una mirada majestuosa a través del río. No lo seguían más murciélagos.
Tom tragó saliva, cambió la espada en sus sudorosas palmas, y la dirigid a la izquierda hacia el líder shataiki. La criatura le lanzó a Tom una mirada fugaz y volvió los ojos hacia la orilla opuesta. Batiendo las alas con fuerza las desdobló hasta su ancho total, encogió los hombros y luego las volvió a envolver alrededor del cuerpo.
—Así que crees que tu nueva espada tiene poder sobre mí. ¿Es así, humano? —cuestionó, aún negándose a mirarlo.
A Tom no se le ocurrió nada inteligente en respuesta.
—¿Bueno? ¿Te vas a quedar allí parado todo el día? —preguntó, cambiando finalmente la penetrante mirada hacia Tom—. ¿Cuál es tu deseo?
—Necesito saber más de las historias —reveló tranquilamente Tom aclarando la garganta—. Respecto de la variedad Raison. Y luego quiero que me muestre la nave.
—Tenemos un acuerdo —declaró Teeleh—. Tú me traes a Tanis y yo te muestro la nave. ¿Está tu memoria patinando todavía? A menos que cumplas tu acuerdo, olvídate también de las historias. ¿Qué importa de todos modos? Sólo son sueños. Tu realidad está detrás de mí, en el bosque negro, donde ya la hemos reparado.
—Yo no rompí ningún acuerdo. Usted aseguró que cambiaría una nave reparada por Tanis. Quiero ver primero la nave. Él está deseando venir cuando lo llame.
Los ojos del murciélago se desorbitaron. Tom se dio cuenta entonces de que el shataiki no sabía lo que pasaba fuera de este miserable bosque negro. Teeleh tuvo dificultad en encontrar una respuesta, y Tom supo en ese instante que podía dominar a esta bestia.
—Estás mintiendo —alegó Teeleh—. Eres tan engañador como los demás que te han llenado de mentiras.
—Usted dice que miento —declaró Tom caminando sobre el puente hacia el shataiki—. ¿Y de qué aprovecharía esta mentira? Seguramente usted, el padre de mentiras, debería saber que las mentiras se hilan para sacar provecho. ¿No es esa su arma principal? ¿Y qué gano yo si miento?
El shataiki se quedó en silencio, el rostro tenso, los ojos sin parpadear. Tom se bajó del puente y el murciélago dio un paso atrás. La fetidez sulfurosa del bosque era casi insoportable.
—Bueno, creo que usted me mostrará mi nave. ¿Qué mal hay en eso? Usted no me mintió, ¿o sí?
El líder negro consideró las palabras. De repente se relajó y sonrió.
—Muy bien. Te la mostraré. Pero sin trucos. No más mentiras entre nosotros, amigo mío. Sólo cooperación. Te ayudaré, y tú me puedes ayudar.
Tom no tenía intención de ayudar a esta criatura, y el hecho de que Teeleh no parecía entender eso le dio aún más valor. Al final sólo era un murciélago grande con hermosa piel y cerezas verdes por ojos.
Tom siguió adelante, con la espada extendida.
Por otra parte, Tom acababa de cruzar el puente y ahora se hallaba parado en el bosque negro. ¿Estaba loco? No, tenía que continuar. Debía saber. Si había una nave como Teeleh afirmaba, las historias no significaban nada. Si no había nave, cambiaría información sobre las historias por otra promesa de entregar a Tanis. No cumpliría su promesa, desde luego. Esta era la batalla de las mentes, y Tom podía vencer a esta gigantesca mosca de la fruta astuta.
Teeleh se hizo a un lado y se mantuvo a una respetable distancia de la espada. Una multitud de alas se elevó en ruidoso vuelo cuando él llegó a la línea de árboles. Tom volvió a mirar los árboles coloridos por última vez antes de meterse al bosque negro.