Todo era nuevo en Buenos Aires, excepto la tristeza.
Nueva ciudad, nuevo trabajo, nuevo departamento, nuevos amigos, nuevos alumnos y la sensación de que todo eso no me importaba nada.
El primer mes fui a vivir a la casa de Alicia, mi antigua compañera del profesorado, que ya se había casado con el profesor de Semiótica que había conocido en el congreso de La Falda. Después, con lo que había sacado del Taunus 80 bordó techo vinílico negro, me alquilé un departamentito chiquito, un monoambiente con kitchenette, interno y obviamente en el Centro y ahí me fui, con lo poco que había salvado del divorcio.
En un principio pensé que el trabajo en el colegio privado que me había conseguido el hermano de Florencia me iba a dar buen dinero pero ninguna satisfacción de realización personal. Como sabés, siempre desconfié de los institutos privados y de la oligarquía en general. Por eso conseguí por mi cuenta dos tardes de trabajo en unos colegios públicos de barrio.
Me equivoqué, claro.
En los colegios públicos pude trabajar bien, es cierto. Pero nunca tuve tantas oportunidades como en el privado. Es que los ricos —tardé un poco en descubrirlo— no son ingenuos. Sus colegios son buenos porque son los laboratorios en donde se aseguran su continuidad como elite. Ellos sí saben lo que importa la educación. Por eso el Ministerio siempre destina dos pesos al presupuesto de la educación pública. Los que importan están bien educados. Y yo era funcional a ese plan, cosa que en otra época de mi vida me hubiera hecho vomitar. Pero estaba tan encerrado en mí mismo que recién lo noté unos meses más tarde. Ahora lo estoy notando. No sé que voy a hacer en el futuro próximo con este trabajo. En todo caso, mi alma no estaba pensando en la docencia, en los primeros meses en Buenos Aires. Yo estaba caminando por Rosario buscando un pulóver azul con dibujos geométricos negros. Pero estaba en Buenos Aires. Y no había un puto pulóver azul. Entonces tuve que hacerme de nuevos amigos. Fue más fácil de lo que yo pensaba.