Hoy Nico se va del país.
Pasó ya casi un año de la última vez que nos vimos en su casa.
Me enteré que no le duró mucho lo del pibe aquel, pero no sé demasiado más.
A las tres de la tarde sale su avión para Río, desde el espigón internacional de Ezeiza.
Me llamó ayer y me dijo que se iba. Finalmente, había conseguido la beca. Que si quería despedirlo. Que llegaba directo al aeropuerto desde Rosario. Que le gustaría verme para que todo quede bien, ahora que ya sabemos que no hay rencores.
¿No hay rencores? No, no hay rencores.
Pensé mucho durante toda la mañana en si ir a despedirlo o no. Di vueltas en la cama, miré el techo; una vez más empecé la lectura de los diarios del domingo por el horóscopo de la revista del Clarín: «Sorpresa: despedida», dice. Error: si algo no tiene esta despedida es sorpresa. Nico se va y eso no es ninguna sorpresa. Hace tiempo que Nico se fue. Se fue y fue bueno que se haya ido.
Ahora sé.
Dolió pero ahora sé.
Buenos Aires está caliente y estúpida. Como a mí más me gusta. Sí, decido tomar el 86 para ir hasta el aeropuerto. Tarda casi dos horas. Es domingo y hay poco tránsito. No ha quedado nadie en la ciudad. En los costados de la ruta, algunos intrépidos toman sol, otros descansan sobre sus heladeritas con gaseosas y sándwichs. Dos chicos lindos, en slips flúo, juegan con una pelota enorme de plástico. Me acuerdo de ya no me acuerdo qué.
El 86 avanza despacio por esos barrios grises, por esos lugares verdes que no me incluyen. Llego a tiempo, lento y a tiempo.
Hay gente, japoneses, chicas, tablas de surf.
Al fondo de todo, en el mostrador de Transbrasil, lo veo.
Está lindo. Es lindo.
Tiene unas bermudas, y una remerita roja y zapatillas rojas. El muy puto se las puso haciendo juego. Hace los trámites, se despide con una sonrisa. Aquella sonrisa. El chico que le hace los papeles se queda mirándolo cuando se va. «¿Qué mirás?», pienso que le digo y de sólo pensarlo sonrío. Ya sé que mira. A mí también me gusta.
Cuando Nico está por pasar a mi lado, me escondo detrás de una columna.
No me ve.
Quedamos en encontrarnos en el bar.
Da una vuelta por todo el aeropuerto. Lo sigo a una distancia prudencial, como para que no pueda verme. Le queda media hora todavía, antes de embarcar. Me está buscando. Mira su reloj. Me sigue buscando. Entra al bar.
Estoy pensando qué decirle.
No entro al bar.
Desde lejos lo puedo ver y él no puede verme a mí. Se quita el walkman. Pide una cerveza, sigue mirando para todos lados, saca un libro de su mochila. ¿Qué? No puedo saberlo. Imagino que es El amor en los tiempos del cólera, pero no sé bien por qué.
El tiempo pasa y no me animo a entrar.
¿Qué tengo nuevo para decirle, después de todo lo que pasó?
¿Que sé que lo voy a amar por siempre y, sin embargo, que también sé que es mejor así?
Cada tanto deja de leer y mira alrededor. Después vuelve a la leer. Así como alguna vez tuve que aprender que no era tan cierto eso de que el único amor bueno era el amor heterosexual, estoy aprendiendo que a veces, algunas veces, el amor puede hacerte mal.
Que por alguna cosa que estará vaya a saber dónde, no supimos crecer a tiempo.
Y que brillamos demasiado.
Y que el brillo nos encegueció.
Y lo rompíamos o nos rompíamos.
Y que empezamos a hacernos daño sin quererlo.
Pero que hubo un momento en que no importó demasiado si era a propósito o no. Hubo un momento en que la felicidad se fue y nunca fuimos gente de conformarse porque sí, con poco o nada. Lo nuestro fue bueno de verdad o no fue. Nadie podía exigirnos que nos acostumbráramos a una resignación feroz, a una existencia lánguida, a un fin en cuentagotas.
Cada mañana, al despertarnos uno al lado del otro, uno abrazado al otro, renovábamos un pacto.
Cada mañana sentíamos que ese día íbamos a ser felices porque lo íbamos a encarar juntos.
Hasta que dejó de suceder.
Y ni él ni yo estábamos dispuestos a aceptar un sinónimo de la felicidad, un sucedáneo descafeinado, malta de la alegría o algo así. He vivido mucho desde el día en que Nico se fue. Conocí gente impresionante y gente que da impresión. Aprendí, otra vez, a andar solito por la vida.
A que la tele cambia de canal sólo si yo tengo el control en la mano.
A que nunca hay luz en mi departamento cuando miro desde la vereda.
A no decir «nosotros».
A que la vida duele y uno no puede hacer casi nada en esas circunstancias.
Por los altoparlantes están anunciando su vuelo. Es el último llamado. Nico le hace una seña al mozo, paga una barbaridad por esa latita de cerveza, mira para todos lados, pone el libro en la mochila, se vuelve a calzar el walkman. Sé que no tengo que pensarlo pero juraría que ahí tiene a Ana Belén. O a Caetano. ¿Será Ana o Caetano?
Bajo las escaleras de la confitería, sigue buscándome. No puedo más de la curiosidad. Creo que no podría seguir viviendo si no me entero si es Ana o Caetano.
Voy a su encuentro.
Desde lejos le muestro a Sherman, la mascotita sancochada.
Me ve, me saluda con la mano, se quita el walkman. Sonríe. Aquella sonrisa.
—¿Es Ana o Caetano? —pregunto de lejos, mejor, pregunta Sherman.
—¿Qué? —Lo volví a sorprender. Me encantó. Lo volví a sorprender. Le señalo el walkman—. ¡Ah! ¿Qué estoy escuchando?
—Sí. ¿Ana o Caetano?
—Marilyn Manson —me dice y se ríe. Mucho—. Ahora escucho rock satánico.
Vamos caminando rápido hacia la puerta de embarque. El tipo que está parado en la escalera hace señas. Parece que hay que apurarse.
—Bueno —me dice—, chau.
—Claro. —Me escucho decir—. Chau.
¿Nadie va a decir nada? No.
Nadie va a decir nada.
A ver, ¿qué dirías? Ya está todo dicho, ¿no te parece?
—Quería decirte… bueno, qué sé yo, fue bueno y eso —me dice.
—Fue bueno dejarme —respondí.
—No empieces.
—Era una broma. Ya sé cómo fue. Ojalá que lo que venga sea tan bueno como lo que pasó.
—Ojalá. Cuidate, ¿eh?
—Cuídate vos, que sos el que se va a Río.
Saca un paquetito de forros del bolsillo de la bermuda.
—Sí, yo me cuido —dice y sonreímos.
Muestra el ticket. La escalera mecánica comienza a llevárselo. Entonces, como en aquella tarde de frío en Plaza Pringles, vuelve corriendo. El tipo de la escalera lo mira mal. Enseguida lo va a mirar peor, cuando me abrace y me bese como aquella vez. Es un beso fuerte en la boca y el aeropuerto que deja de respirar por un segundo.
—¡Chau! —me grita y mientras vuelve a la escalera se saca el walkman y me lo tira. Lo agarro al vuelo y ahí me quedo, mirándolo, mientras la Puerta Uno de embarque se lo traga para siempre.
Alguna gente se reúne alrededor mío y me mira mal. Una pareja de gays me saludan y sonríen.
El mundo, parece, está en su lugar.
Voy hacia la cola del 86 para volver al Centro. Me calzo el walkman.
No está Marilyn Manson.
Es Ana Belén cantando en portugués. Tomo el colectivo.
Alguno de todos esos aviones se lleva a Nico a otro país.
Ninguno de esos aviones me lleva a mí.
Supongo que este es el final de una historia de amor. Como decía el poeta: «Que sea infinito mientras dure». Y pude darme cuenta cuando me estaba pasando.
Hay gente que vive toda una vida sin algo así.
Creo que estoy contento.
Por la ventanilla del 86 tiro a Sherman en el campo.
Saco el cassette.
Mejor escucho la radio.
Mejor.
OSVALDO BAZÁN
Congreso, Buenos Aires
Enero – Abril 1997
Abasto, 2004