39. El cocinero volador

A la semana volví a Rosario y estaba decidido a poner las cosas en su lugar. ¿Qué era eso de «vos sabés que vamos a terminar juntos»? ¿Qué acto de soberbia lo había llevado a eso? ¿Cómo que «vos sabés que vamos a terminar juntos»? ¿Cuándo? ¿Por qué no ahora?

Llegué a la casa de Florencia y le conté todo.

—No vayás a lo de Nico, dejá. Si él te dijo eso es porque está confundido, no lo jodás. Dejá que piense qué quiere, dejá que se decida cuando pueda. No seas egoísta, no pienses sólo en vos. Pensá que él tiene sus tiempos también.

¿Qué es eso de que tiene «sus tiempos»? ¿Se compró un reloj? El tiempo es uno solo, no me jodan. «Mis tiempos», «tus tiempos», una mariconada. «¿Me querés o no me querés?», ese es todo el intríngulis y, si me querés, «mis tiempos o tus tiempos» importan un carajo.

No es cuestión de tiempo. Es cuestión de voluntad.

Lo fui a buscar al departamentito de la calle Catamarca. Me recibió Manu. Estaba muy desmejorado el pobre y sin embargo, bueno, vos sabés lo que siempre me pasó con Manu. Me dijo que Nico ya no vivía ahí. Que se había alquilado un departamento en la peatonal Córdoba. Me dio la dirección con muy buena onda y me dijo que por qué no pasaba a saludar a su mamá. Pensé que no tenía nada que perder y entré. Doña Ángela estaba otra vez en su esplendor. Me atendió como si fuera de la familia. Le había costado pero se ve que ya no me consideraba el degenerado que había pervertido a su hijo. Había entendido que la vida hace con uno lo que se le ocurre y a ella en el reparto le había tocado, nada más, nada menos, que un hijo gay.

—La que viene siempre por acá es tu mamá, ¡qué ser tan encantador! —me dijo mi exsuegra, y enseguida, sin que nada lo insinuase, entró en tema.

—Disculpame que me meta, Osvaldo, pero, ¿no hay posibilidades de arreglo con Nico? Yo lo veo tan mal desde que no está con vos. A mí ese chico nuevo no me gusta nada…

—Doña Ángela —dije sin terminar de recibir la trompada que me había tirado—, por mí vuelvo hoy, pero no depende sólo de mí.

—¡Yo no sé este hijo mío! Dejarte por ese vago que no tiene dónde caerse muerto. —¿Lo estaba haciendo a propósito? ¿Se reía de mí esta vieja de mierda? ¿De qué vago hablábamos?— Porque vos por lo menos sos profesor, a él con vos no le faltó nunca nada, pero ese vago, ¿de qué le puede servir?, ¿qué le puede dar?

—Dejemos, má, de meternos en la vida de Nico, ¿si? —dijo Manu tan conciliador que me dieron ganas de derribarlo a besos. Se ve que todos estábamos más grandes, más adultos.

Con la dirección en un papelito, me fui.

Se había mudado a ese edificio enorme de la peatonal, entre Laprida y Maipú, el que está sobre la Galería del Paseo.

—¿Quién es? —preguntó por el portero eléctrico.

—Nico, Osvaldo —dije, y pensé que con esas dos palabras el mundo ya estaba dicho y no hacía falta nada más. Del otro lado, hubo un silencio largo.

—Pará, ya bajo —dijo. Lo vi llegar.

Tenía unos shorts cortísimos, la gorrita al revés, una camiseta blanca. Sonreía. Estaba muy nervioso. Me dio un beso en la mejilla.

—¡Qué sorpresa! —dijo.

Subimos. Vivía en el piso once. El departamento era chico. Desde la ventana de la cocina se veía el río y desde la del dormitorio se dominaba toda la ciudad.

—¿Dónde conseguiste la alfombra? —pregunté, tenía una alfombra igual a la que yo había cortado en tiras.

—En Falabella, como la otra. —Falabella era el nombre que los nuevos dueños chilenos le habían puesto a la tradicional Tienda La Favorita, pero se ve que seguían vendiendo las mismas alfombras violetas, con dibujos geométricos verdes y rojos.

Estaban algunos de los muebles de los seis años, el equipo de música, los discos de Caetano, la heladera, él. No había nada que nos impidiese volver a lo que habíamos sido, dos tipos, buena gente, que se querían y que se cuidaban. No había nada que lo impidiese. Al menos, eso creía yo.

—Osvaldo, lo primero que tengo que hacer es pedirte perdón —me dijo alcanzándome, como tantas veces, un mate amargo.

—No es nada, Nico, ya está. —¡Se venía la reconciliación! Despertábamos de la pesadilla. No iba a dejar que se humillara pidiéndome perdón por no haber notado que yo era el hombre de su vida, bueno, lo importante era que estábamos volviendo—. Ya pasó, ahora…

—No, no. Me parece que estás entendiendo mal y algo de culpa tengo yo… No tendría que haber ido el lunes a Buenos Aires. Fue una boludez.

—¿Por qué? Si tenías ganas; además, para mí fue importante que dijeras lo que dijiste. Bueno, por eso estoy acá. Me parece que ya estamos como para hablar tranquilos, ¿no?

—No. Fue un error y si por eso estás acá, es más claro que fue un error. Fue un momento de calentura que no tenía que ver con vos, tenía que…

Se abrió la puerta. Entró alguien, un flaco feo y barbudo. Me miró mal, lo miró mal a Nico, no dijo nada y se fue derecho a la cocina. El tipo, se notaba, estaba en su casa.

—Vamos, Osvaldo. Vamos a hablar más tranquilos por ahí —me dijo.

Otra vez la maldita neblina, el dolor y toda esa porquería a la que ya estaba acostumbrándome. Levanté la vista y vi sobre una de nuestras bibliotecas dos muñequitos, dos cocineritos de cerámica que habíamos comprado en Río, en la feria de Ipanema. Con la mayor tranquilidad, agarré uno de los cocineritos, llegué hasta el balcón y abrí la mano dejando caer al pobre infeliz que al rato hizo un ruido que desde el departamento no se escuchó.

Nico enloqueció otra vez.

Me dijo que estaba cansado de que yo fuera tan egoísta, de que sólo pensara en mí, que lo dejara en paz, que no quería saber nada conmigo, que cómo se había podido equivocar tanto, que no apareciera nunca más y algunas otras boludeces que ya no escuché.

Agarré derecho por Córdoba hasta la terminal de ómnibus.

No vi ni hablé con nadie en las treinta cuadras que me separaban del ómnibus que me traería de regreso a Buenos Aires.

Otra vez entendí que todo se había terminado. Que el fin era el fin.

Que nada me hacía peor que la ilusión. Por eso decidí no tener más ilusiones. Ni con Nico ni con nadie.

Lo que me quedaba, era problema mío.