21. Frodo

«Libros para Vivir» se llamaba el taller que junto con una compañera del profesorado —Alicia, no sé si te acordás, la que me insistió con Sandra hasta que supo la verdad y me pidió perdón, horrorizada con las actitudes de su examiga— habíamos creado. Era una actividad extracurricular, en donde los profesores de Lengua y Literatura incentivábamos en los pibes la lectura de escritores contemporáneos argentinos y latinoamericanos. Ese trabajo es una de las cosas que hice que más orgullo me ha dado.

Tuvimos que ir a presentarlo a un congreso que se hizo en La Falda, en una especie de polideportivo gigantesco que, por lo que sé, también usan para la fiesta provincial del alfajor y los festivales de rock.

El congreso duraba tres días intensos, de viernes a domingo, y no nos dejaba espacio para otra cosa más que las reuniones de trabajo, las ponencias, las conferencias y las discusiones en comisión. Era la primera vez en dos años que me despedía por tanto tiempo de Nico, que nos acompañó a la terminal en Rosario y no paró de tirarme besos riendo desde el piso, mientras yo le respondía desde la ventanilla, también riendo.

Alicia, cuando el colectivo arrancó, me dijo:

—¿Cómo me pude equivocar tanto con Sandra?

—Y bueno, todos nos equivocamos con Sandra —dije, y reímos.

Nos alojaron en un hotel simpático, cerca de la terminal. El trabajo fue muy bueno, pero agotador.

El sábado a la tarde, con un fuerte dolor de cabeza, decidí volver al hotel a hacer una siesta. Al pasar por la Avenida Edén se me ocurrió recorrer un poco y ver si encontraba algún regalo horrible para Nico. Coleccionábamos esos «recuerdos de», y cada vez que alguien viajaba a algún lugar turístico le pedíamos que nos trajese la virgencita de caracoles, el gauchito de ónix, o el platito de plástico de Entre Ríos, (uno muy simpático que nos trajo Roberto de Banco Pelay, en Concepción del Uruguay, que tenía pintado el escudo de la provincia, los Palmares del Colón y el Túnel Subfluvial, pero estaba con la pintura corrida. Roberto dice que tuvo que pelear con el vendedor porque quería darle uno «bueno» y él insistió para que le diera el de la pintura corrida). Te imaginarás que la Avenida Edén de La Falda estaba llena de esas cartucheras de cuero cosidas con plástico, el destapadorcito del nene que mea y el señalador de cuerina con «El chorrito», atracción turística que consiste en eso, un chorrito.

Compré un burrito alfiletero y entré en una galería abierta a tomar algo. Me senté a una mesa en medio del lugar. A mi lado, un grupo de barbudos hablaban del Presidente de la Nación (mal) y de García Márquez (bien).

La acción comenzó cuando llegó un chico que no tenía, creí, más de 17 años. Venía de jugar al fútbol, llevaba pantaloncitos y camiseta blanca, estaba todo transpirado. No tenía frente amplia, ni cuello largo. Era petisito, tenía barba de unos días y parecía fuerte.

Se sentó entre los mayores y con total naturalidad se incorporó a la conversación. También habló mal del Presidente y bien de García Márquez. Sin que lo pidiera —o al menos yo no lo vi, y eso que no le saqué los ojos de encima en todo el tiempo que estuve ahí—, el mozo le trajo una enorme hamburguesa con todo lo que te imaginés, una coca grande y papas fritas que se comió rapidísimo, todo regado con abundante mayonesa. Pese a que, como dije, no le saqué la vista de encima, no notó mi presencia.

Y bueno.

Una pena, no me hubiera molestado una aventura extramatrimonial, me dije.

Me fui pensando que no iba a verlo nunca más y que jamás sabría su nombre, ni nada más de él.

A la noche hubo una especie de peña de confraternización, o algo así en un bar muy lindo, como antiguo. A Alicia la perdí de entrada, entusiasmada como estaba con un porteño profesor de Semiótica.

Lo que significaba que al hotel no podía volver.

Me senté en una mesa larga con jarras de vino y empanadas. Sonaba el último disco de Spinetta y justo al lado mío viene a sentarse un chico de no más de 17, petisito, con barba de unos días y que parecía fuerte.

Era él.

Cantaba a los gritos la canción de Spinetta Seguir viviendo sin tu amor. A mí Spinetta nunca me había gustado demasiado y si bien tenía más o menos clara su carrera, y lo respetaba como un gran creador, no estaba en el lote de mis preferidos. Siempre fui más de Charly García. Pero el chico este, se notaba, era un fanático del «Flaco» y supuse que era por ahí que había que empezar. Claro que yo también canté, como pude, haciendo «lalalá» en las partes que no sabía (y él sí sabía). Cuando la canción terminó me di vuelta y quedamos cara a cara porque él también se había dado vuelta.

—Es Dios —dije, señalando el aire, en donde se suponía que todavía estaban los últimos compases de la canción de Spinetta.

—Y no tiene ateos —me contestó, apuñalándome con su sonrisa, su gracia, su inteligencia y todas las virtudes humanas que le descubrí en el brillo de sus ojitos negros, negros. Entonces me enamoré, así, de golpe, como me gusta a mí.

—¿Qué hacés acá? Vos profesor no sos.

—No, soy presidente del centro de estudiantes de mi colegio, acá en La Falda.

La conversación que tuvimos es, de todas las cosas que me pasaron en la vida, uno de los recuerdos más nítidos que tengo. Me acuerdo de las inflexiones de voz, de las cejas que se le juntaban cuando decías cosas «serias», de los ojos que abría cuando le contaba mi proyecto «Libros para Vivir».

A nuestro alrededor, la música de los bafles se había terminado porque los profesores, mal acompañados por guitarras desafinadas, cantaban patéticamente canciones de Sui Generis y de Almendra. Algunos se metían con Víctor Heredia, con Silvio Rodríguez, con Pablo Milanés. Todos los psicobolches del país se habían hecho profesores de Literatura.

—¿Vos también sos psicobolche? —me preguntó sonriendo.

—No —dije.

—Ah, menos mal. Es difícil hablar con los psicobolches, siempre quieren tener razón.

—Todos queremos tener razón.

—Pero los psicobolches, mas —dijo y rió.

Estaba muy entusiasmado con el congreso, estaba pensando seriamente en seguir la docencia cuando acabase el colegio. Tenía 17 y estaba en quinto. Tomábamos el vino barato de la damajuana y a cada rato saludábamos a la gente que habíamos ido conociendo en esos pocos días.

—Che, acá hay demasiada gente y no se puede hablar tranquilo, ¿vamos a otro lado? —preguntó.

—Claro, claro.

Salimos a caminar por la ciudad que estaba envuelta en una transparencia rara y luminosa. Entramos a un bar a las pocas cuadras, un bar en una esquina. Pedimos cerveza. Ahí me di cuenta de que no sabía su nombre.

—¿Cómo te llamás?

—Frodo

—¿Por El señor de los anillos? —pregunté.

—Sí, ¿lo conocés?

La pregunta tenía sentido porque todavía no se habían filmado las películas y la historia de las batallas contra Saurón no era lo popular que fue después. En ese momento, todavía era un conocimiento para iniciados. Durante años, El señor de los anillos fue mi libro de cabecera, mi oráculo, mi guía. Releí los tres tomos no sé cuántas veces y cada vez me enamoraba más de Frodo y su misión imposible.

«Cuando el señor Bilbo Bolsón de Bolsón Cerrado anunció que muy pronto celebraría su cumpleaños centésimo décimo primero con una fiesta de especial magnificencia, hubo muchos comentarios y excitación en Hobbiton», cité de memoria.

—¡Así empieza el primer tomo! ¡Lo sabés de memoria! —exclamó con alegría Frodo.

—¡¿Cómo no me voy a acordar si es el libro más impresionante que leí en mi vida?!

Seguimos hablando durante horas, el sol parecía a punto de estallar desde algún costado de la ciudad.

—Para mí la provincia de Córdoba con las sierras y los laguitos es un embole —dije, porque aunque me moría de excitación por llevar la conversación a terrenos más personales, no tenía ni idea de cómo hacerlo. Frodo hasta el momento no había dado ninguna señal con respecto a su identidad sexual—, será porque tenía que venir todos los años en las vacaciones con mis viejos.

—Sí, supongo que para los turistas que van al Chorrito o les muestran el CúCú, debe ser medio hinchapelotas, pero acá hay otras cosas que los turistas no conocen, cosas lindísimas.

—¿Por ejemplo?

—Y… qué sé yo, caminar por las sierras cuando está por amanecer es una experiencia increíble aunque ningún tour te lleve.

—Bueno, pero para eso tenés que tener un guía que te acompañe.

—Sí, claro. Yo lo hago seguido.

—¿Qué? ¿Sos guía?

—No. —Rió—. Eso de caminar por las sierras al amanecer.

—¿Me acompañarías? —pregunté, y agregué mirándolo fijo—: Sólo falta media hora para que salga el sol.

—¿Quisieras?

—Claro.

Y salimos, otra vez caminando por la Avenida Edén, ahora hacia las sierras. No lo podía creer. ¡Estaba caminando con él! Y encima se llamaba Frodo y encima todo lo que tenía encima la situación. Y encima dijo:

—¿Me viste hoy en la galería?

—¿Qué?

—En la galería, hoy vos fuiste a la galería, ¿o no?

¡Me había mirado! ¡Se había fijado en mí!

—¿Vos no pediste un agua mineral con gas, hoy, en la galería, a la tarde? —insistió.

—Sí, y te vi. —Sonrió. Sonreí.

Si alguien me hubiera preguntado por Nico en ese momento hubiera contestado: «¿Quién?».

Dejamos atrás la avenida, las últimas casas, un hotel un tanto kitsch que parece que había sido refugio de los nazis después de la guerra. Subimos por un camino sencillo con florcitas a los costados.

El amanecer se anunciaba en el aire pero todavía no podía verse demasiado.

¿Cómo empezar a hablar de lo que me estaba pasando?

¿Cómo preguntarlo?

Algo tenía que hacer porque si la situación seguía así yo corría el riesgo de abalanzarme sobre Frodo y su pelo brilloso que le caía por la frente y que casi le tapaba los ojos.

—¿Y con quién vivís en Rosario? —me preguntó, y ahí si me acordé de Nico, pero como un obstáculo, ¿o sería la puerta abierta para hablar de lo que tenía que hablar?

—Con mi pareja. —Silencio—. Soy gay.

—Ah, sí. —Silencio.

¿Por qué seguir caminando? ¿Qué carajo me importaban esas sierras llenas de espinillos y yuyos y pozos y animales? ¿Me abalanzo? ¿Cómo hago para frenarme?

—¿Te molesta? —pregunté, mirando el camino.

—No, no, claro que no.

—Vos… —y pude ver los tres puntos suspensivos que le dejé a la frase corriendo sierra abajo y perderse en un arroyito allá al fondo.

—¿Eh…? ¿…yo? Yo… —y él también veía enormes puntos suspensivos por todos lados que nos pasaban por encima y se confundían con el sol que todavía no salía—. No… yo no… No… nunca. O sea… no…

Las putas sierras como testigo de nada. Porque no pasaba nada.

La conversación no avanzaba para ningún lado, yo ya intuía que no me iba a abalanzar y que se venía el día y el final del congreso y otra vez Rosario y la misma vida de siempre que en algún punto estaba perdiendo gracia y yo no lo sabía y los colegios, los ejercicios, Nico, la colcha con volados y los cada vez más esporádicos encuentros con Roberto, que desde que se había casado estaba tan ocupado que apenas nos veíamos. Y el cine a mitad de precio los primeros días de la semana. Y el diario del domingo, el paseo por la Avenida Belgrano, la noche con pizza sin champán.

El silencio del momento previo a la salida del sol. Y nada más.

De repente, sin que yo supiese por qué, Frodo preguntó:

—¿Leiste Alexis o El tratado del inútil combate de Marguerite Yourcenar?

Recordé que para mi cumpleaños alguien me había regalado ese libro pero nunca lo había leído. No sé, era un libro chiquito, de esos que te da gusto leer un fin de semana de invierno, pero siempre lo fui dejando de lado y no, no lo había leído. Yo y mi maldita manía de seguir siendo un adolescente toda la vida, siempre con El señor de los anillos, las épicas de elfos y orcos, ¿cuándo me iba a poner serio y leer cosas de gente grande? No entendí por qué Frodo estaba interesado en ese libro, justo ahí.

—No, ¿por?

—No, por nada, decía nomás.

Salió el sol y yo no le había tocado un pelo y retomamos el ritmo de la charla, pero no el hilo que me interesaba. Volvimos despacio y era verdad que el aire claro de esa hora producía cierto mareo mágico, cierto hechizo de la madre tierra. O quizás fuera que ya me estaba dando sueño.

Volvimos despacio y a mí no se me había apagado nada de lo que se me había encendido la tarde anterior y él estaba como indeciso entre no sé qué y qué sé yo.

Entramos otra vez por la gloriosa Avenida Edén y en un barcito que ofrecía baterías, que es como le llaman en Córdoba a las picadas, desayunamos. Hacía casi doce horas que estábamos charlando y nada. Él sudaba seducción y para colmo, lo hacía sin darse cuenta. (O al menos, haciendo como que no se daba cuenta).

Fue entonces que me habló de su novia.

—¿Te dije que tengo novia, no? —me preguntó, dejando los ojos en la taza de café con leche.

—No… qué… bien —dije, y era obviamente increíble.

—Sí. Se llamaba… se llama Silvia y es… muy simpática —dijo.

—Ah… qué bien… —Y no pensaba dejar en suelo cordobés un solo punto suspensivo más.

De repente se paró como si se hubiera olvidado de algo y me dijo:

—Bueno, te veo mañana, bah, hoy, en el congreso. Bueno, si voy, porque no sé si voy a poder.

Y salió corriendo.

No pude ni pedirle el teléfono, nada. Salió corriendo. Volví al hotel bastante confundido, a dormir una hora o dos, para más no daba el tiempo que me había quedado. En la tarde del domingo, las últimas conclusiones, el cierre formal del congreso, el intercambio de direcciones y nada más. Frodo no apareció.

Con Alicia volvimos al hotel con el tiempo justo de armar el bolso y tomar el único colectivo diario La Falda - Rosario que salía a las diez de la noche. Estábamos en la terminal, comiendo una hamburguesa, cuando veo aparecer a Frodo. Se acercó sin vueltas a nuestra mesa y sin siquiera saludar a Alicia, me encaró:

—Osvaldo, tengo que decirte algo, creo que ya tengo que decirte algo.

—¿Sí? —pregunté, como si no me interesara nada.

—Me gustás mucho —me largó.

Tenía la hamburguesa en la boca, así que provoqué una minilluvia de mayonesa y lechuga sobre las papas fritas. Alicia, sin decir nada, tomó su bolso y se fue corriendo. A pesar de lo que pensé en ese momento, no fue por delicadeza que lo hizo, fue porque a lo lejos había divisado a su porteño profesor de Semiótica.

—¿Cómo?

—No me hagás repetirlo, porque me costó muchísimo decirlo. Sólo que me gustás, me gustás… eso, que me gustás.

—¡Frodo! Vos me gustaste desde que te vi en la galería hoy, digo, ayer, no antes de ayer, bueno, cuando te vi.

—Sí, de eso me di cuenta. Bah, fuiste medio obvio, ¿no? —y sonreímos mientras él se sentaba en la silla que Alicia había dejado libre—. Pero bueno, no sé, no sé ni por qué te digo esto porque no hay ninguna posibilidad de que pase algo entre vos y yo y quisiera que quedara claro.

No entendí lo que estaba pasando. Yo estaba muerto por él y él me decía al mismo tiempo que yo le gustaba y que no iba a pasar nada. Si alguien podía leer ese manual de la histeria cordobesa, evidentemente no era yo.

—¿Cómo que no va a pasar nada? ¿Por qué? Entre nosotros hay onda, está claro, estuvimos como medio día hablando sin parar. Sé más de vos que de mucha gente que veo todos los días, y vos de mí. Frodo, este encuentro es como mágico y, ¿cómo nos vamos a negar?

—Es que, de verdad, nunca antes había pensado en tener una relación homosexual…

—¿Y conmigo lo pensaste?

—… ajá.

—¿Cuándo?

—En la galería, cuando te vi con los libros, con las canas, no sé, me pareciste interesante de entrada. No me preguntés por qué, porque nunca me pasó una cosa así. Bah, medio que tenía cierta idea de que alguna vez podía pasar, o tenía dudas, pero también creía que todo el mundo tenía más o menos dudas con el asunto. Pero así, de fijarme en un tipo, no me había pasado nunca. Supuse que ibas a estar en el congreso y cuando te encontré, lo único que hice fue ver cómo me ponía al lado tuyo. Enseguida me di cuenta que eras fanático de Spinetta y aunque a mí nunca me gustó mucho, se me apareció la letra de la canción como una revelación. Cuando dijiste el comienzo de El señor de los anillos de memoria, casi me desmayé. No sabía cómo hacer para llevarte a un lugar en donde pudiera pasar cualquier cosa.

—Y me llevaste a las sierras.

—Ajá.

—¿Y qué pasó? —pregunté yo, como si no hubiera estado ahí, porque de verdad estaba notando que no había estado ahí, y que mi capacidad de percepción había sido nula.

—Si en aquel momento me hubieras dado un beso, así, de golpe, creo que me habría ido con vos al fin del mundo, creo que me hubiera vuelto loco. Estuve todo el tiempo pensando: «Si él no me besa, lo beso yo». Al principio yo ni sabía si vos eras homosexual o no, pero no me importaba. Yo sólo quería un beso y ver. Te juro que no puedo ni creer que sea yo el que está diciendo esto, te juro que no lo puedo ni creer.

Tenía ganas de decirle: «Bueno, creélo porque sos vos y vamos al hotel ahora porque aunque no pueda, me quedo un día más», pero me parecía que la situación no daba. Y además, estaba absolutamente aturdido y desconcertado con lo que estaba pasando, con lo que me estaba diciendo. Se ve que las sierras me hicieron perder toda capacidad de reacción.

—Frodo, me parece que tenemos mucho que hablar, todavía —dije, y fue lo máximo que pude decir.

—No, creo que ya no. No sé qué fue, pero algo pasó. Te juro que en las sierras hubiera hecho cualquier cosa pero, no sé, pasó. Y ahora estoy seguro que no quiero tener ninguna experiencia homosexual. Ahora estoy más convencido que nunca de que no soy homosexual, y que no me interesa tener una experiencia así. Es como si hubiera probado y no me hubiera gustado.

—Pero es que no probaste… —protesté yo lleno de razón.

—Es como si lo hubiera hecho.

—No, te juro que no.

Como viene pasando desde Casablanca, el medio de transporte iba a partir y no esperaba. En este caso el Chevallier ya bramaba en su plataforma y Alicia hacía señas desesperadas. No había retorno, me tenía que ir. En la servilleta escribí rápido mi dirección y le dije:

—Por favor, escribime, no la cortemos acá.

—Ya la cortamos, Osvaldo. Chau.

Subí al colectivo decidido a no contarle nada a Alicia, pese a que me estuvo preguntando todo el camino entre La Falda y Córdoba, excepto cuando hice parar el colectivo y bajé a vomitar, un poco por todas las curvas de esa maldita ruta, y otro poco por haber sido tan, tan boludo. No pensé en Nico hasta que lo vi en la casa a la mañana temprano. Cuando llegué, él ya estaba a punto de salir.

—Amor, ¡cuánto te extrañé! —me dijo, mientras guardaba sus cosas en la mochila—. Pero ahora me voy porque ya es tarde para mí. Te dejé el desayuno preparado, supuse que estabas por llegar. Al mediodía no vuelvo, pero nos vemos a la noche y me contás. ¿Te fue bien?, ¿no? ¿Me metiste los cuernos? —Se rió y se fue. Volvió a los dos segundos—. ¡Me olvidaba! —Me dio un beso, un besito tierno, de esos cotidianos—. ¡Ah, sí! Me siguen gustando tus besitos —dijo, y entonces sí, se fue.

Era la primera vez desde que lo conocía que tenía un secreto que no pensaba compartir. Era la primera vez que me sentía desleal, poco digno, sucio. Pero no me importaba nada.

Apenas Nico se fue busqué el libro del que Frodo me había hablado, «Alexis… ¿lo leiste?». ¡Me quise matar! ¡Cómo no lo había leído antes! Es una extensa carta en donde Alexis le cuenta a su esposa que la quiere mucho pero que la tiene que dejar porque es homosexual. Y entre otras cosas, cuenta que su iniciación, fue una mañana cuando el sol estaba por salir, caminando entre las sierras. Tenía 16 años.

Esa noche preparé una cena especial para Nico. Compré palmitos, jamón crudo, esas cosas que en el menú cotidiano determinan un festejo. Si él intuyó algo, se lo tragó. No dijo una palabra ni preguntó nada más. Del viaje a La Falda apenas volvimos a hablar y siempre en referencia a «Libros para Vivir».

Al mes me llegó una carta sin remitente. Por suerte estaba solo en casa cuando vino el cartero. No tuve ni que pensarlo, enseguida supe quién me la mandaba, con esas ocho palabras, una de las novelas románticas más cortas del mundo. Solo decía: «¡Porca miseria! Pudo haber sido de amor. Frodo».

Y nunca más supe nada de él.