Contrato es mucho más chico que Station. De afuera parece un bar de barrio, cualquiera. Adentro, sólo unas máscaras venecianas y unos maniquíes destrozados envueltos en gasas y sedas avisan que el lugar es gay. Cuando llegamos, el público todavía estaba en Station. Había música salsa. Si bien el lugar no es bailable, algunos osados hacían unos pasitos entre las mesas.
—¿Vamos a bailar? ¡Oye, chico, salsa para ser feliz! —gritó Flor y se puso a bailar. Conseguí dos latitas de cerveza e intenté dar unos pasitos a su alrededor como para salvar la noche.
Entonces entró Nico, embalado en su gel y su remera Easy for you.
Temblé. No quería verlo, me iba a sensibilizar demasiado. Aunque quizás después de todos los malentendidos, pudiésemos hablar. Quizás había un momento para la reconciliación. Quizás pasase de una vez esa pesadilla incomprensible en la que nos habíamos despertado. Me saludó con la vista, sonrió, le sonrió a Florencia… ¡y fue a sentarse sobre las rodillas de unos pibes que estaban en una mesa ahí, a un metro mío!
¡Lo hizo! Los pibes lo abrazaban y Nico repartía besos, convertido en una estrella porno de cabotaje.
Salí a la vereda y me desplomé en la entrada del edificio de al lado.
—¡Osvaldo! ¿Cómo estás, Osvaldo? —Vino Florencia corriendo, ya sin rastros del alcohol de la noche.
—¡No lo puedo creer, Florencia, no lo puedo creer! ¿Vos lo viste? ¡Se sentó cómo una puta barata, como lo que es, arriba de esos pibes! ¡Y empezó a los besos! ¿Me lo hizo a propósito? ¿Qué carajo le pasa a ese pelotudo? ¿Por qué me hace esto? ¿Cómo me hace esto? —Y ahora que te lo cuento, vuelvo a llorar, pero ya mucho menos.
—Pará, esto debe tener una explicación, no te vuelvas loco. Lo voy a buscar, ustedes tienen que hablar —me dijo y entró al bar. Volvió a los pocos minutos con Nico detrás mirando bajo, y nos dejó solos. Nico se sentó a mi lado, apoyó su cabeza sobre sus rodillas mientras se las agarraba con las dos manos.
—¿Qué te pasa, Polí? ¿Tomaste? —me preguntó, increíblemente tierno.
—¿Qué?
—Que no te pongas mal. ¿Qué te pasa? Contame qué te pasa. —Parecía no estar entendiendo lo que había hecho, lo que me había hecho.
—¡Sos un cínico! ¡Sos un cínico hijo de mil putas, eso me pasa!
—Pará, pará. Si estoy acá es porque me estoy preocupando por vos, pero cuidado, que no vine a soportar otro desplante tuyo.
—¿Qué? ¿Vos me hablás de desplantes? ¿Vos? ¡Reventado! ¡Puto de mierda! —Ya había avisado que en esta historia nadie se privaba de decir, al menos una vez, «puto de mierda». Yo no iba a ser la excepción—. Yo estaba lo más bien, intentando divertirme con mi amiga y venís vos, y te tirás arriba del primer chongo que aparece.
—¡Pará, Osvaldo! Vos no sabés quiénes son mis amigos ahora y no tenés por qué meterte y…
Le pegué.
Le pegué una piña en el ojo y él me la devolvió y aunque ni él ni yo sabíamos, peleamos, revolcados en la vereda, hasta llegar al charco de la calle. No hubo violencia, sólo una desesperación feroz, el equivalente negativo de lo bueno que nos había pasado. Florencia y dos chicos que estaban por entrar al bar vinieron a separarnos.
Yo sangraba de una ceja.
—No vas a aprender más. Vos no cambiás más… —me dijo Nico y entró al bar.
—Vamos, Osvaldo. Vámonos de acá, ya está, ya fue. Necesitás dormir… —Florencia intentaba llevarme.
Empezamos a irnos pero al llegar a la esquina me escapé de su brazo y volví corriendo al bar. Al entrar, vi a Nico abrazado con otro pibe, uno que no estaba en la mesa en donde se había sentado. El pibe le besaba los ojos y Nico apoyó la cabeza en su pecho.
—¡Qué reventado que sos! ¡Qué hijo de mil putas que sos! ¡Para eso me dejaste! ¡Para encamarte con el primer imbécil que aparezca! —grité y el público estaba encantado con el espectáculo. El pibe que estaba con Nico me quiso empujar, pero le di un cachetazo con la mano abierta. Nico sólo miraba el techo y, no sé, me pareció que sonreía.
Entre el mozo flaquito amanerado que no sabía si reír o gritar y Florencia, me sacaron a la vereda y pararon un taxi. Me quisieron subir pero me volví a zafar y volví a entrar al bar.
Nico estaba en los brazos de otro chico, besándose, repitiendo el espectáculo. Cuando me estaba por abalanzar sobre ellos, furioso y exorbitado, el aliento a alcohol del pibe me paró.
Era Gutiérrez.
—¡Profe! ¡Un trío con su novio! ¡Las veces que me hice la paja imaginándolo! —Y no paraba de reír.
Salí corriendo.
Florencia paró otro taxi y me subió. Yo lloraba y el taxista me miró feo.
—¿Qué pasa, nunca viste llorar a un puto, vos? —le grité y le pegué en la nuca.
—¡Bájense ya mismo, degenerados de mierda! ¡Tendrían que matarlos a todos los que son como ustedes! —nos gritó el tipo y bajamos. Cerré la puerta con furia y el taxista se fue insultándonos.
Florencia me abrazó y me contó que su hermano —que era director de un colegio privado en Buenos Aires— había hablado por teléfono con ella. Me ofrecían un trabajo en Capital. Ahí mismo dije que sí.
Al mes, vendí el Taunus 80 bordó, techo vinílico negro, y dejé Rosario.