18. La venganza de la tía Alcira

«Noche de paz, noche de amor». Se acercó la primera Navidad que pasaríamos juntos y era evidente que estábamos hablando de un problema. Con la histeria que se desata para esas fechas, ¿qué hacíamos?

¿Su familia? Ni pensarlo.

¿La mía? Tampoco me parecía una buena idea.

Claro que yo no contaba con la complicidad que estaba naciendo entre mi mamá y Nico. En realidad, yo no había pensado mucho en el asunto hasta que Nico me dijo que había arreglado nuestra presencia en la casa de mi abuela.

—¡Tu vieja es tan piola! —me dijo—. Dice que tenemos que ir porque ella ya puso nuestros regalos en el arbolito.

Temí lo peor.

¡Mi vieja comprando un regalo para mi pareja gay!

Por un segundo intenté estar en su cabeza, ¿qué habría comprado? Cualquier posibilidad me aterraba, la Gladys es uno de esos especímenes humanos que a todo le inventa su lado bueno, es imposible encontrarla sin que se esté riendo y en su particular sentido del mundo, ¿cuál habría sido para ella el regalo ideal para «el amigo» de su hijo?

Sólo por la promesa de Nico de que, si las cosas salían mal, a la una ya podíamos salir corriendo, fue que dije que sí. Pero no pensaba hacer ninguna otra concesión. Cuando Nico me pidió que preparásemos algo para llevar, me pareció demasiado.

Nos pasamos la tarde del 24 haciendo el postre ese con vainillas en vino y polvo Royal de chocolate. En eso estábamos cuando llamó Juan Carlos.

Juan Carlos es un primo mío al que yo quiero muchísimo. Tiene mi misma edad —dato raro, nunca estuve enamorado de Juan Carlos y nunca jugué al doctor con él— y es un tipo bárbaro. Como Roberto, siempre supo «lo mío» y fue de gran ayuda en los momentos terribles de mi adolescencia.

—Osvaldo, ¿vas a la fiesta de la familia? —me preguntó Juan Carlos, y me dio la impresión de que venía muy mal.

—Sí, ¿por? —pregunté.

Y entonces me contó su drama.

Mi primo venía atropellado, se terminaba de separar, andaba con los chicos a cuestas —tenía tres nenes lindos— e intuía que iba a ser el objeto de misericordia de todas las tías. No podía faltar. (Los chicos no le hubieran perdonado y, además, en el reparto de fiestas, a él le tocaba jugar de Papá Noel con los pibes, la ex sabía que para Año Nuevo no se hacen regalos, por eso le dejaba a los críos para Navidad).

Lo pasamos a buscar por su casa.

Nico y Juan Carlos no se conocían pero se llevaron bárbaro de entrada. Y el «tío Nico» fue el preferido de los chicos de Juan Carlos. No sé, parecíamos contentos, y eso que teníamos encima nada menos que el drama de la Navidad familiar. ¿Por qué no harán como con el carnaval que lo sacaron del almanaque? ¿Qué pasaría si de golpe dejamos de festejar lo que no se puede festejar?

La película de la Navidad empieza, en mi familia en todo caso, con el primer llamado a la casa de mi mamá, más o menos para la época en que se arma el arbolito.

—¿Qué hacemos este año? —pregunta la tía Rosa, como si no supiese que este año, cómo todos los años, vamos a ir a la casa de los abuelos («es que… puede ser la última vez, ¿sabés? Viste cómo está el nono», chantaje emocional que está en el germen del ser nacional), va a haber sanguchitos de miga, se van a envidiar los éxitos ajenos, la tía Ana va a hacer ese fiambre que ella asegura que le sale tan bien, vamos a pasar por el lechón, el pollo, alguien decidirá drásticamente que el lunes comenzará una dieta imposible, alguien se enojará terriblemente por la cantidad de alcohol que lleva el clericó, la nona insistirá con los pandulces que jamás le han salido, y así hasta las dos de la mañana, cuando todo agonice y cada cual quede con una noche más y, ¿quién se va a animar a decir que fue buena?

Claro que esta fiesta tenía para mí el agregado de la presencia de Nico conociendo a toda la familia, la familia conociéndolo a él, la catástrofe de mi primo Juan Carlos y algo que yo desconocía al momento de llegar: la broma cruel de mi tía Alcira para toda la familia.

Apenas llegamos con el postre de las vainillas, mamá salió a recibirnos. La fiesta era en el patio enorme de la casa del abuelo en Barrio Belgrano, a tres cuadras de la casa de mis viejos. Pasaban los vecinos a saludar y todos me decían eso de que me habían tenido en brazos y que los chicos crecen y yo, que casi tenía 27, me sentía un flor de pelotudo. La presencia de Nico no pasó inadvertida para las calentonas de mis primas, y dos o tres vecinitas que estaban revoloteando por ahí, preguntándonos si íbamos a ir a bailar a algún lado después de la fiesta, y si estábamos en auto, por qué no íbamos hasta La Florida, que iba a haber baile en el río hasta el amanecer, y cosas así.

Mi mamá salvó la situación, tomó del brazo a Nico y muy discretamente, le fue nombrando a cada uno de los integrantes de la familia. Sólo mordiéndose fuertemente el labio inferior fue que Nico pudo no reír con cada acotación que la Gladys hacía sobre mis tíos, mis primas, mis exvecinos.

—Tengo el regalo para ustedes, chicos —dijo mi mamá y yo temblé. Lo más discreto hubiera sido un juego de lapiceras para cada uno, una caña de pescar, unos pares de medias.

Pero la Gladys no era de lo más discreta que había en madres en plaza. Ella no dijo una palabra de nuestra relación a nadie, pero tampoco pensaba cambiar su concepto. Y su concepto era que su hijo estaba como casado. Y, ¿qué se le regala a una pareja de casados?

Una colcha de dos plazas.

¿Hay algo más botón que una colcha de dos plazas? No, no hay. Bueno, sí, hay.

Una colcha de dos plazas con volados.

¿Cómo se justifica el regalo de una colcha de dos plazas con volados a dos amigos, como habíamos sido presentados?

No se justifica y eso era lo que mi mamá quería. No justificar nada.

Una vez más encontré excusas para mi edipo.

Una de las sorpresas para las que no estábamos preparados era la venganza de la tía Alcira con la pregunta: «¿Para cuándo el casamiento?». Según Nico, la tía lo hizo con la mejor de las intenciones y no le salió. A mi me parece que hubo algo de maldad en su acto, pero nunca nos pudimos poner de acuerdo. Lo que sí, en principio fue muy gracioso. La tía Alcira se apareció con su «novio» colgado del brazo.

El «novio» era Andy, un amigo gay con la apariencia viril de un bailarín de Madonna. La abuela estaba encantada con el muchacho, tan gentil y cortés. Su presencia, en todo caso, sacó peso especifico a la de Nico, cosa que por supuesto le agradeceremos para siempre.

Mi primo Juan Carlos no tenía ánimo ni para reírse y la situación se estaba poniendo tensa.

La tía Alcira hablaba de «cachapés» y «TC» con un tío de Villa Mugueta, cuando apareció otra tía, tía Lita, viuda ella, con dos hijos adolescentes. La catástrofe estaba cerca. El más chiquito de los pibes enseguida se fue a jugar con los hijos de mi primo y si no se sacaron una mano con los petardos fue porque evidentemente no todo tenía que salir mal esa noche. La madre de mi primo, envuelta en una angelical nube de pedos, le preguntó a Andy para cuándo los confites. Andy se largó a reír, atragantándose con los sanguchitos de miga (que, claro, estaban secos como una cartulina, por el corte de luz). La buena señora no entendió pero dijo: «¡Esta juventud…!».

Conmovedor.

Nico empezó a toser y salió corriendo para la vereda. Cuando lo fui a buscar, sin parar de reír me dijo:

—¿Dónde está la cámara de Almodóvar?

Mi viejo miraba a su familia con algo parecido al pavor. Había creído en todos los valores que te puedas imaginar y encontrarse a los sesenta rodeado de desconocidos no le hablaba de su fracaso, simplemente lo llenaba de un asombro temeroso sobre la vida y sus alrededores. Al comienzo había intentado entrar en todas las conversaciones, ser gentil y cortés, pero a medida que las botellas iban bajando, fue apartándose de la charla y poco después de la medianoche, sólo emitía un ladrido de cuando en cuando. Imposible imaginar qué cosas corrían por esa cabeza mientras su hermano contaba una y otra vez lo acertado que había estado en la compra de unos paquetes turísticos para Cancún, que estaba vendiendo a precio de oro. Escuché largamente a un señor que no sé quién era, hablar de los beneficios de la globalización y, fundamentalmente, de la necesidad imperiosa de que caiga Fidel.

—A usted, joven, que es profesor, qué le parece, ¿no es así? —me largó el tipo, muy seriamente.

Lamento decirlo, hermanos cubanos, no tuve ganas de discutir. Hice un gesto que supongo puede haber tomado como una aprobación. Pero decirlo, no lo dije.

Ahí apareció otra vez el tío que hablaba de turismo diciendo que nadie quiere ir a Cuba porque te piden biromes y genioles todo el tiempo.

—Claro, para ver miseria te quedás acá —contestó el reaccionario que minutos antes había alabado al Gobierno nacional, diciendo que acá miseria no había. El abuelo, lejos de su mejor forma, insistía en destapar botellas de sidra Rama Caída con tan buena puntería, que terminó abriéndole una ceja al hijito más chico de mi primo. Ahí estaban los Campanellis sumergidos en ácido, el retrato vivo del ser nacional.

De repente, la calma que precede la tormenta.

Un silencio de conversaciones deshechas y un cohete, y un perro, y nada más.

El timbre a las doce menos cinco del 24, sólo puede traer desgracias. Ahí apareció la ex de mi primo, completamente borracha, dispuesta a poner las cosas en su lugar.

—¡Siempre fuiste un cornudo! —le gritó, mientras los chicos se reían, las tías se miraban espantadas y el pobre tipo intentaba llevarla para afuera sin ningún resultado positivo.

Además, era cierto.

Siempre fue un cornudo, aunque a él jamás le importó, pero esa es otra historia.

Como los dramas nunca vienen solos, cuando por fin mi primo sacó a la loca a la vereda (para que te des una idea, a la mina le decíamos «la mancha voraz» porque todo lo que tocaba lo contaminaba), en medio del silencio alguien notó la falta de Andy. «Su chica» se impacientó cuando notó que no era la única ausencia.

Pasó lo que tenía que pasar.

La tía Lita se ofreció gentil a lavar los vasos para reutilizarlos con el clericó, cosa de pasar el mal trago. La cocina estaba atestada de mujeres comentando los cuernos del pobre muchacho, y mi tía Rosa diciendo «nadie muere mocho», por lo que la viuda se llegó hasta el lavaderito del fondo.

La pobre no pudo olvidarse jamás la imagen del mayorcito de sus hijos, un adolescente granoso, montándose a Andy, que no paraba de reír.

Claro, ahora puede sonar divertido, pero en aquél momento fue la ruina de la familia. La fiesta se desintegró en dos minutos. Nosotros, por las dudas, agarramos el Taunus, la colcha de dos plazas con volados y nos fuimos rápido, a dar una vuelta por ahí y tomar unos tragos para festejar el nacimiento del Niño Dios.

Desde esa vez, Nico, todos los años, arregló con mamá nuestra presencia en la fiesta familiar del patio de la casa del Barrio Belgrano.

La tía Alcira vive en España. Bien. Es manager de una corredora de autos.

Mi primo Juan Carlos volvió con su ex. Ella entró en Alcohólicos Anónimos. Él también.

El hijo mayor de mi tía Lita se metió en el Ejército. Los fines de semana los pasa con Andy.

Tienen dos perros.

Pero creo que no van a durar mucho.