20. El casamiento

Sin jurisprudencia a la que poder remitirse, sin promesa matrimonial, sin despedidas de solteros, ni arroz, ni luna de miel en Los Cocos, Nico y yo tuvimos que descubrir juntos cuáles eran los inconvenientes de ser una pareja gay. A algunos los superamos, a otros no, pero todos fueron parte de una revelación que tuvimos que hacer solos porque a nuestros hermanos, a nuestros padres, a nuestros primos o a los protagonistas de las películas que veíamos por la tele o en el cine no les pasaban las cosas que nos pasaban a nosotros.

A las parejas que conocíamos, por ejemplo, la familia les regalaba todos los muebles para el casamiento. Nosotros, excepto la colcha con volados de aquella increíble Navidad, tuvimos que hacernos cargo de todo el ajuar. Nadie nos regaló nada. Ni los amigos cercanos porque ninguno se creyó en la obligación. Claro, que como contraprestación teníamos a favor que nuestras respectivas familias no se metían en el día a día de la pareja. Después de los ataques ováricos de su familia, después de la desubicación congénita de la mía, no tuvimos que soportar demasiado más.

—¿Y si yo me muero, qué pasa con los muebles y con lo que tenemos ahorrado? —me dijo Nico una tarde de domingo de otoño, mientras mirábamos pasar los barcos de bandera griega por el Paraná, sentados en las escalinatas del Monumento a la Bandera.

Me imaginé a Manu desinfectando nuestro equipo de música y devastando la discoteca al grito de «¡este era de mi hermano!». Conocíamos el caso de Mariano y Alberto.

Vivieron juntos más de diez años. Mariano tenía algo de dinero y un departamento nuevo cuando se conocieron. Alberto se fue a vivir con él y sumó su sueldo de cajero de banco a lo que Mariano tenía y desde ese momento compartieron todo, incluso la enfermedad de Mariano. Alberto estuvo ahí, en esos momentos terminales, sorteando decisiones burocráticas del sanatorio, que le hacían difícil recibir información sobre Mariano. Cuando volvió del entierro no pudo entrar a la casa. La familia de Mariano aprovechó la ceremonia fúnebre para cambiar las llaves de todas las puertas. Le dejaron en la vereda un bolsito con ropa. Para las leyes, la familia de Mariano tenía razón y Alberto no era más que un intruso. Un usurpador. Un puto.

—Nosotros no estamos juntos porque hayamos firmado nada, ni porque nuestras familias quieran, ni porque nos convenga demasiado, ni porque fundemos nada, ni porque los hijos o las apariencias —dijo Nico. Yo no estaba tan profundo y, de verdad, en ese momento sólo me importaba bajar las escalinatas del monumento para ir a buscar una manzanita con pochoclo y preguntarle al vendedor cómo iba Central.

—Eso es lindo, pero es peligroso, también —dijo.

—¿Peligroso? ¿Por?

—Y, ¿a cuántas parejas conocés que están juntos sólo por los papeles, por los hijos o por las apariencias?

—¿Y?

—Que como a nosotros esas cosas no nos unen, ni nos obligan, ni significan nada, cuando no nos querramos más, no vamos a tener más excusas para estar juntos. ¿Será por eso que las parejas gay duran menos? ¿Será porque somos menos caretas y si no nos une el amor, preferimos decir «chau» antes que amargarnos la existencia?

—¿Te querés casar? —le pregunté.

—No, creo que no. ¿Qué es casarse? ¿Qué es…?

No escuché el final de la pregunta porque fui a buscar una manzanita. No había más. Pero volví con dos espumas de esas rosas con gusto a nada y azúcar y ahí estábamos. El vendedor me contó que Central le ganaba uno a cero a San Lorenzo. Gol del Puma Rodríguez. Pero los cuervos son amigos.

—¿Cómo va Central? —preguntó Nico cuando llegué con la espuma.

—Uno a cero, el Puma.

—¡Ah! —dijo, pero no estaba pensando en el partido ese domingo—. ¿Nos casaríamos? ¿Qué cambiaría?

—Pero si no podemos…

—Ya sé, boludo, pero, ¿y si pudieras?, ¿te casarías? Nunca había pensado el asunto, porque después de la experiencia con Sandra ni se me pasaba por la cabeza algo así.

—No, creo que no… El Casamiento es una institución… heterosexual —dije.

—Y bastante quilombo les ha traído como para que querramos imitarlos, ¿no? —sonrió.

—Sí, porque… aparte, ¿qué es esa desconfianza que los lleva a inventarse así, un montón de obligaciones como «por las dudas», para tener más razones para no separarse?

—Sí, y así y todo separarse… —agregó Nico, mientras la espuma rosa se nos pegaba en la cara por la brisa que venía del río.

—No sé si es medio sonso, pero me parece que si el amor no alcanza, no alcanza nada. No sirve nada. Es como que si yo no creo en tu palabra y vos no creés en la mía, ¿qué sentido tiene…? ¿Pagar la mitad del alquiler? ¿Y por eso vas a compartir tu vida con alguien?

—Quedate en una pensión, ¿no? —dije y enseguida supe que tanto Nico como yo estábamos pensando en Mariano y Alberto.

—Me contó Germán —un compañero suyo de estudios— que lo que se puede hacer es un testamento.

—¿Y cómo?

—Yo te dejo a vos todo lo que es exclusivamente mío y viceversa. Él lo empezó a hacer con Claudio. Dice que los trámites son largos y tediosos y tenés que aguantar la carita de «yo sé por qué lo hacen» que te ponen los escribanos, pero eso no es problema. Por ley, tenés que dejarle un cuarto de lo que tenés antes de hacer el testamento a tus viejos, tu esposa o tus hijos. Todo lo demás, lo podés dar a quien quieras.

—¿Haríamos eso? —pregunté y me puso contento de sólo pensar que él me diría que sí.

—Creo que sí, creo que sí. —No me vas a creer pero antes de irse Nico estaba averiguando cómo teníamos que hacer, ¿ves que es algo que le dio de golpe, algo que comió?

—Pero entonces —preguntó Nico—, ¿por qué se casa la gente?

—No sé. Quizás sea que la gente se casa más por los demás que por sí misma. Me parece que casarse no es un compromiso con tu pareja. Es un compromiso con tu familia, con tu patria, con tu tradición, con tu propiedad, con tu jefe, con tu dios, con tus amigos, con tus hijos, con tus colegas. Como que es tener todos los papeles privados en regla para que nadie desconfíe de vos. Para que sepan que con vos está todo bien. Si no, no te mirarían tan mal cuando después de los treinta ponés «soltero» en los formularios.

—Algo así como que, básicamente, que te cases es lo que se espera de vos.

—Y fijate, si hasta el Estado, que no larga un peso nunca, te paga para que te cases.

—¿La gente se casa porque el Gobierno quiere?

—Y sí, también. Serán dos pesos pero no vienen mal.

¡Qué chantaje, dejame de joder! ¡Te pagan para meterse en tu vida privada!

—Y lo peor es que a nadie le indigna, ¿podés creer? Nos reímos un rato, y el río se iba perdiendo en las islas azules.

Entonces Nico, que se estaba apasionando con el tema, siguió:

—De verdad, de verdad, a los heterosexuales, ¿de qué les sirve el casamiento, aparte de las cuestiones legales?, que ahora ni eso, porque en cualquier momento van a legitimar los concubinatos. ¿Los hace felices? ¿Los vacuna contra las infidelidades, contra los fracasos, contra las penas? ¿Les ahorra algún dolor? Aparte de conseguir que les regalen cinco veladores y la frazada Palette de dos plazas cremita, ¿para qué se casa la gente? —me preguntó sin esperar respuesta, mientras mirábamos el palito que había quedado de la espuma rosa y las manos se nos pegoteaban con un líquido rojo.

—Bueno —agregué—, pero, ¿te vas a tirar contra el matrimonio por eso? ¿Y qué van a decir los fotógrafos sociales, los que preparan los ramos y vestidos de novia, las agencias de turismo con los viajes a Guarujá o Bariloche, los remiseros, las casas de fiesta, el Dj que te aturde con el carnaval carioca para que tus tíos se pongan la corbata en la cabeza y griten «pepé pepepé, pepé, pepepé», los vendedores de cotillón?

—Y aparte —dijo Nico parándose—, ¿a quién le importa el casamiento a esta altura del partido?

—A tu mamá —contesté, también parándome. Bajábamos las escalinatas del monumento, se venía el acostumbrado paseo por Avenida Belgrano hasta el Parque Urquiza.

—Sí, pero si sos gay, a tu mamá mucho no le va a importar. El Estado no piensa darme un peso si le aseguro que voy a hacer lo posible y lo imposible por vivir toda la vida junto al mismo chico.

—Bueno, el Estado, en realidad, no quiere ni pensar en esa posibilidad, ni nos deja elegir eso.

—Entonces, ¿qué tenemos que pedir?, ¿leyes que permitan el casamiento homosexual? ¡Que se vayan a cagar! ¿O vamos a repetir los mismos errores que ellos? Con un buen testamento, ya está. O un contrato de unión civil. ¿Por qué el Estado se va a meter con mi sexo, o con mis afectos?

Y empezamos a caminar por la avenida, bajo los jacarandaes que largaban un algodón sucio. Frente al edificio recién pintado de Canal 5, me acordé de una cosa del comienzo de la conversación que en su momento se me había escapado.

—Che, Nico, ¿vos tenés pensado dejar de quererme? —pregunté y casi que me veo riendo.

—Qué sé yo.

—¿Cómo qué sé yo? —y ya estaba un poquito intrigado—. Si yo sé que te voy a querer siempre.

—No, Osvaldo. No lo sabés. Por ahí mañana se te cruza alguien que te interesa más, alguien que te reviente la cabeza o lo que fuere y listo, chau.

—¿A vos te parece que puede pasar algo así?

—Sí, tanto a vos como a mí —me dijo—, no digo que vaya a pasar, digo que no es imposible.

—No, para mí es imposible. Yo ya no voy a poder enamorarme de nadie.

—No lo asegures, que no lo sabés.

—Sí lo sé —dije.

Y al mes, como podés intuir porque me estoy poniendo previsible, me enamoré completamente de Frodo.

Y me tembló todo.

Y Nico me importó un carajo.