19. El chiste del administrador

Sin haberlo pensado, con Nico nos convertimos en una pareja gay: jóvenes y simpáticos, dinámicos e inteligentes, bellos (bueno, él) y divertidos.

Si los vecinos del edificio hablaron alguna vez a nuestras espaldas, nosotros nunca nos enteramos.

Con nosotros todos fueron corteses y discretos. No daban a entender que sabían de qué se trataba, pero tampoco lo contrario.

No sé cómo explicarlo. Como: «Bueno, chicos, es la vida de ustedes, no nos cuenten, pero no tenemos problemas». La señora del 4° B nos pedía el teléfono y se quedaba a charlar sobre los problemas de su familia (que eran muchísimos y siempre tenían como centro alguna enfermedad incurable, pobre), el pibe del 3° D nos prestó la agujereadora y vino a ver él mismo cómo había quedado la cortina que puso Nico y nos invitó a su casamiento con la novia de toda la vida. La chica del matrimonio del piso de abajo nos usaba como conejitos de indias para los postres que le preparaba al marido y sólo después de nuestra aprobación se los servía al «Firo» (apodo que nunca entendimos). Las chicas del piso de arriba (que me juego las bolas, se querían transar a Nico, pobres) solían venir a hacernos preguntas de historia, filosofía o literatura.

Vamos, que todos sabían que éramos los putos del edificio, pero nadie se sentía ofendido, muy por el contrario. Era como un toque sofisticado que se permitían. Sí, claro, el progresismo se les hacía más fácil porque ni Nico ni yo éramos amanerados y porque el departamento no se llenaba de locas de plumas llevar, que si no, a ver cuánto les duraba la tolerancia. Pero bueno, tampoco me puedo quejar porque nunca me dieron motivo. No preguntaban, no contábamos. Sí, hipocresía, pero al menos no jodían.

Los vecinos no fueron ningún problema a lo largo de los años y la única actitud extraña que una vez noté fue en una reunión de consorcio.

Estábamos en el palier del edificio varios consorcistas comentando el caso del vecino de nuestro inmueble, un viejito que tenía una casa cuyo patio estaba justo debajo de las ventanitas de los baños de nuestros departamentos. El viejito se venía quejando porque decía que le tiraban «cosas» desde el edificio y había amenazado con poner una denuncia. Las «cosas» que el hombre describía (y guardaba en una cajita que mostraba indignado a don Francisco cada mañana) iban desde frasquitos vacíos de shampoo y cremas de enjuagues, hasta preservativos usados, un casette roto y una mortadelita medio verde. El administrador (un bello ejemplar masculino de bigotazos y brazos así de grandes), en medio del círculo de consorcistas, dijo: «Me dijeron que el viejito es medio señorita, así que por ahí voy yo y arreglo todo». Se rió de su propia gracia y como si yo hubiese dicho algo, todos se dieron vuelta y me miraron tan disimuladamente que me puse colorado.

La esposa del «Firo» le pegó un pisotón al administrador, quien también se quedó mirándome sin saber qué decir.

—Hay que ver el asunto ése de las filtraciones en el décimo —dijo enseguida el pibe del 3° D, para sortear el inconveniente y del tema no se habló más.

Como nadie hizo nada, el vecino puso una denuncia y creo que todavía está en juicio.

Yo juro que nunca tiré nada por la ventanita del baño.