Sí, bueno, pero eso era antes. Antes un encuentro era casi nada, un encuentro, la oportunidad de arreglar las cosas de manera sencilla. Si vivíamos juntos, encontrarnos en casa, o en un bar, o en el centro, o en la casa de alguien, era como respirar. Estábamos encontrados. Hasta que nos desencontramos, claro. Pero antes, encontrarnos para ir al cine, para comprar una ropa, para visitar a algún amigo enfermo, era la norma, lo usual. Un encuentro era un trámite cotidiano, un eslabón más en una cadena de encuentros que se iban sumando hasta la noche, hasta los jueguitos en la cama y el despertarse y decirse que iba a ser un buen día porque lo íbamos a empezar juntos o eso.
Bueno, ya no.
Ahora preparar un encuentro con Nico me obligaba a una junta previa con Clausewitz, Sun Tzu y Maquiavelo. Qué decir, cuándo y cómo, dónde, qué ropa, qué temas ni rozar, cuál era el mejor momento para callar y cuál el mejor momento para irse. Todo llevaba demasiado esfuerzo pero yo estaba que me iba de la ciudad y tenía que tener una charla a fondo. Lo deseaba más que nada.
Finalmente, quedamos para un sábado a la tarde.
Él pasaría por casa, veríamos cómo separábamos las cosas, los muebles, los libros, la vida.
Apareció, raro y puntual, a las cinco de la tarde.
Raro por puntual, por cómo estaba vestido. (Otra vez, remeras ajustadas, anteojos de contacto ¡celestes!, y un gorrito puesto al revés).
—¿Qué pasó con la alfombra? —Fue lo primero que preguntó, bien, no parecía que quisiese pelear, parecía bien.
—No sé —dije y me di cuenta que quedaba como un boludo, cómo una alfombra podía desaparecer sin que el dueño de la casa se diera cuenta, ¿qué?, ¿dijo «chau, me cansé de ser pisoteada por cualquiera» y se fue por la puerta? Pero no se me ocurrió nada. No preguntó más. Quizás intuyó algo, lo cierto es que no preguntó más.
Nos sentamos en el piso del balcón. Terminaba febrero y desde aquella vez de Año Nuevo, no habíamos vuelto a hablar.
—Me voy —dije, no lo miré.
—¿Ah, sí? —preguntó, y no supe si ya alguien le había contado pero no pareció muy sorprendido.
—Me voy a vivir a Buenos Aires —dije.
—Yo me voy a vivir a Río de Janeiro —me soltó, así nomás. Nuestro único viaje internacional había sido, justamente, a Río de Janeiro. En el mismo momento que pusimos el pie en el aeropuerto de El Galeao supimos que era ahí donde queríamos vivir. El clima, el lugar, la gente, la música: Rio era para nosotros y si vivíamos en Rosario era otra demostración de lo apurado que había estado este hombre de barba de los seis días y la cantidad de errores de terminación que presentaba su obra.
Los mejores días de la relación los habíamos pasado en Río, caminando por Ipanema o eligiendo compacts en las disquerías Gabriella por Copacabana.
Río de Janeiro era nuestro, no de él sólo.
No se podía ir a Río de Janeiro y dejarme a mí acá.
—Rosario me asfixia —dijo—, tengo que empezar una vida nueva y no puede ser en esta ciudad.
—Venite a Buenos Aires conmigo.
Sonrió, me miró como se mira a un nenito que pide que le traigan la luna de regalo y no dijo nada.
—Yo me voy dentro de dos semanas, ¿qué hacemos con las cosas? —Creí que poniéndome práctico podía solucionar algo, pero no aguanté nada la fachada de hombre interesado en las cuestiones materiales—. ¿Cómo es lo de tu viaje? ¿Ya tenés fecha? ¿A qué te vas? ¿Qué vas a hacer? ¿Vas con… alguien? —Volvió a sonreír.
Estaba de espaldas a la ciudad.
Se dio vuelta, miró la calle España hacia el río. Se me empezaban a caer las lágrimas.
Yo no quería, pero se me empezaban a caer las lágrimas.
—No sé todavía, no sé nada. Me anoté en la beca. —«La Beca» era una posibilidad de vivir en Río que ya muchos compañeros nuestros habían probado con éxito. Hay muchos posgrados para las ciencias sociales en Río y más de una vez hablamos, en la quietud de la noche, de un eventual pedido de esa beca… ahora ya no dependía de mí.
—Ajá. —Me odié por decir «ajá». No había nada más pelotudo para decir que «ajá». Pero ahí estaba yo, diciendo «ajá» como un imbécil, mientras Nico firmaba el certificado de defunción de «lo nuestro».
El reparto de cosas fue sencillo y equitativo.
—Hagámosla fácil. Somos dos buenos tipos y no nos vamos a cagar —dijo, y a mí lo que me intrigaba era por qué él no lloraba.
—Nico, yo no puedo parar de llorar desde que te fuiste y todavía no te vi largar una lágrima, ¿por qué, Nico? ¿Por qué no llorás? —pregunté bajito mirando la calle desde el séptimo piso.
—No sé, Osvaldo, no sé. Creo que cuando empiece a llorar me voy a secar. Pero no puedo empezar. No lloré, es cierto, y no creo que vaya a llorar por ahora. —Nunca hubiera podido pensar, en esas circunstancias, que el final no era lo mismo para los dos. Que él no tenía mucho por qué llorar. Que él no era yo. No podía concebir, a pesar de la fuerza de las evidencias, que él terminaba «lo nuestro» porque quería. Porque lo elegía a conciencia. Porque con todo lo que le habrá costado, consideraba que era lo mejor para él.
Anotamos las cosas que él se iba a llevar; sólo le pedí no estar en el momento en que lo hiciera.
—¿Y con los discos, cómo hacemos?
La pregunta, aunque ahora parezca tranquila y adulta, era difícil y encerraba tantas cosas que me iban a doler tanto. Los discos éramos nosotros mismos. Las canciones eran el mundo que nos habíamos inventado, contra todas las cosas horribles que venían de afuera. En las canciones estaba nuestro amor y nuestra alegría. Y ahora teníamos que ver cuál era la porción que le correspondía a cada uno.
—Yo pensé algo —dijo, y yo ya sabía que iba a aceptar—, aunque sea simbólico o… no sé, hagamos una cosa: yo voy a separar los discos que sí o sí quiero que te quedés; vos separás los que querés que yo tenga.
Me pareció tan romántico el gesto que no entendía por qué nos estábamos separando.
Y entonces hice algo que creí lleno de amor, algo que me ponía en un plano superior, de bondad absoluta. Agarré los quince (¡quince!) cd que teníamos de Caetano y ¡se los di!
—Pero si Caetano es tu ídolo, los compraste vos, no, no los puedo aceptar —me dijo.
Y yo, recontra bueno, insistí.
(«Bueno, en realidad, sólo le estabas pidiendo que te recuerde para siempre y que cada vez que los escuche sepa que fuiste vos quien se los dio. Querés que le quede claro que el que le enseñó lo que era bueno, fuiste vos», me dijo Gustavo, en una de las dos sesiones semanales. Y encima, le pago para eso).
—Osvaldo, vos sabés que sos importante para mí. Siempre vas a ser importante para mí —me dijo, mirándome desde el fondo de sí mismo.
—Sí, claro. Soy importante para vos. —Quise sonreír—. Importante. Como Hitler para seis millones de judíos. —Los chistes también me salían mal.
En el dormitorio se puso a guardar su ropa en un bolso. Primero, las remeras de verano, los shorts, las camisas de mangas cortas. Yo me tiré en la cama y lo miré. Estaba el placard, estaba él, no estaba la sonrisa. Pero igual, se dio vuelta. El placard, él, yo.
Se sentó en la cama y me miró. Se encogió de hombros e hizo un gesto. Un gesto como de «Qué se le va a hacer» o «No es culpa de nadie». Pero yo lo entendí como un «jodete».
Un gesto que me hacía mal.
Sí, esa noche volvimos a acostarnos juntos y yo no podía parar de pensar que ya no.
Nada, absolutamente nada fue igual.
Nunca coger con Nico fue tan triste.
En medio de la madrugada se levantó, se vistió, agarró su bolso y se fue. Yo me hice el que estaba dormido. Lo escuché irse. Escuché cada uno de los sonidos. Su cuerpo entrando en la remera, los cordones de las zapatillas, el bolso siendo levantado. Después, los pasos rápidos e impersonales, la llave en la puerta del living, el ascensor (que no confundí con un semáforo), la puerta de calle, los pasos sobre la vereda, el colectivo que pasó por la esquina, las cuadras que caminó rápido, casi sin mirar, casi de memoria, hasta la casa de su madre, la llave en ese departamentito contrafrente, el apoyar del bolso en el piso, la madre que —despierta todavía— le preguntó cómo estaba, él que no respondió, él que se tiró en su camita de una plaza en la habitación donde velamos al padre, él apenas llorando bajito, él respirando rápido, él cayendo dormido, él sin soñar conmigo.
Y entonces no escuché nada más.