El punto rojo fue creciendo hasta tomarle todo el pecho y en pocos minutos lo mató. No se pudo hacer nada. Cuando doña Ángela se dio cuenta, su marido ya estaba tirado en el piso apenas boqueando. Nos dijeron después que no sufrió nada, que ni se dio cuenta de que dejaba para siempre las deudas a sus deudos. Así, tan diligente y considerada, fue la muerte para don Julián.
Sonó el teléfono en casa y atendí. Era Manu. Su voz era bien distinta de la que me había puesto la única vez que habíamos hablado.
—Osvaldo, ¿está mi hermano? —dijo.
—¿Por? —pregunté, medio en ganador para disimular el pánico.
—Es serio. Murió mi viejo. Mamá quiere que Nico venga.
No supe qué hacer. ¿Tenía que darle el pésame? ¿Podía considerar al difunto como mi suegro? Entonces, ¿yo tenía que recibir también el pésame? ¿Cómo se lo decía a Nico? ¿Teníamos que ir al velorio? ¿Yo tenía que ir? ¿Y qué me ponía, si no tenía nada negro? Cuando Nico entró en casa, yo todavía tenía el teléfono en la mano. Intenté disimular para decírselo de a poco pero debo haber tenido una cara espantosa porque apenas me vio preguntó:
—¿Qué pasó?
Entonces me pareció que lo mejor era ser sutil e indirecto.
—Se murió tu viejo.
Bueno, te voy a ahorrar la escena siguiente porque es tan triste que no tengo ganas de recordar. Lo que no sé es cómo fue que en menos de media hora estábamos los dos entrando al departamentito contrafrente de la calle Catamarca. (Porque doña Ángela insistió en velarlo en la casa, decía que las familias bien hacían eso. Y la pobre aseguraba que su familia era bien).
Él tenía el pulóver azul con dibujos geométricos negros. Yo me puse la corbata azul y un saco gris oscuro que usaba para el colegio. —No hace falta que entrés —me dijo Nico en la puerta de la casa. Pero yo ya estaba decidido.
No lo podía dejar solo en ese momento.
No sabía cómo reaccionaría esa gente ante nuestra presencia y él estaba demasiado deprimido como para tener que enfrentar todo eso sin compañía. Creo que lo último que imaginó fue que podía pasar alguna cosa desagradable. Ahora que lo pienso, es entendible. Se le terminaba de morir el padre y por más que estés peleado y tu viejo te haya negado, no debe ser fácil. Me armé del valor que nunca tuve y entré al departamentito. Además, ¿para qué negarlo?, imaginé que no tendría muchas otras oportunidades de conocer la casa que Nico había dejado para vivir conmigo. Y se sabe que la curiosidad mató al gato. No estábamos preparados para casi nada de lo que pasó ese día. (La muerte había sido tan repentina). Ni para el encuentro con esa casa, ni para las caras de doña Ángela o Manu después de tanto tiempo, y mucho menos para que la persona que saliera a recibirnos fuera mi mamá.
Ahí estaba la Gladys, llorando como la más piadosa, consolando a mi suegra.
—¡Ay, chicos! ¡Qué bueno que llegaron! Doña Ángela ya preguntó varias veces por ustedes.
—¿Qué hacés acá? —grité bajito y me saltaba la venita, casi un homenaje al difunto.
—Y… si soy como de la familia —me dijo.
Cómo fue que se enteró, nunca supe. Llegó minutos antes que nosotros y eso que nosotros llegamos antes que el difunto. Nico y su madre se miraron. Los dos tenían una vergüenza que parecía venir de un lugar que sólo ellos conocían y se quedaron frente a frente, sin decirse nada. Estuvieron así cuatro o cinco años hasta que Nico la abrazó y doña Ángela se largó a llorar en sus brazos. Mi mamá me agarró del brazo y me llevó a la cocina.
—Dejalos solos… —me dijo.
Preparamos café mientras iban llegando los parientes. Nico y doña Ángela se encerraron en el dormitorio. Llegó Manu con el cajón. Me vio en la cocina y me abrazó. Parecía que ya no le molestaba tanto. Yo también lo abracé. (Ni siquiera ahora, que pasó tanto tiempo, me voy a animar a confesar que me excitó un poco ese muchacho grandote, tan sensibilizado, tan desprotegido. Puedo reconocer que me dieron ganas de darle unos besitos en el cuello y comprobar in situ el poderío de sus piernas, pero bien que me controlé).
Había que hacerse cargo de las cuestiones más prácticas.
¿Dónde poníamos el difunto? Manu decidió todo rápido.
—En mi cuarto —dijo y, ¿quién era yo para contradecirlo? Además, debo reconocer, me daba cierto morbo eso de hacer el velorio en lo que había sido el dormitorio de Nico durante tanto tiempo. Enseguida nos pusimos a desarmar las camas y sacar el escritorio pero los de la funeraria no hacían más que apurarnos. Ellos iban entrando al difunto, mi suegro, las coronas y una cruz de neón mientras nosotros sacábamos todo vestigio de vida anterior.
A los diez minutos, lo que alguna vez fue el lugar de los sueños de dos adolescentes con granos de una familia venida a menos, se había convertido en una cámara mortuoria.
Sólo nos quedaron dos posters, uno de Madonna y otro de Cindy Lauper, que no pudimos despegar. Pero como quedaron detrás de los gladiolos de las coronas, mucho no se notaron.
La noche, rara y tediosa, sirvió para que la familia de Nico se reencontrara.
—Con tu padre muerto ahí, adelante tuyo, te das cuenta de que no sos nada. Ahora entiendo por qué uno se ríe en los velorios, con las boludeces que se dicen. Son todas tan ciertas esas boludeces que se dicen, que lo único que podés hacer es reírte. Porque no se banca. Las preguntas que te hacés cuando ves que tu viejo se murió y ya no está más y no tenés dónde buscarlo son demasiado… profundas. Son preguntas que uno no se hace todos los días porque son… insoportables. ¿Qué importa lo que uno piense, lo que uno quiera, las cagadas que se manda, si después, chau, te vas para no volver nunca más? Todo es tan obvio, todo es tan… obvio.
—Si hubiera sabido que se iba a morir, quizás no hubiera sido tan duro conmigo porque, ¿qué sé yo?, parece que nada es tan importante si te vas a morir —me dijo Nico esa noche ya cerca del amanecer, mientras desde los gladiolos Madonna nos miraba cómplice.
Habíamos quedado solos en su exdormitorio, él y yo abrazados y mi difunto suegro de cuerpo presente.
—Se murió sin entenderme. Y quizás se murió sin quererme… pero ahora, ¿qué puedo hacer? No le pude explicar nada de lo que pasó, no tuve tiempo. ¿Y vos sabés quién era ese tipo que ahora está ahí adentro, duro y frío? ¡Mi viejo! Y yo lo único que quería era que me quisiese, quería decirle que al lado tuyo encontré sentido a mi vida, que te quiero, y que también lo quería. Y que por más que intenté entender por qué me trató como me trató, no lo conseguí. ¡Y mirá que lo intenté! Sólo eso hubiera querido que supiera, hubiera querido decirle. Pero no pude. Porque se murió sin dejarme hablar con él. Y yo nací por él… y él se murió sin saber quién era yo. ¡Es todo tan… absurdo!
En el momento del cortejo quedó bien claro que todo había cambiado con su familia.
En el primero de los autos, pegados al coche fúnebre, subió Manu y su novia, Verónica, doña Ángela, Nico… y yo. En el segundo, con los padres de don Julián y de doña Ángela, mi mamá, presentada como amiga de la familia y madre del «mejor amigo» de Nico.
Al llegar al cementerio La Piedad, bajamos el cajón y después de un paso rápido por la capillita lo llevamos por el caminito principal hasta unos pabellones horribles.
Ahora recuerdo eso y me parece que era con orgullo, con no sé qué imbécil orgullo masculino, que cargué la manija del ataúd.
Yo llevaba la primera de las manijas del lado derecho y Nico la primera de las manijas del lado izquierdo. Lo miré y vi que debajo de los anteojos negros estaba llorando. Me pareció que rezaba pero también me pareció que no podía ser. ¿Cuándo Nico había rezado? ¿Sabría rezar? Y a riesgo de tropezarme y mandar el cuerpo presente de mi difunto suegro al carajo, casi me apoyo sobre el cajón para escuchar qué era lo que rezaba.
«Papa don’t preach…» creí escuchar que cantaba.
Nico notó que lo estaba mirando y que descubrí que estaba murmurando una canción de Madonna mientras llevaba a enterrar un cajón con su propio padre adentro. Me sumé al estribillo porque ya consideraba a ese señor como mi padre político. Apenas pudimos contener la carcajada, que por suerte todos confundieron con un imparable ataque de llanto.
Con la excusa del entierro salimos del cementerio abrazados.
Ya íbamos cantando La isla bonita pero nadie lo notó. Creo.