23. Bailando en chancletas hacia atrás

¿Que si es cierto lo que te estoy contando? ¿De verdad me lo preguntás? ¡Yo me abro frente a vos al medio, como un pancho, y vos me preguntás si es cierto!

Más allá de las dos sesiones semanales que tengo con Gustavo, más allá de la mudanza (porque ya no vivo en Rosario, ahora estoy en Buenos Aires y me separé de mis amigos y de mi trabajo y de todo porque no aguanté más vivir en aquella ciudad), más allá de los whiskys que tomé, las noches en que no puedo dormir, ¿te parece que estoy jugando?

No, claro que no estoy jugando.

Si intentase hacer una… no sé, una «estilización literaria» de mi relación, ¿te parece que hablaría de Los Arrayanes?

Claro, porque ahora te voy a contar lo de Los Arrayanes. Fue uno de los instantes de mayor intimidad y comunión que tuve con Nico. Y podría ubicarlo en otro contexto, no sé… más… «literario». Pero pasó en Los Arrayanes, no tengo por qué cambiarlo.

Es la pura verdad.

Roberto y Cecilia ya tenían un año de casados y Nico y yo, tres. Hacía un calor insoportable, cerca de cuarenta grados, Rosario sufría sus rutinarios cortes eléctricos que no permitían ni el respiro del ventilador. Los incordios habituales de enero. Habíamos dejado de ir a las playas del río en las islas a las que iba todo el mundo, justamente por eso, porque iba todo el mundo y tenías que hacer dos horas de cola para tomar alguna de las lanchitas que te cruzaban hasta Isla Verde o Puerto Gaviota. El paseo era bastante agradable, pero entre los mosquitos de las islas, el amontonamiento de rosarinos y los enormes bafles de los barcitos (en donde sonaban las FM de hits irritantes y esa locutora exaltada y tonta que parece haber tomado todas las radios del país), nos sacaban las ganas de ir. Fue Cecilia la que dijo: «Me contaron que cerca de Carcarañá hay una especie de recreo, que es medio como desconocido. Es un camping con árboles, pileta, está al lado del río y parece que está bueno. Se llama Los Arrayanes».

Fue suficiente invitación para que ese domingo de verano saliésemos los cuatro, cerca del mediodía, pese a que tenía el Taunus 80 bordó, techo vinílico negro, en el taller, una cosita de nada, la correa del ventilador (el Taunus siempre se portó, pero estuvo en lo del mecánico todo el fin de semana); sí, era una señal —la primera, vendrían otras—, pero no la vimos.

Lamentablemente no la vimos.

Tomamos El Cañadense, que va por la ruta 9, dejamos atrás la salida de la ciudad, las quintas de Funes, Roldán y llegamos hasta Carcarañá. Decidimos bajar frente a la plaza. Alguien ya nos diría dónde quedaba el paraíso bajo el nombre de Los Arrayanes. Estábamos buscando tranquilidad, un poco de fresco y agua. Nada más.

Nada de lo que podía ofrecer Los Arrayanes pero todavía no lo sabíamos.

A las dos de la tarde de un domingo de enero de principios de los 90, la plaza principal de Carcarañá estaba vacía.

Absolutamente.

Hicimos como cinco cuadras antes de encontrar alguna señal de vida humana en el supuesto caso de que ese batón, esos ruleros y esas chancletas fueran una señal de vida humana.

—Disculpe, señora, ¿usted nos podría decir cómo hacer para ir a Los Arrayanes? —preguntó Roberto, siempre tan caballero.

La señora, o mejor, lo que había adentro de ese batón, debajo de esos ruleros, sobre esas chancletas, nos miró como si estuviésemos preguntándole cuál era el mejor método para violar a su marido.

Salió corriendo.

¡Sí, salió corriendo!

Gente más perceptiva la podría haber tomado como la segunda señal, después de lo de la correa del ventilador del Taunus 80 bordó, techo vinílico negro; más aún teniendo en cuenta que mientras el batón huía con los brazos en alto, otro Cañadense pasaba frente nuestro en dirección a Rosario. Una tercera señal, sabemos ahora.

Sí, deberíamos haberlo tomado y listo. Pero no fuimos lo suficientemente perceptivos.

No entendimos ninguna de las señales divinas. Finalmente, un muchacho que estaba tirado en una vereda, nos indicó a desgano la dirección deseada.

—Para allá —dijo, y señaló por la ruta—, pero es lejos.

Y allá fuimos, por la ruta, lejos, bajo el sol achicharrante de la siesta santafesina.

Una lagartija había muerto en medio de la ruta. De calor.

Pero seguimos.

Supongo que habrán sido unos cinco kilómetros.

Y entonces avistamos los árboles y pensamos que todo estaba bien. El primer signo de que las cosas no eran como esperábamos, nos lo dio el aire. El aire traía una melodía cada vez más presente. Una melodía machacante. Un cuarteto tropical que sólo podía anunciar desgracias.

Al acercarnos a Los Arrayanes, nos encontramos con casi todo lo que podíamos detestar: decenas, cientos de autos y pickups, carpas, pelotas, nenitos, sifones, tápers, familias, familias, familias y un grupo tropical en vivo, Luisito Noretti y sus Alegres Orenzanos. Luisito era un coloradito de anteojos que no pasaba de los diez años y se ocultaba bajo un enorme acordeón. A pesar del nombre del grupo, el verdadero líder era su padre, quien al grito de «¡Ahora, Luisito!», daba el inicio para Barrilito de cerveza, La felicidad, Cortate el pelo cabezón y otras alegres melodías familiares. Luisito, cuyo rostro de sufrimiento no se veía detrás de los pliegues del acordeón furiosamente rojo, comenzaba las canciones a las que rápidamente se acoplaba quien parecía su hermana, una adolescente híbrida de largos cabellos rojos y lacios en un tecladito casi fun machine. La progenitora de tan musical familia era una colorada alegre y regordeta que mostraba su optimismo indeleble detrás de una batería de un rojo también inconcebible y finalmente, el benjamín de la familia, un poco más chiquito que Luisito, que llevaba su bajo como lo que era, un castigo familiar. El bajo, claro, también era rojo. No entiendo por qué el grupo no se llamaba «Los Rojos».

Y encima se reían.

Y encima todos bailaban a su alrededor. En chancletas y hacia atrás. Un arte difícil de dominar.

—Bueno, chicos, no nos queda otra. O disfrutamos con «Los Rojos» o nos suicidamos —dijo Nico, y como correspondía a una película argentina, nos largamos todos a reír al mismo tiempo.

Decidimos pasar un domingo junto a la familia arrayanense.

Desarmamos las mochilas, preparamos el mate, jugamos al truco mientras las pelotas rebotaban a nuestro alrededor y La cucaracha en versión roja se nos metía por los oídos.

La pileta, efectivamente, existía.

Sólo que era un caldo espeso en donde cientos de personas dejaban su calor.

¡Imposible!

El río, efectivamente, quedaba cerca.

Pero no te podías bañar en esa zona porque era peligroso.

Cecilia propuso bailar y allá se fue con Nico a intentar el paso de la chancleta hacia atrás. Con Roberto nos quedamos sentados bajo los árboles, contemplando a nuestros respectivos amores enredarse en pasos misteriosos. De repente, vi que se quedaron parados. Que a Nico le cambio la cara. Que las parejas seguían chancleteando a su alrededor, esquivándolos.

—¿Qué les pasa? —pregunté.

—Me parece que Cecilia le contó —dijo Roberto.

—¿Qué… contó qué?

—Van a ser tíos —dijo Roberto, y sonrió.

Nico abrazó a Cecilia y me buscó con la mirada. Creo que hasta Luisito se dio cuenta, porque puso mayor empeño aún en su acordeón. No había terminado de reaccionar todavía cuando Nico y Cecilia llegaron corriendo.

—¡Estamos embarazados! —gritó Nico, y los cuatro nos abrazamos emocionados.

Dicen que los hijos recién entienden a los padres cuando, a su vez, se convierten en progenitores. Será por eso que tantos gays se llevan mal con sus padres. No hay manera de entenderlos. Ya sabemos que no vamos a ser padres. Ya lo sabemos. Es el mayor renunciamiento. Y te habla de la seriedad de lo que nos pasa.

Al principio, pensé que no era gay porque lo que quería era tener hijos. Después supe que era gay pero pensé que podía tener un hijo igual; que podía dejar embarazada a una chica que quisiera hacer un trato conmigo. Después me di cuenta de que tenía la posibilidad de engendrar un hijo. Con Sandra había podido. Pero también me pareció que eso había ocurrido en otra vida, anterior y distinta de la que estaba viviendo ese momento. Que ya no. Después imaginé una inseminación artificial o algo así, una chica que me alquilase su útero y su vientre. Después pensé que podría adoptar, que quizás con leyes más avanzadas; que hay cientos, miles, millones de chicos por ahí necesitados de un padre, de una casa. Porque sabía que tenía ternura y posibilidad de ser un buen padre, que podía entender y escuchar, cosa que conmigo no habían hecho cuando más lo había necesitado, excepto mi vieja cuando ya había dado toda la pelea solito.

Finalmente, estuve obligado a conformarme con ser el «tío» de cuanto nenito naciera cerca mío. Y nunca me iba a alcanzar.

¿Qué es ser padre?

O mejor, ¿qué es el deseo de ser padre en alguien como yo, en un gay? Ya lo había sentido en aquel prehistórico aborto de Sandra. Dejar una vida en este mismo lugar al que odiás y querés. Inventar una vida, no parece poco. Trascender a través de alguien que viene a continuar lo que no tengo ni idea cuándo empezó. Pensé en mi viejo, y en el viejo de mi viejo, y en el viejo del viejo de mi viejo, y en el viejo del viejo del viejo de mi viejo.

Así hasta Adán.

Me sentí un traidor. Quise llorar.

Lloré.

Lloramos los cuatro, abrazados, mientras Luisito Noretti aporreaba su acordeón y su padre instaba: «¡Ahora, Luisito!», y las parejas bailaban su amor alegre y rojo, despreocupado, de fin de semana, de asador y pelota.

Abrazados, Roberto y Cecilia nos contaron todo lo que sabían de eso que habían hecho. El atraso, las rayitas del evatest, la confirmación del médico el día anterior.

Sentí una envidia atroz.

Me sentí castigado y noté que a Nico le pasaba lo mismo. Hasta ahora los nacimientos habían sido cosas de gente grande, de tíos, de compañeros de trabajo. Pero yo conocía a Roberto desde la primaria. Lo había visto crecer, jugar, jugarse, enamorarse. Estuve el día en que, finamente, Cecilia aceptó salir con él. (Y él ya sabía que iba a ser así, porque se lo había dicho su cábala: abría un libro cualquiera en cualquier página y buscaba cualquier párrafo y si el párrafo era una afirmación, quería decir que Cecilia iba a aceptarlo, y si el párrafo era una negación, cerraba el libro y volvía a intentarlo).

Nunca antes tan claramente había sentido rabia por ser gay.

Y nunca antes tan claramente supe que lo era.

Mi esperma o el de Nico eran, técnicamente, iguales al de Roberto. Nuestro amor, técnicamente, también. Y sin embargo, estábamos tan, tan lejos. Yo quería un hijo, sí, pero con amor. Con mi amor.

¿Por qué tenía que pagar el precio de no ser padre nunca?

Por no sé qué.

Porque no.

Porque no me gustan las chicas.

Porque no me excitan.

Porque los hombres sí me excitan.

¿Es más fuerte una cosa así… qué sé yo, sexual, que la posibilidad de la trascendencia a través de los hijos?

¿Lo era?

¿O sería entonces que no era sólo una cosa así, sexual?

Estuvimos abrazados un rato largo, los cuatro.

Nos queríamos, de eso estoy seguro.

Entonces Nico sin decir nada, se paró, cruzó la pista de bailarines alegres y se perdió entre los sauces que llegaban al Río Carcarañá. Miré a Cecilia. Miré a Roberto. No supe qué hacer.

—Andá, te precisa —me aconsejó Cecilia.

Quedé demasiado confundido como para hacerle caso, pero igual, me levanté y lo busqué. Estaba sentado, tirando piedritas al río. No tenía ni que acercarme para saber que estaba, como yo, llorando. En silencio llegué hasta él, lo abracé y así nos quedamos un rato largo mientras Luisito arremetía con una alegre tarantela y su padre: «¡Ahora, Luisito!».

—¡Lo que daría por estar en el lugar de ellos! —dijo al final, los ojos en el río.

—¡Lo que daríamos…!

—¿Por qué soy tan estúpido? —y se llevó las manos al rostro y daba hipos cortitos como suspiros mezclados con mocos.

—¿Estúpido? ¿Por qué decís eso?

—Porque lo primero que pensé fue… no, dejá.

—¿Qué?

—… que qué lindo sería tener un hijo con vos. Un hijo así, con tus cachetes pero chiquito, y abrazarlo y besarle los cachetes y verlo crecer y saber que es tuyo y que es mío. —Se puso a jugar con una ramita.

—Eso no es estúpido, amor… sólo que es imposible.

—Bueno, ¿no es estúpido sufrir por lo imposible?

Sigo sin saberlo, claro. ¿Es estúpido sufrir por lo imposible? ¿Y sufrir por lo posible? ¿No es estúpido también? ¿Sufrir es estúpido? ¡Cómo puedo saber eso! ¡Qué sé yo!

—¿Cuál es el sentido de todo? —me preguntó.

—¿De todo qué?

—De todo, todo. De vos, de mí, de los chicos, del mundo, de la vida, de la puta que los parió… ¿qué sentido tiene todo? Mi viejo se murió, así, ¡pim!, de un día para otro, de un momento para otro, chau. Como si nunca hubiese existido. Y todo sigue igual. Nunca voy a tener un hijo. ¡Nunca! ¿Y? ¿Cómo se aguanta eso? ¿Cómo se banca, Osvaldo? ¿Me querés decir cómo…?

—No sé. Me parece que no se banca —dije, y lo abracé más fuerte.

Hubo un silencio, una piedra hizo patito en el río. La había tirado un nene que nos vio y salió corriendo. Otra broma cruel del misericordioso ese que hizo todo en seis días.

—Más de una vez noté que cuando estamos juntos, brillamos. Esa es la impresión que tengo —me dijo serio—, que juntos brillamos. Y no somos como los demás. Pero sólo si estamos juntos. Creo que eso es el amor, eso de brillar. Pero si nuestro amor es así, de brillar, ¿por qué no lo podemos completar? ¿Qué mierda de castigo es este?

—No sé, de verdad que no sé.

—A las parejas como las de los chicos, los hijos les dan una especie de… premio. Un lazo más fuerte. Están también unidos por el amor a los hijos, por ese proyecto común, ¿no?

—Ajá.

—Como los papeles, como las obligaciones, como las familias, otra cosa que a nosotros no nos une.

—Sí, bueno, qué sé yo. Los hijos tampoco salvan matrimonios, ¿no?

—Puede ser. Pero a nosotros lo único que nos une es el amor. No tenemos el proyecto en común de los hijos.

—Tenemos otros, Nico.

—¿Qué? ¿Amarnos? ¿Es suficiente?

—¿No?

—No sé… pero hay una cosa que sí sé —dijo él, puedo recordar claramente el brillo de sus ojos, porque nunca nadie me había mirado así—, si no puedo tener un hijo… al menos te puedo tener a vos, y necesito tenerte a vos.

Como traídos por el acordeón de Luisito Noretti, Roberto y Cecilia se nos acercaron y se sentaron al nuestro lado.

—No se pongan así, chicos —dijo Roberto.

—Una cosa que nos alegra tanto no los puede poner mal —agregó Cecilia y me pareció que iba a ser dificilísimo explicarles.

—No, no es que nos ponga mal, ¿cómo nos va a poner mal? —dije.

—¡Epa! ¿Les parece que somos tan egoístas? —sonrió triste Nico.

—No, sabemos que no. Sólo que… bueno… No sabíamos cómo lo iban a tomar —dijo Cecilia mirando a Roberto.

—Claro que sabemos que a ustedes les gustaría. Y si fuera por nosotros, estamos convencidos de que se lo merecen, pero…

—Está bien, Roberto, no tenés nada que explicar, no tenés nada que justificar… ¿Cómo vas a tener que justificar que puedas tener un hijo? No nos volvamos locos —dije yo—, sólo que bueno… nos agarraron un poco de sorpresa.

—Es muy lindo lo de ustedes, y nos pone bien. Eso primero que todo y que quede claro —dijo Nicolás.

—¿Pero…? —preguntó Cecilia.

—¡Uf! —suspiró Nico—. ¿A quién no le gustaría trascender como van a hacer ustedes? Nosotros ya sabemos que no podemos pero bueno…

—Se equivocan, chicos —dijo Roberto, y me pareció que ya tenía pensado el discurso mientras que Nico le acariciaba la panza inexistente aún a Cecilia, y yo clavaba la vista en una pickup que se iba del camping, sólo para no llorar— un hijo no es la única posibilidad de trascendencia. En una de esas, quizás esta sea nuestra misión, dejar un pibe, pero no la de ustedes.

—No, Roberto, no hay una misión más trascendental, me parece —dijo Nico y tenía los ojos llenos de lágrimas.

—No, te equivocás. Lo que ustedes dos hacen todos los días, la… no sé, la pelea… así, sencilla que dan para que entendamos de qué se trata eso de ser como ustedes, no es un tema menor. Quizás esa sea la misión de trascendencia que ustedes tienen acá. Ustedes dos están consiguiendo que para la gente que es como ustedes las cosas sean más fáciles. No hoy o mañana, sino que de ahora en más. Como el pibe que vamos a tener nosotros. No es hoy o mañana. Es de ahora en más. ¿O te pensás que para nosotros no fue también una educación ver que dos putos pueden ser buenas personas, que pueden amarse y cuidarse? Te lo voy a decir, para nosotros siempre fueron un ejemplo, y ojalá seamos alguna vez una pareja como ustedes, así, con proyectos en común, con tanto… diálogo, con tanta ternura. Ahora sabemos que si el nene que empezamos a esperar llega a ser gay, será un lindo y feliz puto y no va a tener nada que ocultarnos. Porque aprendimos con ustedes dos.

—La pareja de ustedes es exactamente —dijo Cecilia, también con lágrimas en los ojos— como nos gustaría que fuera la nuestra. Eso es una cosa que siempre charlamos con Roberto. Los vemos a ustedes y entendemos que es amor, y estamos orgullosos de que sean nuestros amigos. Y estamos muy contentos sabiendo que este nene los va a tener cerca y va a poder aprender de ustedes dos, también.

Nico y yo nunca habíamos escuchado una cosa así.

¿Era suficiente recompensa por no poder tener chicos?

¿Era un premio consuelo? En todo caso, era la comprobación de que los amigos constituían la familia que estábamos eligiendo.

El mundo se acomodaba otra vez a nuestro alrededor. Volvimos con las familias, los sifones y los tápers.

Cecilia y Nico se anotaron en el concurso de baile que organizó el padre de Luisito Noretti. No ganaron pero tampoco lo hicieron tan mal. Roberto y yo también bailamos. Roberto me agarró por la cintura y me llevó al centro de la pista, muerto de risa, haciéndose el payaso como yo no recordaba que lo hubiera hecho alguna vez antes.

Todavía hoy, acá en el departamento oscuro de Buenos Aires, me acuerdo que esa tarde del verano bochornoso de principios de los 90, Roberto apoyó sus labios sobre mi oído y me dijo: «¡Cómo te quiero, puto de mierda!», mientras los rojos de la familia Noretti alegraban a los presentes con un popurrí de Palito Ortega.

Sí, fuimos felices.

Todavía hoy, acá en el departamento oscuro de Buenos Aires, me acuerdo de Nico y no sé si reír o llorar.